Micaela Domínguez Prost
No tiene sentido, me doy cuenta, sumar un acolchado hasta la cabeza a la sábana que ya tengo, si, total, los mosquitos montevideanos me van a picar igual, y voy a seguir sin poder dormir por el calor sumado a la ya molesta picazón general.
Montevideanos, digo, haciendo énfasis en el gentilicio, ya que acá el aguijón ha logrado un nivel de eficacia que pondría orgulloso a cualquier darwinista.
La primera vez que lo noté fue volviendo de Valizas. Allá los mosquitos me picaban, claro, pero había barreras que (lo sabían ellos y yo también) no podían atravesar.
Volví llegando a Tres Cruces a la una de la mañana. En el ómnibus hacía frío, así que me bajé con una calza, una pollera, una remera, un buzo y una bufanda; y ahí estaban ellos, esperándome, tan agresivos e implacables como los porteños las últimas veces que pisé Buenos Aires, tan despreocupados de si era una capa, dos o mil, tan superiores a los enclenques mosquitos valiceros, que no supe si debía sentir un extraño orgullo ciudadano o temer por mi vida.
Todas las noches, cada noche, pienso en cómo usar este notable talento. Cuando le comento a la gente que el aguijón de los mosquitos montevideanos podría atravesar cualquier superficie, dicen que es verdad, pero es un “es verdad” primitivo, alejado del nivel de evolución de estos insectos capitalinos. Y me imagino teniendo un programa en Utilísima sobre cómo convertir en esclavos a los mosquitos, usando el aguijón para hacer un agujero en la pared, para abrir una lata de atún, para practicar una lobotomía.
Me acuerdo porque el urticante insomnio inevitablemente me lleva ahí, de algo que leí en primaria, de que los mosquitos macho no pican, de que habría que llamarlos “mosquitas”, pero que lingüísticamente no podemos hacer justicia, ya que al cambiar de género cambiaríamos de insecto, y me pregunto si esa lectura tendría algún trasfondo machista. Debería encontrar el libro y ver si dicen algo sobre la organización de las abejas, sobre las reinas y los zánganos, para saber si nos querían punzar ideas o simplemente hablar sobre bichos.
Hace unos días me preguntaron: “qué preferís: ¿que todos los mosquitos se transformen en abejas o las hormigas en cucarachas?”. La gente duda. Yo no, porque los mosquitos montevideanos ya no pican: arden, como las abejas, y ya no distingo la piel sana de esa ronchita que mágicamente deja de picar cuando le hacés una cruz. Tampoco me rasco ni recuerdo cómo era sentir el cuerpo y la mente relajados. Son las 3 de la mañana y mi despertador suena a las 7.
“Mosquito”, le dije un día a Farhan en un porche estadounidense lleno de ellos, “debe ser de origen castellano, por la u muda entre la q y la i”. “No es cierto”, me dijo él, “hay otras palabras en inglés de iguales características”, y le pedí que nombrara una y dijo quiet. Y quiet tenía una forma de pronunciarse tan diferente que los dos nos reímos mucho rato. Él porque estaba drogado, yo porque sabía que su mal ejemplo se debía a su persistente estado de drogadicción de ese verano; él porque se reía a cada rato cuando estaba conmigo, yo porque me pegaba de costado.
Me pregunto qué me llevó a destaparme, a tirar la toalla, a agarrar la computadora y decirles: “acá estoy, mosquitos montevideanos, hagan conmigo lo que quieran”, y barajo varias hipótesis. Una es que en realidad admiro su capacidad de atravesar un jean y una bombacha, otra es que me quema que no me dejen dormir y quiero hacer algo productivo con los minutos (horas) que me quitan de sueño. Y la tercera, la más probable, se corresponde con una inquietud literario-histórica.
Los mosquitos siempre fueron parte del paisaje, una molestia o un detalle para los protagonistas. Y yo creo, probablemente como resultado de la fiebre amarilla o el dengue que ahora recorre mis venas, que quizá con este relato pueda ganarme su atención y simpatía.
Deseo, mientras me rasco inútilmente un diente, que al dejar la pantalla a la vista los miles de mosquitos que me rodean se pongan a leer sobre ellos mismos. Que se arme un cine espontáneo de mosquitos montevideanos y egocéntricos leyendo, que se olviden de succionar mi sangre. Que me dejen tranquila los minutos que necesito para dormirme, si, a fin de cuentas, yo lo único que quiero es eso, dormir, sin importar cómo me devuelvan la piel cuando me despierte.