Venimos escuchando hablar de la violencia en los estadios desde hace mucho tiempo, pero el tema nunca había llegado a un discurso de asunción presidencial. Tal vez debido a la proximidad de incidentes graves ocurridos en la cancha de cerro, el 1º de marzo Tabaré Vázquez anunció que se legislaría sobre el problema. Al tiempo que tratamos de averiguar qué medidas concretas se tomarán, armamos una selección de lujo con dos opiniones encontradas sobre qué rumbo tomar —las del académico Pierre Arrighi y Ricardo Piñeyrúa, director de 13 a 0—, una cronología razonada de los hechos a cargo del periodista de la casa Martín Tincho Rodríguez y la glosa de un estudio sobre barra bravas de la socióloga Magdalena Aguiar. Al igual que el trabajo de esta última, el fotorreportaje de Virginia Martínez se basa en el Club Nacional de Football, pero con ello de ningún modo quisimos señalar que esa institución deportiva tenga responsabilidad exclusiva del fenómeno que abordamos.
Por Pierre Arrighi
Fotos: Virginia Martínez Díaz
El tema genera en muchos pasión y rabia, en otros miedo y resignación, y en mí principalmente vergüenza: la violencia del fútbol es la antítesis del juego.
Desde 1976 vivo en Francia. La imagen que me llevé de mi infancia y adolescencia montevideanas son las 70.000 personas que llegaban de cualquier parte y por cualquier camino al Centenario, como hormigas. Tardes soleadas de clásico. Tribunas populares donde convivían hinchas de los dos bandos. Los niños chicos iban y venían llevando chorizos y refrescos. El partido se comentaba en voz alta. Se insultaba poco. Y cuando estallaba la invectiva que proferían los especialistas de turno, solía ser un arte trabajado que regalaba humor y no hería a los vecinos.
No desconozco la temática de la violencia del fútbol. Las tribunas francesas también tienen sus disturbios desde hace décadas, aunque las cosas parecen haber mejorado mucho últimamente. Está el caso emblemático del Parc des Princes, cancha del Paris Saint-Germain (también conocido como PSG). El viejo estadio fundado en 1897 se había convertido en un antro de violencia y de racismo, y hoy ha vuelto a ser un estadio normal, con tribunas llenas de espectadores que van con el objetivo de mirar tranquilamente el partido.
Tuve durante un tiempo el orgullo de colaborar modestamente con la asociación argentina Salvemos al Fútbol. La lideraba entonces Mónica Nizzardo y, con su acuerdo, habíamos encarado un largo debate con Patrick Mignon, sociólogo semioficial del Estado francés, cuya posición complaciente hacia los violentos no es secreto para nadie. También en el marco de mis actividades para el diario deportivo L’Équipe, tuve oportunidad de intercambiar con el muy simpático sociólogo, ex ultra, Nicolas Hourcade, cuyos consejos fueron escuchados un tiempo corto por los dirigentes parisinos hasta la llegada de los empresarios cataríes que compraron el PSG, que puso radicalmente fin a la lógica de las tribunas ocupadas y a la vacuidad de ciertas interpretaciones universitarias.
Confieso que no me pasé ni largos años ni pocos días sumergido en la vida de ninguna barra. Tuve, eso sí, extensos (y fastidiosos) intercambios públicos con representantes de los ultras franceses, y en mis venidas a Uruguay no me privé de ir a las canchas, de meterme en el corazón de las hinchadas, de prestar atención a sus cantos y a sus gritos, constatando con cierta pena lo bajo que nos ha tirado ese nuevo fanatismo sin complejos que embrutece a las masas futboleras.
Hooligan: El que busca sistemáticamente la violencia.
Ultra: El que desarrolla los aspectos más festivos de la hinchada, que pueden incluir violencia.
Barra brava: Ultra insertado en la economía paralela
del club.
***
Lo que vi yo es lo que cualquiera puede ver, empezando por las calles especiales que uno tiene que seguir sin equivocarse. Supe de una alegre familia del interior, hincha de Nacional, que llegaba al Centenario por la avenida equivocada, y que un muy aplaudido grupo de energúmenos expulsó a escupidas y patadas.
De un clásico reciente que terminó en goleada recuerdo los cantos guerreros que las hinchadas se escupían por sobre las indigentes acciones de los jugadores. Yo estaba en plena Ámsterdam en medio de una manga de excitados que se pasaron el partido parados, saltando y cantando guarangadas. Al rato, me exilié en una punta de la tribuna, contra la América, y vi adelante mío a los primeros niños. No tenían cinco años y entonaban los más lamentables estribillos, mientras que su padre, orgulloso de forjarles una educación de hinchas, profería a todo volumen insultos contra los jugadores blancos.
Recuerdo también Atlético de Madrid contra Nacional. Detrás de mí, un tipo insultaba a Cristian Rodríguez cada vez que éste tocaba la pelota. Aguanté largo rato hasta que me di vuelta y le dije: “Usted no debería insultar así a un jugador de la Selección Uruguaya”. Pero mi primo me tiró del brazo: “Callate, che, que te van a romper la cara”. Lindo sol el de aquel día y mucho negocio nacionalero: camisetas, gorras, banderas, seguridad, golosinas y tantas cosas más. Todo tricolor. Miles de personas en la economía del fanatismo
.
En el entretiempo, desde el centro de la cancha, un señor de traje y corbata empezó a exaltar las virtudes superiores de la raza bolsilluda, “el verdadero decano”, repetía y repetía. En mis tiempos, la tintorería Biere lavaba ropa manchada. Ahora los clubes te lavan el cerebro. ¿Tan difícil es reconocer que Peñarol salió del CURCC como el Manchester, cuando dejó la “Lancashire y Yorkshire Railway”, salió del Newton Heath? Estuve a punto de gritarle al tipo: “¡No sabés que el decano del fútbol uruguayo es Montevideo Cricket, ignorante!”. Pero no dije nada, porque si no me rompían la cara…
Me acuerdo ahora de una cancha flamante. Día hermoso, fecha patria y 22 jugadores alineados ahí cerquita. Quise escuchar el himno y no se oía. Quise cantarlo pero nadie lo hacía. Los refranes monótonos de la tribuna popular ya tapaban todo y a ningún dirigente tricolor se le ocurrió que podía ser un acto ciudadano solicitar silencio.
¿Y a qué viene todo esto? A que fanatismo de masas, exacerbación de la anticultura futbolística y violencia son un mismo basamento, una misma unidad, un mismo movimiento.
La sociología a la deriva
Hasta hoy el estudio de la violencia en las canchas fue monopolio de la sociología. Los análisis nos vienen de Europa, como sucede siempre, y lo que se oye decir aquí y ahora en Uruguay es lo que ya se decía allá hace unos cuantos años.
Su raíz es el libro Deporte y civilización, la violencia controlada, del alemán Norbert Elias y su alumno, el inglés Eric Dunning, que apareció en 1986. La tesis fundamental, muy atractiva y poco demostrada, dice sustancialmente lo siguiente: el deporte es el sistema elegido por las sociedades modernas para civilizar a sus violentos; estos, individuos machos que provienen de las clases bajas, permanecen al margen de la civilización hasta que interviene el deporte y los procesa. La mecánica civilizadora puede resumirse así: los bárbaros llegan cargados de violencia y ésta se disipa a medida que se instala el agotamiento físico; se abre entonces la posibilidad de someter la actividad muscular residual al respeto de las reglas de juego. El deporte se presenta entonces fundamentalmente como la domesticación del animal humano y sigue los mismos pasos que una doma.
No podemos desarrollar aquí toda la refutación que merecerían estas tesis. Digamos simplemente que Elias las enuncia sin aportar pruebas concretas, en medio de un gran desorden conceptual, y que detrás de su teoría planean la ilusión de un proceso educacional dirigido desde arriba por una fuerza superior y la idea de una actividad —el deporte— que carece de sentido propio.
Aplicadas al fútbol, las ocurrencias de Elias chocan con multitudes de objeciones específicas. La primera es que el fútbol no es, en sentido estricto, un deporte. Deporte es una actividad esencialmente físico-muscular que el hombre empieza practicando naturalmente (correr, saltar, nadar) hasta que, extrayéndola de su contexto social, la despliega como práctica especializada a fin de realizar una performance. Son verdaderos deportes los 100 metros llanos, el levantamiento de pesas, el salto largo o los 4.000 metros crawl. Pero el fútbol es antes que nada un juego, es decir, espíritu, actividad mental, como decía Obdulio Varela, sin relación con gestos naturales o sociales. Y se vuelve cada vez más un juego a medida que se va alejando del rugby y se convierte en práctica ferviente de la humanidad infantil al inicio del siglo XX, a medida que la técnica vence definitivamente a la fuerza, que la táctica le impone una vertiente intelectual y que se lo reconoce como arte en París en 1924. La segunda objeción a Elias es que cuesta mucho imaginar a esos individuos que acuden voluntariamente al deporte para caer ingenuamente en la trampa de quienes se proponen amaestrarlos. Vaya y pase que se los considere salvajes. Pero menos perspicaces que un caballo no.
En realidad, las teorías de Elias no son otra cosa que la proyección de una leyenda según la cual el fútbol jugó un rol fundamental en la pacificación de los violentos colegios privados ingleses. Pero ya hace tiempo que los juegos modernos se convirtieron en otra cosa, que se han vuelto actividades con una lógica propia y un poder de atracción que deriva de su riqueza como cultura, como técnica y como arte.
Tampoco resulta fácil comprobar una baja sustancial del nivel de violencia en el mundo deportivo. Tal vez pueda afirmarse que en la cancha la rudeza de contacto entre los players ha sido reemplazada por otros métodos antideportivos más sutiles, como la protesta, la simulación y la denuncia. Fuera de eso, de ser cierta la propuesta de Elias, la práctica masiva de los deportes a nivel popular habría convertido la Tierra entera en paraíso de infinita dulzura y se habría vuelto imposible hallar en nuestros barrios futboleros un solo delincuente. Sin duda, jugar a la pelota es una actividad sana, pero también lo es tocar piano, mudar muebles, limpiar el piso y plantar papas, por lo que atribuirle al fútbol una cualidad tan ampliamente difundida como si fuese su esencia no aclara para nada nuestras cosas.
El éxito de la tesis de Elias radicó en que al clásico desprecio del intelectual por las actividades físicas esta vez se lo acompañó de un puntito positivo. El deporte seguía siendo una actividad inferior, pero aplacaba la violencia. Era puramente muscular, pero cumplía a fin de cuentas una honorable misión. Y aun cuando la violencia no bajara, los intelectuales sentirían menos vergüenza mirando los partidos.
La cosa empezó a complicarse con el tema del hooliganismo. La “crítica del deporte”, una escuela académica francesa que considera al fútbol una actividad fascista, se divertía de lo lindo oponiendo a la tesis civilizadora los estragos de los violentos. ¿Qué valor podía tener la válvula de escape del deporte si por cada 22 bárbaros que se civilizaban en las canchas desde la tribuna miles de vándalos desataban violencias nunca vistas?
Norbert Elias (1897-1990) escribió El proceso civilizatorio en 1935,
redescubierto por la sociología en la década de 1970.
Vino entonces la segunda ola teórica, bien francesa. Su principal exponente, el etnólogo Christian Bromberger, se había involucrado con los ultras en diferentes partes del mundo y por lo tanto sabía de qué hablaba. Según él, los años 80 marcaban una profunda transformación de las tribunas y de los espectadores. A diferencia del público de antes, que se limitaba a mirar pasivamente el partido, el nuevo público constituía hinchadas activas, que desarrollaban su propio espectáculo, jugaban su propio partido contra la hinchada adversa y encarnaban de este modo el auténtico corazón del club. Bromberger postuló una serie de conceptos novedosos.
Primero: lo que pasa en la tribuna es más interesante que lo que pasa en la cancha. Segundo: la presencia de una gran diversidad de grupos activos, portadores de expresiones identitarias y políticas creativas y variadas, convierte los estadios en parlamentos populares. Tercero (y fundamental): los ultras son la vanguardia, el sector militante e implicado del público, el pulmón del club, y los espectadores a la antigua, pasivos como televidentes, el furgón de cola. A fin de cuentas, lo que teorizaba Bromberger era el desplazamiento del partido desde la cancha hacia las gradas.
Como por arte de magia, Bromberger se las arregló para aplicar la mecánica de Elias a la actividad “deportiva” de los ultras, sugiriendo que los salvajes que acudían en masa para guerrear se sometían solitos al proceso de civilización. Mientras los jugadores se cansaban corriendo atrás del esférico, hinchadas compuestas de la peor especie social se agotaban cantando, saltando y promoviendo enfrentamientos, siguiendo ritos de tribuna equivalentes a las leyes del juego.
[wc_row][wc_column size=»one-third» position=»first»]
El plan Leproux
El slogan “Todos PSG: pacificar el Parc des Princes y restaurar la imagen de nuestro club” fue aplicado al pie de la letra a partir de la temporada 2010-2011. Algunas de sus disposiciones:
• Una sola agrupación de hinchas “Todos PSG”.
• Disolución de todos los grupos ultras existentes.
• En caso de partido como visitante, control total de las entradas y del transporte de los hinchas por el club.
• Fin de la venta de entradas por abono.
• Partes bajas de las tribunas nominativas y numeradas, limitadas a tres entradas aleatoriamente afectadas a cualquier tribuna.
• 4.000 entradas altas reservadas a niños invitados.
• Partes intermedias reservadas a familias (adulto más un menor de 16 años o una mujer como mínimo).
• Nivel intermedio gratis para las mujeres y los menores, reducidas a la mitad para los grupos familiares.
• Para las localidades altas y medias K o A, colocación aleatoria del espectador en cualquiera de las dos tribunas.
• Para las localidades bajas G, K o A, colocación aleatoria del espectador en cualquiera de las tres tribunas.
• Verificación de la identidad de los espectadores.
• Control absoluto de las entradas por el club.
Queda claro que el hilo conductor del plan fue poner fin a cualquier agrupamiento y cualquier copamiento de la tribuna. Se le devolvió su funcionamiento libre, es decir, un mismo principio de colocación de los individuos sobre la base de la idea de que todos los espectadores son iguales.
Después de un largo período de corrupción y de incentivo de la violencia, los nuevos dirigentes asumieron la íntegra responsabilidad del espectáculo. Un servicio de control y de colocación aseguró la estricta aplicación de las disposiciones. Se cortó definitivamente toda relación entre los dirigentes, la sede, los locales y los grupos ultras. Se impuso la total transparencia de la gestión de la venta de entradas mediante la implantación de un servicio externo especializado.
[/wc_column][wc_column size=»two-third» position=»last»]
La teoría sirvió para que se sacaran las conclusiones de siempre. Que el estadio es el reflejo de la sociedad, que siempre hubo violencia en las canchas de fútbol y que, cuanto más violencia hay en las canchas, menos habrá afuera.
Es un hecho que en algunos países estas ideas guardaron cierto éxito. Pero también es cierto que en Inglaterra y Francia, dos países que empezaron a plantear el tema de la función de la tribuna, suenan gastadas. Las medidas adoptadas en la Premier League, y más recientemente, la revolución impuesta en el Parc des Princes, demostraron que dejar la tribuna en manos de las bandas y hacer del espectáculo deportivo un espacio reservado a quienes ocupan sectores enteros de las localidades dejó de ser la única alternativa posible.
Cuando la nueva dirección del PSG implementó el plan Leproux (ver recuadro) —que implicaba disolver las asociaciones de hinchas virulentos, devolver las tribunas a las familias, implantar un sistema de venta de entradas aleatorio que imposibilita la ocupación de sectores enteros por grupos compactos e impenetrables—, cronistas, sociólogos y dirigentes ultras anunciaron en coro el fin del espectáculo y el sacrificio de un tesoro cultural, pronosticando años de tribunas desiertas. Pero pasada la cresta de la ola, el Parc batió récords de venta de entradas.
¿Acaso, como dicen los ultras, se reveló inferior el nuevo público? Tiene indudablemente una característica: mira el encuentro con cierta atención. Y eso, en una jerarquización deportiva, lo sitúa a un nivel de inteligencia muy superior al de aquéllos que consideran el partido como una contienda de groserías.
Los barras: motor de una economía regresiva
Me vienen a la mente ciertos comentarios de un especialista de indudable buena voluntad y pertinencia. “No es cierto que la violencia del fútbol vacía los estadios; al contrario, la gente va mucho más al fútbol ahora que antes”. También: “No es cierto que ya no van familias a las canchas”. Y finalmente: “Esto es el reflejo de la sociedad”. Porque si hay violencia afuera, droga afuera, vulgaridad afuera, ¿cómo no la va a haber “adentro”?
Sin duda cada una de estas afirmaciones merecería un minucioso análisis y, en tal caso, se trataría antes que nada de no jugar con las palabras y de darles a los términos una precisión adecuada. Van familias sí, pero muchas tribunas dejaron de ser familiares. Se llenan los estadios sí, pero también dejan de ir definitivamente decenas y decenas de miles de personas que aman realmente este deporte y que, en el mejor de los casos, se limitan ahora a asistir a partidos de una Selección Uruguaya que impone otro clima, por no decir otro nivel.
Reflejo de la sociedad sí, pero con el bemol de que lo que se refleja son sobre todo ciertas actividades sociales, cuyas características básicas son la ocupación de espacios y la perversión de lugares cuya vocación es otra. Esto dio lugar a la constitución en la tribuna de una sociedad particular y que se implantó siguiendo los métodos de cierta violencia diaria.
Que la violencia, las barras y las hinchadas instrumentalizadas no vaciaron los estadios es, en nuestro caso, un hecho demostrado. Y lamentablemente eso no simplifica el problema. Porque la exacerbación artificial de las rivalidades y, en particular, de la rivalidad clásica entre Peñarol y Nacional, trae tantas ventajas para muchos que dejan de importar las nefastas consecuencias colaterales que en materia de seguridad, de bienesar y de futuro acarrea la expansión del fanatismo.
La primera ventaja es que se llenan las canchas, y eso independientemente de la propuesta deportiva. Los promotores de fanatismo ganan prerrogativas en materia de venta de entradas, aseguran el flujo regular, y eso, en esta época de crisis y hemorragia de valores futbolísticos, no es para nada despreciable. Otra ventaja es el florecimiento de múltiples negocios adyacentes, desde la venta de camisetas, gorras, banderas, transporte y seguridad hasta viajes e intromisión a nivel de ciertos contratos. Agréguense muchos otros comercios paralelos que no tienen necesariamente vínculo directo ni con el deporte ni con el club, pero que multiplican el poder económico de la tribuna.
La consecuencia para el fútbol es dramática. No olvidemos que los equipos de nuestros clubes se componen de jugadores que aún no se fueron y de jugadores que no tuvieron más remedio que volver. En este marco, el centro económico se desplaza. Deja de ser el equipo, el partido, los futbolistas, las acciones de juego, el rendimiento, como en un fútbol sano, para situarse en el núcleo duro de la tribuna, que ejerciendo su permanente labor de instrumentalización, exacerbación y exaltación asegura el lleno de las localidades. Y como la estrategia funciona, se convierte en sistema, un sistema más o menos desarrollado según los clubes, según la plata que se mueve, según el momento y según también la política que despliegan los medios de comunicación.
[/wc_column][/wc_row]
De mi última estadía en Uruguay recuerdo que, esperando una entrevista radial, tuve que escuchar mensajes de hinchas que, sin retener vileza, criticaban las instalaciones enemigas. Me consta que el cronista se sintió bastante avergonzado, por lo que se me ocurre que cabría preguntarse por qué, a sacrificio de la ética personal, se nos ha vuelto tan difícil decir “no”.
La respuesta, a mi entender, está en el miedo a que se derrumbe el negocio. Si decae la exacerbación de las rivalidades, si se deja de proteger el pulmón comercial que significan hoy las economías ocultas y las delincuencias anidadas en la hinchada, si los barras y los hinchas cómplices se ven obligados a chantajear al club, si se enojan y lo demuestran con violencia, ¿quién va a garantizar que las canchas no se van a vaciar? No son tantos los partidos de nuestro campeonato nacional que hoy pueden competir con lo que puede verse en internet o en la televisión varias veces por semana. ¿Quién va a pagar entonces para ver partidos malos?
Si los ingleses extirparon el cáncer de los violentos y de las hinchadas ruidosas que los cubrían fue porque tenían al otro público esperando. Y si la dirección del PSG liquidó en pocas semanas los líos que duraban desde hacía 20 años, no fue solamente porque tenía al otro público esperando sino también por una estrategia clara para elevar el nivel de juego del equipo y brindarle a la tribuna un espectáculo de suficiente nivel.
Plantear el problema correctamente
Cuando se habla de la violencia en el fútbol, se consideran únicamente los picos de violencia que se caracterizan por niveles de enfrentamiento en la calle o en las tribunas, entre hinchas o entre hinchas y policías, y que dan lugar a destrozos, heridos o muertos. Pero esto es sólo uno de los niveles de la violencia, su manifestación más alta y más aguda, el pico de la fiebre, pero no el más fundamental ni el más permanente, no la violencia-causa, sino la violencia-consecuencia.
Esas fiebres son esporádicas y, contrariamente a lo que opinan los sociólogos, no son fundamentalmente expresiones de un conflicto con la Policía o contra la hinchada del equipo adverso. Son sobre todo manifestaciones de la lucha contra el propio club y, en ciertos casos —como fue patente durante años en Argentina—, de ajustes de cuentas entre barras de una misma entidad, por poderes mercantiles, control de tráficos y territorios.
También hay que entender la dinámica que justifica esos picos de fiebre. La política ciega de ciertas direcciones de clubes ha consistido en dar a los potencialmente violentos todo lo que pedían —la tribuna y parte de las prebendas del estadio—, según el siguiente cálculo: si los barras controlan la tribuna, si acceden a los negocios de la venta de entradas, si sus jefes están ligados al negocio del club, si pueden controlar sus redes el estacionamiento, la venta de productos, el transporte y la seguridad, si pueden además utilizar la tribuna como base de operaciones de otras actividades, en una palabra, si se les da satisfacción, entonces la violencia cesa. Un estadio controlado por los barras es menos mortal que un estadio en el cual los barras, por necesidad de abrirse un territorio, chantajean. Amenazados, cuestionados o amonestados por la dirección de un club, barras desestabilizados reaccionan promoviendo violencias visibles.
Nuestro enfoque es que la ocupación de la tribuna por los barras cobijados por un colchón de hinchas instrumentalizados constituye la violencia fundamental, la causa de las causas, la causa de las permanentes pequeñas violencias que se observan en cada partido y también la causa de los picos de violencia aguda. (Sería muy útil, dicho sea de paso, relevar los datos de todas las violencias “chicas” que nadie evoca: el auto roto, el chiquilín apaleado porque tuvo la desgracia de encontrar en el piso un celular).
La violencia fundamental que se ha instalado en la tribuna difiere poco de la de un grupo que decide instalarse en el anfiteatro de la facultad o en el hall de un banco o apoderarse de un parque o de una casa circunstancialmente deshabitada. La diferencia es que en estos casos se evidenciaría inmediatamente un principio: el de que hay que liberar esos lugares, devolverles su verdadera vocación y restablecer su acceso normal. Lo extraordinario es que en el caso del fútbol se procede de manera exactamente inversa, agravando la ocupación indebida de los lugares, desvirtuando cada vez más su verdadera función, organizando el acceso y la ocupación de los intrusos, todo menos normalizar las cosas.
Es un hecho que no existe en la sociedad (en Uruguay como en Francia) el necesario contrapeso espontáneo a los tenaces movimientos expansivos de copamiento que la delincuencia, la marginalidad y las economías paralelas emplean para implantarse allí donde es posible. Y es considerando este fenómeno que decimos que los estadios no son hoy el “reflejo de la sociedad”, sino más bien el objeto de ciertas presiones ejercidas por cierta sociedad, ante las cuales la gente común, que asiste al partido sobreentendiendo el uso de las cosas según su función legítima, carece de poder. Los grupos de parasitaje y ocupación, en cambio, viven de su expansionismo, y se imponen, más que por la fuerza, por el hecho de que están organizados y tienen objetivos claros y motivantes de apropiación y de extensión de sus actividades. Se produce entonces un doble movimiento: por un lado, el expansionismo ocupacional, y por otro, el retiro progresivo de la gente que acostumbra ajustarse al uso normal de los lugares.
Dos maneras de tratar el problema conducen a un impasse. La primera consiste en considerar que el estadio es un servicio de asistencia social de la delincuencia. La segunda es encarar las cosas en términos de represión cada vez que se plantean los picos de violencia. Si bien es cierto que estas alternativas no deben dejar de manejarse, el fútbol no tiene vocación ni a cargar con la miseria del país ni a volverse escenario de batallas programadas.
Existe una tercera alternativa, que es la que en cierto modo nos están mostrando tanto la Premier League como los dirigentes del PSG. Da la casualidad de que en ambos casos fueron las cúpulas empresariales de los clubes ricos las que decidieron imponer la nueva lógica. ¿Qué se dijeron? Que el club les pertenece, como puede pertenecerle a alguien un restaurante, un estudio de arquitectura, una escuela o un apartamento. Y que, por lo tanto, en la cancha jugaban los jugadores y en la tribuna se instalaban los espectadores para mirar el partido. Se dispuso entonces de medios necesarios para restablecer el libre funcionamiento de los lugares y el ejercicio de las prerrogativas como en cualquier empresa.
Hubo preparación. Se anunció, se explicó, se habló. Se impusieron las decisiones sin represión y con negociación, siguiendo un plan en el cual los violentos no tuvieron más remedio que capitular. Cuando se pasó a la acción, se eliminó de un día para el otro la ocupación de tribunas enteras por los ultras. Se mezcló a todo tipo de gente en todas partes siguiendo la lógica de asientos numerados. Se puso fin a todos los inventos tendientes a perpetuar el antagonismo físico entre las hinchadas. Y se agregó a todo esto una seguridad interna capaz de observar la evolución de la situación y disuadir cualquier deriva. La tribuna del fútbol volvió a parecerse a las butacas de un cine, de un circo, de un concierto, de un partido de rugby, de un encuentro de Mundial.
Más:
Una barra desde adentro, por Magdalena Aguiar Quintana.
Una cronología de la violencia en el deporte en la era Mujica, por Martín Rodríguez.
Propuestas desde acá, por Ricardo Piñeyrúa.