Las puntas afiladas [Lento #29, Julio 2015]

Judíos, de Sergio Langer

Texto: Macarena Langleib

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La estrella de David sonríe como una carita­ smiley y saluda como Humpty Dumpty. Es un emoticón de seis puntas eso que dibujó Sergio Langer para la portada de su último libro. Y le puso Judíos, comentando, antes de enviarlo a esta Redacción, que iba por el camino del “humor negro, satírico, grotesco, a veces arbitrario y a veces humor light… no apto para mentes cerradas”. Usó la señalética de los nazis, pero esa estrella amarilla, si uno la mira bien, ya no es una marca que segrega. ¿Hay que reír? Hay que ser de estómago fuerte: aguantar a una Ana Frank cual muñeca Barbie o a un cuadro erótico en el que el miembro masculino se multiplicó en un candelabro de nueve brazos, tolerar las chanzas al pacifismo de Barenboim y que Hitler, entre otras encarnaciones, aparezca como un gatito chino de la suerte.

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Langer, como bien saben los lectores de Tortuga o los que lo siguen desde hace tres décadas, desde Lápiz japonés hasta revistas satíricas como Barcelona y Mongolia, es un tipo que se moja la ropa a la manera de sus colegas franceses de Charlie Hebdo (a los que cita en el prólogo), haciendo humor, o algo así, con eso que hace dos cuadras era un tabú, estaba prohibido en el Corán o simplemente las reglas de lo políticamente correcto desaconsejaban. Que lo publique un sello central como Planeta habla de un buen momento para las ediciones gráficas y del poder inmune que le otorga un apéndice en el cual el autor “se quiere cubrir por si lo acusan de antisemita”, como pone en boca de una de esas estrellas de David tuneadas.

Ya desde el prólogo anuncia que nunca sintió que los palestinos fueran sus enemigos y que tampoco pensó que “ser judío fuera, básicamente, no ser uno de los otros, de los cualquiera, de los que andan por ahí”. Después de una tira en la que un Langer niño discute con su madre, sobreviviente de un campo de exterminio, sobre la posibilidad de que la guerra no hubiera sucedido (y entonces ella se habría quedado en Rumania y su familia argentina no existiría), en la primera parte del libro el autor propone una revisión a La vida es bella, una ucronía en la que la Resistencia (y los industriales, y la Iglesia, indignados por las matanzas) derrota al Tercer Reich. Dibujos, historietas, viñetas e ilustraciones se suceden a lo largo de 350 páginas, incluyendo chistes sobre la Biblia y los estereotipos (sin olvidarse de la recurrente frase “no parecés judío”), la temible Mamá Pierri (en lugar de una idishe mame sobreprotectora), la Guerra Santa (con palos parejos para Israel y los hombres bomba), la mediatización de los enfrentamientos y la omnipresencia de las películas sobre la Segunda Guerra.

Entre los documentos que expone al final figuran papeles de sus familiares en los guetos, sus muestras y afiches para la mutual AMIA después del atentado y las cartas que intercambió con su admirado Simon Wiesenthal cuando lanzó su primer libro. Allí el cazador de criminales de guerra le confiesa que hojeó las historietas “con mucho interés” y que “el humor negro en algunas de ellas es muy efectivo”. Pero si bien Langer se crió entre “la ironía amarga y furiosa” de su madre y el stand up en idish de Norman Erlich, como observó Wiesenthal con honestidad, en sus trabajos “las ganas de reír quedan atravesadas en la garganta”.


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