La inseguridad
empieza por casa
[Lento #14, mayo 2014]

En otros países tener un revólver es considerado poco menos que un derecho humano fundamental. Aunque en Uruguay no es tan así, hay grupos que se oponen decididamente al aumento del control y las exigencias para la posesión de armamento. La iniciativa de incrementar la atención al tema surge del elenco gubernamental, pero el asunto no recoge consenso entre los integrantes del Poder Ejecutivo. Federico de los Santos se acerca, desde la inexperiencia total, al mundo de quienes eligen meter armas de fuego en sus vidas.

Texto: Federico de los Santos // Fotos: Ricardo Antúnez

No se parece en nada a las películas, ni a las del cine ni a las que se hace uno. Es otra cosa. Para empezar, el revólver no se siente frío en los dedos. El mango tiene la temperatura neutra de la madera y el resto es de un acero inoxidable más cálido que lo que amenaza la vista. Tengo que agarrar la empuñadura —así se llama y no “mango”, instruye el instructor de tiro— con la mano hábil pero ahora temblorosa y cargar las seis balas color bronce, una en cada recámara del tambor, con la izquierda que también tiembla. El origen de los nervios: es la primera vez que agarro un arma de fuego.

El antecedente está lejos, en la infancia: domingos de aburrimiento y una chumbera con la que les disparaba a las vacas inocentes que masticaban pasto sobre el campo de los abuelos y que, apenas molestas, movían la cola para intentar espantar a los bichitos de metal. Pero un arma de fuego es otra cosa: el proyectil de un revólver chico, como este calibre .22, vuela a tres veces y media la velocidad que puede adquirir un chumbito impulsado por aire comprimido.

Después de cerrar con un click el tambor cargado hay que extender los brazos; la mano izquierda va recubriendo a la derecha y su pulgar queda libre para tirar hacia atrás el martillo, que con mucho esfuerzo y otro click queda en su lugar. Las armas de hoy, desmitifica el instructor, no se pueden cargar deslizando sobre el martillo rápidamente una y otra vez la mano izquierda extendida, como hacían los cowboys. Los martillos tan blandos y sin ningún tipo de seguro eran útiles para disparar un tiro atrás de otro, pero dejaron de ser prácticos porque se enganchaban en la ropa y causaban cientos de tiros no intencionales, muertes y amputaciones de piernas.

El índice tiene que descansar de lado sobre el anillo protector, que para el instructor y el resto del mundo se llama guardamonte. Hay que alinear la mira con el blanco, afirmar los pies, relajar los hombros y la respiración, y recién ahí disparar.

Bang, pero suena más como un paf seco. El golpe para atrás —perdón, el retroceso— se siente en los tendones. El olor como a cañita voladora inunda el aire. El ruido se mete a través de los protectores auditivos —que, como los lentes de acrílico, son obligatorios dentro de los polígonos de tiro— y el balazo pincha el aire a 600 metros por segundo hacia el circulito más chico dibujado en una hoja de papel que está colgada a cinco. La adrenalina hace que el corazón bombee en los oídos y las manos quedan temblando (aún más), dedicadas a empeorar la puntería de los otros cinco disparos.

—Fijate que te estás yendo para la derecha —corrige el instructor—. Tenés que aflojar un poco más la izquierda. El tiro te mueve.

En la pedana de tiro de al lado, un hombre serio y alto de unos 40 años le deja heridas enormes a su enemigo-hoja A4, colgada a diez metros, con un arma más grande y más ruidosa que la mía: una 9 mm, el mayor calibre que la ley permite a la población civil.

—¿Y? ¿Qué te pareció? —pregunta el instructor con algo de esperanza.

—Me parece que no es lo mío —minimizo, mientras abro el tambor y saco los casquillos vacíos. La verdad es que no estoy tranquilo con la idea de que, más allá de cualquier medida de seguridad, el tipo que ahora acribilla su diana con plomo y pólvora podría girar 90 grados y hacerme lo mismo a mí, o yo a él, o que nos lo haga a los dos el tipo que a pocos metros dispara con su rifle. Dejo el revólver en la mesita con miedo o respeto. Es que el tiro te mueve.

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Polígono del Instituto de Tiro Coubertin

Conseguir un arma de ésas, un calibre .22, era fácil en Uruguay antes de 1999: alcanzaba con tener 18 años y la plata. El nombre viene del diámetro de la bala, 22 décimas de pulgada (5,56 milímetros), el tamaño aproximado de una punta de lapicera. Aunque delincuentes, policías y aficionados lo ven como un calibre “menor” por su corto alcance y potencia (son comunes los testimonios de gente que pasó la noche o incluso días con una bala en el cuerpo sin enterarse), es el más vendido en todo el mundo, el que admite armas más baratas, el más fácil de manipular y el que mató a más gente en la historia por fuera de las guerras.

El tamaño dejó de importar a partir del Decreto 238/999, que introduce la exigencia del Título de Habilitación para Adquisición y Tenencia de Armas (THATA), que otorga el Ministerio del Interior (MI). La tenencia, que debe renovarse cada cinco años, habilita a eso: comprar un arma y “tenerla” en el domicilio; está prohibido disparar fuera de los lugares habilitados y llevarla cargada y pronta para disparar. Para eso es necesario tener el porte, que se renueva cada dos años y exige el THATA, y además una capacitación más larga e intensa.

De todas formas, obtienen la tenencia por defecto (según un decreto aprobado durante el pachecato) funcionarios del Estado como ministros de la Suprema Corte de Justicia, legisladores, ministros y subsecretarios, personal diplomático, intendentes, jueces y fiscales, directores de entes y servicios descentralizados y, claro, policías y militares, en actividad y retirados. Para el resto de los mortales, el proceso es un trámite que a los usuarios de armas les parece complicado en exceso y a los militantes a favor del desarme civil, demasiado fácil, tanto que según cálculos del MI hay 1.200.000 armas de fuego circulando entre la población, una cada tres personas. Otro decreto, esta vez de 2002, agrega otras condiciones: constancia laboral con detalle de ingresos, certificado de antecedentes judiciales, constancia de haber realizado un curso de capacitación y certificado firmado por un psicólogo. O sea: el camino para el THATA empieza en un diván. O en un escritorio, como prefieren los psicólogos de ahora.

***

A veces alcanza con una consulta. A veces son cuatro. A veces se aplican técnicas variadas: test de Rorschach (el de las manchitas), el de dibujar a una persona bajo la lluvia, el test de Bender (que mide la capacidad visomotora) o el de WAIS (que evalúa la comprensión verbal, la memoria, la organización perceptual y la velocidad de procesamiento). A veces es sólo una charla. Puede costar desde 500 hasta 2.700 pesos. Puede ser más psico o más físico. Todo depende de lo que a cada psicólogo le parezca buena idea, porque la legislación actual apenas dice, sin más detalles, que se precisa un “certificado de aptitud psicofísica” expedido por cualquiera de los 9.000 licenciados en Psicología (ni médicos ni psiquiatras: psicólogos) habilitados por el Ministerio de Salud Pública.

Valeria Recoba es uno de ellos. Los temas de psicología forense, judicial y criminológica le interesan desde sus años de estudiante. Para ella, el proceso no puede durar menos de cuatro encuentros: una entrevista inicial (sin costo) para iniciar el contacto, dos instancias de tests psicotécnicos (enfocados a medir atención, memoria y concentración) y una de devolución y entrega del informe.

—Yo me complico al santo botón y hago demasiado, porque hay psicólogos que cobran una sola consulta. Te dicen “sí” o “no” y punto.

—El que quiere sacar el THATA ve al psicólogo como un obstáculo —entiende Andrea de Olarte, que hizo unos cuantos certificados para tenencia desde que se recibió de Licenciada en Psicología, en 1998. Los que compran un arma por primera vez, o los coleccionistas que tienen armas hace 20 años y se quieren registrar, van a buscar un psicólogo que lo haga fácil.

Fácil significa para Andrea menos que su metodología: tres entrevistas de media hora. Aplica también tests de dibujo, como el que muy descriptivamente los psicólogos llaman “Persona bajo la lluvia”.

—Cuando veo trazos muy fuertes o la persona se sale de la hoja, puede significar que no respeta los límites. La evaluación que hago tiene que ver con cómo el que consulta respeta las consignas, la autoridad.

Andrea trabajó como administrativa en el Servicio de Material y Armamento del Ejército Nacional, que se encarga del almacenamiento y distribución de, entre otros elementos, las armas militares, pero también del control y registro de las que están en manos de civiles. Además, sacó la tenencia hace unos cuantos años y cada tanto tiraba unos tiritos. “Está bueno porque desarrollás el manejo del autocontrol y la respiración. La adrenalina que te genera ese momento no se puede comparar. Venís estresado y te aflojás”. También le gusta estar cerca de los aspirantes a la tenencia. Hace las evaluaciones en el Instituto de Tiro Coubertin y siempre de a muchos, para evaluar rasgos de la personalidad que sólo aparecen en los grupos.

Otra que prefiere trabajar cerca de donde se imparten los cursos es Ana María Bocchi, que, aunque no tiene relación laboral con la Primera Escuela Uruguaya de Tiro, hace certificados todos los martes y jueves en el mismo edificio donde media hora después y dos pisos más abajo, en el polígono que ocupa el subsuelo, los postulantes cargan, apuntan y disparan —algunos por primera vez— para conseguir el THATA. La escuela es la única institución en el país que ofrece el test, el curso teórico-práctico y la compra del arma en un mismo edificio (y en un rato). Ana María no quiere charlar con la prensa desde que un informe en un programa de televisión dejó “mal parados” a varios de sus miembros.

Para muchos psicólogos, el nuevo decreto significó sobre todo plata fácil. Ni el aparato judicial uruguayo ni la Coordinadora de Psicólogos del Uruguay tienen mecanismos para garantizar la buena praxis. Uruguay controla a quienes tienen armas, pero ¿quién controla a los que deciden quiénes tienen armas?

Un caso tétrico en Argentina, hace unos años, sacudió a la Comisión de Ética de la Coordinadora. Un hombre que apenas consiguió la habilitación salió por la calle a los tiros. Más acá hay dos anécdotas: en uno de los clubes de tiro montevideanos, una chica que había cursado el teórico se puso tan nerviosa al empuñar un arma que se sacó los auriculares, dijo “no puedo” y se fue; otra, que había sido rechazada por una psicóloga, intentó con otra, que la habilitó; en pleno polígono se metió el arma en la boca y disparó por última vez.

—Una sola vez reprobé a alguien que quería sacar el THATA, porque lo vi muy acelerado —cuenta Valeria—. Él necesitaba plata para cierta cuestión y como ya tenía trabajo buscaba un segundo e incluso un tercero, de guardia de seguridad. Iba a trabajar 15, 16 horas al hilo y tenía que estar bien claro para tener un arma encima. Si vos como profesional avalás a alguien por unos pesos más y esa persona mata a uno con un arma, sos responsable.

Con la cabecita ya habilitada por el sello de un licenciado universitario, el paso siguiente es el curso de manejo y normas de seguridad, que incluye una parte teórica y una práctica (en la que no se evalúa la puntería: sólo hay que tirar) y se puede realizar en la Escuela de Educación Física y Tiro del Ejército o en cualquiera de los polígonos civiles habilitados por el MI.

PRIMERA ESCUELA URUGUAYA DE TIRO. Armas. Pistola Glock 17, semi automática, 9 x 19 mm. Made in Austria. Montevideo, 03/04/2014. Foto: Ricardo Antunez URUGUAY 2014

Uruguay empezó a expresarse sobre las armas antes de existir como nación. “No podrá violarse el derecho de los Pueblos para guardar y tener armas”, decían las Instrucciones del año XIII firmadas por Artigas. El fragmento estaba inspirado en la Segunda Enmienda a la Constitución de Estados Unidos que se había aprobado 30 años antes y que apuntaba a que los pueblos fueran capaces de defenderse de enemigos extranjeros o internos, gobiernos tiránicos incluidos.

El debate político sobre las armas se reinstaló en 2008 cuando Eleuterio Fernández Huidobro, que era senador por el Movimiento de Participación Popular y había sido en los años 60 una de las cabezas centrales del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (que incluía en su épica la lucha armada contra el gobierno tiránico de Pacheco), escribió en una columna para el diario La República que no había más remedio que armarse. Cuando el Estado falla y es superado —opinaba el hoy ministro de Defensa Nacional y líder de la CAP-L—, la ciudadanía tiene “pleno derecho a defenderse”; de lo contrario, estaríamos camino a estados como el Congo o Haití, donde “por no haber ‘atajado’ a tiempo, hoy mandan las hordas, los imperios, y no hay Estado”.

La columna era una respuesta a las ideas de la entonces ministra del Interior, la socialista Daisy Tourné, que más de una vez había manifestado su apoyo a la regulación de armas y el desarme civil. Este cruce sacó a luz declaraciones como la de Carlos Gamou 
—también de la CAP-L—, que confesó que andaba calzado con una pistola calibre .38 desde 1995 y que alguna vez, reconoció, disparó al aire para evitar algún conflicto. Días después, el senador José Mujica —faltaban dos años para que Tabaré Vázquez le pasara la posta presidencial— diría en La Paz que “no hay que chuparse el dedo” porque “en todas las casas hay un fierro”.

En su siguiente columna, Huidobro argumentaría que apoyar el derecho de la población civil a armarse es una política que favorece a los más pobres, a los que no pueden costear la garita de un servicio 222 o el ladrido y la mordida de los perros guardianes.

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Uno de cada tres

Se calcula que en el mundo hay más de 875 millones de armas cortas y que sólo 25% está en manos estatales. El Servicio de Material y Armamento del Ejército tiene registradas unas 600.000. El número es variable, porque los registros aumentan exponencialmente: en 2007, el promedio de armas nuevas inscriptas era de seis por día y en 2012 es de 15. Sólo la mitad de las armas del país están registradas.

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Ernesto compró hace años una pistola que ahora descansa en el cajón de su mesa de luz junto con cajas de remedios y de balas. Un día escuchó ruido en la cocina de su casa y manoteó el arma con los ojos todavía cerrados. Cuando la sombra se movió entre los platos, Ernesto disparó, pero el arma descargada no sonó. El gato negro, probablemente asustado, se escapó por la misma banderola por la que había entrado.

—No quiero ni pensar qué hubiera pasado si era alguien con un arma —miente hoy Ernesto. En verdad lo piensa mucho.

En enero de este año procesaron con prisión al comerciante de Pando que mató a un pibe con dos antecedentes penales porque lo vio robando una moto. Cuando salía del juzgado, lo recibió una manifestación de vecinos indignados que pedían la libertad del ciudadano honesto. En 2010 un almacenero de Manga que había sido asaltado 16 veces decidió que no habría una vez número 17 y entabló un tiroteo con dos hombres que huían en una moto. Uno de ellos no era todavía un hombre: tenía 17 años y murió en una policlínica con una bala atravesada en las arterias. En 2011 un hombre de 52 años vivió lo mismo que Ernesto, pero el arma estaba cargada y la sombra era su hija, atravesada por una bala de calibre .357 que quedó clavada en la pared. En 2012 el encargado de un cibercafé de La Teja fue liberado tras dispararle a un menor de edad que, junto con un mayor, robaron a los clientes del local. El mismo año una mujer que tomaba sol en la Playa del Cerro recibió un balazo en la cabeza y quedó en coma. El tiro vino del arma de un comerciante que salió a correr a dos personas que le habían robado y que se escaparon por la arena.

El Código Penal en su artículo 26 deja claro que la Justicia debería dejar libre a cualquier persona que cometa daño a otro en defensa de sus derechos o los de otros, siempre y cuando no haya habido provocación previa del que se defiende. Ejemplifica la ley que está exento de responsabilidad “aquél que durante la noche defiende la entrada de una casa habitada o de sus dependencias, o emplea violencia contra el individuo extraño a ella, que es sorprendido dentro de la casa o de las dependencias”. Corren algunas leyendas arquitectónicas sobre la legítima defensa que dicen que se puede matar sin inconvenientes a un criminal en la habitación propia y otras que agregan el atenuante de disparar primero al techo o al cielo. Ninguna tiene sustento legal.

Polígono de la Primera Escuela Uruguaya de Tiro
Polígono de la Primera Escuela Uruguaya de Tiro

Hoy andar calzado no es un delito. Es una falta tener un arma prohibida y disparar, o hacerlo en un lugar público y poblado; son infracciones que implican una multa de entre diez y 100 unidades reajustables o entre siete días y un mes de trabajo comunitario.

Jorge Vázquez, subsecretario del Interior, presentó en 2012 un proyecto nuevo al Parlamento, que agrava las penas por el tráfico ilegal (que sigue teniendo penas equivalentes al contrabando de cigarros o televisores, aunque se invierta más en combatirlo) y habilita a procesar con prisión a cualquiera que tenga un arma no registrada.

El proyecto fue aprobado con votos del FA, el Partido Independiente (en la cámara baja) y algunos legisladores del Partido Nacional; ningún diputado colorado acompañó la propuesta. En su pasaje por la cámara baja, Javier García propuso un artículo que inhabilita a los procesados por delitos de violencia doméstica por diez años. La ley ahora descansa en la Comisión de Constitución y Legislación de Senadores, y tanto Bonomi como la bancada del FA manifestaron en abril el interés por que se apruebe este año.

Hay revólveres de acción simple —que para disparar exigen siempre tirar del martillo— y de acción doble —que permiten también disparar sólo con apretar un gatillo duro que casi lastima la segunda falange del índice—. La primera modalidad se usa para tiro deportivo o de precisión (disminuye el temblor de la mano, de haberlo, y permite cargar, apuntar y disparar) y la segunda, para hacer fuego rápido y con poca preocupación sobre dónde pega la bala.

Las pistolas son mucho más prácticas, explica el instructor de tiro mientras meto —temblando más después de 18 tiros de revólver— diez balas en un cargador de 15 y lo coloco en la cámara, por debajo de la empuñadura. Además, agrega, son más seguras y no se disparan sin apretar el gatillo ni aunque caigan desde un décimo piso.

Tengo que tirar la corredera para atrás la primera vez, alinear las miras (una en cada extremo del cañón) con el centro de mi pobre oponente de celulosa y disparar. Paf, otra vez, y ahora no hay que volver a activar el martillo: la pistola es un arma semiautomática, o sea, escupe el casquillo vacío para atrás y carga la próxima munición con la fuerza de la corredera cuando vuelve a su lugar. El golpe del retroceso mete más presión sobre los huesos y los músculos que el revólver.

—Están diseñadas para que toda la energía vaya para atrás en lugar de para arriba o para los costados —instruye el instructor—. Con la pistola es más fácil mantenerse en el blanco. Además son más fáciles de llevar en el pantalón.

Una pistola semiautomática es lo más complejo que puede tener un civil. Más allá están las automáticas, como las ametralladoras, que siguen disparando mientras el gatillo esté apretado pero que están reservadas al Estado y a los 1.000 coleccionistas registrados, que pueden poseer calibres prohibidos para el resto. Algunas metralletas incluyen una palanquita que permite elegir entre ráfagas de tres, cinco o diez balas, pero la mayoría disparan hasta que se acaba la cinta de municiones, con mucho ruido, grandes fogonazos y un fuerte golpe de retroceso. Igual que en las películas.

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Los muertos

El 60% de los homicidios en Uruguay se realiza con armas de fuego y en la capital la proporción es de 70%, según datos de 2013 del Observatorio de Violencia y Criminalidad del MI. En Inglaterra la fracción no sube de 10%, en Bélgica y Finlandia el promedio de los últimos años es de 20% y en Argentina, de 54%. En 2012 datos del Ministerio de Salud Pública consignaban que 32% de los suicidios se efectúan con revólveres o pistolas.

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Gabriel Durán volvía cansado de sus jornadas largas como procurador en una empresa de seguros, pero no tanto para no dedicarle un rato a la pasión de su vida. Prendía la tele, sacaba el .357 Magnum del cajón de la mesa de luz, le quitaba las seis balas con un movimiento seco de una sola mano —siempre sin apartar los ojos de la pantalla— y en los cortes hacía ejercicios de puntería y gatillo. Un día cayeron cinco balas y no se dio cuenta. Fueron tres clicks y un paf. Las víctimas fueron el ropero, algunos sacos, la pared y los oídos, que le zumbaron dos días.

Hoy, desde sus 50 años, lo cuenta con distancia, moraleja y voz profunda y radial. Es instructor de armas cortas en el Club Uruguayo de Tiro (CUT), que se fundó en 1936 y que desde 1942 ocupa local en Parque Batlle, un edificio largo que todo el día deja escapar ruidos como de trueno y por cuya vereda los vecinos, si pueden, evitan pasar. Adentro de las paredes reforzadas para que ningún tiro se escape pasan el tiempo y gastan balas de revólver, pistola o rifle los 800 socios (700 hombres y 100 mujeres), más los visitantes ocasionales que quieren realizar el curso básico (el que exige el THATA), entrenarse en tiro deportivo o solicitar el porte. El ambiente general del CUT, de todas formas, es de club social para hombres de más de 50 años: algunos van a charlar y otros sólo a comer en la cantina. También se puede tomar alcohol, pero en ese caso está prohibido tocar un arma.

Entró al club hace 27 años y hoy es socio vitalicio. Su amor por las armas empezó de niño, mirando El Llanero Solitario, y a los 15 su madre le regaló su primer arma. Los clubes no le permitían entrar por su edad, así que sólo le disparaba a los árboles en algún campo algún fin de semana. Después intentó en el Liceo Militar, pero huyó a causa del exceso de disciplina. Eran los años 80 y la deserción fue un alivio para su familia, que era de izquierda.

La física lo acompaña todo el día en sus dos trabajos: el de la tarde le exige calcular velocidades, masa, movimientos, colisión de objetos; para el de la mañana habla de distancias que recorren los proyectiles y qué impacto pueden tener sobre los cuerpos (en el sentido mecánico y también en el biológico). El curso básico que imparte incluye disparar 50 balas calibre .22, con pistola y revólver —aunque la legislación exige 18 y sólo en pistola—, pero antes es necesario aprender el marco jurídico y las “reglas de oro” de la seguridad:

1- Debo manipular el arma siempre como si estuviera cargada.

2- Jamás se apunta hacia donde haya personas.

3- El dedo índice de la mano que empuña el arma siempre va fuera del arco guardamonte.

4- Nunca disparar sin tener perfectamente identificados al blanco y lo que hay detrás.

Si se siguen estas reglas, asegura el asegurador, es imposible que ocurran accidentes. Dice que en el CUT nunca hubo uno. Se escaparon tiros, pero sin daños.

—Es el factor humano el que falla. Los automóviles matan a cuatro personas y dejan 84 heridos graves por día, pero sin embargo tenemos mucho más miedo a las armas. Por eso enseñamos las reglas de oro. Cuando se escapan tiros, las sanciones pueden ser suspensiones de seis meses, porque esto no es un club de bochas. Las armas son peligrosas.

La disciplina militar no le interesa, pero la deportiva sí. Viene acumulando galardones en tiro deportivo desde 1998 y en 2012 fue campeón nacional y federal en revólver y pistola en la modalidad FBI (nada que ver con la agencia estadounidense: consiste en efectuar cinco tiros contrarreloj a un blanco a 15 metros de distancia).

Durán muestra los polígonos con tono y gestos de relacionista público, siempre resaltando la seguridad en el manejo, como si lo hubiera repetido más veces de las que pudiera contar. El cartel que está colgado en el pasillo del CUT dice “There’s no such thing as too much ammo” (“la munición nunca es demasiada”), pero el máximo de tiros que se pueden disparar en una ronda es de cinco con pistola y seis o nueve con revólver (o sea, con el tambor al máximo). Mientras los funcionarios reponen los blancos, los tiradores deben estar atrás de la línea amarilla (que atraviesa todo el club a lo largo) y con sus armas descargadas.

Para las armas largas hay “silenciadores gigantes”. Adentro, un hombre con el termo armado sobre una mesita mete su rifle y dispara, protegido también con los obligatorios auriculares. Juan no usa los lentes de protección. Empezó a los 15, cuando iba al club a tirar en bici, con el rifle atado al caño. Trabaja como oficinista y cree que Uruguay no es tan tranquilo como parece. “Acá es muy fácil robar explosivos, por ejemplo. Se consiguen en el medio del campo, por la minería, y sólo hay que romper un candado. A veces hay algún sereno viejo. También se creía que Argentina era un lugar tranquilo y a los judíos les volaron un edificio”, dice, y vuelve a tirar sus cinco tiros máximos con la postura, la seriedad y la velocidad que uno asocia al FBI (ahora sí,  la agencia).

—Gabriel, ¿cómo explicás la pasión por las armas?

—Hay gente a la que le gustan las bochas, a otra los autos y a otra el tiro. La pasión del coleccionista es otra. El ser humano siempre las necesitó, nos guste o no. Esto es duro de decir y a veces de escuchar. Por ejemplo: vino una colega tuya hace poquito y me decía: “No, señor, yo no necesito armas”. Usted necesita armas, porque usted con sus impuestos ya se las compró al policía que la va a cuidar y al militar que va a cuidar las fronteras. Y puede que no sea necesario, pero cabe la posibilidad, por un infortunio, que necesites una para defender tu vida o la vida de tus seres queridos. Por eso, aunque estamos de acuerdo con el espíritu de la ley que está en el Parlamento, creemos que comete algunos excesos al criminalizar al que tiene un arma en su casa.

—Pero ellos estarían infringiendo la ley sólo en caso de no registrar el arma.

—Exactamente. Entonces, ¿qué pasa? Está bárbara la ley, pero den más plazo. Y den más facilidad. Hay un plazo de seis meses, que es muy exiguo, porque pensamos las cosas desde Montevideo, no desde Durazno o Tacuarembó. De repente una señora de avanzada edad que había recibido un revólver de su abuelo no se enteraba y se transformaba en una delincuente. O no estaba en condiciones físicas de salir a hacer todos estos trámites.

Durán hace cuentas y explica: hay 1.200.000 armas. Hay 10.000 presos y 10.000 más “esperando para entrar”, o sea, 20.000 delincuentes; eso significa que hay 1.180.000 armas que no dan problemas.

—Y los ciudadanos honestos no usan el arma para delinquir. Eventualmente las pueden llegar a usar para defenderse.

—Pero el concepto de “ciudadano honesto” es difuso. El 17% de los homicidios son crímenes pasionales, hechos de violencia intrafamiliar o conflictos entre personas del mismo entorno.

—Ahí la persona deja de ser honesta. Ciudadano honesto es el que no comete delitos. El que va a trabajar ocho horas todos los días y paga sus impuestos.

—Pero un “ciudadano honesto” está a un enojo con un vecino de convertirse en criminal, sobre todo con un arma a su alcance.

—Yo… mirá.

Ahora en su oficina el instructor abre un cajón y saca un arma de piel color cobre.

—¿Qué es esto?

—Una pistola.

—Martillada y pronta para tirar, ¿no?

—No sabría diferenciar.

—Vos dirás “qué inconsciente este instructor”, ¿no?

Gabriel dispara varias veces con ruido de plástico.

—Es un juguete, un encendedor que no funciona. Tomala —dice, y la entrega siguiendo la regla Nº 2, o sea, apuntando a la pared—. ¿Yo tengo que tener miedo de que vos me vayas a matar con esa pistola?

—Depende de qué tan fuerte empecemos a discutir.

—¿Tengo que preocuparme? No. Vos viniste a hacer una nota, no a discutir conmigo. El problema no es esto. Es en manos de quién esté. Todas las leyes que se dirijan contra esto, el arma, no solucionan el problema. No solucionan nada. Tienen que dirigirse a la delincuencia, que es la que genera los problemas.

***

En Uruguay se cazan animales con balas de guerra. El decreto-ley Nº 10.415 prohíbe la importación y la venta de armas de punta deformable, que son las que prefiere el mundo para la caza, el tiro deportivo, los cursos prácticos y la defensa urbana. Son las que tienen el plomo a la vista, la punta chata y ahuecada, explica el vendedor de municiones. Pegan, se aplastan y quedan en el lugar; las revestidas, que tienen el proyectil recubierto de metal, son perforantes y se usan en la guerra por su habilidad para penetrar blindajes —o gente—, seguir de largo en línea o rebotar y hacer el mayor daño posible. Las municiones de punta deformable fueron creadas por Inglaterra en épocas coloniales bajo el eufemismo de “humanitarias”: como no era una guerra —decían—, la mejor bala es la que se estanca en el cuerpo del rebelde y no tiene chances de dañar a los dóciles y amistosos colonizados.

Los defensores de los animales se oponen a esta munición, que hace que las presas se desangren lento, y los cazadores se ven perjudicados cuando los animales pueden alejarse por cientos de metros y morir lejos, imposibles de encontrar en la noche.

Sólo la Policía uruguaya puede usar puntas deformables, que son útiles en la ciudad, porque no atraviesan las paredes y minimizan el daño colateral. Además, como la bala pega y queda, toda la energía del disparo se concentra en los órganos de la víctima, así que causa más daño. La perforante es capaz de atravesar a un animal grande, a un árbol y seguir volando varios kilómetros, incluso hacia arriba. Gabriel Durán conoce la base física:

—El proyectil sube y empieza a bajar, acelerando. Cuando pasa el primer segundo de caída libre, va a 35 km/h, pero al tercero va a 105. 35 km/h de aceleración por cada segundo. Cuando termina de caer, al sexto segundo, va a unos 200, que es el máximo de velocidad que cualquier objeto en caída libre puede alcanzar, porque el aire lo frena. Imaginate que tenés una honda en tu mano y le ponés una piedrita de diez gramos o un plomo de un .38. Me sacás el ojo de un hondazo con ese proyectil que viaja a 60 km/h. Una flecha va a 200 km/h. Es como si aceleraras tu auto a 100 km/h y otro hiciera lo mismo en sentido contrario y se pegaran de frente; sólo que esa energía se concentra en una pequeña superficie.

Ésas son las famosas balas perdidas, como la que disparó alguien chiveando en Año Nuevo y mató a una mujer de 64 años que miraba los fuegos artificiales en la puerta de su casa en Bella Italia. A pesar de que los cazadores fueron llamados al Parlamento para asesorar sobre el tema, la ley en discusión no incorporó ningún artículo sobre municiones, así que se seguirán matando jabalíes con balas para matar soldados.

***

18 tiros, lo que exige la ley para dar la tenencia, alcanzan, afirma Albert Tártaro. Fue estudiante de Historia en el IPA, pintor amateur y rockero, y es hijo del mayor retirado Luis Tártaro, fundador en 1990 de la Escuela Uruguaya de Tiro (EUT). La idea de los civiles con armas generaba recelo entre sus colegas militares, pero Tártaro (padre), que había trabajado en el SMA y practicado tiro deportivo, abrió la EUT con un solo revólver, dos veces por semana, en un club deportivo que inmigrantes vascos fundaron en 1899. Hoy la EUT tiene 15 para prestar y unos cuantos para vender en la armería que está ubicada justo a la salida del sótano convertido en polígono, donde dos o tres personas toman cada martes o jueves el curso obligatorio.

—Yo te puedo hacer tirar mil y no enseñarte nada o te puedo sacar jugo con esos 18 tiros —justifica con gestos aéreos y actitud acelerada este instructor de 36 años que se dice anarquista. Como todos los institutos de tiro, el plan de la EUT es incentivar a los que quieren un arma a tomar cursos que no son obligatorios pero sí más intensos y extensos. Su argumento base: hay armas en la vuelta, así que el verdadero peligro es no saber usarlas.

—La mayoría de los que buscan la tenencia vienen con miedo a que les entren en la casa. No a que les roben en la calle ni a los asesinos en serie. Frente a esa última barrera de la intimidad del individuo quieren tener un revólver en vez de un tramontina. Es un tema subjetivo, porque un arma no da seguridad. Si vos matás a alguien en legítima defensa podés no ir procesado, pero ahí se empieza a complicar: puede haber represalias y vos tenés familia o hijos, y además seas católico, protestante, judío o ateo, vas a cargar haber matado a una persona en tu conciencia por el resto de tu vida. Tener un arma no asegura nada pero te da cierta tranquilidad, que puede ser mentira, pero tampoco importa. Si alguien entra a mi casa, yo prefiero estar armado con un revólver que con un cuchillo. Ahora, yo estoy entrenado. Significa que si entrás a mi casa, yo te puedo apuntar tres días de corrido y estás seguro. No sé si la población en general puede decir lo mismo.

—Más allá del manejo, las armas robadas son lo que más alimenta el mercado negro.

—Eso va en cómo las guarde cada uno. Para llevarte un arma de mi casa te tenés que robar la casa entera.

Más tarde, el ventilador se queja en un salón de clases donde Tártaro imparte el teórico con, seguramente, la pedagogía que aprendió en el IPA. Son cuatro: dos jóvenes que van porque “les gusta”, un hombre de unos 50 años de piel curtida y muy interesado en defender el hogar y su señora, que se sentó en el fondo y no quiere tener nada que ver con el tema. Albert desmenuza la normativa sobre legítima defensa y enseña las reglas de oro de la seguridad. Una hora y 20 minutos después, los tres tienen su certificado y se van, después de conversar poco y mirar algún fierro atrás de la vidriera.

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Ciudadanos de bien

Según una encuesta de 2011 de la consultora Cifra, 48% de los uruguayos entiende que es buena idea que los ciudadanos se organicen para combatir la delincuencia. Una investigación de 2012 de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República arroja que 22% de los uruguayos aprueba la justicia por mano propia.

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En 2005 Brasil propuso el primer referéndum de su historia: “¿Debe prohibirse en Brasil el comercio de armas de fuego y municiones?”. El 63,9% de las urnas —con 20% de los votantes habilitados— dijeron que no, a pesar de la presión de Inácio Lula da Silva, la Iglesia, la ONU y varias ONG. La campaña fallida por el sí apuntaba a que las armas ilegales son en su mayoría armas registradas que fueron robadas; la campaña ganadora (diseñada según la propaganda de la Asociación Nacional del Rifle estadounidense) se centró en que la prohibición no solucionaría el problema de la inseguridad, grave en el país norteño, que es el cuarto del mundo en el ranking de homicidios con armas, debajo de Colombia, Sudáfrica y El Salvador.

—El problema es que en sociedades liberales como la de Brasil y la nuestra la palabra prohibir no cae bien —analiza Martín Fernández, abogado del Instituto de Estudios Legales y Sociales del Uruguay (Ielsur), una organización social sin fines de lucro fundada en 1984 con el objetivo de defender y promover los derechos humanos, que hoy dirige una campaña a favor del desarme civil con financiamiento de la Unión Europea. Desde el piso nueve de un edificio en la Plaza Independencia, Fernández, Luis Pedernera y el casi sociólogo Ignacio Salamano explican que tener un arma no es un derecho, sino un privilegio que el Estado concede y que cuando la gente anda calzada se debilita el Estado de derecho. Creen que si bien no hay que desaprovechar la experiencia acumulada por el Ministerio de Defensa Nacional (MDN), el control civil del asunto (tal vez como un servicio descentralizado o una institución en la órbita de Presidencia) es saludable, porque sobre el MI pesan presiones vinculadas a la seguridad. De hecho, el MDN ha frenado importaciones de armas por considerar que la solicitud de la cartera de Bonomi es “exagerada”.

No basta con regularlas y restringirlas: hay que desalentar la tenencia y fomentar la entrega de armas. En Argentina, por ejemplo, al desarme se le agrega un valor simbólico: con el metal fundido se fabrican vigas para construir hospitales.

—Tiene que hacerse en un lugar que le dé confianza a la gente y ser inutilizada a la vista, para que quede claro que no va a volver al mercado ilegal —explica Pedernera—. Tiene que haber un período de amnistía que acompañe a la campaña: no investigar de dónde procede por seis meses. Hay que avanzar también en el marcaje de las municiones que permite rastrear el origen de los disparos.

—Una de las críticas que se le hace al proyecto de ley es que va a criminalizar, por ejemplo, a quien heredó un arma y se entera de la nueva legislación o no tiene los recursos para tramitar la tenencia legal.

—En el interior tiene otro significado: hay otro imaginario, hay una distancia de la seccional, y es más entendible que haya una necesidad de protección —agrega Fernández—. En Montevideo el imaginario es otro: una vez salió en El Observador una noticia que en el título decía “cada vez más mujeres se arman”, basada en lo que decía un instructor de un club de tiro. No había ningún correlato empírico; era una nota de propaganda. En general, son los clubes de tiro los que desinforman, porque dan información errónea en los cursos. La información que dan sobre legítima defensa en general es mala y no tiene sustento en la jurisprudencia en los juzgados nuestros. Cada vez hay más procesamientos de personas que creen que están actuando en legítima defensa. Han dicho disparates, me consta: un alumno de Derecho Penal me dijo que una vez le dijeron que tire a la cabeza y después dos tiros al techo para que parezca que hizo un tiro de advertencia. Eso es absolutamente constatable con una pericia balística. Además de ser abominable, ese consejo puede generar que la persona que fue al club pueda ser procesada por homicidio.

Los tratan de pacifistas, ingenuos y hasta de hacerles el favor a intereses imperiales, dicen, pero el objetivo de Ielsur es operar sobre los problemas internos graves: el suicidio y la violencia doméstica. Y el crimen organizado, agrega Fernández:

—Nos genera resistencia que el tráfico no tenga en el proyecto de ley una pena mayor a dos años de prisión, porque es un crimen que cometen personas con determinado poderío, que aprovechan la debilidad de frontera, la corrupción, el lavado de dinero. Es un delito grave, pero si nos piden la extradición por ese delito, como no tiene pena de penitenciaría, queda afuera.

“Armas del bien” y “armas del mal”, diferenciaba John Lott, economista estadounidense republicano y partidario del fácil acceso, que la prensa llamó “el gurú de las armas del pueblo”. La idea también aparece en el discurso de Huidobro y de la mayoría de los entrenadores de tiro. Para Salamano, pensar en situaciones de blanco y negro es nocivo.

—Este tipo de discursos polariza. Hay diferentes tintes y gente que va a armarse por diferentes motivos. Hay gente que tiene armas por su valor afectivo, como herencia, y en el interior la gente que tiene armas no se suele definir como una persona armada: es un objeto más junto al libro que le regaló la novia o el cacharro del tío. Hemos desarrollado investigaciones en armerías, con mistery shopping, y surge la idea del “nosotros y ellos”. Cuando se habla del barrio Marconi en la prensa parece que fuera allá, un otro totalmente desconfigurado que parece que no tuviera un punto de contacto o intercambio. Hoy, el contacto entre distintos es una experiencia muy mediada por lo que me cuentan.

***

«No llamamos al 911. Usamos Colt”, dice un cartel en la pared del Instituto de Tiro Coubertin (ITC), que queda en un subsuelo del Centro, abajo de un local de Scouts. Casi en Ciudad Vieja está la armería de los mismos dueños, TodoArmas, donde se pueden comprar revólveres a precios desde 500 dólares.

Marcelo Debrito es uno de los instructores. Nacido en Artigas, también empezó a tirar de chico y ahora es juez de tiro deportivo. Más que indignados y preocupados, al ITC caen diez personas de lunes a viernes, muchos deportistas y unos cuantos aspirantes a guardias de seguridad, que aumentaron considerablemente desde las reducciones de horas diarias que el MI impuso al servicio 222 en 2012 y a las limitaciones para ejercer ese servicio en tiempos de licencia que se efectivizó en febrero. Reconoce que también aparecen algunos “enfermitos”, fáciles de detectar para el ojo entrenado del entrenador y de bochar en el curso teórico. A veces se escapan y llegan al práctico.

—Hay muchos que están capacitados para ser guardias de supermercado pero no pueden tener un arma. Vos ves a algunos tirar y son un peligro. Si tenés un arma, tenés que cumplir órdenes. Me pasó de estar dando las instrucciones previas de seguridad y pum. ¿Quién mandó cargar y tirar?

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El coleccionista desatado

En noviembre de 2009, entre la primera y la segunda vuelta electoral, se incendió un depósito que el contador Saúl Feldman tenía en el barrio Aires Puros. Allí guardaba 500 armas (fusiles de asalto que sólo pudieron haber sido robados a las Fuerzas Armadas, cientos de armas cortas y granadas capaces de dar vuelta tanques de guerra). Feldman  murió horas después, en un tiroteo con policías en su casa de Shangrilá.

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¿Quién se beneficia con el mercado de la inseguridad? Cuando los pacifistas hablan de “intereses económicos” en contra del desarme pueden referirse a las más de 120 armerías que hay en el país, pero probablemente no haya una persona que concentre más esos intereses que Julio César Lestido. Puede sonar conocido por la empresa familiar, la importadora oficial de Volkswagen en Uruguay, fundada a mitad del siglo pasado por —y bautizada con el nombre de— su abuelo. Pero Lestido (nieto), además del negocio de los autos, convirtió su hobbie en trabajo cuando se contactó con ejecutivos de las pistolas austríacas Glock por medio de amigos que importaban otras marcas y pasó de coleccionista a representante en Uruguay mediante su empresa Silvercat.

Además, Lestido es presidente de la Cámara de Importadores de Armas y Municiones del Uruguay y secretario de la Asociación Uruguaya de Coleccionistas de Armas y Municiones, y visitó la Comisión de Constitución y Legislación del Senado para asesorar en la discusión sobre el proyecto de ley.

En las oficinas de la empresa un empleado esforzado limpia estantes mientras dos administrativas administran. Lestido conduce a una sala de reuniones llena de cajas. Justifica su negocio a segundos de sentarse en la cabeza de la mesa:

—Eliminando las armas de los buenos no vamos a eliminar las armas de los malos. Tenemos el derecho, no es una concesión. Es un bien propio. El Estado no te concede una casa. Yo tengo el derecho a defender mi vida o la de un tercero.

—Algunos partidarios del desarme creen que la violencia tiene que ser monopolio del Estado.

—Eso es un peligro por el lado que lo mires, por izquierda o por derecha. Mañana el Estado puede cometer cualquier arbitrariedad. En todos los regímenes autoritarios se le prohibió al pueblo tener armas.

Hay 1.000 compañías que fabrican armas en 100 países. Los mayores exportadores son Alemania, Estados Unidos, China y Rusia, pero Uruguay importa sobre todo de Austria y Argentina. En 2013 se vendieron unas 800 Glock; la 9 mm es la que más usa —y compra— la Policía uruguaya. A Lestido no le gusta dar números concretos, pero cree que la explicación del aumento de la venta de armas tiene más que ver con la bonanza económica que con la inseguridad.

—Hay 600.000 armas registradas, es cierto, pero el registro está activo desde 1943 —cuestiona—. Quiere decir que hay más de medio millón de armas registradas, pero no activas. También incluye a los coleccionistas, que no se definen por la cantidad de armas que tienen. Por ejemplo, yo podría coleccionar sólo las pistolas alemanas que se usaron en la Segunda Guerra Mundial porque mi abuelo peleó ahí. Yo colecciono pistolas de principios del siglo XX y no las uso. El tema es que con la ley criminalizan a cualquiera que tenga un arma y no esté registrado, y no castigan a los delincuentes. Yo creo que lo que quieren es prohibirlas, pero no se animan porque es año electoral y se pondrían a todo el mundo en contra. Además, si tener un arma pasa a ser delito, el que no puede hacer el curso, ¿qué va a hacer? La va a vender por su cuenta. Van a fomentar el mercado negro.

Cuando anda en la calle, Lestido lleva una pistola escondida entre la ropa. Una vez y sólo una la necesitó. Una madrugada sintió golpes en la reja de su casa. Preguntó quién era y contestaron más golpes. Estaban tratando de entrar. Nunca supo si tenían armas, pero les gritó por la ventana que él sí y se fueron. Quisieron entrar.

—¿Y si hubiera entrado?

—Si está en juego mi vida o la de un tercero no tengo duda en usar el arma. No tengo duda.

***

Hay una matriz liberal que entiende que el Estado debería meterse lo menos posible en qué cosas puede hacer un ciudadano y qué no, y también hay visiones conservadoras —por izquierda o por derecha— que plantean una guerra entre el mal y el bien (el primero armado y el segundo, si se puede, también). En el medio, partidarios del desarme y también una gama enorme de indecisos, hijos del pacifismo de un país que peleó su última guerra civil cuando empezaba el siglo XX y que se declaró neutral al principio de las dos guerras mundiales, pero también hijos de un Uruguay de bonanza y miedo que crecen parejo.

—Al principio te veía más reacio, pero me parece que ahora estás menos prejuicioso. Me di cuenta de que te interesa o, por lo menos, te causa curiosidad el mecanismo del arma 
—dice el instructor.

—Me parece que no es lo mío —me sincero con el hombre esperanzado. El pedazo de metal que ahora el instructor devuelve a su caja fuerte es neutral, sí, pero yo no sé si soy una persona de bien o de mal. Y en todo caso, si lo averiguo, que no sea con un arma en la mano.




 

 


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