Por Ricardo Piñeyrúa
Venís del centro, girás a la derecha como para ir al cuartel, pero en vez de seguir, te mandás a la izquierda por una especie de rotonda y quedás de frente al Tróccoli y a la avenida Santín Carlos Rossi.
Es lo más parecido en mi imaginación a acercarme a una zona de guerra. La Metro con sus uniformes camuflados y protegidos con sus aplicaciones de tortugas ninja, rejas, barreras, camiones antimotines, motos de la Policía, gente ansiosa. Te pone nervioso sólo acercarte.
En ese clima llegás al estadio para ver un partido. Supongo que si no fuera a trabajar, no iba, supongo que los que van son los más cercanos al club y la gente del barrio que ya está adaptada a esa invasión, supongo que los que van del otro cuadro son los que “al Cerro hay que ir en las buenas y en las malas”. Con ese sentimiento se va a jugar el partido.
La semana previa se llena de condimentos: que le falta un alambrado, que hay unos escombros que sacar y el ministerio dice que, y la Policía, y la Comisión de Seguridad que se reúne el miércoles y el otro club grande grita a “nosotros nos llevan y a ellos no”.
La regla dice que no debe haber banderas en los alambrados pero nadie las baja. El partido se demora, la gente calienta las gargantas matando a hinchas rivales (“del Cerro no salís”), los rivales se burlan (“vos sos de la B”) y las banderas siguen inamovibles.
Los capitanes se arriman al alambrado, piden “muchachos, bajen las banderas” y los muchachos les contestan “te queremos mucho, pero que ellos las bajen primero”. Nadie las baja y ganan: el partido se juega con las banderas como ellos querían y no como dice la regla.
Todo esto lo miro desde las alturas en mi cómoda cabina que la gente del club ha arreglado con esmero: nos pusieron un baño para que no haya que bajar dos o tres pisos, una mesa con café, sándwiches y masas. Los ves rompiéndose el alma para mostrarnos que hay tipos que trabajan y terminar con el estigma que cae sobre ellos.
Vienen de familias trabajadoras, son descendientes de los obreros de los frigoríficos, herederos de la Federación de la Carne y sus luchas. Son la Villa, los entiendo. Quien tiene amor por un club —ese amor aprendido de padres y abuelos, compartido en el barrio y defendido en la escuela—, los entiende, sabe cómo se sienten y por qué trabajan.
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Todos tienen la solución pero ninguna funciona. La FIFA manda recetas primermundistas que allá tampoco funcionan: sacar puntos, quitar derechos de local, jugar a puertas cerradas. Se olvidan del muerto en el choque de hinchas de Atlético de Madrid y Deportivo La Coruña o del ómnibus del Fenerbahce baleado hace días en Turquía.
No entiendo, no los entiendo, y se me ocurre que no podemos encontrar soluciones si no entendemos qué quieren, qué buscan, qué esperan. ¿Por qué no tienen miedo? ¿Qué hace que se agrupen, se disfracen y sean capaces de enfrentar a rivales y autoridades en nombre de esa bandera que nada les da?
Quizá los hace sentir parte de algo en una sociedad fragmentada y con su tejido social destruido. No quiero caer tampoco en la simpleza de acusar de todos los males al liberalismo económico que campeó en nuestras patrias. Eso quedó atrás, ahora es nuestro problema.
Es un gran desafío que va más allá de la violencia en los espectáculos deportivos, pero creo firmemente que hasta que no los entendamos, no se hallarán soluciones válidas. Claro que hay que hacer cosas y quizá que entiendan que si no cumplen las reglas se quedan sin fiesta; es un paso. Si no bajan las banderas (no entiendo para qué sirve), no se juega, aunque a la televisión le moleste.
Habrán notado que hablo de ellos. Todos hablamos de ellos: no nos incluimos, no los incluimos, sentimos que no son como nosotros. Porque no sabemos cómo son —insisto—, qué quieren, qué esperan.
La Policía empieza a moverse por atrás de la barra local. ¿A dónde y por qué van? No sé. Los hinchas los acorralan, les tiran de todo. Los policías la pasan mal, se protegen como pueden esperando la ayuda que se demora. Un chico con una bandana roja que le tapa la cara se les para a medio metro, les pega con un palo, les tira algo. ¿No tiene miedo? Otros se regocijan y hasta lo filman en su teléfono. Al final llega la ayuda y la Metro pasa de ratón a gato, los corren y yo miro, no entiendo, no los entiendo.
¿Qué receta voy a aportar si no los entiendo? ¿La de los ingenuos que creen que con una simple medida como pedir la cédula todo se acaba? ¿Ser parte de los que dejan salir su enano fascista y desean que les peguen hasta matarlos? Puedo pregonar soluciones a la inglesa, que sacaron a los hooligans de los estadios y los dejaron en las plazas y parques donde hacen lo mismo. ¿Voy a golpearme el pecho diciendo que es la droga? Puedo sumarme al coro de periodistas que los insultan y acusan de pastabaseros, mongólicos, desadaptados de siempre.
Los podremos sacar de las canchas con medidas como el derecho de admisión, aplicación de penas y otras tantas cosas. El fútbol respirará tranquilo y alguien dirá solemnemente que la familia volvió a la cancha.
Pero si no los entendemos y encontramos los caminos para no hablar de ellos sino de nosotros, será como pintar arriba de la mancha de humedad: dejaremos de verla, pero ahí seguirá.
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Las reglas que se vienen
Dos proyectos sobre violencia y deporte que se encajonaron durante las dos legislaturas pasadas vuelven a la cancha este año. El primero, que el senador Pedro Bordaberry presentó inicialemente en 2013, propone la creación de un documento que será obligatorio presentar para comprar entradas e ingresar a partidos de fútbol y básquetbol. El MI llevaría un registro de “hinchas del deporte” y se encargaría de la emisión y regulación del documento: no podrán tramitarlo quienes tengan antecedentes penales en los últimos dos meses anteriores a la solicitud, y para los procesados por violencia doméstica, los que ingresen al estadio “bajo la influencia del alcohol o de drogas” o tengan incidentes en espectáculos públicos hay una serie de suspensiones e inhabilitaciones que pueden durar de dos meses a toda la vida. El proyecto es estudiado en la Comisión de Constitución y Legislación del Senado.
“Está en preparación un proyecto de ley para atacar en profundidad y en toda su dimensión el fenómeno de la violencia en el deporte. Seremos implacables, porque queremos tener una sociedad sana, una sociedad fuerte, una sociedad fraterna, una sociedad en paz”, dijo Tabaré Vázquez el 1º de marzo. El primer paso de la estrategia es un proyecto de ley —también pendiente de estudio en la Comisión de Constitución— que le quita al Ministerio de Turismo la responsabilidad de elaborar políticas en deporte (que el propio Vázquez le confirió en 2005, cuando lo fusionó con el Ministerio de Deporte y Juventud) y crea una Secretaría Nacional del Deporte como órgano de Presidencia.
La secretaría, que presidirán el periodista deportivo Alfredo Etchandy y Fernando Cáceres (ex director nacional de Deporte y ex secretario general ejecutivo de la AUF), está elaborando un borrador de ley sobre violencia y deporte que complemente la actual (Nº 17.951) y que incorpore la experiencia de un proyecto que la Comisión Honoraria para la Prevención, Control y Erradicación de la Violencia en el Deporte presentó en 2013, pero que naufragó en la Comisión de Deportes de Diputados. “El borrador está avanzado. Se está elaborando con participación del MI y en consulta con la AUF y los clubes, y será sometido a consideración del presidente”, cuenta Cáceres.
—¿Cuáles conceptos generales tratará la ley?
—Las medidas propenden a la defensa del hincha y a la erradicación del barra brava —adelanta el futuro presidente de la secretaría—. El barra brava es una persona que tiene un vínculo de dependencia de carácter económico o salarial con el club, que puede integrar actividades delictivas, pero son vínculos de supervivencia personal. El hincha tiene un vínculo de amor, de pasión con la institución. Mientras que el barra actúa en función de intereses personales, el hincha actúa en función de los del club. El principio general es complementar las medidas preventivas y represivas que se están desarrollando con otras medidas que consoliden las pautas de comportamiento: poder ver los espectáculos sentado, que no haya cánticos insultantes, xenófobos o racistas, que haya localidades numeradas, que haya identificación de los espectadores.
—¿Se está pensando en atacar el tema de las entradas gratis para los barra bravas?
—Absolutamente. Estamos hablando con la AUF para que haya un sistema de venta que bloquee la posibilidad de tráfico de entradas para grupos violentos. También estamos pensando en fuertes medidas penales y sancionatorias a los dirigentes que facilitan este tipo de actitudes.
—¿La Comisión Honoraria para la Prevención, Control y Erradicación de la Violencia en el Deporte seguiría en efecto?
—En la ley que crea la Secretaría Nacional del Deporte se propone que un representante asuma la presidencia de la comisión, que actualmente le corresponde a un representante del MI. De todas formas, el ministerio seguiría participando en ella, y el borrador que estamos elaborando mejoraría su representación.
En marzo de este año representantes de la empresa estatal inglesa Sports Grounds Safety Authority (SGSA) visitaron Uruguay. Creada en 1989 por el gobierno de Margaret Thatcher, la SGSA logró regularizar a los barra bravas ingleses, los hooligans, y redujo sensiblemente la violencia en los estadios, que se había convertido casi en un deporte paralelo y que se llevó la vida de unos 600 espectadores en los 70 y 80. La empresa llegó a Uruguay invitada por la embajada británica y por la consultora ITC —que depende de Antel y de la Corporación Nacional para el Desarrollo— para asesorar al gobierno en protocolos de actuación y en la selección de propuestas de videovigilancia que está a cargo de un tribunal integrado por un representante del MI, otro de Turismo, uno de la Intendencia de Montevideo, uno de la AUF y un asesor externo contratado por la empresa ITC. Está previsto que consultores de ITC se capaciten en Londres y que especialistas de SGSA vuelvan a Uruguay en el correr de este año.
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Más:
Una mirada desde Europa, por Pierre Arrighi.
Una barra desde adentro, por Magdalena Aguiar Quintana.
Una cronología de la violencia en el deporte en la era Mujica, por Martín Rodríguez.