Fotos y texto: Manuela Aldabe
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Romeo y Julieta de Tacuarembó.
Poblado La Aduana‚ pasando Las Toscas‚ en Caraguatá. Desde el rancho‚ afinando la vista, se puede ver de un lado el Río Negro y del otro el arroyo Caraguatá. Una hora a pie para llegar al primer poblado‚ pasando charcos que le alcanzan la panza al caballo de algún gaucho privilegiado.
“Si no podemos vivir este amor aquí, entonces lo haremos en otro mundo”, decía la carta de dos carillas que él dejó al salir de su rancho con un rifle robado. Daniela tenía 15 años y Wilson, 31.
A eso de las siete de la mañana, María‚ la madre de Daniela‚ estaba ordeñando en el galpón de caña y barro. Sus cuatro hijos todavía daban vueltas cuando él apareció furioso‚ armado. Tenía citación en la comisaría porque María lo había denunciado por violencia: en la noche golpeaba puertas y ventanas del rancho queriendo entrar‚ asustándola. Wilson era el padre de los mellizos que María había dado a luz hace tres años.
—Nunca compró ni un pañal y luego de tres meses sola con los dos bebés en el Pereira Rossell sobrevivió sólo el varón. Por eso yo no lo dejaba ver al gurí. Él tenía la obligación de ayudar.
Daniela era la segunda hija de María. Con sus 15 primaveras, y sin haber puesto nunca pie en un liceo‚ estaba enamorada de Wilson‚ y embarazada también. Aquella mañana intentó defender a su madre. Wilson le pegó un tiro y después se mató.
En el cementerio María busca un número en su precario celular: el del nicho. No tiene plata para hacerle una placa a su hija asesinada.
Rita murió en su cuarto‚ golpeada. Todavía cuelga el cuadro con la flor y esa frase que probablemente leyó hasta su último respiro:
Dad gracias en todo‚ porque ésta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús.
El abrigo blanco que la envolvió. Facebook los contactó. Él la asfixió. Crímenes de “amor”.
Buscando la memoria‚ el recuerdo‚ testimonio de estas víctimas, comencé esta serie fotográfica de vestidos y accesorios de mujeres con una vida que (declarando luego intencionalidad o no) su marido‚ amante‚ concubino‚ amigo despechado‚ les quitó. Fotografías de casos que sucedieron entre la primavera de 2014 y la de 2015. Ropas y accesorios sobre la pared como fondo‚ todas con secretos que las diferencian pero con un denominador común: asesinadas por hombres con quienes tenían un vínculo íntimo‚ o lo habían tenido. O ya no lo querían tener más.
La prenda habla de esa mujer‚ única e irrepetible‚ de sus gustos‚ sus huellas‚ su tamaño‚ sus colores. Pero también nos dice algo más. Nos habla de alguien que guarda aunque sea en el fondo de un ropero su recuerdo‚ su coraza. Ésa que tocaba su piel‚ su cuerpo que se ha ido. Que hicieron ir.
Pido permiso‚ entro con el trípode‚ despacio‚ con cuidado. Elijo exposiciones largas respetando la luz del lugar‚ buscando quizá eternizar esa ausencia que cuando fue presencia lució ese vestido‚ esa pulsera‚ ese pantalón‚ ese uniforme. La ropa‚ el accesorio, lo elijen las madres‚ las tías‚ hermanas e hijas. Cuanto más escucho‚ su memoria mejor aparece. Es como si quien me recibe quisiera entender cuál es la mejor prenda para esta cita.
Anuladas entre las noticias pasan a ser una más, o una menos. Dejan de ser Andrea‚ Koni‚ Noelia‚ Silvana‚ Gabriela‚ Rita‚ Daniela. Pero esa ropa u accesorio‚ como el feminicidio‚ es la punta de un iceberg. Hay una mole de violencia debajo‚ invisible‚ que se mueve lentamente y consume a cada mujer‚ a cada familia‚ a la sociedad.
“Este vestido es bien Koni”, dijeron su madre y su hermana. Era el tercer set que armábamos‚ y clavo que poníamos y sacábamos‚ en esa casa recién pintada donde se fue a vivir Marianela‚ dos meses después de que el cráneo de su hija de 19 años fuera reventado con un adoquín.
Cristina de Sierra‚ de la Comisión de Género de la Asociación de Funcionarios de la Asociación Española me dice:
—En los corredores se comentaban los moretones que le veían cuando se ponía el uniforme.
Ana‚ madre de Gabriela, agrega:
—Un día al salir del baño olvidando sus lentes de sol su padre descubrió su ojo en compota. Mi marido no toleraba a ese hombre que le hacía daño.
Nada evitó esa muerte anunciada.
En la pared cuelga un vaquero. La enterró en un pozo de su estancia y se fue al babyshower de su hija. El cowboy la mató.
La pared es el fondo de la fotografía. De la casa donde vive la familia o, como en el caso de Carmelo, la pared donde esa mujer vivía y diez días antes murió. La pared salteña era de la casa de Rita donde vivió con su madre‚ quién sabe si su hija de 19 años podrá vivir allí. Hoy está cerrada. La pared del cuarto que una madre conserva como si su hija estuviera viva. La pared de la cocina en la casa de una tía a donde fueron a parar todos sus muebles. La pared del negocio donde su cuerpo quedó enfriándose por 41 horas hasta que alguien llegó. La pared de barro donde la mató.
A medida que me fui acercando a los casos fui descubriendo los ojos de esas madres‚ de esas abuelas que quedan. Cuando imprimí las primeras fotografías e hice pruebas en color y en blanco y negro‚ me di cuenta cuán cercanos estamos en este tema a las abuelas y madres con pañuelo en la cabeza. Estas madres‚ estas abuelas de hoy‚ que son muchas‚ también se encontraron de la noche a la mañana dando la leche en cucharita a esos nietos hijos. Son de hoy‚ por eso las fotos son digitales y color. Si en los años 70 ellos fueron asesinados por tener ideas‚ hoy ellas son asesinadas por ser mujeres.
“Mi mamá se murió”, me dijo Juan Ignacio‚ de cinco años‚ días después de que su padre encontrara a su madre muerta en la cama un lunes de mañana cuando al terminar el fin de semana devolvía el niño a su casa materna.
Pablo no es el único padre separado que encontré en este periplo recorriendo casos de feminicidio en Uruguay. Hablando con ellos y con las abuelas comprendí que una ley los podría ayudar a sobrellevar la crianza de esos niños.
—Estamos preparadas para enterrar a nuestros padres‚ no a nuestros hijos —me dijo Carmen el último día que estuvo en Carmelo, porque se volvía a Maldonado.
—Ya se va a cumplir un año desde la muerte de mi hija y nadie habla más del caso —me dijo Mabel‚ en Fraile Muerto, mientras me contaba que la familia está tratando de tener pensión para los hijos de Noelia, de cinco y 15 años.
Al principio es difícil dar con las familias‚ a veces abren las puertas de brazos abiertos‚ otras veces observan‚ se cuidan. Pero todos necesitan ser escuchados‚ y la búsqueda de la ropa‚ el accesorio, se convierte en un acto de dignidad. En una de mis visitas parecía que no quedaba nada: “Todo se dio‚ todo estaba ensangrentado”. Pero después de un par de mates, apareció el recuerdo: “Esto es lo único que queda”. Al mirarlo, comprendimos que por algo quedó.
Nos levantamos‚ hacemos espacio‚ colgamos la prenda.