Cerca de 5% de los niños uruguayos tiene problemas de aprendizaje o discapacidades físicas, y la mayoría concurre a jardines y escuelas públicas comunes, con apoyo del Consejo de Educación Inicial y Primaria. Intentan ser incluidos en un sistema que quiere dejar atrás la segregación pero todavía tiene grandes debes, como la baja cantidad de maestros formados en el área. “Estoy rodeada de docentes”, dice Gabriela Vaz —ella misma docente universitaria y ex periodista de El País— para explicar por qué se acercó a una línea de la educación en la que se juega más de lo que parece.
Texto: Gabriela Vaz / Ilustraciones: Ramiro Alonso
El primer día de clase Estela Brochado entró al jardín de infantes de la Escuela Experimental de Malvín con su hijo Leandro de la mano. Apenas vio al niño, la maestra de inicial agrandó sus ojos en dirección a la madre.
—A mí nadie me avisó nada… —dejó flotando en el aire como explicación de su asombro.
—Entonces, ¿qué hago? —contestó Estela, ya acostumbrada a estas reacciones.
—Nada, se queda. ¿Cómo no se va a quedar?
Estela recuerda aquel momento, ocurrido en 2005, con una sonrisa. Leandro tenía ocho años y venía de asistir a un colegio privado que había cerrado, pero la adaptación en el jardín de la Experimental, que se manejaba con grupos chicos y auxiliares, se dio sin mayores escollos. La maestra era dedicada. La recepción de los demás niños fue buena. El grupo de padres era abierto y respetuoso. Nadie convertía el Síndrome de Down de Leandro en una barrera.
Pero cuando lo quiso pasar a la escuela, para cursar primer año, “fue otro cantar”.
—Si querés traerlo, yo tengo la obligación de tomártelo. Pero de las maestras que tengo, ninguna sirve para esto —le disparó la directora de la institución con hiriente frontalidad.
Otras dos escuelas públicas de la zona le espetaron argumentos similares. “Incluso la primera me dijo: ‘Avisame, porque si lo anotás, tengo que dejar esa clase con menos alumnos’. Fue muy honesta, la verdad. Pero que te digan: ‘Si vos querés lo anoto porque no tengo otra’. No, como madre no querés eso”.
Aunque en Uruguay hay alrededor de 50.000 niños y adolescentes con distintas discapacidades, la inclusión es uno de los desafíos educativos que tiene menos prensa. Y uno de los más complejos.
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El 4% de los uruguayos entre 6 y 17 años tiene problemas cognitivos.
El 5,6% de los menores de 17 años tiene algún tipo de discapacidad. El porcentaje estimado por la OMS para esa franja etaria
es 5,4 %.
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Hasta 1985, la única alternativa para chicos con dificultades era concurrir a una “escuela especial”, creadas en 1910; antes de eso, el sistema directamente consideraba que ciertos grupos minoritarios no eran escolarizables. Con la reapertura democrática y el empuje de la militancia por los derechos de las personas con discapacidad, comenzó un movimiento de integración en escuelas comunes. De a poco, y como sucede en el resto del mundo, el horizonte viró hacia un paradigma aun más igualitario: la inclusión.
Inclusión e integración no son sinónimos, y todos los involucrados se esmeran en aclarar la diferencia. Se habla de integración cuando un discapacitado va a un aula común, pero es él quien debe adecuarse al entorno y, por ende, no hay verdadera comunión entre todos los actores. La inclusión, en cambio, implica que las instituciones deben adaptarse al estudiante: transformarse para brindar accesibilidad. Un ejemplo claro y material es la construcción de una rampa. De la misma manera, los centros inclusivos deben tener proyectos educativos adaptados a la diversidad de alumnos.
Darío Romano tiene 11 años, modos de adulto, una gran amabilidad y osteogénesis imperfecta. Su enfermedad, coloquialmente conocida como “huesos de cristal”, le ha afectado la movilidad en las piernas. “Lo operaron mal, le pusieron unas varillas que se torcieron y ahora hay que operarlo de vuelta”, cuenta su mamá Elba desde Paysandú, donde viven, antes de pasarle el teléfono a su hijo para que relate por sí mismo cómo es su experiencia en la escuela pública a la que asiste.
—Al grupo me integro lo más bien —es lo primero que dice Darío, recordado por muchos por ser el “niño Teletón” de 2013—. Es que hace tiempo que estoy. El año que viene paso al liceo. Ya me conocen, para ir al baño me ayudan. Con los otros papás también está todo bien; si hay un cumpleaños, y no puedo ir, me llevan.
—Y en la escuela, tu dificultad…
—Mi mayor dificultad es la escalera —responde firme, sin titubear—. Mi mamá tiene que hacer tremendo esfuerzo para subirla.
Este año Darío cursa sexto y la dirección de la escuela debió cambiar el salón generalmente asignado al grado, que estaba en un segundo piso, para la planta baja. Pero para ingresar al edificio no queda otra que subir una escalinata, explica Elba.
—Todos estos años lo he tenido que cargar, con ayuda de otros padres. El año pasado los compañeros juntaron firmas para construir una rampa y se aprobó, pero como sale muy caro todavía no se ha hecho.
En Uruguay hay 81 escuelas especiales —denominadas “centros de recursos” por el Consejo de Educación Inicial y Primaria— que en 2015 recibieron a 6.807 niños con discapacidades de todo tipo: visuales, auditivas, motrices, mentales, intelectuales. Otros 23.537 niños recibieron apoyo en jardines y escuelas públicas comunes. Fueron “integrados” o, en el mejor de los casos, “incluidos”. Ésa es la meta de Primaria, que además aspira a disminuir la cantidad de chicos en escuelas especiales, parte de un paradigma, para muchos, obsoleto y segregador.
La inspectora nacional en Educación Especial del Consejo, Carmen Castellano, sostiene que lograr este avance implica un gran cambio de mentalidad, que hay que entender que no sólo por juntar niños con discapacidades con otros que no las tienen se puede hablar de inclusión. No es fácil. “No estamos prontos como país para tener a todos los niños incluidos, porque tenemos niños con discapacidades muy graves, que hace mucho tiempo que están institucionalizados”, asume, al tiempo que asegura que el objetivo es llegar a que “todos los niños con discapacidad estén en la escuela del barrio con apoyos”.
“Apoyos” son maestros que trabajan específicamente con la población vulnerable. De los 998 docentes de educación especial que Primaria tiene en todo el país, 225 son maestros de apoyo y 147, maestros de apoyo itinerante. Mientras que los primeros están radicados en la escuela común en donde cumplen 20 horas semanales, los “itinerantes” vienen de centros de recursos y tienen asignadas escuelas comunes a las que visitan con distinta periodicidad. Ninguna de las dos figuras cuenta con grupos a cargo, sino que colaboran con el maestro de clase para definir una estrategia pedagógica o adecuación curricular para los niños que lo necesiten. En casos puntuales, pueden también trabajar directamente con los alumnos.
Una meta de Primaria es que cada vez haya menos cargos docentes dentro de las escuelas especiales y más de apoyo en instituciones comunes. Son éstos los que realmente trabajan la educación inclusiva.
El gran debe, sin embargo, está en la formación de los maestros de apoyo, ya que la carrera de Magisterio no cuenta con la especialización necesaria. Hasta 1992 se otorgaban becas a aquellos docentes que quisieran realizar posgrados en educación especial. Desde que esta alternativa se eliminó, en el ámbito público sólo existen capacitaciones periódicas en el Instituto de Perfeccionamiento y Estudios Superiores de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP).
Estas capacitaciones, además, están enfocadas en situaciones particulares, aunque el universo de trabajo de los maestros de apoyo es superlativamente vasto: desde dislexia hasta ceguera, problemas motrices, déficit atencional, dificultad intelectual o incluso violencia doméstica pueden recaer bajo su competencia.
La maestra jubilada Bernadette Luján tiene larga experiencia en el área —ha brindado capacitaciones en el Instituto de Perfeccionamiento— y asegura que existe un “abanico enorme” en la formación que tienen los docentes asignados a educación especial. Y que, como en tantos otros temas, la capital corre con ventaja.
—Hay realidades muy distintas en Montevideo y en el interior. Hay directores de escuelas especiales del interior que no tienen formación ninguna, porque no hay una política en este tema que haya sido consecuente.
Cecilia Inciarte cuenta que su segundo hijo, Joaquín, tenía alrededor de dos años cuando ella y su marido notaron que no fijaba la mirada ni cumplía órdenes cortas. Tampoco hablaba. El camino al diagnóstico certero fue largo y errático, incluyendo una falsa sordera. Ya había soplado seis velitas cuando, en Buenos Aires, dieron con el médico que despejó las dudas: trastorno generalizado del desarrollo del espectro autista (TEA).
Mientras entraba y salía de consultorios, Joaquín asistía a un jardín común. Antes, dos instituciones privadas le habían cerrado sus puertas.
—Yo les explicaba a las directoras que estaba en tratamiento con fonoaudióloga y psicomotricista, que usaba audífonos, pero que no sabíamos bien qué tenía. La respuesta que recibía era que tenían el cupo de niños especiales cubierto. Y lo entiendo, pero la verdad es que te duele.
La mayoría de las discapacidades en la infancia son intelectuales, de acuerdo al documento La situación de niños, niñas y adolescentes con discapacidad en Uruguay. La oportunidad de la inclusión, publicado por Unicef y el Instituto Interamericano sobre Discapacidad y Desarrollo Inclusivo en 2013. Allí se consigna que, según el Censo de Población 2011 del Instituto Nacional de Estadística, 23.472 chicos de entre 6 y 17 años tenían dificultades para aprender o entender. En la franja entre 2 y 17 años, 19.885 niños con discapacidades visuales, 6.375 con discapacidades auditivas y 6.274 con dificultades importantes para caminar o subir escalones.
El informe de Unicef apunta que, más allá de una “importante capacidad” del sector educativo público en esta área, la oferta estatal se ha estancado, haciendo que se dispare la matrícula en escuelas especiales privadas. Según datos de la ANEP, entre 2005 y 2006 la educación especial privada experimentó un aumento de casi 50%. Hasta 2011, sólo en Montevideo había 46 instituciones de este tipo, atendiendo a casi 4.000 estudiantes. Existe además un número creciente de colegios “integradores”, que aceptan chicos con discapacidad en sus aulas comunes.
—¿Por qué querés que vaya a una escuela común? ¿No aceptás que tu hijo es diferente?
—Sí que acepto, pero quiero que tenga mejores modelos para imitar.
Teresa Arcelus, madre de un joven con Síndrome de Down, mantuvo esta conversación más de una vez. La cruda interpelación le ha enseñado la importancia de difundir información y de que las instituciones tengan un verdadero proyecto de inclusión, “porque desde el director hasta la persona encargada de la limpieza debe tener mínimos conocimientos” del tema.
Con la docente liceal María Luisa Taran y la psicopedagoga Estela Brochado —las tres en doble calidad de madres y profesionales de la educación— conforma un grupo en la Asociación Down del Uruguay que presta asesoramiento gratuito a escuelas, colegios y centros CAIF que lo requieran.
—Explicamos desde lo más medular, que es la adaptación curricular para niños Down, hasta cuestiones prácticas, como no sentarlos en el fondo de la clase porque se van a aburrir, o darles las consignas de a una y no decirles tres cosas juntas porque después de escuchar la primera la atención de ellos ya se disparó y no saben qué tienen que seguir haciendo —detalla María Luisa.
Las tres enfatizan la importancia de que los chicos incluidos tengan su proceso de aprendizaje y no vayan a clase sólo para socializar. “Está la fantasía de que con integrarse socialmente ya está. Y nosotros pensamos que no. Está bárbaro el encuentro con amigos, jugar con los pares, generar vínculos, pero la escuela está para aprender”.
Hay situaciones que se cuentan en voz baja, pero tienen un rol crucial. Un ejemplo: la existencia de maestros comunes con niños incluidos en sus clases que no se sienten capacitados para la tarea, no saben cómo actuar o, directamente, no les gusta.
“A veces es una cuestión de piel. Si el maestro rechaza al niño, lo mejor es que lo diga”, opina Teresa. A su lado, María Luisa coincide y cuenta que su hijo Felipe, hoy adulto, inició la Primaria en una escuela común pero la experiencia no funcionó debido a la maestra. “Ella no estaba convencida de la inclusión y Felipe empezó con conductas que no eran propias de él, así que lo cambié y terminó en una escuela especial, con maestra particular tres veces por semana”.
Además de mamá de Joaquín Montaño, quien padece un trastorno del espectro autista, y de otros tres chicos, Cecilia Inciarte es directora de un jardín privado. Desde ese rol, asume que “hay gente que está naturalmente capacitada y otra que no” para tratar con niños con discapacidad. “No es juzgable. Hay quien no tiene la paciencia. No es para todas las maestras”.
Esto ocurre en todos los niveles de educación. Beatriz Santiago, docente de Secundaria especializada en educación para personas ciegas o con baja visión, cuenta que nunca ha visto renunciar a un profesor por estas causas, pero admite que están los que terminan ignorando al alumno o haciéndolo pasar con 6 “para sacarse el problema de encima”. “Lo que es peor, porque le crea bruto problema a futuro”, advierte. Sin embargo, tiene claro que la discapacidad toca resortes muy íntimos, dependiendo de la historia de cada uno.
—No se puede juzgar, decir “mirá qué horrible lo que hace”. Hay que estar en los zapatos del otro para saber por qué se le dispara determinada reacción.
Cuando la dificultad no es evidente, suelen ser los docentes, antes que las familias, quienes la descubren. En educación inicial, donde las edades no permiten un diagnóstico, esta situación se da a menudo y la experiencia de las maestras se vuelve fundamental.
—Me ha pasado de ver al niño cuando vienen a inscribirlo y darme cuenta de que tiene algo, pero la madre no dice nada. Y al mes pedimos una reunión para explicarle que el chico tiene ciertas características, sin mencionar un diagnóstico, porque uno no puede hacer eso —cuenta Cecilia Inciarte.
Para ella, en esos casos la falla más grande es de los pediatras, que no se toman el tiempo necesario con los niños para notar que algo no está bien. “Los padres no tienen la culpa, a veces no tienen con qué comparar”, apunta desde su experiencia. A ocho años de obtener un diagnóstico para su hijo, asegura que hoy el TEA es de los trastornos más frecuentes entre los niños que ve como maestra.
Desde Primaria, la inspectora Carmen Castellano confirma que el área de “trastornos de personalidad” —etiqueta formal de educación especial bajo la que recaen “cuestiones disruptivas, problemas de conducta o dificultades socioemocionales” como el autismo— es la que más ha crecido. Y esto complejiza la trama, ya que mientras “a un niño ciego o con problema motriz se le brinda mayor acogida, a un niño con trastorno de personalidad se lo expulsa del circuito de humanización en el que todos nos constituimos. Socialmente va siendo difícil tolerar y es una cuestión a atender”, subraya. “Las discapacidades más difíciles de entender son las que requieren más especialización”.
—Uno hoy lo cuenta así, pero como mamá la verdad es que la diaria es dura y dura. Te preguntás “¿qué hago, lo llevo a escuela común o especial?”. En la común va a ser el más lento de todos. En la especial capaz es el mejor, porque tiene más apoyo afuera, pero va a estar apartado socialmente. No es fácil —dice Teresa al recordar la indecisión a la que se enfrentó cuando Nicolás, su hijo con Síndrome de Down, hoy adulto, iniciaba su vida escolar.
¿Cómo se decide dónde estudia un niño con discapacidad? “Si la familia quiere que vaya a la escuela del barrio, le asiste el derecho”, explica la inspectora Castellano, aunque aclara que lo ideal es evaluar la situación en conjunto con un centro de recursos. “Hay que trabajar con la familia para resolver los apoyos, cuál es el mejor lugar para aprender. Tenemos niños con botón gástrico que hay que alimentar por sonda o niños que necesitan ayuda para ir al baño. Hay niños que no es conveniente que estén en grupos grandes, como quienes padecen autismo, ya que los estímulos los sobreexcitan”.
Otras afecciones, como la sordera, demandan centros especializados y la necesidad de agruparse, ya que los involucrados comparten un lenguaje común, algo imprescindible en todo proceso educativo y de socialización. Por ello existen escuelas y liceos específicos para sordos, con docentes que conocen la lengua de señas.
Fuera de estas excepciones, muchos mencionan los beneficios de la inclusión no sólo para el chico incluido sino para sus compañeros.
En 2012, Unicef y el Instituto Interamericano sobre Discapacidad y Desarrollo Inclusivo realizaron un estudio para recabar los puntos de vista de niños y adolescentes sin discapacidades que participan en experiencias de educación inclusiva en Uruguay. Se realizaron tres grupos focales en los que participaron 50 chicos de entre 7 y 17 años, que asisten a instituciones de enseñanza regular, públicas y privadas, en Montevideo.
Las principales conclusiones fueron: 1) los aspectos favorables de la inclusión se destacan ampliamente sobre las dificultades, 2) las dificultades no son negadas ni pasan desapercibidas, por el contrario, existe una tendencia a intentar comprenderlas en profundidad, 3) los chicos perciben que sus compañeros realizan un esfuerzo importante para compensar sus desventajas funcionales, lo que opera como modelo, motivación y fuente de aprendizajes, y 4) la imagen acerca de la discapacidad es modificada por la experiencia de convivencia y la tendencia es a lograr relaciones de pares, disminuyendo la importancia de la discapacidad como aspecto principal de la persona.
El refuerzo de la empatía es otro gran beneficio. La inclusión no sólo imposibilita mirar para el costado sino que a menudo obliga a ponerse en los zapatos del otro. Uno de los testimonios recogidos en el foro lo deja claro:
Una vez me pasó que fui a un cumpleaños donde todos eran sordos. Imaginate que la única que no era sorda era yo. Era la diferente en ese grupo. A veces tenés que ver la situación al revés para ver qué es lo que sienten ellos.
En 2013, con el apoyo de Unicef, el Consejo de Educación Inicial y Primaria creó la Red de Escuelas y Jardines de Infantes Mandela, que hasta el año pasado unía a 18 centros. Se trata de escuelas comunes que ya venían trabajando con chicos incluidos y con planteles docentes interesados en el tema, que se presentaron voluntariamente a formar parte de la red. Su diferencial es que institucionalizan las formas de inclusión mediante tres componentes: el apoyo pedagógico, la familia y los compañeros, formando grupos de referentes en el conocimiento de los derechos y la sensibilización en todo lo que tiene que ver con la discapacidad.
Castellano, inspectora nacional desde 2012 y maestra de educación especial desde 1981, afirma que el salto cualitativo en esta experiencia es el que se da en los demás niños. “Ellos en general imitan a los adultos, a quienes la discapacidad nos da pena o la ignoramos. Por eso me ha emocionado, realmente, ver cómo se sensibilizan y entienden rápidamente cómo actuar con el compañero. La respuesta ha sido maravillosa”.
Beatriz Santiago, del Centro de Recursos para Alumnos Ciegos y con Baja Visión de Secundaria, coincide con que los talleres para pares son siempre exitosos.
—Los chiquilines aprenden cómo se trabaja y después son ellos los que le preguntan al docente “¿Trajiste la fotocopia agrandada para Fulanito?”. Ellos mismos controlan, fiscalizan, exigen que se cumpla.
La información es clave. Castellano recuerda el caso de un chico con Asperger que fue elegido delegado de clase con otro estudiante, como resultado de que sus compañeros lograron capitalizar su condición. “Los niños autistas no mienten jamás y tienen un sentido de justicia muy riguroso, de blanco o negro. Los estudiantes pudieron captar que era el complemento ideal para la tarea”.
La inspectora asegura que hoy existe mayor preocupación y ocupación social en torno a la discapacidad:
—Hoy las escuelas nos llaman y nos dicen: “Recibimos estas consultas, necesitamos apoyo”, y no solamente: “No es para nosotros, es para una escuela especial”.
Aunque todavía hay mucho por hacer, las autoridades van dando pasos con la inclusión como faro. Las experiencias nuevas se piensan de manera inclusiva. La escuela especial Nº 208, de Colón, fue construida en el predio de la escuela común Nº 50 y Nº 185, así los estudiantes comparten el comedor y se juntan en los recreos. Esa convivencia es la línea de trabajo a futuro.
Castellano es categórica con los beneficios de estas experiencias:
—Te enseñan a ver la capacidad en la discapacidad. Ahí se produce un cambio y se puede enseñar.
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La experiencia liceal
Sucedió hace muchos años, pero Beatriz Santiago lo recuerda con claridad. Como profesora de Química, un día ingresó a un salón de liceo y se encontró con una estudiante ciega que la esperaba con entusiasmo y una antigua máquina de escribir en el pupitre. Pero la docente reaccionó con angustia.
—Yo tenía la clase preparada para dar la luz y lo único que pensé fue “¡cómo voy a dar la luz con esta muchacha que no ve nada!”. Me parecía una total falta de ética de mi parte y ni llegué a plantear el tema. Tiempo después, sabría que fue ignorancia.
La misma conclusión saca cuando recuerda a otro estudiante ciego al que pensó evitarle una clase que abordaba gráficas, dando por descontado que no las podría hacer.
—Ese alumno, que fue con quien aprendí baile, me dijo “yo quiero aprender gráficas como los demás”. Me enseñó a enseñarle, planteándome un reto que yo había desechado de entrada.
Con la motivación de ésas y otras experiencias, Beatriz realizó una especialización en el Instituto de Perfeccionamiento y Estudios Superiores para educar a adultos con discapacidad visual y enseguida presentó un proyecto en Secundaria para establecer un Centro de Recursos para Alumnos Ciegos y con Baja Visión (CER), que se materializó dos años más tarde, en 2008.
Según datos de la UNESCO, todos los menores con discapacidad en el mundo tienden a estar excluidos de los sistemas educativos comunes y forman parte de los grupos con menos años de escolaridad, pero la población adolescente es la más rezagada. Apenas tres de cada diez discapacitados alcanzan a ir más allá de sexto año de escuela, según la Encuesta Nacional de Personas con Discapacidad, del Módulo Salud de la Encuesta Continua de Hogares Ampliada de 2006.
A excepción de los centros para sordos, Secundaria nunca tuvo liceos especiales para personas con discapacidad, lo que es visto como positivo. Pero sí se necesitan proyectos para institucionalizar el apoyo, tal como hace el Centro de Recursos.
El papel del centro es colaborar con los materiales, asistir a las familias y brindar charlas o talleres para docentes y compañeros, asesorando sobre la discapacidad visual en liceos de Secundaria, UTU y también colegios privados. Asimismo, intentan seguir los casos desde Primaria, para que los chicos que estén por pasar al liceo sepan de la existencia del centro.
—Hasta el año pasado teníamos a 209 personas, con ceguera y baja visión, vinculados al CER. Pero sabemos que hay muchos más. El año pasado llegó un caso que de primero a quinto no estuvo diagnosticado. Nos pidieron la exoneración de Dibujo, que no otorgamos. Desde que el Centro tiene competencia para hacer adecuaciones curriculares, no se exoneran materias por estos motivos, porque toda persona con discapacidad visual puede hacer todo. Sí hay que adaptar la materia, porque si en Biología le ponés un preparado en el microscopio no lo va a ver, eso es real —grafica Beatriz.
La profesora asegura que la discriminación no es la regla y opina que el mejor antídoto es la información.
—Allana muchísimo el camino. Por eso tratamos de llevar información, para bajar la ansiedad y que los docentes no sientan: “Mejor no elijo ese grupo porque no voy a poder”.
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