Callejeros [Lento #48, Marzo 2017]

¿Quién dijo que un perfil tiene que tener por protagonista a un ser humano? Acá, desde Colonia del Sacramento, una historia con perros con todo tipo de emociones. De fondo, el conflicto entre el destino turístico y el apego a los bichos.

Texto: Gustavo Fripp / Ilustración: Ignacio Rosa

Hace 40 y pico de años lo que hoy se conoce como Casco Histórico de Colonia del Sacramento era sencillamente el Barrio Sur. No era aún Patrimonio Histórico de la Humanidad y muchas de las propiedades millonarias en las que hoy crecen los negocios vinculados al turismo estaban a merced de las pulgas o eran refugios de linyeras y bohemios. Ni las derruidas casonas de estilo español y portugués ni las arterias principales de Colonia parecían llamar la atención de los especuladores. Tal vez por eso, en pleno Centro de la ciudad, en el mismo local en el que hoy funcionan un cambio y una inmobiliaria, no muchos años atrás había una gran librería. Tampoco andaban en la vuelta tantos perros callejeros llamando la atención de las cámaras de fotos de los turistas. Ni turistas. Aunque ya existían particulares personajes de cuatro patas.

“Mucho antes de que se construyera la terminal de ómnibus Pepe andaba por donde estaba la ONDA; era un perro tipo policía, así, cruzao”, cuenta haciendo fuerza con la memoria Mario Verde. El bicho andaba por todo el pueblo. En aquella época, cuando había partido por el Campeonato del Sur, el Pepe iba a la cancha que está en la Plaza de Deportes a acompañar a la selección de Colonia. Y cuando la selección recibía a San José, Florida o Soriano en la cancha de Juventud (el rival de todas las horas del ahora famoso Club Plaza Colonia cuando este competía en la liga local), el Pepe también iba. “Y después había carnaval en el barrio Cementerio y el perro iba. Él andaba. Pa mí que comía en el boliche El Colonial, porque en aquella época no había restoranes, no existía el Casco Histórico”, dice Mario.

En las elecciones de 1971 a Pepe le pusieron una capita partidaria, quién sabe con qué tintes políticos, en un departamento históricamente gobernado por los blancos. “Él se prestaba. También le ponían banderas cuando ganaba Colonia, o Peñarol o Nacional. Lo vestían con la camiseta de Plaza cuando salía campeón. Paraba en Plaza: ahí le daban de comer y eso”, rememora Perico Carbajal, un artista plástico de la ciudad.

Cuenta el Perico que Pepe “era un típico perro callejero, tenía las orejas caídas, negro con marrón, grande, tipo policía, pero no encaraba, se quedaba ahí, en el intento, no llegaba a perro policía”.
La popularidad de Pepe quedó impresa en la revista Estampas Coloniales de mayo de 1979, donde tras su muerte una dolida página de despedida (con foto y todo) lo recuerda como:

… el personaje que quizá fue el numen del poeta Alberto Cortez cuando compuso la canción «Callejero» […] Su pardo-dorado era silueta conocida en desfiles, entierros y toda agrupación de gente […] hasta que una ley sanitaria aprisionó en sus rejas el cansino trote de este can ciudadano.

Eso había ocurrido en 1978, cuando Pepe tenía 12 años: “Muchos años en la vida de un perro, y su ausente agilidad no pudo escapar al lazo aleve que le marcó un destino de muerte”. En esa oportunidad, la ciudadanía “se sublevó”: “Se unieron voluntades, se sumó las cifras que pagaron la multa de vivir en libertad”. Un vecino de Colonia, Fanetti, lo llevó a su casa cuando fue liberado, pero “su coqueta casilla y su lustroso pelo no alcanzaron a borrar de sus ojos la vida aventurera del ayer”.

Era el callejero de las cosas bellas,
y se fue con ellas cuando se marchó.
Con los versos de Alberto Cortez, la crónica redondeaba el homenaje al Pepe.

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Allá por los 80 y pico la bohemia coloniense se juntaba en La Casona del Sur a debatir, crear, compartir sus sueños y sus delirios, tomar una y cantar guitarreando esos clásicos de Silvio Rodríguez que entonces eran éxitos nuevecitos.

Cuenta Perico Carbajal que allí estaba la Clotilde. “Eran unos pastores ingleses medio truchos y se quedaban en la plaza; la Clotilde era negra con blanco y marrón y los hijos eran todos grises, y eran los primeros perros que andaban en la calle, pero no eran callejeros, porque se quedaban en La Casona”.

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En una ciudad en la que abundan los perros callejeros, sobre todo alrededor de los restoranes y parrilladas, llamaba la atención que Mario Verde no tuviera unos cuantos de ellos haciendo puerta en su boliche, que queda ahí, frente al hospital, a un par de cuadras del puerto, y que está casualmente pintado de verde. En sus paredes luce con orgullo una especie de diploma que certifica haber participado en aquel Asado más Grande del Mundo que batió un récord Guinness en 2008. Hasta que apareció Ferrumbre.

—Era del sur me parece; una porteña que vivía acá a la vuelta lo trajo pero no lo hacía entrar: le daba de comer ahí en la puerta, siempre tenía el tarro de la comida y del agua ahí. Y la porteña esa se fue y Ferrumbre quedó en la calle. Se vino pa acá y va pa allá y anda en la vuelta —cuenta Mario.

El bicho, sin embargo, tiene sus mañas: no come rusa, ni fritas ni pan. “Es grandecito, perro blanco con cruza como con perdiguero así, con manchitas todo así. Yo le puse Ferrumbre porque parece que está aferrumbráo”, dice Mario antes de encoger los hombros para confesar que hace como diez días que no viene:
—No sé si me abandonó o qué pasó.

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Viniendo de lo del Mario para el lado del Casco Histórico, casi en una esquina, queda lo de Scott, tal vez el comercio más viejo que continúa abierto en la ciudad. El almacén está lleno de cuadros y fotos alusivas a su dueño, Daniel, quien cruzó el Río de la Plata a nado en dos oportunidades, en 1983 y 2008. Un día de comienzos de siglo apareció en el local la Chicholina: “Una perrita joven, de buenos modos y muy, muy cachonda. Llegó, se le pegó a mi padre y nunca más se fue. Tiene pasión por los tobillos de los seres humanos: se masturba con ellos. Cuenta la leyenda que fue lo primero que hizo cuando llegó al almacén. Después se dedicó a ladrarles a cobradores e inspectores de la DGI y a masturbarse”, dice Bryan, el hijo de Daniel, que vendría a pertenecer a la cuarta generación de almaceneros.

De joven la Chicho paraba en una escalinata de la costanera coloniense donde se metía entre la banda de gurises que se juntaban a fumar porro. “Le gustaba la barra, le empezó a gustar el olor dulzón y se metía en la nube de los pibes que fumaban”, cuenta Bryan, que cree que “el humo le pegaba, sí, y le sirvió para su libertinaje en esas tardes de Barrio Sur, maruja y manfinfla en los tobillos de todos los pibes”.

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Ya en la parte histórica, casi en una de las esquinas de la archifamosa Calle de los Suspiros, en la casa de Natalia y María, aparece desde hace tiempo casi todas las noches (a dormir) el Rubio. Está viejo, bastante gagá y no le da pelota a nadie. Todos los días hace su rutina: va de visita por varios restoranes y casas, entra, da una vuelta, se queda un rato tirado o mirando a la nada y luego se va para otro lado, como si estuviera buscando eternamente algo que tal vez no sepa bien qué es. Viene y se va sin llamar la atención, que sólo consigue a eso de las tres de la mañana, cuando empieza a rasguñar la puerta de la casa que él eligió para dormir. Hasta que alguien le abre.

A veces se le da por quedarse a dormir en algún que otro boliche: el tipo se mete, se echa en el piso; si le dicen “fuera, Rubio” no da pelota, porque está sordo. Entonces no queda más remedio que alojarlo hasta el otro día, cuando decide que ya es hora de rasguñar la puerta para que lo dejen salir.

Algunos dicen que da todas esas vueltas buscando a un viejo amigo suyo que hoy está en Brasil: el Ñato. Con él iba tanto a pescar, vinito mediante, en el puerto de yates, como a remontar cometas en la Punta de San Pedro en esos días de primavera en los que el viento soplaba lindo.

El Rubio ya tiene 16 años y varias de esas vueltas encima. “Cuando murió Macherano, el Rubio lo buscaba por todos lados, iba a casa también, entraba, daba la vuelta y se iba entregao”, cuenta Claudio, propietario de un restorán de comida tex-mex. El Rubio y Macherano andaban juntos por todos lados. Iban al teatro Bastión del Carmen cuando había función, se subían al escenario y se quedaban quietitos ahí como si fueran parte de la escenografía. “Macherano se enamoró del Rubio porque estaba operado y se lo quería garchar, pero el Rubio no se dejaba”, recuerda Claudio.

Macherano murió atropellado por un ómnibus en la avenida principal un 24 de diciembre. Según Claudio, había salido a ladrarle a un auto, aunque Bryan cree recordar que el accidente se debió a que salió a la calle como un loco con el estruendo de los fuegos de artificio. “Los porteños pensaban que se llamaba Mascherano, como el jugador de la selección argentina, y hacían comentarios al respecto, pero le pusieron así, Macherano, porque era el novio del Rubio”.

Claudio es un loco de los perros. En el fondo de su boliche duermen tres que llegaron de la calle: la Pantufla, el Sino y Jaz, una perra medio acróbata que da vueltas rápidas por el piso sobre sí misma y luego en el aire, cuando no hace malabares con un hueso tirándolo para arriba y después saltando para agarrarlo.

La Pantu, como le dicen todos, apareció hace ocho años, “alzada y como con 80 perros arriba de ella”, recuerda Claudio:
—Ya estaba veterana la bicha. Alguien la observó al venir y dijo “mirá, pobre, parece una pantufla”. Le di de comer y no se fue más. Estaba preñada con seis perritos muertos adentro. La tuvimos que operar. Hoy, con sus marcas de perra callejera pero bien cuidada, sigue armando bardo con cuanto bicho pase cerca del callejón de su territorio, obligando a los turistas a subir a upa a sus perros salchichas.

El Sino apareció un 24 de diciembre “con tanta hambre que estaba chupando una bolsa en la esquina de la heladería”. Claudio salió a buscar al Rubio para llevarlo a casa por los cuetes y se lo encontró: estaba hecho pedazos, tenía gusanos en el ojo y en las orejas, un cacho de oreja colgando, sarna y desnutrición. De tanto llamarlo “sin ojo” le terminó quedando Sino.

Al otro día lo trataron con curabicheras y agua oxigenada. “Lo tuve que tener 15 días encerrado por las moscas, lo sacaba sólo para cagar y lo encerraba de vuelta”.

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La mala noticia llegó hasta la capital. El 28 de mayo de 2006 el diario La República informaba: “Matanza de perros provoca indignación entre los habitantes de Colonia”.

Doce perros habían muerto envenenados en la Plaza Mayor. La crónica informaba que 200 colonienses estamparon sus firmas en una denuncia para “que se investigue a fondo y se castigue como corresponde a quien haya hecho semejante atrocidad”, y anunciaba que un grupo de estudiantes pensaba llevar a cabo una marcha de protesta por las calles de la ciudad. A tal punto parecía llegar el malestar ciudadano que un bonaerense que solía visitar con frecuencia la ciudad también hacía oír su voz en una carta al entonces intendente, Walter Zimmer. “Si bien la eliminación de todos los canes produjo la indignación popular, el caso del Oreja impactó aun más, por tratarse de todo un símbolo de los perros callejeros”, decía La República.

—El Oreja marcó a nuestra generación, era un personaje. El tipo era compañero de los turistas, aparecía con ellos en la parrilla, los esperaba a que comieran y se volvía caminando con ellos, y luego los acompañaba hasta el puerto cuando se iban” —cuenta el Ñoqui Martínez, dueño de una emblemática parrillada local.

Bryan recuerda al Oreja como un vagabundo más. “Le faltaba tocar la armónica; era una especie de ovejero alemán en blanco y negro, rondaba por el Barrio Sur de restorán en restorán, de turista en turista. Seguro alguna cañita al aire habrá tenido con alguna perra del extranjero”.

Tal vez por eso, el Oreja tuvo más intentos de envenenamiento que Fidel Castro, según Bryan. Claudio, junto a otros, salvó la vida de varios perros:
—Una vez vino uno por casa y me dijo “mirá que el Oreja pasó para abajo vomitando”. Salí a buscarlo a la Plaza Mayor y sólo encontré a la Negrita tambaleándose. Ellos siempre andaban juntos para todos lados. A veces dormían en la puerta de casa.

Esa noche varios vecinos se dieron cita en El Caimán, un viejo boliche de copas en el Centro, y se organizaron para salir a buscar a los perros envenenados, a los que fueron llevando a una veterinaria. Al Oreja recién lo encontró al otro día el actor Fernando Cardani, a la vuelta del Bastión del Carmen, en la playita, muerto. “La Negrita murió de tristeza poco después, quedó triste tras la muerte del Oreja”, cuenta Claudio. Lo enterraron allí mismo y durante un tiempo hubo en el lugar una placa con una foto suya, puesta por gente de asociaciones de defensa de los animales y vecinos en general que lo querían.

Todo indica que les dieron veneno para babosas y caracoles. “Fue horrible, los perros tenían tremenda sed y tomaban agua y agua y agua y después vomitaban”. De todos modos, lograron salvar a siete u ocho.

Muchos coinciden en señalar al mismo veterinario como autor de la matanza. No hubo consecuencias mayores, pero según Claudio, la gente dejaba cartas de protesta en el local, y finalmente se fundió porque se quedó sin clientes.

***

Otra de las víctimas de esa matanza fue la Negrita; otra Negrita, una que empezó a ir a la parrillada del Ñoqui a buscar comida hasta que se quedó a vivir en su casa, al fondo. Allí, en el ropero, parió 11 perritos que se sumaron a los siete cachorros de Flor, la perra de la casa. “Era una perra muy bohemia, no les dio casi pelota. Los adoptó Flor, que les daba de amamantar a todos. Vivió un tiempo en casa, iba, venía y hacía su rutina como si nunca hubiera parido, muy pocas veces les dio de mamar, era una desprolija”, cuenta el Ñoqui. La Negrita siguió la suerte del Oreja y apareció muerta en una plaza, entre los juegos de los niños.

***

—Cuando murió el Oreja, pasó a ser como el líder del sur, nadie se metía con él, aunque no era agresivo para nada, era re juguetón —cuenta Bruno mientras come unos tallarines a la carusso en una pausa que toma en el restorán donde trabaja como mozo. Habla del Indio, un perro negro y grandote, con una cola como látigo que siempre movía contento, generando destrozos de copas en los restoranes en los que aparecía de visita así, de pronto.

Hace 15 años Bruno acompañó a su padre a visitar a una persona que tenía a un cachorro atado con una cadena al rayo del sol en pleno verano. “¿No le regalás el perro al gurí?”, le preguntó su viejo al tipo. “Sí, llevate ese perro de mierda”, fue la respuesta.
A los pocos días Bruno estaba pintando la casa con un amigo mientras escuchaba a Los Redondos. Cuando empezaron a corear a los gritos el estribillo de “Ji Ji Ji” (no lo soñéeee…), el perro se puso a aullar como loco: no podía tener otro nombre.

El Indio marcaba presencia e infundía respeto. Salía a pasear solo y se metía de visita en restoranes y casas sin pedir permiso. Casi siempre con una gran piedra en la boca que, por lo general, dejaba como un presente en los lugares que frecuentaba. Su pasión por las piedras lo hacía entrar en conflicto con los artesanos, a quienes siempre les sacaba las que ponían en los bordes de sus paños. Tenía los colmillos gastados de tanto llevarlas y traerlas, y le gustaba el desafío de intentar partirlas a mordiscones.

La gente del pueblo que lo conocía lo invitaba: “Vamos a cantar, Indio, vamos a cantar”. Y él se paraba, apoyaba sus enormes patas delanteras en el pecho de quien lo invitara y aullaba con potencia. Una vez un mozo lo hizo aullar con “Back to Back”, de Amy Winehouse, para deleite de unos turistas que allí comían.

—Una vez que yo estaba re mal me fui a llorar a las rocas, a sacar toda la mierda afuera, y en eso apareció el Indio y me pegó un lengüetazo que me sacó del mambo; fue como que me dio a entender que él acompañaba mi pena
—recuerda Bruno sobre su viejo amigo.

La última vez que el Indio hizo su ronda de visitas nadie sabía que sería la última. Pasó a saludar por todos los lugares que frecuentaba. Libre e independiente como era, se fue a morir bien lejos, quién sabe dónde.

***

Todos los días aparece un nuevo perro callejero en el sur coloniense haciendo puerta en los restoranes. El Ñoqui cuenta que ahora en su parrillada, entre las 11 y las 12 de la noche, viene todos los días un perro negro a cenar. “No come frituras, no come milanesas… el otro día le dieron sobras de chivito y no comió. Sólo come sobras de asado, vacío y entrecot”.

Otros no son callejeros pero se hicieron, como Walter, el perro amigo de Tomás, un músico que toca el clarinete a la gorra en algunos restoranes y que prefiere que no lo siga:
—Rompe las bolas, se sienta y mira a la gente con cara de perro mojado hasta que le dan un hueso o algo. Y no puedo concentrarme porque siempre hay alguien diciéndole “fuera, fuera”. Aunque a veces, en relación, él gana más en huesos que lo que gana uno tocando y pasando la gorra.

Al Noque le pusieron así porque “no quedó otra que adoptarlo” cuando empezó a seguir a la gente. Odia a los gatos y a los niños y todos los otros perros lo odian a él. “Es una persona metida en un cuerpo de perro pero que no quiere asumir que es un perro”, cuentan.

Timón, el perro estatua que para en el Puerto de Yates (el Yátin) y que se hizo famoso cuando salió en Tiranos Temblad, sigue llamando la atención de los curiosos que lo conocieron gracias a YouTube. El Sino sigue luchando a tarascón limpio contra las moscas que insisten en posarse sobre sus viejas heridas de perro callejero, y unos cuantos más se siguen echando en el medio de la avenida General Flores, obligando a los ómnibus a maniobrar para esquivarlos, porque ellos no se piensan mover de allí. También tienen que esquivarlos los turistas, que no dejan de asombrarse al comprobar que sus autos de matrícula extranjera no tienen ninguna prioridad sobre esos perros sin patente, que no son de nadie, pero son de todos.


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