Hace seis años 12 hombres murieron quemados en la Cárcel de Rocha. Para la Justicia es un caso cerrado: la Policía actuó como debía. Para sus familiares, para las ocho personas presas que de casualidad sobrevivieron y para varios organismos internacionales, en cambio, todavía debe aclararse qué pasó. La periodista Angelina de los Santos, nacida en Rocha, ha cubierto las secuelas del episodio desde las páginas de la diaria y acá retoma el tema con más tiempo y espacio. También rochense es Alejandra Nassi, la fotógrafa que se movió entre los escombros de la prisión. Es difícil no conmoverse ante varios tramos del trabajo de ambas.
Texto: Angelina de los Santos / Fotos: Alejandra Nassi
El Peteca se llenó la pierna izquierda de tumbas. Rodean un árbol escuálido, sin hojas, y a La Parca. Dice que aún le falta hacerse calaveras, manos saliendo de la tierra, y ahora, después de ese maldito día, marcar 12 lápidas con una cruz.
Sin saberlo, Fernando Méndez, El Peteca, se había tatuado un presagio. Con 29 años zafó de la muerte, sí, pero no del incendio. El 8 de julio de 2010 el fuego lo tragó junto a los 19 hombres que estaban recluidos en la cuadra 2 de la cárcel de Rocha, en el centro de la ciudad. Doce murieron; el resto fue abrasado. Además de las consecuencias físicas, dejó una grieta casi inabarcable de dolores. Esa madrugada murió, incluso, el después.
—Me tapó. La muerte me tapó —expele El Peteca con la certeza de quien no sana—. Todos nos vamos a morir algún día, pero yo no, ése es el problema. No hasta saber la verdad. Por eso el miedo mío es no morirme.
No se sabe exactamente qué pasó. Sí se sabe que los cadáveres tenían la sangre color rojo carmín —característica de la muerte por intoxicación de humo— y que estaban carbonizados. Algunos de los que sobrevivieron tienen partes del cuerpo sin poros y padecen de una picazón constante. Sufren de asma, tienen tos y los bronquios obstruidos. Les falta el aire. Ven y escuchan mal. Perdieron parte de la motricidad.
Se sabe que lo que no se ve a simple vista es lo que más cuesta contar. Insomnio. Alucinaciones. Intentos de suicidio. Mezcla de desconfianza, indignación, angustia, indiferencia y un odio que les surge repentinamente, en cualquier momento y en cualquier parte. Pastillas y drogas que consumen para pensar menos, para poder dormir, comer, cagar. Rituales que dejaron y rituales que adquirieron. Pesadillas. Culpa. El deterioro de las relaciones afectivas, su desmoronamiento. La imposibilidad de estar rodeados de mucha gente. La tendencia a encerrarse y a su vez no poder estar a puertas cerradas. Fobias. El miedo a volver a sobrevivir a un incendio. Las reacciones que provoca ver fuego. El recuerdo patente del olor, de la luz cegadora, de los gritos, de las explosiones de los televisores, de los pibes en llamas.
Se sabe, además, que algunos padres de los fallecidos se quieren morir y viven sólo porque no se mueren.
Y que a todos les duele la impunidad.
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Un hombre alto, flaco y canoso, de 50 años, habla entre sollozos en el living de la casa de sus padres en La Teja, en Montevideo. Está sentado en un sillón blanco de dos cuerpos, rodeado de objetos coloridos que llenan el ojo (y ocupan la mente). Eduardo El Viejo Mederos habla como la víctima de un desastre inminente.
—Que habían hecho un asado en Rocha, eso dijo la Policía el día después. Dijeron eso porque nos prendimos fuego. El Nando murió agarrado de la reja de la ventana gritando: “¡Me quemo! ¡La puta madre, abran!”. Eso gritaba. Arrollado. ¿Dónde estamos? No puede ser que esto quede impune. Seres humanos, loco. Éramos presos sí, pero estábamos pagando por lo que habíamos hecho.
Fernando Cardozo tenía 25 años.
—Cierro los ojos y voy para ahí —viaja El Peteca—. El milico gritaba que era un motín y no nos quería abrir. Ahí le muestro la mano por el sapo de la puerta: me estaba derritiendo. Después de un tiempito, abrieron. Capaz que no fueron ni 10 ni 15 minutos, pero para mí fueron un lote. Pensé que me moría.
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La celda 2 de la cárcel de Rocha, donde dormían, comían, reían y puteaban 20 hombres, era una pieza de 12,24 metros de largo por 6,80 de ancho. Tenía siete ventanas tapadas con nailon y cartón, y un bañito con una abertura circular, del tamaño de un CD, que hacía de ventilación. A lo largo y ancho había ocho ranchadas (espacios de intimidad separados por mantas colgadas) y un tendedero de cables eléctricos enganchados con clavos a madera.
Lo que pasó aquel 8 de julio de 2010 pudo haber pasado en cualquier otra cárcel del país con las mismas condiciones infrahumanas de reclusión, a otros varones jóvenes, pobres y encerrados por delitos contra la propiedad, como la mayoría de la población carcelaria uruguaya. Pero sucedió en Rocha, en un edificio que se había construido en 1878 para ser un regimiento de caballería y en el que en 2010 estaban encerrados 174 personas donde se suponía que no debería haber más de 60.
La noche del incendio los muchachos no desarmaron una de las resistencias que, para paliar el frío, habían construido con un ladrillo refractario y un par de alambres conectados a un tomacorriente. Según el expediente penal del caso, cerca de las tres y media una frazada le cayó encima y se prendió fuego. La cuadra ardió. Llegó a los 500 grados centígrados en cuestión de minutos. Se achicharraron los colchones de espuma de poliuretano, las frazadas, las mantas de las ranchadas, radios, televisores, platos, vasos, cuchetas, ropa. Y los muchachos.
Sólo ocho pudieron escapar de las llamas: El Peteca, El Viejo, Henry La Luz (de 20 años), Pablo Chapore (29), Paulo Costa (26), Alberto Roda (38), Luis Alberto Acosta (21) y Ruben Damestoy (18). Ocho murieron dentro del baño, donde el humo se concentró: Raúl Alejandro Gómez Recalde (de 22 años), Joaquín Cardoso Silvera (19), José María Pereyra Pereyra (29), Jorge Luis Roda Acosta (19), Luis Alfredo Bustelo López (40), Julio César Da Silva Pereira (22), Edison Núñez Casuriaga (20), Mario Fernando Martínez Maidana (25). Tres en la puerta del baño: Matías Barrios Sosa (19), Dilio Alegre (42), Alejandro Rodríguez Cabral (25). Y el Nando, agarrado de una de las ventanas que daban al patio interior.
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Ochenta y cinco kilos, metro 80, espalda ancha, panza generosa, ojos verdes y redondos que muestran los capilares rojos de insomnio. Así se ve El Peteca a las nueve de la mañana. Llega a su casa en el Chuy (departamento de Rocha) en una moto negra, se saca el casco cual corredor de rally campo traviesa después de una victoria, saluda y nos invita a pasar. Una vez adentro pregunta si puede fumar. Y cuenta.
Se había acostado tarde, cerca de las dos y media, después de ver a España clasificar a la final del Mundial de Sudáfrica, y después de mensajearse con su pareja y conocer a través de fotos a su hija, que había nacido 11 días atrás. Dice que agotado, se durmió. Que lo despertaron los gritos.
—Se me venía desde los pies. Me destapé y abrí la cortina. Ahí me asé. Había fuego en todos lados. El que dormía arriba se tira y quiebra la cucheta triple. Salimos para la puerta, agitamos, no vinieron. Había que hacer muchas vueltas para entrar al baño, por las camas todas atravesadas, pero fuimos para ahí. Fui uno de los primeros en entrar, pero cuando empezaron a entrar los otros puse la pata en el water y los exprimí y salí… Yo siento claustrofobia. Fui para la ventana: estaba el Nando prendido, gritando. Le digo al llavero que nos estamos quemando vivos, que no es joda, y el cara: “No”. Ahí yo siento un fuego en la espalda y arranco corriendo para el baño otra vez, pero no puedo entrar. Por querer respirar para salir corriendo es que me quemo por dentro, cuando respiré un poquito de ese humo. En esa fracción escucho que abren la puerta. Le toqué la espalda a uno. No le pude decir nada: me dio para tocarlo y correr.
El Peteca estuvo 53 días internado en el Centro Nacional de Quemados (Cenaque) —21 de ellos en coma inducido—, 15 en el Hospital de Rocha y “un año y pico” bajo tratamiento continuo, poniéndose cuatro paquetes de gasas de propóleo en la espalda cada vez que se vestía. Cuenta que se le veía el hueso en la espalda y los talones. Tenía 20 kilos menos. Su cara parecía una pelota de básquetbol. Era “un monstruo”.
—Lo malo fue haberme visto en el espejo. Me quería tirar por la ventana. Me arruinaron.
Se había quemado el 73% del cuerpo, si contamos las quemaduras internas. Lo operaron de los pulmones, le pusieron injertos de piel en el cuello, en la nuca, en los hombros, en el pecho, en los brazos, en la espalda. Quedó con el cuerpo desordenado: parte del tatuaje de la pierna ahora está en el lomo. No tiene pelos ni poros. No suda, le pica. Le incrustaron metales en los dedos de la mano izquierda para estirarle los tendones; no en los de la derecha, por eso ahora tiene las falanges de esa mano dobladas y no puede agarrar. Hasta hoy se tiene que cuidar del frío y el sol, y usar crema de ordeñe todos los días.
El Viejo tampoco zafó: se quemó 25% del cuerpo. Estuvo en el Cenaque un mes y medio. Perdió parte de la visión del ojo derecho y la audición del oído izquierdo. Se quemó manos, brazos, espalda, cabeza y piernas. No la memoria.
—Joaquín caminando como un zombi en llamas. El ruido. Explotaba una tele y yo pensaba que eran los cuerpos. Nunca más me voy a olvidar. La puta madre, loco. Lo que pasamos ahí, no se lo deseo a nadie. ¿Cómo va a quedar así?
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Eduardo Bonomi, ministro del Interior, fue quien habló después del incendio. Aseguró que la Policía, de la que en ese entonces dependía la cárcel de Rocha, no era responsable de la tragedia, y que su accionar había sido el correcto. El presidente José Mujica pidió disculpas a nivel internacional, pero no a los sobrevivientes. Tampoco a los familiares de las víctimas, que se enteraron del incendio porque en el pueblo chico el infierno es grande.
El 20 de diciembre de 2012 la fiscal Adriana Rocha pidió archivar la causa penal y la jueza Marcela López le hizo caso. Escribió que no encontró pruebas “convincentes”:
No se han reunido elementos de encuadre jurídico y probatorios suficientes que justifiquen la prosecución de las actuaciones; así como tampoco que determinen responsabilidades penales a imputar.
El 26 de julio de 2014 Bonomi dijo que estaba “abierto” a negociar un acuerdo de indemnización. Las víctimas y familiares todavía esperan la resolución del juicio civil. Pero hasta ahora nadie tuvo la humildad, el coraje —¿el corazón?— para reconocer que el Estado no fue garante de los derechos de todas las personas, que no aseguró la vida ni integridad de los que tiene que cuidar. Que mató a 12, le arruinó la vida a ocho, y dejó decenas de personas afectadas.
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—Cuando abren la puerta salgo y corro hacia la celda 1 y tomo mucha agua de la canilla que hay ahí afuera —dice El Peteca—. Me metí en la piecita de al lado, una chiquita que hay en el patio. Me quemaba, ya estaba quemado y me quemaba más. Y no abrían la puerta lateral para salir al corredor. Gritaba. Ahí otros ya habían salido. Cuando voy yendo para la lateral es que siento al finadito Joaquín. Es el problema que tengo. Que grita “no me dejen morir así” y, ¡pum!, revienta la tele. No pude hacer nada.
Como es un hombre duro, rudo, dice que en vez de llorar, ríe, y ahora, al contar cómo salió de la celda ardiendo es que agrava la voz y mira con ojos serios:
—Es algo complicado lo que pasó ahí adentro.
El Viejo está seguro de que abrieron porque los que estaban en la puerta gritando eran Alberto Roda y él. O sea, los veteranos que decían “buen día” y se dirigían a los oficiales tratándolos de “usted”.
—Lo que más me calienta es que todo lo que pasó se podría haber evitado si abrían a tiempo. Sabían que nos estábamos prendiendo fuego y no hacían nada. También sabían en las condiciones en que vivíamos. ¿A vos te parece que yo pueda estar bien? Diez días antes habíamos presentado un proyecto para hacer bloques y armar con eso las ranchadas, porque ya se había prendido fuego una sábana por los calentadores. Los enchufes eran una tabla con unos clavos. Era visto que en cualquier momento se iba a prender fuego todo. Yo tuve la suerte de contarlo. Pero a veces pienso por qué no me habré muerto, porque me olvidaba de todo y ya estaba.
La oficial Antonia García fue quien dio aviso del fuego al resto de los policías. Estaba en la garita de vigilancia que está en la esquina de las calles Rincón y Ramírez, desde donde se ven las cuatro ventanas de la celda 2. Según el expediente penal, pidió apoyo a la comandancia, donde estaba el cabo Daniel Machado, conocido como Carqueja por los reclusos, y el comandante de guardia, apellidado San Martín. El llavero —Stuart para los muchachos, Franco Machado en los papeles judiciales— andaba en la vuelta. Fue él quien abrió la celda 2 antes de recibir autorización y es a él a quien El Viejo, cuando no se quiere morir, le agradece la vida. Él, El Peteca y Roda declararon que el Carqueja no quiso ni dejó abrir; el resto que no estaban seguros de qué había pasado.
Gracias a que Stuart “tuvo huevo”, dice El Viejo, sobrevivieron ocho. La versión de la Policía en los folios, que es la que adopta la jueza López, es otra. Se abrió en tiempo y forma, aunque no había “protocolo para el procedimiento en estos casos de emergencia”.
Después de seis años, Stuart asegura que tiene cosas para decir, pero que aún no es el momento. Está con licencia médica desde la tragedia, va al psicólogo todas las semanas, a Junta Médica cada tres meses, trabaja repartiendo garrafas y cobra una pensión por el Servicio de Retiros y Pensiones Policiales. San Martín siguió trabajando sin problema y después se jubiló. El resto sigue en funciones.
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La madre de Alejandro Rodríguez dormía en su casa del barrio Lavalleja, en Rocha, cuando sonó el celular. Eran cerca de las cinco de la mañana y la esposa de uno de los compañeros presos de Alejandro le mandó un mensaje:
Incendio en la cuadra dos
Susana Cabral subió a un taxi junto a su marido y dos de sus seis hijos para hacer un trayecto de menos de diez minutos al centro de la ciudad. Paró dos cuadras antes, en Plaza Independencia. Llegó caminando por la calle Ramírez. Había un móvil cortando el cruce con Rincón. Vio los lengüetazos negros, feroces, del fuego, escuchó un silencio ensordecedor. Preguntó dos veces. La primera no le contestaron, y la segunda, le mintieron. “Todos están bien, hay ocho internados en el hospital”, le dijo El Carqueja, y se mandó guardar. Susana caminó las cinco cuadras y media que separan la cárcel del hospital y volvió a preguntar por su hijo.
—Se hicieron las cinco, las seis, hasta que vino una enfermera conocida. Veía que salían y entraban, que llevaban muchachos a Montevideo. Y yo parada. “Yo quiero saber”, le dije, “si uno de los que está acá internado es mi hijo”. Ella fue a averiguar. Vino la doctora a hablar conmigo, y me dio los nombres de los que estaban internados. El mío no estaba. Volví a la cárcel pensando que los de allá estaban bien. Cuando estoy en la esquina veo a Pilar Casuriaga*, sentada, llorando. En eso mi hija, que se había quedado con mi celular, me dice: “Creo que falleció uno”. “¿Falleció el tuyo, Pilar?”. “Sí”. La abracé. Yo no sabía y dije, ta, voy a preguntar por el mío. Vino Sergio Sosa, que fue compañero de escuela, que era comisario. Me abrazó. Me apretó, y me dijo. Yo pensaba que mi hijo estaba bien y hacía horas andaba preguntando y no sabía. Quedé desnorteada, ahí parada hasta el mediodía.
A Marta, la madre de El Peteca, al otro día del incendio se le apareció una empresa fúnebre en su casa en el Chuy.
—Si no hubiese estado mi hermana más chica, la Jennifer, se hubiera muerto. Y si no hubiera estado mi tío, tremendo problema. Ahí agarró la moto y fue hasta la comisaría, averiguó bien, y le dijeron que tenía 72 horas para estar conmigo. A las seis de la mañana del otro día estaba la vieja en el Centro de los Quemados —recuerda El Peteca.
Esa madrugada, la madre de Matías Barrios, Mariela Sosa, estaba en Montevideo cuando la llamó Julio, el chofer de la ambulancia del hospital (y padrino de Matías): “Hubo un incendio en la celda 2, fue grande, hay muchos fallecidos y hay varios en el hospital. Matías no está en el hospital”. Mariela llamó a Mario, el padre de los gurises, que estaba durmiendo en su casa en Rocha, junto a Nicolás, el hermano mayor.
—Pensé que era una llamada de España, porque tenía amigos allá y la noche anterior habían clasificado para la final del Mundial, y como allá eran las diez de la mañana… Era Mariela. Salí como loco. Llegué y había una cantidad de periodistas afuera y una policía. Le dije quién era y que quería información. Los del canal le estaban haciendo un reportaje al subjefe de Policía. Terminaron y la oficial le avisó, él fue para adentro de la cárcel y volvió con otro. El comisario me abrazó y me dijo: “No te puedo mentir”. Y ahí me desarmé.
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El origen de la tragedia es muy anterior a 2010. En setiembre de 2004 Servicio Paz y Justicia (Serpaj) recorrió la cárcel de Rocha y describió las condiciones de las celdas e instalaciones como “pésimas”, “muy oscuras” y con “mal olor”, debido al hacinamiento. En ese momento había 165 reclusos divididos en cinco módulos para hombres y uno para mujeres. La superpoblación y precariedad del edificio hicieron de las celdas un verdadero caos. Serpaj concluyó, seis años antes de la catástrofe, que la cárcel de Rocha violaba flagrantemente los derechos humanos de las personas privadas de libertad, que allí no existían mecanismos de rehabilitación y que había que cerrar el establecimiento de casi 130 años.
En 2005, después de que el Frente Amplio asumiera el gobierno nacional tras una campaña que incluía la promesa de “humanizar” las cárceles, el comisionado parlamentario, Álvaro Garcé, sugirió eliminar las ranchadas (“esas caóticas divisorias”) y sustituirlas por materiales más adecuados, “en virtud del alto riesgo de incendio”.
En 2009 Manfred Nowak (que actuaba para la ONU como relator especial sobre la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes) recorrió las cárceles uruguayas y concluyó, al igual que Serpaj, que se violaban “a gran escala” los derechos humanos, que las condiciones de alojamiento eran “infrahumanas” y “un insulto a la dignidad de los reclusos”.
Sólo ese año ya habían muerto siete personas presas por el fuego: dos en enero, en el Penal de Libertad de San José, y cinco en agosto, en el Complejo Penitenciario en Santiago Vázquez, Montevideo. En todos los casos la guardia policial llegó demasiado tarde. El Instituto Nacional de Rehabilitación, dependiente del Ministerio del Interior, no tuvo respuesta al pedido de información que se causó al respecto.
En agosto de 2010 cerca de 2.500 personas privadas de libertad de distintos puntos del país iniciaron una huelga de hambre en memoria de los 12 muertos y los ocho sobrevivientes, en reclamo de que se mejoraran las condiciones de reclusión, para que los encargados de la seguridad del penal rochense fueran llevados ante la Justicia por no haber actuado con celeridad, y para que los responsables de garantizar la vida e integridad de todos también fueran juzgados. Para que pagaran, como ellos, por sus errores.
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Cuatro días después del incendio en Rocha, la Corte Interamericana de Derechos Humanos hizo un llamado urgente al Estado uruguayo para que adoptara “las medidas necesarias para investigar debidamente estos hechos y para prevenir su repetición”. Ese mismo día, el Parlamento aprobó la Ley de Emergencia Carcelaria, que inyectó 15 millones de dólares provenientes de Rentas Generales en el sistema penitenciario para la construcción y refacción de centros de reclusión. La ley reconocía que el sistema estaba en una “situación de riesgo y especial vulnerabilidad”, hablaba del colapso total de la instalación eléctrica y sanitaria de algunos centros, del hacinamiento generalizado y de la insuficiencia de recursos humanos. Ese contexto habilitaba “medidas de urgencia”.
Todo eso lo sabían desde hacía mucho quienes estaban encerrados y quienes los querían afuera, porque lo vivían en carne propia. Al momento del incendio, la cárcel de Rocha tenía dos extintores descargados, escaso personal de custodia y ninguna directiva “protocolizada y difundida para enfrentar situaciones de grave emergencia”, según el informe del comisionado parlamentario y el expediente penal del caso.
Veinte días después del incendio, José Carlos Cardoso, entonces diputado por Rocha del Partido Nacional, interpeló a Bonomi por lo ocurrido: “Las decisiones que tomó el mando fueron determinantes en este hecho”, dijo el legislador. Pero la interpelación, que buscaba identificar responsables y aclarar los hechos, no cumplió con su objetivo. El senador Pedro Bordaberry, del Partido Colorado, concluyó que “el gran tema del que nadie habló es cómo hacer para evitar que esa población carcelaria siga creciendo. A nuestro juicio, eso se logra trabajando en que no haya niveles tan altos de reincidencia y, sobre todo, menos delincuencia”.
El jefe de Policía de Rocha de entonces, Alcides Caballero, aseguró que se habían tomado medidas para prevenir otro desastre. Se trasladaron personas hacia Montevideo y Maldonado y la chacra policial local, y se instalaron contenedores como alojamiento provisorio. Serpaj fue en octubre de 2010 y advirtió que las ranchadas seguían allí y que los métodos para combatir un incendio todavía eran pocos.
En diciembre de 2010 había 89 reclusos en la cárcel de Rocha. El comisionado parlamentario también constató que la situación no había cambiado y señaló que “la inmensa mayoría” de los establecimientos penitenciarios no contaba con habilitación de Bomberos y que 80% de los presos estaba “bajo riesgo elevado de incendio”.
En 2011 El Peteca volvió a caer preso y terminó encerrado en la celda contigua a la del incendio.
A mediados de 2012 la cárcel se trasladó completamente a la chacra policial, que desde julio de 2014 depende del Instituto Nacional de Rehabilitación; aún no tiene la habilitación de Bomberos.
La Intendencia de Rocha compró el predio de la ex cárcel y en setiembre de 2015 abrió un llamado a privados “interesados en desarrollar proyectos comerciales o residenciales pero que conserven el valor arquitectónico” del edificio, explicó el presidente de la Junta Departamental, Mauro Mego. En noviembre se declaró desierto. Hoy la intendencia analiza construir allí un complejo de viviendas.
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Cuando El Peteca salió del coma inducido en el Centro Nacional de Quemados, quería cocacola y su celular. En su ranchada siempre había dos cocas: una para los muchachos que dormían en las cuchetas de arriba y otra para los de abajo. Despertó pensando que le habían robado la gaseosa y estaba malazo. Todavía no se había dado cuenta de que estaba quemado.
—Siempre supe que estaba en el piso 13 del Cenaque, pero no que estaba así, amarillo de pus. Aluciné pila. No me rescataba bien. Para mí seguía preso. Al principio venía uno que sólo me miraba. Le hablaba bajito, me había roto las cuerdas vocales porque no sé cómo me arranqué el caño ese que te meten para respirar. Le decía: “Pregúntale a Fulano por qué se cambió de sector”. Pensaba que el Cenaque quedaba delante de la cárcel, que yo corría una cortina y estábamos todos ahí. También aluciné que se incendiaba todo el Chuy. Pero yo siempre me escapaba.
Después de que le dieron el alta, vio la figura de dos compañeros de celda que murieron en el incendio. Se estaban agachando; los pibes fumaban piedra de pasta base.
—Cuando me da, mi madre me ve y me dice “ya andas zombiando”. Ahí me rescato y me fumo un par de porros, escucho música. Todas las noches me acuerdo de ellos, si no, no duermo. Me acuesto y quedo con el qué pasó y qué va a pasar. Perdido. No sé ni qué quiero.
Los muchachos gritando, jugando al truco, al fútbol, maquinando alguna artimaña. Los muchachos de fiesta. Los muchachos prendidos fuego. Cómo no puede no pensar, fuma “demasiado” y toma pastillas para poder cerrar los ojos. Dos por tres queda dopado; unos días antes de que conversáramos se cayó por las escaleras de su rancho. Preferiría hablar. Desahogarse. Le falta oxígeno.
—Dame una explicación de qué pasó, no me mandes tomar porquerías y me llenes de patologías. Soy muy fuerte de cabeza para quedar loco del todo, pero voy a quedar si no llego a entender qué pasó.
Dice que que una extraña —como yo— le pregunte cómo está y lo escuche atentamente lo ayuda más que ir a un psicólogo.
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El Viejo habla y mueve las manos y la cabeza de forma constante, muerde o refriega la lengua en la comisura de los labios una y otra vez. A él también le dolió. Pasa semanas yendo del baño a la cama a la cocina. Le cuesta dormir, y cuando lo logra, tiene pesadillas. Se despierta transpirado y con imágenes del incendio. Está resignado. Dice que a veces se siente dentro del pozo más podrido, engullido. Y que nadie tiene idea de qué tan hondo es. Dice que no le tiene miedo a la muerte; y que son más las que se quiere dentro del cajón.
—Antes de caer preso fui una persona. Después de toda la mierda, otra. Diferente. Me acostumbré a la situación de encierro, a estar solo, y después, cuando salí, hice lo mismo: me aislé. Hasta hace poco no podía tener una conversación con mis hijos… porque ta, perdí todo. ¡Vamo’ arriba, dale! —dice y trata de sonreír, pero no logra retener las lágrimas—. ¿Entendés que no quiero ir a un cumpleaños ni a un asado ni nada? No me gusta estar con mucha gente, veo fuego y me pongo mal. En mi casa ni en pedo uso electrodomésticos para calefacción ni dejo la estufa prendida. Nada. ¿Sacás? Todo eso por las secuelas. Di que mi familia es grande y nos apoyamos entre todos y hacemos un poco de ruido, si no, no sé. Hasta que no pase algo, hasta que no haya justicia, la veo brava. Ahí puede ser que me haga el click y me sienta mejor.
El Viejo ve a Bonomi en la tele y siente «fobia». Dice que cuando se cruza con un policía ve al diablo.
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El Peteca se había tatuado un presagio y Mario Barrios, el padre de Matías, había tenido una premonición. El miércoles antes del incendio Mario soñó que lo empujaban por un corredor frío de hospital y le indicaban entrar a una sala enorme de azulejos blancos. En el medio había una mesa de acero inoxidable con un cadáver desnudo encima. No lo quería mirar. Le tocó el pecho. Sintió el cuerpo helado, se espantó. Imaginaba, sabía, que era Matías. Despertó con la mano fría y angustiado. Quería ir a la cárcel, pero no era día de visita. El jueves antes del incendio Mario tocó con esa misma mano, que todavía sentía helada, el pecho de su hijo. Su cuerpo todavía no estaba frío.
—Al momento de entrar a la morgue me acordé del sueño. No era una sala blanca ni había una mesa. Ellos estaban en unas bolsas en el suelo en el garaje del hospital. No había morgue lo suficientemente grande para 12. Lo reconocimos por un tatuaje que tenía en el antebrazo. Lo toqué, te quedaba la mano llena de hollín… Murió como un perro. Quemándose.
Matías había ido a parar a la cárcel con 19 años por meter un par de porros en unos bizcochos y llevárselos a un amigo preso. La fiscal Adriana Rocha pidió que lo encerraran y la jueza Marcela López lo metió en la bomba de tiempo. Cuando murió le quedaba una semana para salir.
Desde que ocurrió la fatalidad, Mario y Mariela, los familiares de Edison Núñez, de Alejandro Rodríguez y más, marcharon cada 8 de julio reclamando justicia. La primera vez fueron cerca de 400 personas, pero año a año fueron testigos de cómo la convocatoria iba disminuyendo. “Muchos han venido a decirme que no nos acompañan porque los policías amenazan con moler a palos a los familiares que tienen presos”, contó Mariela. Susana, la madre de Alejandro, dice que “Rocha se olvidó”.
—Llega la fecha y nosotros, que somos los que llevamos el peso, nos acordamos. Quizá, como siempre dije, lo dejaron así porque eran presos. Pero eran seres humanos también, muchachos jóvenes que tenían oportunidades de cambiar y rehacer su vida. Pero la gente se apartó. La gente no apoyó. A nadie le importa.
Susana sabe que mandarlos al muere fue más fácil que asumir responsabilidades, y que encima salió gratis. Políticos, operadores judiciales y la opinión pública se encargaron de eliminar el recuerdo de que la impunidad no debería andar campante. Les decapitaron la esperanza de justicia.
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—Un día me levanto de mañana, cerca de las 11, preparo el mate y como que no me cae bien. Mariela no se había levantado. Cuando se levantó, a los tumbos, le pregunté si quería comer. “Ah, podríamos encargar algo”, dice. Ahí me fijé qué día era: 12 de julio. Hacía cuatro días que no comíamos, ninguno de los cuatro, y no nos habíamos dado cuenta. No teníamos hambre. Ninguno tenía ganas de nada.
Dos semanas después estuvo a punto de morir en la Riviera, un balneario a diez kilómetros de la ciudad de Rocha, donde él y Matías habían construido dos cabañas para alquilar y adonde iban a pasar juntos y solos algunos fines de semana.
—Fui temprano, cerca de las siete y algo de la mañana. Blanqueaba aquello del frío. Me bajé del auto y me paré en la puerta del rancho. ¿Entro, no entro, me voy? Empezaron a bajar pájaros, de las especies que te imagines, no menos de 20. En invierno nunca había visto tanto pájaro en la Riviera. Andaban todos alrededor mío a pesar del pasto helado. Me movía y ellos también, me seguían. “¿Ya andas acá, loco?”, pensé. Porque tanta vida de pajarito, sólo él podría. Fui hasta el arroyo y me paré en una barranquita desde donde nos tirábamos a bañarnos. Salía vapor de la helada, ¡una quietud! Y pensé: me tiro. Se terminó acá. Estaba decidido. En el momento que voy a dar el paso escucho clarito: “¿Qué vas a hacer?”. Me di vuelta creyendo que andaba alguien. Ahí me di cuenta de que era él. Se me eriza la piel sólo de recordarlo. “Tienes razón”, dije. No voy a mandarme una cagada. Mejor dicho, a agrandar la cagada que ya es grande. Ahí decidí que no me iba a matar y aprendí que hay algo más allá. Por eso ahora no le tengo miedo a la muerte. Estoy convencido de que me voy a encontrar con él cuando me muera. Me iré sonriendo.
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Mariela dice que se ríe cuando puede. Y que siempre es a medias. Va al psicólogo. Se aferra al trabajo. Toma antidepresivos y pastillas para dormir. No sueña, se pierde. Susana también. No le gusta que sus hijos y nietos la vean mal, pero ellos saben que si de repente desaparece es porque salió a trillar el barrio para llorar tranquila, que si se va temprano de las reuniones es porque quiere llegar a su casa, a tomar las pastillas, a la cama.
Ambas familias conservan el cuarto con las pertenencias de los que los dejaron temprano y sin aviso. Empapelaron la casa de fotografías: cartón donde la vida es rosa imaginada, cantaba Darnauchans.
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Cada 8 de julio a las tres y media de la madrugada, Susana prende 12 velas frente a la cuadra 2, en una capillita que construyeron los presos y que el intendente Artigas Barrios prometió conservar siempre. Todavía están los marcos de las ventanas carbonizados, las tazas y championes derretidos en las rejas, las flores enganchadas, perros persiguiéndose la cola, y la gente, que camina por la cuadra y prefiere no mirar miseria.
En 2015 entró al edificio por primera vez. Vio oscuridad. Herrumbre, mugre, bancos de madera tirados, baldes de boca de incendio vacíos, mallas de alambre arrolladas en el piso, yuyos y un par de flores silvestres que crecieron en la adversidad. En la pared de la celda 2 vio el número 79 (el del ladrón para la quiniela), vio el botón de cinco puntos (cuatro policías encerrando a un preso, o al revés), vio los 12 nombres en rojo y un grito que marcaron los que quedaron:
Homicidas impunes.
Adentro, las cenizas, pedazos de cuchetas calcinados, piedras y revoques, y una hoja de un periódico que pregunta: “¿No hay más heroísmo?”.
***
El Peteca ahora dibuja su cementerio esté donde esté. Se lo había tatuado con la certeza de quienes compran futuro.
Matías se apodaba a sí mismo Macocho y lo escribía Mac8, usando precisamente ese número, con la certeza de quienes no creen en el destino, pero no zafan.