Más que por contradicciones, la reflexión de las Fuerzas Armadas sobre su pasado reciente parece estar dominada por un gran vacío. Por un lado, el comandante en jefe del Ejército habló con Natalia Uval sobre su visión de la última dictadura y sobre la histórica relación entre los militares y los partidos políticos. “Fuimos usados”, dice. A los pocos días, Natalia, acompañada por el fotógrafo Ignacio Iturrioz, conversó de temas parecidos con los futuros oficiales del Ejército en la Escuela Militar de Toledo.
TEXTO natalia uval
FOTO ignacio iturrioz
Las paredes de los monasterios tienen pocos resquicios. Casi no hay ventanas que permitan ver el afuera desde adentro. El paisaje, la gente aparecen lejanos, borrosos. Los monasterios sólo atraen a los creyentes. Y ellos, conscientes de su excepcionalidad y orgullosos de su encierro voluntario, crecen allí y desde allí miran, interpretan y actúan sobre el mundo. “Los ejércitos y los monjes se comportan igual”, dice el comandante en jefe del Ejército uruguayo, Pedro Aguerre. Había accedido a abrir la puerta de su despacho a un medio que considera hostil, y durante varios minutos reprocha, pide explicaciones, reclama que lo mire a los ojos.
—Vos no conocés lo que pasa en un monasterio. Tu actitud hacia la vida, hacia el mundo hace que seas endogámico. Porque no te van a entender. Nunca fue preocupación de los políticos el factor militar. Nadie se interesó en conocerlo. Eso viene desde siempre.
Aguerre es un hombre enérgico y con ascendencia. En el Ejército hay 15 generales, el cargo máximo al que se puede aspirar en la carrera; todos lo respaldaron cuando en marzo de este año renunció al Centro Militar porque un grupo de oficiales retirados “murmuraba” sobre su padre.
De la Escuela Militar había egresado en 1973. Vivió la dictadura desde adentro: nunca se apartó del Ejército, a pesar de que periódicamente visitaba a su padre, preso por no apoyar el golpe de Estado. Con él tiene coincidencias y diferencias. Tiene su visión sobre las causas del golpe y sobre sus efectos.
—Deshizo familias. Entre otras, la mía.
La actual sede de la Escuela Militar se construyó en 1969 en un edificio que albergaba un centro salesiano regional, en Toledo, a 22 kilómetros de Montevideo. Hoy estudian y viven allí, en régimen de semiinternado, 254 cadetes. Hay 36 mujeres; una de ellas, Ana Lucas —que logró el grado de capitana—, cuenta que sus compañeros ya no las miran como “bichitos raros” ni sienten su hombría “tocada”. En los cuatro años de estudio hay materias “culturales” (Historia, Sociología, Filosofía, Derecho), “instrumentales” (Inglés, Computación), académicas militares (como Historia Militar) y las denominadas “instrucciones militares” (prácticas de entrenamiento). En el edificio hay conexión a internet y una biblioteca. La enorme cantina —que no tendría nada que envidiarles a los salones del hotel Overlook, de la película El resplandor— tiene mesas de ping-pong, futbolitos, algunas maquinitas. Los cuadros de Artigas abundan. También los hay del general Máximo Santos, fundador de la escuela, y del militar (y dictador) Lorenzo Latorre.
Los cadetes se levantan a las seis de la mañana y tienen 30 minutos para asearse, vestirse y formarse. Allí, uno de ellos pasa el “reporte” de presentes y ausentes. “Son tradiciones que corresponden a épocas de guerra”, nos explican. Es un mundo duro, alejado del confort y del consumismo que es moneda corriente “afuera”. Se permiten salidas los fines de semana y, para quienes están más cerca del egreso o tienen hijos, las licencias se conceden diariamente, cuando termina la jornada.
En el día de nuestra visita el fin de la jornada llegó luego del atardecer. Eran las siete cuando abandonamos el edificio. Varios grupos de jóvenes formados, firmes, con el rostro inexpresivo, ocupaban el pasillo que conducía a la salida. No se preparaban para ningún ejercicio militar. Los bolsos se disponían con prolijidad a un lado de cada uno de ellos. Tenían licencia especial por el Día de la Madre. Iban a pasar con su familia. Y su familia, afirman entusiasmados, es la que los motiva a seguir cuando creen no poder más. Así se refleja en los cantos que profieren rítmicamente mientras corren:
“Si es que no tienes orgullo
cuando vienes y te vas
he notado en tu mirada
que ya no podías más
se te olvidan las personas
que te siguen desde atrás
tu familia y tus amigos
que te rezan noche y día
es por eso que te pido
abre un poquito tu mente
esta forma de entrenar
un día más es un día menos
lo podemos soportar
lo debemos soportar
piensa que puedes, y podrás
todo está en la fuerza mental”.
En la oficina de los ayudantes del comandante en jefe las referencias militares abundan, dispersas por escritorios y toda otra superficie que sirva de apoyo. Soldados de bronce, águilas, mapas físicos, medallas y estatuas, regalos de los ejércitos de Argentina y de Estados Unidos. Hasta un gaucho violeta, mate en mano, que llama la atención de un general que acaba de concluir una reunión con Aguerre. “¿Un gaucho violeta, che?”, le pregunta a uno de los ayudantes, que da una explicación técnica respecto del singular color de la estatuilla. “Por lo menos tiene cara de malo. En cambio ése”, dice mientras señala un soldado de bronce, “tiene cara de Avatar”. Todos los presentes concuerdan con el comentario.
En el despacho de Aguerre, en cambio, todo parece tener simbolismo preciso. Le pregunto a qué partido político vota. Se ríe. El coronel que nos acompaña también se ríe.
—Eso no me lo preguntó ni la Suprema Corte de Justicia ni el presidente Mujica cuando me designó.
Parece olvidarse del asunto. Poco después, mientras hablábamos de otro tema, extiende su mano hacia una mesa pequeña a un costado del escritorio y desde atrás de un florero con jazmines blancos toma un busto del general Leandro Gómez y lo pone delante de mí.
—¿Entendiste?
Alcanzo a comentar algo sobre la “Heroica Paysandú”.
—Me gusta mucho la historia de los blancos, y la de Saravia sobre todo.
Aguerre piensa que la política partidaria se ha metido constantemente dentro del Ejército, y que eso no es bueno. Históricamente los ascensos en las Fuerzas Armadas han dependido más que nada del criterio de los políticos de turno y no tanto de otros factores como el mérito o la antigüedad. Eso explica que, durante los 100 años que el Partido Colorado gobernó el país, el Ejército fue casi en su totalidad colorado y recién a partir del primer gobierno colegiado blanco, en 1958, pudieron ascender a generales los militares con otro color político. Al momento del ascenso, afirma Aguerre, los políticos piensan: “Lo que yo te doy hoy, vos me lo vas a dar a mí”. Es una cuestión de lealtad.
El comandante contesta que sí, que leyó las declaraciones de Mujica respecto de los ascensos de los militares, pero que no le sorprende que el presidente haya puesto en los mandos a uniformados que considera más cercanos al gobierno.
—Yo entiendo que lo que el presidente dijo es que puso en los mandos a oficiales leales a la Constitución y a las leyes, profesionales. Yo fui tan leal a Batlle como a Lacalle y como ahora a Mujica, como la ley manda.
El mando. Ser líderes. Los cadetes lo mencionan con los ojos soñadores de cualquier comienzo.
—En la calle uno ve los desfiles militares y piensa: “Yo quiero ser eso”. Poder mostrar, mandar y desfilar frente a todas las personas.
La que habla es Yennifer Da Rosa. Estamos sentados en una sala que, como toda la escuela, tiene un aire antiguo, mitad edificio histórico, mitad hotel en decadencia. Pero los sillones están bien dispuestos, en ronda. Son seis cadetes de grados distintos —a la Escuela se ingresa con 5o de liceo aprobado y la carrera dura cuatro años— y pertenecientes a armas diferentes: Infantería, Caballería, Artillería. Mikaela Chiappe pertenece a la unidad de apoyo, que se encarga de la logística. Todos parecen ávidos de contestar esa primera pregunta: por qué quieren ser militares.
—Paso a paso nos vamos ganando las cosas. Y al final podés decir: “Papá, salté de un helicóptero. Papá, viajé a Durazno en avión”. Cosas que en la vida civil no podríamos hacer —dice Giuliana Alonso.
La Escuela Militar brinda cursos de buceo y de paracaidismo. Organiza intercambios entre los cadetes. Algunos han viajado a Perú. Alfredo Bique, el más experimentado y el más serio de ellos, viajará a China, y ya saltó en paracaídas.
—Fue una experiencia inolvidable. Tenía el mundo a mis pies.
Camaradería es una palabra que repiten y comparten. La patria está, pero no es el centro de sus discursos. Es el “ser todos iguales”, el tener todos las mismas oportunidades de estudiar, de viajar.
—Donde va uno, vamos todos. Si uno se cae, todos lo levantamos.
Hay alguna referencia a los valores que se han perdido “afuera”. La abnegación, el honor, la lealtad, la verdad. El valor de la palabra.
Se quejan de que en Estados Unidos o en Chile la población civil aprecia mucho más a sus ejércitos. Son conscientes de que el uniforme genera el rechazo de mucha gente. Algunos se burlan de ellos y los insultan, pero esa recepción choca con su propia experiencia personal: son en inmensa mayoría nietos de militares, hijos de militares, hermanos de militares. “De chiquito ya vas mamando esa cultura”, dice Bique. De niños iban a los cuarteles, al “trabajo” de sus padres. Uno de ellos se emociona al contar que recuperó el cinto de un uniforme que pertenecía a su abuelo. Bique, al ver que un niño lo miraba con cara de susto en un desfile, se salió unos segundos de su rol y le hizo una guiñada.
—Y él sonrió. Se ve que pensó: “Ah, éste no es tan malo”.
La dictadura, a la que no nombran (ni siquiera con el eufemismo de “proceso”), incidió en ese rechazo, admiten. Y si en los primeros minutos de conversación habían predominado el entusiasmo y las sonrisas, pronto se instalaron la seriedad y el silencio.
La búsqueda de las raíces históricas de nuestros triunfos, sufrimientos y peripecias tiene un límite que sólo puede ser arbitrario. En un momento se pasa raya y empieza a contarse la historia. Aguerre cree en el materialismo dialéctico. Además de Hegel, le gusta Spinoza. Piensa que las causas de la dictadura se remontan a 1904, a las luchas de Aparicio Saravia para que los blancos tuvieran representación en el gobierno. Algunos autores mencionan como antecedente las luchas por los ascensos en la interna militar a partir de 1943. Ese año se reparó a los militares lesionados por la dictadura de Gabriel Terra entre 1933 y 1934 —principalmente blancos y batllistas—, se reconstruyó su carrera y se les otorgó los ascensos que les hubieran correspondido. Esto generó molestia en los militares que tenían expectativa de ocupar esos cargos y motivó una especie de sublevación.
En 1958, cuando asumió el gobierno colegiado del Partido Nacional, los militares colorados no querían entregar el poder, asegura Aguerre. Finalmente lo hicieron. En 1964 los militares Pedro Montañez, Pedro Aguerre (padre) y otros fundaron la logia 1815, que buscaba “renacionalizar” el Ejército, porque entendían que estaba subordinado a los intereses de Estados Unidos. Un año después se crea Tenientes de Artigas, una logia conformada por quienes a la postre serían las principales figuras de la dictadura: Mario Aguerrondo, Alberto Ballestrino y Julio César Vadora. Definían a la izquierda como el enemigo, eran anticomunistas y admiraban a Franco, Mussolini y Hitler. Esta logia sigue teniendo peso en el Ejército hoy, aunque su influencia es mayor entre los militares retirados, muchos de ellos promovidos en épocas del dirigente ruralista blanco Benito Nardone.
En el gobierno de Jorge Pacheco Areco (1967-1972) ascendieron a generales cuatro figuras clave de la dictadura: Esteban Cristi, Gregorio Álvarez, Eduardo Zubía y Rodolfo Zubía. Menos Álvarez, todos ellos, así como otros nombres vinculados al golpe, pertenecían a Tenientes de Artigas. Aguerre no. Afirmo que es masón y no lo desmiente. Le pregunto si la política partidaria pesa dentro del Ejército.
—Es la esencia, pero lo importante es que el Ejército se mantenga fuera de eso.
Recién entiendo por qué se remontó a 1904. Busca argumentar que una de las principales causas de la dictadura fueron las disputas de los partidos políticos, que se trasladaron al Ejército.
—Fuimos usados. Nuestro mayor error fue dejarnos usar por algunos políticos. Algunos militares no entendieron el rol de la Constitución y algunos políticos generaron el golpe de Estado. Fuimos un producto de la Guerra Fría.
Corren en un día de sol por un campo verde, una línea anodina sólo quebrada por cuatro pilares que se erigen, con una estatura que impide pasarlos por alto. Disciplina, valor, abnegación, honor.
—La actitud más importante de un buen militar es el compromiso con el Estado uruguayo, con la ley, con la profesión. Si el militar no tiene compromiso, acá está de más. Esta carrera no es para hacer dinero ni para hacer fama: es para servir al Estado, a la nación, al pueblo.
El general Juan Saavedra, director de la Escuela Militar, llegó al edificio en pleno ensayo del desfile del 18 de mayo, día del Ejército Nacional. Nos enteramos de eso porque de un momento a otro todas las actividades se paralizaron. Los cadetes que estaban ensayando se formaron en dirección al auto del que saldría el general. Los instructores con los que conversábamos interrumpieron la charla y se pararon firmes. Sólo cuando el general saludó pareció que el mundo volvía a su normalidad. Los cadetes recuperaron su paso y sus jefes el habla, como en una escena de The Truman Show. Ese tipo de prácticas se llaman “demostraciones externas de respeto” y todo subalterno está obligado a hacerlas ante sus superiores. Nadie de un rango menor puede pasar frente a un militar de rango superior sin detenerse o hacer la venia.
—Nosotros cumplimos con la visión del Poder Ejecutivo. Los reglamentos que rigen la escuela han nacido en el sistema democrático de nuestro país.
Saavedra cree que la Ley Marco de Defensa Nacional (No 18.650), aprobada en 2010, ha aportado elementos muy actuales relacionados con la educación, como los temas de derechos humanos, medio ambiente y género. “Hoy están en la vida moderna; antes se trataban de otra manera o no se trataban”, opina. Habla de motivación y de liderazgo.
—Estamos formando líderes. Pero el liderazgo no es llevarse todo por delante: es conducir hombres, que es algo complejo. Hay que aprender cómo distribuir esa fuerza. El joven, en su ímpetu, puede extralimitarse en alguna cosa en algún momento, y estamos muy atentos a eso. Los anglosajones son muy correctos, muy calladitos; en cambio, nosotros, los latinos, tendemos a ser muy duros. La pasión nos empieza a llenar y creemos que “ah, éste tiene que sufrir”. Y hay que controlar eso. La disciplina tiene que ser firme y enérgica, sin dejar de ser paternal y digna. Si uno somete a ese subalterno a algo indigno está yendo contra las bases de la disciplina.
De fondo suena la orquesta que ensaya la música para el desfile. El sonido es agradable pero puede tener connotaciones muy distintas según quién lo escuche.
—Una parte de la sociedad valora lo que hace el Ejército. La otra no es que no lo valore, sino que no lo ve. Desgraciadamente todos sabemos que hay personas que difieren en la visión del Estado uruguayo sobre su Ejército, o difieren con nosotros, pero los que nos conocen y nos entienden nos valoran.
Vuelvo a hablar de la dictadura. A propósito, no la llamo como tal. Saavedra se refiere al período como “proceso”. Claro, para gran parte de la sociedad “el proceso” incide a la hora de explicar el rechazo al Ejército, pero para el general que dirige la Escuela Militar también lo explica el hecho de que los uruguayos somos “muy liberales” y “medio que nos molesta” la autoridad.
—A la autoridad la miramos con recelo. No cabe duda de que 12 años del proceso afectaron eso. Hay algunos que han quedado anclados en la historia y eso nos afecta negativamente. Pero la gran mayoría piensa de hoy para adelante. Entonces eso ya no juega, sino que juega más bien lo de que la autoridad nos pone nerviosos.
—La función del Ejército no es matar. Es apoyar el funcionamiento de la sociedad y aportar a la ciudadanía, servir en el cuidado de las fronteras —dice Aguerre.
En 2012 el Ejército realizó 2.628 acciones de apoyo a organizaciones civiles. Trabajó también en la campaña para combatir el dengue y colaboró con el Ministerio de Desarrollo Social y los comités departamentales de emergencia. El logo cambió y hoy “es una escarapela de Artigas, que nos representa a todos”, explica Aguerre. El comandante en jefe está convencido de que en los últimos años hubo un “cambio radical” en la relación del Ejército con la sociedad y que la apertura es “total”. Muestra de ello es la política de “puertas abiertas” impulsada por el Ministerio de Defensa Nacional y el hecho de que se hagan públicas las compras del Ejército. Aguerre cuenta que a una escuela del Cerro se le cayó el techo y dieron clase todo el año en un cuartel. Que un día en San José hubo que tirarse al agua a buscar a un niño que se había caído: preguntaron quién se tiraba y todos quisieron hacerlo.
—Nos han demonizado mucho también. No somos osos. No somos los malos de la película.
Reclama “igualdad de trato”: que a los tupamaros que asesinaron se les diga asesinos y no que los militares murieron “en tiroteos”. Le pregunto por qué no hicieron una autocrítica de lo que pasó en la dictadura.
—Si me sentás a los tupamaros, a la iglesia, a los políticos, yo me siento. Pero ser el chivo expiatorio, de ninguna manera. Ya se lo dije a Huidobro: media sociedad participó, por acción o por omisión. Somos un corte vertical de la sociedad. Acá hay gente inteligente, gente poco inteligente, corruptos, honestos, gays y otros que no lo son.
Y el terrorismo de Estado. La práctica sistemática de la tortura. Aguerre cree que fueron “unos pocos”.
—Se perdieron los valores, la ética. Fueron 30, no fue toda la institución. Los mismos 30 nombres se repiten. A nosotros no nos educan para violar, para robar, para matar. No nos enseñan a ser malas personas. Yo no tuve formación golpista. Cualquier familia que tiene un ser querido preso, sufre. Imaginate desaparecido. Ese sentimiento no va a terminar nunca, hasta que yo me muera voy a tener ese sentimiento de dolor.
Aguerre fue de los militares que en 1980, luego del plebiscito y del fracaso de la consolidación del proyecto militar, quiso entregar el poder. Fue de los que quedó en minoría. Dice que está haciendo gestiones para conseguir información sobre el destino de los desaparecidos y que ha “logrado resultados”. Pero prefiere mantenerlos en reserva; aclara que de eso sólo habla con los familiares y con Presidencia.
—Nosotros no somos de construir relatos. A veces parece que fuéramos una República dentro de una República, una institución aislada. Somos una institución del Estado, nuestro relato son las clases de historia que se dan. La mayoría de los profesores son civiles y usan los mismos textos que usaste vos. En derechos humanos leen a Korzeniak, Jiménez de Aréchaga, Cassinelli Muñoz. En historia leen a Gerardo Caetano, a José Rilla.
Saavedra parece dar por concluida la cuestión y aguarda cortésmente mi próximo paso. Me molesto conmigo misma por usar la palabra “relato”. Pero insisto. Qué pasa, por ejemplo, con el programa de Historia del Ejército. A ese programa lo arma la institución. Qué cuentan allí.
—El programa de Historia del Ejército empieza con los griegos, Roma, la revolución artiguista y la historia del siglo XIX, el siglo XX con las guerras mundiales, Vietnam, hasta llegar a lo cercano [a la dictadura, se refiere]. Pero se busca dar sobre todo una visión militar, de cómo fueron las operaciones militares. Algunos piensan que podría haber un lavado de cerebro o que queremos contar una historia parcial con un ojo tapado, y eso no ocurre. Cada uno de nosotros tiene su opinión personal, pero acá, primero que nada, el Ejército en su momento dijo que tenía que mirar hacia adelante y trabajar construyendo el presente y el futuro.
Está bien, pero en las conversaciones informales, en los pasillos, las cosas no serán tan despojadas como el amoblamiento de las habitaciones. Allí hay almohadas con el logo del Ejército, ropa de cama inmaculada y un armario sin ningún distintivo, donde quizá alguno, admiten los jefes, guarde una bandera de Peñarol o una foto de sus familiares.
—En ningún momento en la Escuela Militar se les plantea a los cadetes una visión en la cual se trate de analizar lo pasado en forma subjetiva. Inculcamos que el Ejército esté siempre presente, quiere decir que… en su momento se entendió, los que eran responsables antes y en dictadura, que fue necesario estar presentes para un fin superior y se estaba, nada más. Acá los oficiales juran para la defensa de la Constitución y los valores que ella representa. La ley es lo que da la fuerza para mandar y es lo que se tiene que respetar.
Saavedra me muestra las fotos de sus hijos, de sus nietos. Uno de ellos es militar, como él. En una de las paredes se leen estrofas de Calderón de la Barca sobre el ejército. Enumera las virtudes del buen soldado, pero son tantas que me pierdo. La amabilidad con la que me tratan casi me hace sentir incómoda. Siempre me dejan pasar primero, responden a todos mis requerimientos, me muestran con orgullo cada rincón de la escuela. También dicen que sí a mi último pedido: conversar a solas con los cadetes.
“Nosotros no tuvimos nada que ver”. Hasta ese momento, esos jóvenes de entre 18 y 22 años demoraban algunos segundos para contestar, se miraban entre ellos, esperaban a ver quién respondía primero. Pero cuando hice esa pregunta, dijeron esa frase casi como un coro unánime.
—Ni habíamos nacido, a veces se nos juzga y los tiempos cambiaron.
—Nosotros no podemos hablar porque no vivimos esa época.
—Somos jóvenes como cualquiera, que hacen las compras, que van al cine, que van a los bailes.
—Eso de los castigos físicos no existe. Nos encanta el deporte.
—Es una etapa finalizada, a nosotros no nos incumbe.
—Estamos en otra etapa, queremos crear un concepto nuevo y dejar eso que pasó atrás. Tampoco nos tienen que juzgar a nosotros por eso que pasó.
—Nos duele mucho que a veces la sociedad no valore lo que hace el Ejército. Por ese pasado manchado no nos valoran. Ayudamos a construir las escuelas, ayudamos en los incendios, en los temporales.
Claro, pero es importante saber qué piensan. Les digo que no se trata del pasado sino del futuro. Les pongo una hipótesis: supongamos que lo que pasó vuelve a pasar hoy.
—Hoy torturas no hay. Estamos a las órdenes del presidente, bajo las órdenes directas de él. Y vamos a ir contra todo lo que esté en contra del gobierno legítimo.
Combatirían grupos sediciosos, sí, eso no me cuesta entenderlo. Está en las bases, en la razón de ser de las Fuerzas Armadas. Pero la dictadura fue una acción contra toda la población y no fueron en su mayoría sediciosos los que fueron presos, torturados y asesinados. No era mi plan, pero me veo obligada a llegar a ese nivel de crudeza en la pregunta.
—No supimos lo que ocurrió, cuáles fueron los motivos.
—No sabemos cómo reaccionaríamos ante esa situación.
Los miro. Tienen sus nombres bordados en los bolsillos del uniforme. Vuelven a hablar de la camaradería, del cariño que le tienen a la escuela, del “apoyo incondicional” que les brinda.
—Queremos que se abran más las puertas y que ellos vengan a nosotros. La gente tiene muchos prejuicios.
Es una tarde que anuncia el invierno, sin ser fría. Mientras espero en la parada del ómnibus, abro un libro que me prestó Aguerre. No puedo esperar a sentarme en un lugar más cálido. Creo que sigo haciéndome preguntas, o más bien buscando respuestas. En la foto de portada Caín se pone la mano en la frente con un gesto adusto. Puedo interpretarlo como una muestra de indignación ante el castigo por haber asesinado a Abel, pero no lo hago. Me parece, en cambio, que se pregunta cómo fue posible que pasara lo que pasó. El libro se llama La memoria y el perdуn y es de Amelia Valcárcel, una filósofa española. “El perdón no puede excluir el castigo, porque éste es la paz del agraviado”, dice.
Aguerre ha subrayado muchas partes. Una de ellas está al final y se refiere a los crímenes contra la humanidad: “Perdonar en común el mal, fuera de la especie ya conocida de los perdones fundantes, no es señal de bondad, sino de pasmosa debilidad. Es, además, algo a lo que no se tiene derecho. Diré más, no sólo no podemos perdonar y hurtar a las víctimas esta prerrogativa, es que tampoco podemos perdonar. No puede la humanidad presente en nosotros cargar con la inmundicia que los criminales arrojan sobre ella, sobre todos y cada uno de nosotros”.
No sé si es la cita que Aguerre hubiera elegido. No sé por qué está subrayada. Siento que el libro no dice nada sobre el silencio. Y que el silencio, más que al olvido, se parece a alguna forma de la memoria.
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En los próximos dos años la mitad de los actuales generales pasarán a retiro. En diciembre de este año se retiran Pedro Aguerre, Raúl Gloodtdofsky, Sergio D’Oliveira, Wile Purstcher y Daniel Castellá. En 2015 se retiran Felicio de los Santos, Neris Corbo y Milton Ituarte. Sólo los generales y algunos coroneles que están hoy en actividad se desempeñaron en dictadura; el resto comenzó su carrera luego del reestablecimiento democrático.
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NOTA2
Las logias
Los militares se agrupan habitualmente en logias, pero muy pocos lo admiten en la vida pública. Algunos núcleos responden a grupos que funcionan a nivel de toda la sociedad —como la Masonería y el Opus Dei— y otros son agrupamientos exclusivamente militares —Tenientes de Artigas, La Dinastía, La Rodosca—. En algunos casos las logias se sostienen en una visión ideológica común, como Tenientes de Artigas, de marcado perfil anticomunista y con simpatías fascistas. En otros casos, se trata más bien de afinidades personales y generacionales.
El diputado colorado Fernando Amado ha señalado en algunos de sus libros la incidencia que las logias tienen en los ascensos. En el Ministerio de Defensa Nacional están convencidos de que hay una disputa entre las agrupaciones de cara a los ascensos que se concretarán en diciembre de este año y en 2015. Para Aguerre, en cambio, la incidencia de las logias es mínima: “Eso está en el imaginario popular. Se les da un peso que no tienen”.
Según un artículo de 2005 publicado en el portal harrymagazine.com —que no ha sido desmentido y que es confiable según las consultas realizadas por Lento—, actualmente La Dinastía es la logia a la que pertenecerían más generales: Juan Villagrán, Wile Purtscher, Sergio D’Oliveira, Juan Saavedra y José Burone. Sus dirigentes se creen depositarios de un don casi divino y la pertenencia a ella es hereditaria. El artículo también señala que Raúl Gloodtdofsky, Domingo Montaldo y Carlos Loitey pertenecerían a Tenientes de Artigas, y Milton Ituarte y Neris Corbo serían de La Rodosca (logia que debe su nombre a que sus dirigentes son originarios de la Promoción Rodó). Los dos generales consultados, Gloodtdofsky y Saavedra, negaron pertenecer a La Dinastía y Tenientes de Artigas respectivamente.