Locos por la caña

La hay barata, a un precio parecido al de un boleto, y la hay cara, a miles de euros. Surgida entre los esclavos de la colonia portuguesa en el siglo XVI, la cachaзa es, según The New York Times, la bebida preferida de Lula y está por convertirse en una marca registrada a nivel mundial. Su alta graduación (y la toxicidad de la destilación sin controles) provoca desde resacas infernales hasta —se rumorea— la locura. Luis Rómboli no toma caña pero se animó a seguir la historia y el presente de esta bebida, que es la más consumida en la frontera norte e incluso está prohibida por orden judicial en algunos pueblos de Uruguay.

 

Texto: Luis Rómboli // Ilustraciones: Federico Murro

 

En todo el vértice noreste del departamento de Salto, arriba de la ruta 37 —en esa zona donde ANCAP acaba de descubrir gotas de petróleo a 400 metros de profundidad, augurando un futuro distinto al de vivir de esquilar ovejas—, se percibe el mismo aroma verdeamarelo. Basta con recorrer Pepe Núñez, Quintana, Cerro Chato, Toro Negro, Paso Cementerio, Cayetano o Pueblo Fernández para escuchar con frecuencia dialectos portugueses, conseguir un paquete de la prestigiosa yerba Flor Verde o mirar por el canal Band una telenovela con Antonio Fagundes haciendo de viejo millonario. La gente conoce más a los jugadores del Brasileirão que a la integración del plantel de Tacuarembó Fútbol Club, el cuadro uruguayo más popular de la zona. Pero esa presencia abrumadora de o país mais grande do mundo tiene un límite poco previsible.

“Acá todos sabemos portugués”, dice Mafalda Rodríguez, la telefonista de Paso Cementerio, un pueblo de apenas 28 viviendas en la 6ª Sección Judicial del departamento de Salto, que le debe su nombre a unas sepulturas de casi 200 años que están a pocos kilómetros. Al lado de ella está sentado su marido, Juan Da Rosa, peón rural brasileño y jubilado, que emigró de niño hacia el sur junto con su familia y terminó en la Cisplatina. El living de su casa es la cabina telefónica de Antel de la localidad. Cada vez tiene menos demanda: “Ahora todo el mundo tiene celulares y acá vienen sólo por emergencias”, lamenta.

Además de atender a quienes esporádicamente vienen a hacer una llamada, Mafalda tiene encanutados en el fondo de la cocina algunos comestibles y bebidas, por si los clientes necesitan alguna cosa más. Despacha yerba brasileña, goiabada, ticholos, margarina, aceite, azúcar, golosinas, refrescos y otras mercaderías provenientes del gigante del norte. Llama la atención la ausencia de un producto embotellado, también de origen brasileño, infaltable en la caja de la camioneta de cualquier bagayero y en las estanterías de todos los almacenes de ramos generales del interior profundo: la caña.

Conocida en Uruguay como caña brasileña o caña blanca (a diferencia de la Caña de los 33, elaborada por ANCAP, que es de color caramelo), en Brasil se la conoce con el nombre genérico de aguardente de cana, aunque según la región o estado del país varía de denominación; la más extendida es la de cachaça (cachaza), pero también se le llama pinga, canha o caninha. Mientras el ron se obtiene de la melaza —un subproducto en la cadena de la elaboración del azúcar posterior a la cristalización—, la caña es producto de un proceso anterior: la destilación del jugo fermentado de la caña de azúcar.

Es la bebida alcohólica más popular de Brasil y se elabora desde la época de la colonización portuguesa. Hoy se producen 1.200 millones de litros de cachaza por año y se exporta a más de 60 países. Es tan importante su consumo que hay un organismo regulador denominado Instituto Brasileño de Cachaza (Ibrac), con participación de productores, estandarizadores y embotelladores (algo parecido a lo que en Uruguay representa el Instituto Nacional de Vitivinicultura). Por iniciativa del Ibrac, en 2009 se declaró oficialmente el 13 de setiembre como Día Nacional de la Cachaza. La fecha recuerda el 13 de setiembre de 1661, cuando la corona portuguesa liberó, después de una revuelta en Río de Janeiro, la producción y comercialización de caña que había prohibido en 1635, porque por su abrumadora aceptación y consumo entre la población de Brasil estaba desplazando a la bagaceira, un aguardiente de vino de origen lusitano.

Los historiadores brasileños dicen que la cachaza era en sus orígenes la espuma de la caldera en la que se purificaba el caldo de la caña de azúcar a fuego lento y que —aún sin contenido alcohólico— se les servía a los esclavos y animales como alimento para sobrellevar el trabajo. En el siglo XVI comenzó a ser destilada en alambiques y pasó a llamarse aguardiente de caña. Preparada con frutas, dio origen a la popular caipiri-nha, que hoy también se industrializa.

Durante la presidencia de Luiz Inácio Lula Da Silva (de 2003 a 2010) trascendió que la cachaza era su bebida favorita. El tema llegó a ser abordado en un polémico artículo escrito por el corresponsal en Brasil de The New York Times, Larry Rohter. El texto señalaba que Lula bebía demasiado y que esa costumbre del mandatario se había convertido en “una preocupación nacional”. El gobierno brasileño consideró que el artículo era una calumnia y se canceló el visado de trabajo a su autor. Sin embargo, pronto comenzaron a circular por internet fotografías del presidente Lula empinando un vaso de cachaza y debió soportar durante un tiempo  conferencias de prensa en las que le preguntaban cómo le afectaba el consumo de su bebida preferida.

Lelia Rodríguez atiende un almacén en Pepe Núñez surtido con mercadería que trae de la cercana ciudad de Tacuarembó. Toda esta región del departamento de Salto tiene más vinculación con la capital tacuaremboense que con la propia, lo que en cierto modo desnuda algunos caprichos de la división política de Uruguay: comprar, ir al médico, estudiar, trabajar en un departamento pero pagar los impuestos en otro. A Lelia también le traen mercadería desde Tranqueras, en Rivera, más cerca de la frontera. El camión llega una vez por mes y le deja algunos comestibles de origen brasileño, pero sólo algunos valen la pena por el precio, a diferencia de décadas atrás, cuando el tipo de cambio favorecía el ingreso masivo de productos varios desde Brasil.

Ella tampoco vende bebidas alcohólicas de origen norteño desde hace un par de años. Dejó de hacerlo a causa de una decisión de la jueza de paz de la zona que lo prohibió en 2008. Obviamente, la venta de caña brasileña no está permitida por ANCAP (el organismo que regula la producción e importación de bebidas alcohólicas) y además ingresa al país por medio del contrabando. Pero no serían ésas las razones de la prohibición: según Leila, la muerte de una persona que tomaba mucha caña blanca fue la causa de que la jueza reuniera a los almaceneros y les dijera que podían vender “alguna cosita brasileña”, pero caña no.

En cambio, Leila ofrece vino, Espinillar y vermouth. La cerveza no se vende mucho porque al pueblo no llega el cableado de energía eléctrica y los paneles solares sólo dan para alimentar alguna bombita, la tele y cargar la batería de los celulares. Las heladeras funcionan con supergás y consumen dos garrafas de 13 kilos por mes. La refrigeración es un lujo de las ciudades y tomar cerveza al natural, una rara costumbre europea.

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 María Cristina Marabotto estuvo a cargo del Juzgado de Paz de la 6ª Sección Judicial de Salto, con sede en Paso Cementerio, hasta que se jubiló en setiembre del año pasado y volvió a vivir en la capital departamental. El puesto aún está vacante. Marabotto recorría frecuentemente todo el rosario de poblados y caseríos de la zona; en algunos era el único contacto de la gente con un funcionario del Estado, además de las maestras, ya que, por ejemplo, en Pepe Núñez ni siquiera hay destacamento policial.

Como jueza, consideró parte de su trabajo atacar la venta de caña brasileña. “Pasaron cosas con esas bebidas. Está comprobado que la mayoría de los hechos de sangre están relacionados con ese consumo”, dice. Sin embargo, prefiere no brindar detalles sobre esos hechos porque forman parte de expedientes judiciales en trámite. La sección que tuvo a cargo Marabotto está conformada por “pueblos alejados de todo”. Se decidió a combatir la venta de caña blanca porque es contrabando, pero también porque, dice, es mucho peor que cualquier bebida alcohólica: “Tiene un componente que es muy malo y que genera una reacción en el organismo”. La ex jueza entiende que compete a los jueces de paz dedicarse a este tipo de “labor social” poco conocida. También le preocupaba la cantidad de televisión de Brasil que se mira y en un intento por solucionarlo envió varias notas a las autoridades del SODRE informando sobre la situación para que pusieran una repetidora de Televisiуn Nacional Uruguay en la región.

Por eso, se alegra al enterarse de que la prohibición de vender bebidas alcohólicas brasileñas sigue siendo respetada por los comerciantes y pobladores en los pueblos de la 6ª Sección, a pesar de que desde hace casi un año la zona está sin juez de paz. La medida tuvo tanta aceptación que hizo caer en desgracia a varias cantinas y almacenes de ramos generales, que dejaron de servir copas, algo habitual en el interior del país.

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Orgullo brasileño

La cachaza es la bebida alcohólica con la que Brasil se presenta con orgullo en el mundo. El gobierno de Dilma Rousseff trabaja para conseguir que los países importadores la reconozcan como una exclusividad brasileña, para evitar que se convierta en una bebida genérica como el vodka o el ron y para asegurar que sólo pueda ser elaborada conforme a los patrones de identidad y calidad que existen en Brasil, tal como el champagne, que como denominación designa únicamente al vino espumoso producido en cierta región de Francia. En febrero de este año, y tras intensas negociaciones, se logró que las autoridades de Estados Unidos la diferencien formalmente del ron. El Ibrac difunde (en www.ibrac.net) la lista de productores, estandarizadores y embotelladores de cachaza que son socios del instituto; además, cuenta con un comité técnico y un comité de ética dedicados a preservar los estándares de calidad de la cachaza. No vienen mal esos datos para revisar con más cuidado lo que se compra por ahí, por el bien de la salud y para que la cachaza genuina pueda seguir disfrutándose sin necesidad de prohibiciones, decomisos y resacas para olvidar.[/symple_column]

En todo el territorio brasileño, decenas de marcas compiten en calidad, zonas de influencia y distribución, y en precios. En sí, las cachazas se diferencian por la calidad de la destilación y el añejamiento. En general, su promedio de volumen de alcohol ronda el 38%, pero algunas variedades superan el 50%. Además de la tradicional de color transparente, se producen cañas saborizadas o caipirinhas con diversos gustos y colores. La marca Birita Full, por ejemplo, elaborada por Campos y Luppi, ofrece los sabores miel y limón (amarillo) y canela (naranja fuerte), entre otros, y tiene una graduación baja: 17,5%. Otras marcas tienen cachaza con coco, kiwi, mango, ananá, frutas exóticas y hasta la opción multifruta. Las cachazas Sagatiba Pura, Velha y Preciosa, destiladas desde 1982 por la multinacional italiana de bebidas Gruppo Campari, son consideradas entre las mejores del mundo; según el blog Sibaritissimo, en 2010 se subastaron cinco botellas de 700 mililitros de Preciosa, añejadas 28 años en barriles de roble, y el precio llegó a los 3.000 euros.

De las que llegan a Uruguay, la de mejor calidad y menor precio es de la marca Velho Barreiro (fabricada en el estado de San Pablo), que ingresaba de contrabando hasta que ANCAP permitió recientemente su importación; hoy una botella de 910 mililitros cuesta en Tienda Inglesa unos 160 pesos. La Velho Barreiro ha sido la materia prima predilecta para la preparación de caipirinha en Uruguay: mezclada con lima y azúcar, es una de las bebidas alcohólicas más populares, consumida como aperitivo de asados, comidas en casa, reuniones de amigos y en las previas antes de salir a bailar. Como su venta legal es muy reciente, en Montevideo de a poco se está incorporando a la oferta de bares o barras, en cambio en el resto del país se puede encontrar en cantinas, bares, puestos en fiestas criollas y bailes.

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Hugo siempre fue peón rural, pero un día el patrón de una estancia en la que trabajaba le dijo que no podía pagarle el sueldo por un tiempo. Siguió trabajando a la espera de que la situación mejorara pero pasó todo lo contrario. Pidió que le pagaran la deuda con algún caballo o maquinaria que pudiera vender, pero el empleador se negó porque eran las únicas herramientas que tenía. Hugo cambió la pisada y le propuso que le pagara con ovejas. “Las faenaba y vendía la carne en el pueblo para poder hacerme de un peso. La gente comenzó a venir a mi casa a comprar y me empezaron a preguntar por qué no traía alguna cosita más para vender. Y así, mientras me cobraba la deuda que terminó después de que el patrón me dio casi 90 ovejas, agregué unos fideos, aceite, algún refresco y vicios: cigarros y caña brasileña”, cuenta arreglándose la boina.

Hoy Hugo tiene una pequeña despensa en Quintana. Hace unos diez años, durante la crisis, “como la gente no tenía un mango, en lugar de tomarse un vino o una cervecita, arrancaron para la caña blanca. Todos tomaban. Hasta yo tomé por un tiempo”, confiesa Hugo con un dejo de culpa. “Lo que pasa es que al precio no hay con qué darle: era lo más barato que había y a la gente que le gusta tomar si puede comprarse dos botellas en lugar de una prefiere comprar dos”.

Hugo fue convocado por la jueza Marabotto a una reunión de almaceneros en la que se le informó que ya no podía vender más caña brasileña. “Había gente que tomaba mucho y quedaba como alterada, como loca”, cuenta Hugo, que confirma que hubo muertes por esa causa y otros que se “quedaron locos para siempre”, aunque seguramente el paso del tiempo y la transmisión boca a boca le fueron agregando color a las historias.

Una de ellas es la de un jinete que tras beber “abundante caña” se subió a un potro para cabalgar hacia su casa, pero en el camino perdió el dominio de las riendas, se cayó y uno de los pies se le quedó enganchado en el estribo. El animal, asustado por la situación, lo arrastró por kilómetros hasta causarle la muerte. Otro cuento es el de un hombre que apareció ahorcado en su vivienda, rodeado de varias botellas de caña vacías. Hugo está seguro de que la caña volvió loco al suicida, y agrega: “Yo lo sé porque tomé por mucho tiempo, pero cuando tuve que dejarla, la dejé. Hay gente que no puede”. Después de la prohibición establecida por Marabotto la situación cambió: “La gente se toma un vinito o una cerveza, que son bebidas que te dejan más tranquilo”.

La esposa de Hugo trabajó como enfermera en el centro de salud del pueblo. No le interesa contar detalles de los casos de los que fue testigo, pero confirma que trató a varias personas que fueron afectadas por el consumo de caña. Cree que el problema principal no es el daño que se causa a sí mismo el que toma sino las consecuencias que genera en la vida familiar: tuvo que asistir a varias víctimas de violencia doméstica.

La percepción del mal provocado por el consumo de caña blanca cambia de pueblo en pueblo. Da Rosa, de Paso Cementerio, dice en un portuñol bastante comprensible: “La gente que toma mucho de esa bebida termina toda quemada por dentro. Había uno acá que cuando dejó de haber caña terminó tomando alcohol blanco, el de curarse que venden en las farmacias. Eso porque tenía todo el cuerpo acostumbrado y quemado por adentro”.

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Hay tantas destilerías desparramadas por el extenso territorio norteño que los controles del Ibrac no son del todo eficaces. Eso favorece la existencia de una industria que produce caña de bajo costo y que llega al consumidor a precios más bajos que el de una botella de agua mineral. La variedad más económica —envasada en botellas de plástico de 950 mililitros— es la más popular en Brasil y una de las bebidas alcohólicas más consumidas en los departamentos fronterizos de Uruguay. Durante la crisis de 2002, la variedad barata de alcohol extendió su influencia debido a que su precio por litro era sólo comparable al de la sidra, cuyo consumo también se expandió en esa época de malaria económica. Una botella de cachaza costaba en Montevideo hace diez años, luego de pasar por toda la cadena de intermediarios, alrededor de 25 pesos.

Si bien en los pueblos del noreste de Salto se sigue respetando la prohibición judicial de venderla, la cachaza de baja calidad continúa comercializándose en otras partes del país, capital incluida. Marcas como 86, 95, El Boa y Londres, entre otras, se encuentran en ferias vecinales y provisiones de barrio, y se vuelven más caras a medida que se baja hacia el sur del país. Hace dos meses, en una feria vecinal de la ciudad de Treinta y Tres, una botella de 86 se vendía a sólo 35 pesos.

En Montevideo aparecen en puestos de feria ya no exclusivamente dedicados a la venta de bagayo brasileño. Los sábados en Manga, por ejemplo, hay varios que ofrecen, entremezcladas con las más diversas mercaderías, botellas de cachaza que cuestan entre 50 y 70 pesos. En otro puesto, entre unos pares de imitaciones de DC y Reebok, emergen unas botellas de plástico de diversos colores. “La 95 te sale 60 pesos. Después tenés con coco y otros sabores a 80 pesos”, dice el vendedor. En la misma calle, una cuadra más arriba, se ven dos botellas de caña en el mostrador de la caja del camión del fiambrero, que vende “sólo de la pura” a 70 pesos.  En la feria dominical de Piedras Blancas —la más concurrida de la ciudad— la venta de comestibles y bebidas de origen brasileño se concentra en un sector específico. Allí las botellas de 86 salen 60 pesos, pero la compra de fundas de seis unidades habilita una rebaja que llega a 45 pesos por botella. Pequeños comerciantes y revendedores concurren para comprar al mayoreo. También hay venta de cachaza en ferias de otros barrios menos alejados del Centro, donde las botellas comparten mesa de ofertas junto con ticholos de banana, cajas de chocolate en polvo Nestlé, goiabada, jabones de tocador y algún que otro souvenir norteño: son los pocos productos que a pesar del tipo de cambio siguen siendo convenientes al bolsillo de los uruguayos.

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Muchos jóvenes montevideanos hacen su debut con esta bebida barata cuando viajan al interior, sobre todo en festivales criollos, bailes o vacaciones en zonas cercanas a la frontera. El consumo abusivo de cachaza no suele dejar buenos recuerdos. Juan la probó por primera vez preparada como caipirinha: “Le ponés el jugo de unas limas y algún pedazo de pulpa, le agregás azúcar y la dejás asentar un poco. Después la tomás con hielo y es una delicia”. Pero una vez, cuando acampaba con amigos en las costas de Rocha, la experiencia fue distinta. “Éramos muy gurises y no teníamos mucha plata. Fuimos al Chuy porque nos quedaba cerca para hacer compras y conseguir algo para tomar. En un supermercado había caña blanca en botella de plástico a un precio increíble, tipo 15 pesos uruguayos cada una, porque te la vendían en fundas de seis botellas”, recuerda Juan. Compraron unas cuantas y durante una semana no bebieron otra cosa. La tomaban con limón, con naranja, con jugos Tang y, cuando ya no quedaba con qué estirarla, pura. Se levantaban con dolores de cabeza, en el estómago y hasta “con asco”, pero no podían vomitar. “No sé qué es lo que te hace por adentro. Cuando llegaba la noche, arrancábamos a chupar de nuevo y se te iban todos los malestares”, dice riéndose.

A Nicolás le tocó vivir una experiencia sensorial distinta. Tras consumir durante varios días caña, no podía resistir el olor del líquido que salía de su cuerpo al orinar: “Era como estar meando agua jane o algún producto químico que no te deja respirar”.

Hay otros testimonios más crueles sobre las consecuencias del abuso de caña, que incluyen pérdidas de conocimiento, desmayos, descontrol de esfínteres, etcétera. Pero también hay historias de buenos momentos, sobre todo cuando una cachaza de calidad es la base de una sabrosa caipirinha. Y hay cuentos curiosos, como el de una chica que fue a pedirle un “trabajo” a una mae y ésta le pidió que le llevara además de velas, miel y cigarros, una botella de caña brasileña.

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En agosto el Poder Ejecutivo remitió al Parlamento un proyecto de ley que regula la comercialización, consumo y publicidad de bebidas alcohólicas. Uno de los problemas detectados por la Junta Nacional de Drogas (JND) es el cambio del consumo: si bien no ha descendido significativamente el consumo de bebidas fermentadas y de baja graduación alcohólica (vino, cerveza y sidra), ha aumentado entre los jóvenes la ingesta de bebidas destiladas y de alto volumen de alcohol como el whisky, el vodka o la propia caña blanca. Ante la Comisión de Constitución y Códigos del Senado, el secretario general de la JND, Julio Calzada, explicó en agosto del año pasado que “las personas que presentan problemas con el alcohol son aquellas que tienen episodios sistemáticos de uso de alcohol sin necesidad de que la sustancia esté presente todos los días de su vida. Por ejemplo, […] las personas que toman muchas veces —se habla solamente de los adolescentes y jóvenes, que es en la franja en que se da más esta situación— en un fin de semana lo que otros pueden consumir en una semana”. “Las cifras nos dicen que tenemos entre 60.000 y 90.000 muchachos que se intoxican de forma aguda con alcohol todos los fines de semana”, agregó el funcionario.

No es necesario ser espectador del programa Sъbete a mi moto, de Canal 12, en el que Rafael Villanueva se dedica a recorrer ciudades, pueblos y villas del interior para mostrar con especial énfasis las fiestas nocturnas de los festivales, los bailes y sobre todo cómo toma la gente joven en esos lugares para notar que en el interior del país se está tomando mucho. Si bien es una preocupación en todo el territorio y alcanza a todos los tipos de bebidas alcohólicas, en las zonas fronterizas —especialmente las limítrofes con Brasil— el problema se profundiza debido al bajo costo de la cachaza.

Esa economía tiene su precio: según la psiquiatra forense del juzgado de Melo, Karina Rodríguez, se debe a que esa caña no está elaborada con alcohol etílico (o etanol, componente principal de la mayoría de las bebidas alcohólicas), sino con metanol: “Es un compuesto que no es apto para el consumo humano porque es mucho más tóxico y produce efectos irreversibles a nivel neuronal”. El metanol, también conocido como alcohol metílico, es un compuesto químico que se destilaba de la madera hasta que se descubrió la manera de producirlo en forma artificial con catalizadores. Se usa básicamente como disolvente industrial, anticongelante y combustible. La adulteración de bebidas alcohólicas con metanol es un problema recurrente en países donde existen destilerías sin controles. En los departamentos fronterizos con Brasil, el fenómeno trasciende a la cachaza: Rodríguez señala que ahora también se puede conseguir vodka fabricado con metanol; las botellas de 750 cc cuestan sólo 80 pesos uruguayos.

La psiquiatra cree que el incremento del consumo de alcohol entre los jóvenes, sumado a la mala calidad de los productos, ha repercutido en el aumento de la violencia. A partir de su experiencia laboral opina que 95% de los delitos cometidos en Melo están relacionados con este consumo: “Todos los fines de semana se detienen jóvenes por riñas y peleas y están todos alcoholizados”.

La decisión de la jueza Marabotto de prohibir la venta de caña brasileña puede parecer una curiosidad periodística, pero tras la recorrida por los pueblos de esa jurisdicción olvidada, queda claro que sus habitantes aceptaron la medida porque en definitiva la comparten. Desde una perspectiva bromatológica, esa aceptación es entendible porque la cachaza que llegaba a Quintana tiene una sustancia tóxica, no apta para el consumo humano, el metanol, que genera daños neuronales irreversibles. O, como Hugo, que ni “en pedo” se iría a vivir a otro lugar del país, podemos pensar que tomar ese tipo de caña blanca “te deja loco”.

 


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