Esta torta, nacida en tiempos de restricción, tiene mil y una variantes, desde la torpemente aderezada que se expende en algunos bares hasta la estilizada recreación de los cocineros estrella. Pero ninguna más auténtica que la que se prueba por primera vez en casa y que los chefs reinventan, desmontan y siguen buscando, como un viaje al origen.
Texto: Macarena Langleib
Le explicaba el argentino Francis Mallmann al estadounidense Anthony Bourdain que la pascualina proviene de Italia. Como el remanso de una cacería, el diálogo ocurría entre bocados gourmet, al rescoldo de fuegos varios, entre colegas alegremente empachados. Sucedió en el capítulo de No Reservations que Bourdain dedicó hace un par de años a la gastronomía uruguaya. Era previsible que el programa rebosara de carnes y achuras, ante el asombro y la gula del chef visitante. La tierra purpúrea volvió a sangrar su carta proteica, pero la tan casera pascualina defendió su modesto aporte verde en ese renacido pueblo del fin del mundo llamado Garzón.
Típica de Liguria, esta tarta quedó documentada en el siglo XVI, cuando el escritor Ortensio Lando la citó en Catalogo delli inventori delle cose che si mangiano et si bevano. Llevaba entonces el nombre de gattafura (Lando decía que le gustaba esa preparación “más que al oso la miel”), pero no habría existido si antes los árabes no hubieran introducido la espinaca en Europa a mediados del siglo XII. Apunta Lilian Goligorsky en Historias curiosas de la gastronomнa: “En las comunidades religiosas cristianas ha sido siempre un vegetal muy popular, especialmente durante la cuaresma, período durante el que corresponde comer frugalmente, para lo que sus hojas vienen muy bien. Los italianos las convirtieron en el ingrediente clave de la torta pascualina, que se come por Pascua, un pastel de masa que la contiene en el interior y en el que todo tiene un significado simbólico: las trece capas que forman la masa representan las estaciones del martirio de Jesús, los huevos, la fe y la forma en la que se infla la masa al hornearlo simboliza la elevación del Señor”. Otras versiones hablan de 33 capas, trazando una relación lineal con la edad de Cristo.
Sin embargo, a fuerza de costumbre, la pascualina se transformó en un plato sin límites de calendario ni obligación de culto y hasta el bar menos piadoso la mantiene en su vitrina helada, flanqueada de matambres rellenos y flanes entristecidos. Confiterías tradicionales, como Carrera (Magallanes 1434), todavía ofrecen, además de la clásica redonda, una versión rectangular cortada para copetín. Eso sí, el dilema del relleno no está saldado. En cada hogar hay una o más recetas de pascualina, y así como están los fundamentalistas de la espinaca, están los de la acelga; no son pocos los que las mezclan y hay toda una línea de ingredientes sustitutos o agregados que reformulan la tradición.
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Cuando hablamos de la aparentemente simple pascualina, ¿qué deberíamos considerar auténtico? Mis tiempos, manual del hogar de 1926, aleccionaba: “Las acelgas quedan más finas si se les saca los centros a las hojas. Las acelgas no se cuecen. Se cortan finamente y se pasan por agua hirviendo antes de prepararlas. Las espinacas se lavan mucho y se pasan por agua hirviendo. Se les saca los tallos sólo a las hojas grandes”. Allí Miss Ellen aconsejaba, además, agregarles aceite a las masas para hacerlas más tiernas. En épocas de vegetales lavados y congelados, de microondas y masas precocidas, la elaboración suele ser menos esmerada y el sabor, deslucido.
El mediático cocinero italiano Donato Di Santis se inclina por una receta con acelga, parmesano, cuajada de queso fresco escurrida y mejorana picada, aunque también brinda la menos económica opción de los alcauciles (sujeta a la estacionalidad del producto). El uruguayo Hugo Soca, en su libro Nuestras recetas de siempre, sugiere una alternativa nada despreciable: hojas de remolacha. “Queda espectacular. Al criarme en el campo se cosechaba mucha, y la gente siempre consumía la cabeza, la hoja se la daba a los animales, y un día mi madre probó usarla. Pasás por la feria y ves las hojas de remolacha tiradas. Es un error. Yo hago malfatti, sorrentinos, hasta sopa”.
Volviendo a la receta tradicional, para el chef de Sucré Salé (Bulevar Artigas 1271) en la decisión del relleno de la pascualina suele pesar el rendimiento de la verdura. “Para mi gusto, la de acelga sola es un poco fuerte. El tema es que la espinaca da más trabajo: con dos atados de acelga hacés una pascualina, pero de espinaca precisás seis, ocho, por lo menos. Después hay gente que le pone el huevo cocido picadito, otra que le pone el huevo entero, otra que lo pone crudo y lo mezcla. Cuando veo unas espinacas que están preciosas hago una pascualina con la masa bien finita, o si no, cuando tengo un cumpleaños y quiero hacerlo como antes, con la pizza, la torta de fiambre… Depende de la nostalgia, pero es ideal para tenerla pronta. También está la espinaca rastrera, la de hojitas chiquitas. Ésa la uso en tartas, le rallo zanahoria, mezclo huevo y hojas crudas, y la mando al horno con una masa integral, más liviana”. En su restaurante, integrado a la Alianza Francesa, la pascualina adquiere ribetes más modernos. “No la tengo todos los días; sale a veces como plato o como entrada, algún viernes a la noche, con una masa brisй que se rompe fácil, las espinacas van salteaditas y el huevo, pochй”. Soca estimula a que cada cual le dé un toque personal, desde espolvorearle azúcar por arriba hasta agregarle almendras. Defiende la postura de que “no hay que seguir siempre la regla”, aunque el límite de la experimentación fue la pascualina de hojas de zanahoria, que definitivamente no recomienda.
Probablemente la pascualina menos ortodoxa que pueda probarse en Montevideo es la que propone alrededor de una vez por mes el chef de WaSa Ethnik Food (Zabala 1341). “Cuando abrimos, al principio mucha gente entraba al restaurante y preguntaba si teníamos empanadas o tortas tipo pascualina; acá la pascualina es como Dios”, opina el parisino Walter Deshayes. A él, que se inscribe en las tendencias mediterráneas y orientales, que apunta a la liviandad de las comidas y, raro en un francés, rechaza las cremas espesas, el popular plato le cae pesado, salado, y las espinacas muy cocidas le resultan demasiado amargas. “Para mí la espinaca va cruda o con un poquito de manteca en la sartén, sólo dos minutos. Si no, no hay textura. Unos amigos me contaron que una pascualina casera, de la mamma, puede ser muy rica, pero no la que compramos en el súper”, dice el cocinero, que cerró su casa de comidas en Burdeos y desde 2010 conduce en Ciudad Vieja un diminuto y acogedor mostrador para 12 cubiertos. Por eso decidió estudiar los ingredientes de la pascualina y darle su estilo. La deconstrucción del plato comienza el día antes con la confección de una masa sablée con parmesano, cortada en rectángulos, y continúa así: “Lavamos las espinacas, las cortamos y pasamos por un poco de manteca y ajo; lo mismo para las acelgas. Guardamos los tallos, que cortamos en juliana gruesa, y los cocinamos aparte, en caldo con un poco de cúrcuma, para darles un color más atractivo. Luego mezclamos acelgas y espinacas. Hacemos los huevos mollet seis minutos y medio en agua hirviendo. Al sacar la cáscara hay que tener cuidado porque la clara está solidificada pero la yema no. Después agregamos cubitos de tomate y un poco de hierbas para la decoración del plato, donde ponemos una quenelle de cebolla confitada o ruedas de cebolla morada. Todo está aparte para que cada uno haga su combinación. A la gente le da curiosidad esta versión de la pascualina. Es como un juego: tomar algo muy clásico y experimentar con los ingredientes. Una vez tomamos el pionono e hicimos el piosisí, un bizcocho relleno con tapenade y albahaca. Pero también hacemos cosas más clásicas”, advierte.
A pocas cuadras de allí, la reinterpretación de la pascualina que Florencia Curcio sirve en Doméstico (Reconquista 587) tiene un exquisito gusto algo anisado, producto de una mezcla de especias que incluye semillas de hinojo, coriandro, nuez moscada y pimienta de Jamaica. Aunque suena exótico, su redonda e individual tarta verde, con el huevo en el centro, lleva el sello familiar, de ascendencia calabresa. “La hago sólo con espinaca. Lavo las hojas crudas, les saco el cabito y las pongo en una sartén con aceite de oliva; después las pico, hago una base de morrón rojo, cebolla, un poco de panceta, bien chiquita, y ajo”, detalla. A veces la sirve acompañada de ensalada con vinagreta de mango o con miel y aceto balsámico, y cuando va a la mesa le agrega aceite de oliva y sal marina de molinillo, que se nota al morder. “La tarta es tipo quiche, no le pongo tapa; hago la base generalmente con harina integral. A veces le ponemos semillas, eso depende del humor del día, y a la preparación le agrego arroz integral. Cuando salteás la espinaca queda jugosa, pero no dejo que se ponga muy oscura. Trato de que la hoja pierda rigidez pero que siga teniendo agua. Y el arroz es para que sea más consistente y quede veteada. Mi padre la hizo así toda la vida y le quedaba deliciosa, la iba perfeccionando. En un momento se dio cuenta de que no estaba bueno hervirla, porque el agua se llevaba toda la clorofila y los nutrientes”, recuerda esta chef, que ha participado en el festival Punta del Este Food & Wine y que aspira a obtener la certificación internacional como kilómetro cero del movimiento slow food, utilizando productos orgánicos. “Acá preparamos pascualina cuando llegan unas verduras preciosas, y no hacemos muchas porciones, pero cuando está, vuela”, asegura.
Generalmente uno tiene un propósito profundo con la comida, aunque piense que es antojo, o un sincero agujero en las tripas. Uno tiene nostalgia, hambre de infancia, uno quiere volver a saborear la magdalena de Proust, uno quiere la inocencia al plato, ni más ni menos que la primera vez. Y si hay algo que nos acompañó en la mesa desde las primeras épocas es ese marciano que nos mira con ojos amarillos y torcidos, ojos de huevo duro en mar verde, verde de verdura a la antigua, no de vegetales verdes y mucho menos en colchón de verdes. En La Esquina del Mundo (2 de Mayo 1551), Juan Carlos Karakeosian consigue devolvernos esa añoranza de sabor casero, lo que en el léxico gastronómico suelen llamar comfort food, y lo hace con una pascualina alta, esponjosa y de acelga, que cocina su madre. La sirve de noche, acompañada de unos tomatitos o con un chorrito de aceite de oliva por todo aderezo. En los días de mayor clientela la señora —que según su hijo “tiene mucha marcha”— prepara tres o cuatro pascualinas, aparte de pizza casera y lehmeyún. Hace 20 años Karakeosian tuvo allí mismo un puesto de verduras de nombre singular (y poco práctico para cartelería), Los pequeños ojos rojos de la tía Gregoria. A su regreso al país, después de trabajar durante años como maоtre en la Costa Brava, se instaló nuevamente en la amistosa esquina de Villa Dolores. Ya que vive allí mismo, pensó su boliche como “un living donde juntarse con amigos”. De eso hace ya dos años. Adentro caben unas 20 personas, pero la vereda tiene su propia movida. A veces hay otras opciones de tarta, sopas o empanadas, y tampoco es extraño que se armen toques, pero la pascualina se hizo famosa y están los que la encargan para llevar, como quien le pide a la madre que cocine su plato preferido.