«El tornado era lo innombrable”, dice Deborah Rostán, profesora de literatura y parte de TodosXDolores, la campaña de ayuda a los afectados por el desastre del 15 de abril. Para peor, lO de Dolores fue sólo parte de una tragedia mayor: las fuertes lluvias y las inundaciones ocurridas en todo el país hicieron que MÁS de 12.000 personas debieran abandonar sus hogares.
Texto: Deborah Rostán / Foto: Santiago Mazzarovich
El viernes salía de trabajar y me llegaba un mensaje al grupo de WhatsApp que tengo con mis amigas doloreñas: “Hubo un tornado en Dolores”. Lo primero que pensé fue que mi padre estaba sin vida. En diciembre de 2012 un tornado había destruido su lugar de trabajo y parte del barrio Santa Marta de Dolores; ahora la mala suerte parecía que acechaba de nuevo. Tratamos de comunicarnos con nuestras familias, amigos, gente de la ciudad, teléfonos celulares, teléfonos de línea. Todo era en vano. Hasta que me animé a llamar a mi padre. Y allí estaba su respuesta. Entre llantos, voces de gente que gritaba desesperada y un sonido de línea poco claro, sentí su voz que decía: “Estoy bien. Estamos bien. Pasó un tornado por el centro pero estamos bien. Tu madre está bien y el almacén también”. Fin. Ruido de final de llamada. Se cortaba nuevamente la comunicación. Mis alumnos enviaban imágenes del tornado, los amigos preguntaban cómo estaba todo. Y nosotros, los de allá, en Montevideo, no sabíamos con certeza nada. No sabíamos nada más que se estaba bien.
¿Pero qué significa estar bien luego de un suceso atroz al que los uruguayos no estamos acostumbrados, ni para el que estamos preparados? Nuevamente: la relatividad de los hechos en este mundo posmoderno, pensé. A los minutos, una amiga logró hablar con su madre y empezamos a conocer la verdad de lo ocurrido. Mientras caminaba, la voz de Marta relataba lo que su mirada recorría. La zapatería Da Pie, la plaza, el Liceo Tarusselli, el Liceo II, La Agropecuaria, el supermercado frente a la plaza, jardines de infantes, escuelas, el gran teatro Paz y Unión, el restaurante El Retorno, casas de gente conocida, todo, absolutamente todo, estaba en ruinas. Todo. A 300 kilómetros de distancia era difícil imaginar qué era lo que realmente estaba ocurriendo, qué era lo que realmente había ocurrido. No es fácil hacerse la idea de que la memoria colectiva de un pueblo ha sido demolida en menos de cinco minutos. No es fácil pensar que las instituciones, los momentos, las imágenes que forman la historia de cada uno de nosotros ya no existen. Pero era así. Se habían evaporado, y el viento hecho polvillo se había llevado la historia de una ciudad y el presente de 20.000 habitantes.
Cuando logré llegar a Dolores, luego de cuatro horas de viaje, en un ómnibus que emitía sus lamentos bajo la lluvia, pude comprobarlo con mis ojos, ahora vidriosos. La oscuridad de una ciudad, que parecía hospedar un rodaje de una película de terror, me esperaba más que nunca de brazos abiertos. La lluvia intentaba sin éxito limpiar los escombros, los vidrios hechos añicos. La brisa, que ahora era calma, no servía para enderezar los cables cortados, ni las columnas, ni los árboles caídos. Las calles podrían limpiarse en menos de una semana. Eso lo dábamos por cierto. Pero ¿cómo haríamos para volver el tiempo atrás y formatear la memoria? Ya no quedaba nada de aquella ciudad colorida, pujante, repleta de luces, negocios, gente en la plaza y a la orilla del río escuchando música y saludándose.
Primero vino la euforia por estar casi todos vivos. Pero más tarde llegó el dolor por lo perdido. Al día siguiente, el pueblo en llagas no quiso enterrar su tristeza. Prefirió transformarla en trabajo. Se empezaron a barrer los escombros. Pero la escoba es inútil en estos casos: hubo que cargar en maquinaria gigantesca las casas enteras que ahora eran arena; y bajo la lluvia que no daba tregua, quisimos maquillarnos. La gente llegaba al almacén (que era de lo poco sano que quedaba en el barrio) y llorando contaba su experiencia. “Cuando vi el monstruo me encerré en el baño”, “El señor nos voló el galpón”, “Cuando terminó el ruido quise buscar a mis nenes”. El tornado era innombrable y no se le hacía caso. Había que actuar. Convertir la tragedia en esperanza. Este año sería un año de crisis para la ciudad, ya lo habían anunciado los precios bajos de los granos. Ahora, con las pérdidas por el tornado, y la lluvia que había podrido las cosechas, vendría lo peor. Aunque, en realidad, lo peor ya había pasado y no había tiempo para perderse en lamentos. Las calles se llenaron de gente que salió a construir bajo viento y lluvia; las casas se llenaron de olor a guiso, lenteja y tortas fritas que se repartían en los barrios más afectados; los galpones, barracones, parroquias de barrio y las pocas instituciones sanas se transformaron en lugares de recepción, clasificación y distribución de alimentos, ropa, artículos en general.
Se habían perdido demasiadas fuentes de trabajo, pero había mucho por hacer. Dos días después, la lluvia que no perdonaba nos dejaba ahora incomunicados por tierra. No sabíamos qué decían del tornado ni de nosotros. Gente de afuera llegaba a ayudar, y al ver el desastre, sus caras se desfiguraban. Todo era peor en vivo y en directo. La realidad superaba la ficción una vez más.
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A una semana de la desgracia, la cara de la ciudad mojada por la lluvia y las lágrimas ensaya una sonrisa. Se han organizado los galpones que reciben donaciones, los lugares que distribuyen comida, los centros que vuelven a educar a niños y adolescentes. Las ciudades de todo el país (muchas que también son víctimas del clima), países aledaños, barracas, panaderías, farmacias, todo tipo de servicios y varias de las empresas doloreñas se han hecho cargo de la reconstrucción de la ciudad, mientras la palabra del gobierno se esconde tras la falta de fondos para estos siniestros. Se ha creado el Comité de Reconstrucción de Dolores. Grupos de arquitectos y psicólogos han evaluado cada uno de los hogares afectados y han tomado medidas al respecto. La luz y el agua han vuelto en gran parte de la ciudad y ya se la ve, más limpia y clara, levantarse de los escombros.
Es triste ver barrios enteros trasformados en sitios baldíos, ver casas a ras del suelo. Es triste ver que la gente no puede abandonar el pedazo de paredón que dejó el viento y que se moja bajo la lluvia tratando de recomponer las pérdidas. Los niños descalzos y mojados que no comprenden qué es lo que pasa. Es triste ver el vacío simbólico que deja la ausencia de las instituciones culturales, educativas y recreativas que nos han hecho lo que somos. Pero hemos vuelto a los pilares y valores que ellas nos transmitieron. Dolores tiene eso que nos enseñó el liceo y nuestra historia. Cada octubre salimos a las calles a mostrar el trabajo en equipo en una carroza que homenajea la llegada de la primavera. Siempre supimos que para salir a desfilar por las calles no importaba que el carro estuviera terminado, lo que había que mostrar era la sonrisa, bailar y sentirnos orgullosos de haber trabajado todo el año para glorificar la ciudad. Festejar nuestro renacer año tras año.
Somos la antítesis del nombre que nos representa. Y ahora tenemos otra fecha que recordar. Abril quiso sepultarnos entre escombros. El viento otoñal quiso deshojar nuestra alegría, pero lo cierto es que nos ayudó a repensarnos. Y más que nunca anhelamos renacer. Ya no importa el mes. Abril, octubre, lo mismo da. Sabemos de sobra que todo el año es primavera.