El centro de la atención estuvo en el conflicto entre los gobiernos de Uruguay y Argentina, en los puentes cortados de Gualeguaychú que impedían el paso de turistas y en la resolución de la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Pero la onda expansiva de la instalación de la planta de celulosa de Botnia en Fray Bentos tuvo también otras consecuencias que no fueron tan notorias. Entre 2005 y 2007, miles de trabajadores —en su mayoría finlandeses— llegaron para poner a punto la fábrica, revolucionaron la calma de la ciudad con su estilo de vida europeo, activaron el mercado local con sus sueldos en euros y enamoraron a las fraybentinas con sus ojos claros y su idioma incomprensible. A seis años del “bajón” que provocó el regreso de la mayoría de los europeos a su continente, Guillermo Garat y Santiago Mazzarovich viajaron hasta Fray Bentos para indagar en los resultados del choque cultural y encontraron un “pueblo fantasma” que, para bien o para mal, no sólo vio alterada su economía sino también sus ideas sobre la salud, la familia y las formas de relacionarse en pareja.
Texto: Guillermo Garat | Fotos: Santiago Mazzarovich
Les dicen botnios o botnianos. Son “un montón de niños rubios”, discursean los vecinos en los zaguanes. Abandonados por sus padres, los crían los abuelos. Nadie indica dónde golpear para conocer más sobre ellos. Es raro porque en Fray Bentos, como en cualquier pueblo chico, todos saben a quién hay que acudir en cada caso. A nadie se le niega una a mano, excepto para encontrar a los hijos de Botnia.
Son vástagos del repunte económico concebidos durante la construcción de la planta de celulosa más escandalosa del planeta. Son parte de lo que dejó la crecida de Fray Bentos, la capital del departamento de Río Negro, tras la finalización de las obras de Botnia, luego absorbida por la empresa UPM, también finlandesa. De alguna manera también son un producto de la tormentosa crisis económica de 2002. La gente habla de ellos, pero nadie sabe bien qué mujeres parieron a esos botnios hijos de gringos. Los evocan por lo bajo; acusan a las madres de no tener corazón. Y también se compadecen de su futuro.
Las autoridades matan a pura indiferencia. “Acá no pasó nada”, niega la subdirectora de la Dirección Departamental de Salud rionegrina, que corta la conversación telefónica audiblemente enojada cuando escucha los datos del Instituto Nacional de Estadística. Las cifras hablan de un pico de nacimientos en Fray Bentos durante 2006, año en el que empezaron las obras. En ese momento nació la mayor cantidad de bebés del decenio 2000-2010. Se trata de 544 nacimientos: 86 más que dos años antes. Desde el Ministerio de Desarrollo Social son más amigables pero previenen: “Nadie habla de esas cosas”.
Sin embargo, hubo quienes entreabrieron sus puertas. Fueron las mujeres que conocieron, se enamoraron, se enredaron o incluso se casaron con alguno de aquellos tipos que llegaron en malón entre 2005 y 2007 para revolucionar el calmo transcurrir de la ciudad.
Muchos fraybentinos trazan la analogía entre Botnia, con el fenomenal movimiento que supuso su edificación, y el mítico frigorífico Anglo, que se alojó en la zona a mediados del siglo XIX. La empresa era propiedad de ingleses que atracaban en el muelle buscando corned beef para la guerra y besos etílicos para la noche. Los dos complejos albergaron unos 5.000 trabajadores y salpicaron de esplendor los escaparates, la vida social pública y también la privada. Claro que uno perduró 100 años —si se cuenta su fundación en 1865 bajo el nombre Liebig Extract of Meat Company— mientras que el otro sólo dos y algo. El frigorífico era empujado por la mano de obra local —y directa o indirectamente daba trabajo a toda la ciudad—, mientras que fueron los ciudadanos extranjeros los que más gastaron durante la construcción de la planta. Los jornaleros del Anglo tenían estabilidad y los trabajos se heredaban de generación en generación. En Botnia, en cambio, los contratos aparecían y desaparecían.
Otra diferencia fue que los requerimientos de Botnia —especialmente los asociados a las tecnologías digitales— superaron la capacidad de la mano de obra local. Por eso se establecieron entre el río Negro y el Uruguay miles de trabajadores especializados. Algunos vinieron acompañados por sus familias; otros eran veinteañeros europeos embarcados en una aventura tanto laboral como hormonal.
Desde que llegaron, la sagrada hora de la siesta en el poblado recostado contra el río Uruguay se tuvo que postergar. Los cajeros automáticos nunca tenían dinero. A veces las sucursales locales del mismo Banco República tampoco. Los comercios permanecían abiertos después del mediodía y dejaban las puertas entornadas hasta las nueve de la noche. En una especie de furor shoppingesco, los negocios atendían de lunes a lunes. La clientela quería gastar. Supermercados y tiendas de ropa montevideanos se instalaron en esa 18 de Julio que está a 300 kilómetros de la de la capital y que atraviesa las 30 cuadras de una ciudad con 24.000 habitantes. Los restoranes —o confiterías, como dicen los fraybentinos— no daban abasto. Se inauguraron pubs, prostíbulos y discotecas. El meneo mayor empezaba a las seis de la tarde, cuando los obreros abandonaban la soldadora halógena, los andamios o la computadora para tomarse unas cervezas reparadoras.
Nuevos fleteros cargaban y descargaban muebles relucientes todo el día en casas recién alquiladas por el doble de su precio anterior. Como en un balneario en verano, familias enteras de fraybentinos cedían su techo, escribano mediante, y las acondicionaban como podían. Todos aprovechaban: los empleados públicos y los profesionales alquilaban sus modestas mansiones a los extranjeros más pudientes. Las inmobiliarias también despertaron de la siesta. Encontraron su El Dorado entre albinos, musulmanes, chilenos, brasileños o turcos que amontonaron, para hacer unos pesos extra, en modestas casas arregladas de apuro. Los barraqueros chocaban a diario las palmas de constructores, albañiles, sanitarios, electricistas y también algunos improvisados en busca del mango.
Quienes tenían garaje pero no auto abrieron kioscos o cibercafés. A nadie le fue mal. Todo estaba a la venta. Todo se consumía como leña en el fuego. Miles de motos encontraron flamantes dueños, que las echaban a rugir desde las seis de la mañana hasta bien entrada la medianoche. La venta de electrodomésticos también se disparó. Un vecino evoca a sus coterráneos fraybentinos cargando orgullosos, de a pie o en moto, estilizados televisores durante cuadras y cuadras. Lo hacían a la vista de todos, para que el pueblo oliera el progreso del buen gastar.
La calma había sido alterada. Algunos funcionarios municipales —verdaderos motores de la economía local en el interior— pidieron licencia sin goce de sueldo y se dedicaron de una u otra manera a Botnia.
Los buenos sueldos y las changas se multiplicaron. Desde los floristas hasta los que plantaban papas, todos disfrutaron de la bonanza. Los peones ganaban 10.000 pesos por quincena. Los taxistas, antes bostezones, ya no descansaban. Los conversadores almaceneros tampoco. Las profesoras daban clases de español a finlandeses, holandeses, turcos, austríacos, alemanes, croatas o polacos. Las amas de casa lavaban, planchaban y cocinaban para ellos. Pagaban bien. Los gringos y los rebosantes jornaleros eran el corazón de aquella chimenea que a finales de 2007 empezó a humear. Muchos vieron multiplicar sus ingresos cuando se pusieron a la orden de gerentes tercerizados que les pedían a los obreros que tuvieran empresas unipersonales. En el pueblo todos dicen que 3.000 fraybentinos trabajaron directamente en la obra civil. Dicen.
El impulso frenético tuvo una ayuda extra con el corte del puente que une a Río Negro y Entre Ríos. Provincia y sede “piquetera” de una patota de militantes, sojeros e industriales —que tiran sus desechos negruzcos al mismo río que lo hace UPM— y localidad de un pueblo azuzado, Gualeguaychú, aislada en protesta ante un posible Chernóbil criollo. Resultado: las divisas permanecían en Fray Bentos y los gringos también.
La cadena del capital giraba. Hasta los robos bajaron: todos estaban ocupados.
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Rita porta vitalidad y belleza con sus 50 años. El cabello negruzco como sus ojos y un rostro afilado expresan lo indígena que lleva en los genes. Todavía le parece escuchar el batir de las palmas en la puerta de su casa, que queda en el centro de la ciudad. Llegaban madres y niños que extendían la mano pidiendo algo para comer. Ella no estaba mucho mejor. La crisis de 2002 le había dejado la economía familiar patas para arriba. Nunca había visto gente pidiendo. Nunca había plantado vegetales. Nunca había pensado en talar el duro laurel del fondo, que tanto estimaba, para calentar las manos de sus hijas porque no tenía ni para el gas. El olor al humo del laurel las acompañó a todas partes durante el duro invierno de 2003. Se movían a caballo: tampoco había plata para el transporte. Los comercios estaban vacíos y la siesta se extendía un poco más de lo habitual, hasta que los hoteles, las pensiones y las casas plagadas de telarañas se vieron desbordados. Todos coinciden: Fray Bentos no estaba preparada para el aluvión de gente. Casi todos recuerdan aquel momento como uno de los más importantes de sus vidas.
En 2005, después de que el gobierno de Jorge Batlle firmara con Finlandia un tratado de libre comercio de cláusulas más que beneficiosas para los extranjeros, Botnia desmalezó el terreno en la cabecera sur del puente San Martín mientras los agrimensores mensuraban, los eléctricos tendían redes y los desarrolladores de software programaban sin tiempo para pestañear. Los arquitectos dibujaban y mandaban comprar hormigón premezclado. Los ingenieros planificaban grandes movimientos de tierra, desarrollaban planes de gestión ambiental y perforaban el suelo hasta el agua. Incluso arqueólogos, sociólogos y comunicólogos hicieron de las suyas mientras los peones se relamían. La fiebre contagió a los pueblos vecinos e incluso a alguna ciudad no tan cercana, como Paysandú. Los orientales llegaban de todas partes.
Rita tenía miedo del ajetreo. Pensaba que los “gringos” ya nos habían colonizado una vez, robando las riquezas originarias que dilapidaron al otro lado del océano. Ahora los imaginaba desembarcando por el agua, lo único que quedaba en Uruguay después de la aftosa, las corridas bancarias y la sangría de jovencísimos emigrantes.
En 2006 el movimiento ya era palpable. En agosto la empresa había completado prácticamente la obra civil, se mostraba orgullosa de los 2.900 trabajadores que a diario alimentaban el barullo y anunciaba 5.000 puestitos para la próxima añadidura.
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Por entonces la familia Taskinen se instaló en la calle Rincón de esa misma ciudad, donde Jorge Luis Borges puso a recordar y recordar a Irineo Funes, el memorioso. Fue una de las tantas familias que vinieron a Uruguay desde tantísimos países. Botnia proveía de educación a los hijos de sus altos mandos mediante un convenio con el colegio franciscano Los Laureles, que trajo maestras y profesoras desde Finlandia, la tierra donde la empresa cotiza en bolsa de valores. Las instalaciones se mejoraron y se construyó un edificio anexo para dar las clases. El barrio Jardín pasó a llamarse Residencial Botnia para albergar a las familias europeas cuyos jefes de hogar eran un ejército de imprescindibles para la multinacional. Se paseaban recreando a Finlandia entre las instalaciones perimetrales que compartían y tenían su spa propio. Tomaban sol desnudos y comían carnes que cocinaban en vinagre y con demasiado picante, según recuerdan los fraybentinos.
Frente al complejo de 80 confortables viviendas estaba la escuela. Niños uruguayos y extranjeros se veían las caras en los actos conjuntos, haciendo gimnasia, en fechas patrias y durante otros festejos. Unos bailaban el pericón y los otros sus músicas típicas. La interacción no era frecuente. Pero los Taskinen querían que sus niños se zambulleran en Uruguay. Vesa —por entonces de 10 años— y Tero —de 16— se integraron al aula franciscanovareliana y escucharon hablar de Gardel, del dulce de leche, del mate y de la rambla. Venían de una breve estadía en Finlandia, después de algún tiempo en Holanda. El señor Taskinen los hizo viajar, a ellos y a su esposa, por Japón y por diversos países europeos, entre maletas y maletines con contratos firmados. A diferencia del mundo que conocían, Fray Bentos los sedujo lo suficiente para quedarse. El movimiento del pequeño pueblo era “majestuoso”, su gente, cálida, y la seguridad, altísima: los niños salían de noche, podían volver a cualquier hora y no les iba a pasar nada malo.
A Tero le encantó Fray Bentos. De haber estado en Europa tendría que haber esperado unos cuantos años más para ver los amaneceres entre amigos. Con sus 16 años salió por las callejas y se hizo de los mejores compinches que ha tenido en la vida, amigos que ya son familia. Lo dice en el plácido fondo de la casa familiar, bajo un alero cercano a una pérgola y sobre un colchón de dos plazas coronado de almohadones. Es un rubio menudo de ojos clarísimos. Viste una casaca aurinegra que invita a cliquear en un sitio web que abrieron los manyas fraybentinos. Habla español como se habla al oriente del río. En realidad es uruguayo: fue el primer finlandés en obtener la ciudadanía celeste. Sus amigos bromeaban: “Ahora somos tres millones y uno”.
—¿Tuviste suerte con las chicas aquí?
—Podría decirse que sí —contesta sin más detalles. Luego admitirá que “se hizo hombre” en Fray Bentos.
—Claro que sí —afirma con orgullo Daïvi, su madre—. Vinimos con dos rubios. Todavía son bastante populares con las chicas.
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En el pueblo todos lo saben. Hubo muchas parejas entre uruguayos y extranjeros: algunas momentáneas, otras con ciertas pretensiones, y unos pocos matrimonios que terminaron en Finlandia o algún otro país. Y también hubo relaciones por dinero, por necesidad o porque sí.
—Pateabas gringos, pateabas euros, dólares. Hubo amor y hubo dinero— aventura Melissa, de 35 años.
Melissa trabajaba entre las copas rojas de los lupanares. Sus carnes rollizas, su aplomo, un amplio escote y una gran simpatía eran sus armas allí. La conocieron los de afuera y los de adentro, los que tenían más y los que menos, el soldador y el ingeniero. La especulación también afectó al mercado del cuerpo. La cerveza servida entre sugerencias candorosas ahora sale 100 pesos, pero hace ocho años la cobraban a 120. El piso para los servicios sexuales era de 1.000 pesos. Los hombres del pueblo se enervan cuando recuerdan que les cerraban en la cara la puerta del cabaret. Cafishos y madamas cerraban con llave para desatar en los locales las bacanales de los extranjeros que bajaban en shuttles contratados, entre vozarrones alcohólicos ininteligibles. Muchas chicas de otras ciudades se instalaron en Fray Bentos para alimentar la maquinaria sexual masculina, para calmar la sed de la carga.
A Melissa los rusos le daban asco “por sucios”, pero la piel tersa de los austríacos la cautivó: ni pelos tenían. Uno de ellos fue Markus, que tenía 26 años. Ella tenía 29.
—Conocí un montón de gringos. Pero me dediqué a uno solo por un año y medio.
Durante dos años más mantuvieron la relación a punta de aeropuertos y videollamadas por Skype. Viajaron juntos a Buenos Aires, Brasil y Austria, entre otros lugares. Se veían cada seis meses y se cachondeaban entre computadoras cada vez que podían. Pero el tiempo pasó como pasa para la mayoría de las parejas.
La propuesta de Markus fue clara: vivir juntos mientras durara aquello. Así que Melissa abandonó Las Canteras, el barrio más humilde de la ciudad, y el que está más cerca del fogón de Botnia. Por entonces estaba terminando de construir la casa donde vive hoy con sus seis hijas, pero durante los años dorados se mudó a un chalet en Las Cañas, un lugar “pipí cucú”, según rememora. Se llevó a sus niñas más pequeñas y armaron rancho aparte con el joven austríaco.
Cuando se conocieron él pidió exclusividad. Pagaba 2.000 pesos la hora de compañía, así que a veces Melissa encajonaba 7.000 u 8.000 pesos en un día. Dejó la noche y se dedicó a la gran vida. En el barrio la veían pasear con ropas caras, lentes de sol, altiva, hecha una gran señora en el Chevrolet Corsa que Botnia le había facilitado a Markus. Tenía otros novios que al verla en la pizzería con su nuevo enamorado la tentaban con cerveza. A veces aceptaba los tragos y Markus, que estaba haciendo sus primeras armas con el español, le advertía: “Yo no estúpido”. Aquellos descendientes de los súbditos del Imperio Austrohúngaro eran celosos: si una chica salía con ellos no podía andar dispensando besos por ahí. Pero cuando Melissa volvió cierta tarde de Maldonado y encontró panchos con fideos en la heladera y sobre la mesa del comedor una servilleta con un beso dedicado a Markus, no pataleó. Un taxista le dijo que una mercedaria había visitado a su pareja. Él, para desentenderse, mandó echar a las domésticas que limpiaban la casa argumentando que se lo querían levantar. “Mentiras”.
Melissa cocinaba y hacía algunas tareas de la casa. A Markus le gustaba tanto su arte que pronto dejaron de salir a comer. A ella, el silencioso arreglo tácito no le cayó en gracia. Así que planteó que los miércoles pizzería y los viernes restorán. Y así fue.
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Dicen que los gringos eran —y todavía son, porque algunos aún trabajan allí— los dueños del pueblo. Hubo un tiempo, incluso, en el que a los locales les costó pagar las pizzerías, las birras, la noche, las prostitutas y los regalos para las mujeres del pueblo.
Hubo chicas que dejaron sus trabajos formales para abanicar a tiempo completo a los finlandeses. Mujeres jóvenes que nunca se habían acostado con alguien por dinero empezaron a hacerlo. Chicas que trabajaban en los servicios domésticos también les sacaron algún peso de más a los gringos, y los gringos les sacaron a ellas lo que buscaban.
Los europeos llegaron a un paraje que los recibió con una parsimonia ejemplar. Todo se demoraba más. Aprendieron a soportar la impuntualidad y el “un día de éstos”. Decían “Llueve, uruguayo no trabaja. Nublado, no trabaja. Uruguayo no quiere trabajar”. Pero sacaron ventaja de la pachorra.
—Las mujeres les daban bola porque había gringos que te regalaban flores y bombones. ¿Cuándo uno de Fray Bentos vino con una caja de bombones con moñita y todo, tipo telenovela? —se pregunta Melissa—. Nunca.
Los fraybentinos se granjearon entre las mujeres la fama de perezosos. La ley del mínimo esfuerzo amoroso y el menosprecio eran, según ellas, las principales características de los varones, que incluso llegaban a administrar el sueldo de sus parejas.
—Te quitan la autoestima y se meten en la toma de decisiones. Acá las mujeres tienen como gran meta de la vida casarse y adiós que te vaya bien —dice Rita con algo de molestia.
El uruguayo es duro con las patas. No baila. Los extranjeros danzarines y joviales invitaban vinos y comida a las chicas, algunas ya entradas en años, que rara vez recibían tales invitaciones y agasajos. Ellos hablaban de otros mundos mágicos, de cadencias virtuosas y maravillas desarrollistas.
—¡Una reina! Te digo que me sentía una reina. Nunca había visto a un hombre mirarme con esos ojos de amor. Se preocupaba, me llamaba, me mimaba. Yo no estaba acostumbrada. Un día me paró frente a una vidriera y me preguntó, “¿qué querés?” A mí me daba vergüenza —reconoce Rita, que al final eligió una prenda de ropa.
Sus hijas la veían más joven. Ella sentía el corazón con 30 años menos.
—Los europeos en general son muy educados y caballeros. Son atentos, te corren la silla, te preguntan qué comés. Si tenés frío te dan su campera. El uruguayo no, es todo lo contrario. Te dicen “dame la campera que tengo frío” y hasta terminás pagando la cuenta.
—A mí me tocó uno medio turco —dice Fabiana como si hubiera jugado a la tómbola.
Nunca había lavado ropa, pero un grupo de extranjeros recién llegados necesitaba lavandera. Un amigo la invitó a la confitería. Le hablaron de dinero antes de la cita y ella, que como casi todos los demás estaba en apuros, aceptó sin ver media alguna. Los gringos se presentaron sin otra ropa que la puesta. Uno de ellos la convidó a sentarse a su lado, pidió descorchar una botella de tinto y “un buen plato para la señorita”. Tendría 45 años y hablaba español sólo para escanciar cuando el cáliz amenazaba a vaciarse: “¿Más?”.
—Se terminó la bebida y otro amigo le pidió que comprara más bebida para la dama. ¡Yo era una dama! Me conquistó por caballero. Me puso a prueba para lavar la ropa y rompí el lavarropas —recuerda Fabiana.
La segunda cita transcurrió entre gestos vagos y sin comunicación verbal más allá de alguna onomatopeya y ciertas palabras en un inglés traído de los pelos. En la tercera cena el finlandés intentó decirle lo evidente mediante una anotación de cuaderno. Era un término en su lengua que significaba “barrera de idiomas”. A los dos o tres meses tenían una serie de vocablos básicos que licuaban entre el frenesí de los cuerpos. El franeleo antecedió a la convivencia. Fabiana se fue a vivir con su príncipe azulado, que también cobijó a sus dos hijas. “¡Era mi casita!”, añora.
—Él no entendía nada. Yo le decía, “ay, ay, ay, cosita, te quiero con mamita. ¿Me queré’? ¿Me queré’?”. Y él decía “sí, mamitaaaaa”. Nos mirábamos a los ojos y sabíamos lo que queríamos.
La cuidaron y cuidó. Relata paseos y mandados juntos y los atardeceres en el río. Advierte que le hace mal recordar: extraña. Él se quedaba mirando el atardecer en las barrancas del río y cuando el único resplandor que se adivinaba era el de las luces argentinas, Fabiana le decía que quería volver a casa y él trataba de quedarse un rato más. Decía: “Acá romántico”.
Todos los días él le entregaba “platita”. No hacía como otras, que les robaban dinero a los extranjeros de sus regordetas billeteras. Algunas prostitutas incluso los mandaron golpear. A Melissa le alcanzaba con salir a comprar un litro de leche con 1.000 pesos: él no preguntaba por el vuelto. Los taxistas y los almaceneros se hacían los vivos. Un litro de agua mineral podía costarles cuatro dólares; una cerveza, 30. Cuando se dieron cuenta, abandonaron el almacén de la esquina por el Tata de 18 de Julio, que acepta tarjetas bancarias. Una señora, responsable de un club social, evoca cómo le manotearon la billetera a un gringo en una curda fatal.
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Los fraybentinos los recuerdan orinando los árboles en la plaza Constitución, sudando la gota gorda para aprender español, animando las fiestas mamados hasta el tuétano, descubriendo a los mosquitos, la humedad y el sol rajante que los dejaba colorados como frutillas. Trabajaban mucho. Eran adictos al trabajo. Se colocaban todas las cervezas que podían y a las seis de la mañana del otro día estaban bañados, afeitados y marcando tarjeta uniformadísimos.
El tiempo pasó y hacia finales del 2007 el fuego pasó a ser brasa. Los pubs cerraron, algunos restoranes también y sobrevinieron los despidos. El vox populi era que iban a quedar trabajando en Botnia 1.000 fraybentinos, pero terminaron siendo poco más de 300, muchos de ellos con contratos zafrales. Al año siguiente, todo había vuelto a ser como antes de Botnia.
Muchos televisores, motos, lavarropas, aparatos de aire acondicionado, teléfonos y lustrosos mobiliarios se pusieron a la venta a precio de bicoca para pagar las cuotas de los préstamos, que habían pasado a ser incómodas. La bonanza no duró lo que parte de la población esperaba. Otros lo planificaron mejor y pudieron terminar de pagar el auto, refaccionar la casa, ponerse al día con los acreedores o hacer el viajecito.
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Alejandra camina con su pequeño hacia la escuela. Pasa por el almacén, compra la merienda y sigue el camino. Es un mediodía de abril y hace calor en las afueras de Fray Bentos. Ella estuvo en Finlandia pero se volvió con su hijo: no quería vivir allá. Está tratando de que el padre del niño envíe dinero, pero no lo hace. Poco tiempo después de regresar a Fray Bentos, volvió a trabajar en la whiskería repleta de viejos verdes. No quiere entrar en detalles, dice estar ocupada, es lunes, cuelga la ropa en el fondo de su casa, pide disculpas y se mete adentro. Hay por lo menos otras dos chicas en su situación, pero ninguna quiso hablar del tema.
Jessica, de 26 años, se para en sus talones. Conoció en 2006 a su ex pareja, un finlandés. Viajó con 19 años a Europa. Armó las valijas, apretó los dientes y se despidió de sus alumnos de danza. Cruzó a Buenos Aires y de Ezeiza partió a Helsinki. De ahí a Uusikaupunki, un pueblito de 15.000 habitantes al suroeste de Finlandia en el golfo de Botnia, cerca de Suecia. Todo era precioso. Hasta que al tiempo volvió de vacaciones a Fray Bentos y se reencontró con las enfermedades de sus padres, la rambla, el mate, el idioma y el laburo que había dejado porque su esposo le decía que no tenía necesidad de trabajar. En Europa habían intentado ser padres, sin suerte. Primero aplazó un mes el regreso al frío. Después lloró en la terminal de ómnibus de Fray Bentos. Una amiga la acompañó al baño: quería tirar entre los desperdicios su pasaporte europeo. No lo tiró, pero llegó a Buenos Aires y no pudo con el ataque de pánico que le vino en el check–in y que otros pasajeros calmaron con tranquilizantes.
—Le dije: “Mi vida está acá. Yo te adoro, te voy a extrañar siempre, te voy a querer siempre. Pero no puedo cambiar lo que soy por vos. Aunque seas el amor de mi vida”. Fray Bentos es un pueblo muy chico. Si no me hubiera ido me hubiera quedado con la duda. Fui y tuve la experiencia, y dimos lo mejor de nosotros. Pero me quedé.
Algunas de las mujeres que habían abandonado a su pareja volvieron con ellos tras la partida de los extranjeros. Otras no.
Daniela es maestra, una de las tantas que no vivían la noche. Tiene unos 40 años y nunca pensó en algo serio hasta que se enamoró, en su caso de Osman, un cañista turco que anduvo soldando medio mundo y terminó en Fray Bentos. Se casaron en 2009. Un año antes volvió a Fray Bentos a esperar por Ence, el proyecto de planta pastera que estaba planeada para instalarse en Río Negro pero terminó en Colonia. Ahora Osman, como tantos fraybentinos, está en Conchillas, ligando tuberías. También hubo parejas que se establecieron en Finlandia, porque el país ofrece a los extranjeros facilidades para estudiar la lengua e iniciarse en la vida laboral.
Rita empezó a comunicarse con su ex pareja, que había vuelto a Europa, por videollamadas que se cortaban y le impedían escuchar a ese hombre que tanto quiere todavía. Pensaba irse, pensaba quedarse. Pero una de sus hijas quedó embarazada y se decidió por ella y su nieto, haciendo fuerza para olvidar los proyectos en República Checa. Tiene una amiga que ya hace cinco años que está por allá y está bien.
—Tuve tanto dolor como esperanzas. Tengo tantos recuerdos… Había tanta gente que desbordaba todo y vino el bajón. Fray Bentos nuevamente se volvió un pueblo fantasma. Un amigo me dijo que estuvimos en una burbuja. Y luego vino la sensación de plafón bajo. Yo lo noté en la parte sentimental.
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Las lucecitas amarillas se apagaron y se llevaron a los muñecos del tinglado. Fray Bentos se volvió lúgubre otra vez. Los anuncios de “se alquila” se multiplicaron entre los balcones y las ventanas del pueblo. Los pubs cerraron. La siesta volvió a ocupar el lugar de privilegio de siempre. Los trabajadores retornaron a sus ciudades y se despidieron entre abrazos, besos y unos cuantos “nos vemos”.
Sanseacabó. Los municipales, los jubilados, un puñado de profesionales, los funcionarios públicos, entre ellos militares y policías, volvieron ser los que empujaban la economía.
Ahora el pueblo está en calma. Canta la chicharra. Un puñado de gerentes, ingenieros y trabajadores de confianza se miran de reojo entre ellos, cada uno en su mesa. Visten jeans o bombachas gauchas del siglo XXI, camisas a cuadrillé, chalecos de guata revestidos de polyester. Trabajan para que Botnia escupa humo. Son pocos, pero animan los restoranes al mediodía y a la noche. Piden la cuenta, pagan y dejan regada de migas de pan la mesa que la moza recoge comedidamente. Son lo que dejó la crecida.
Las volutas de humo fino y blanco se observan desde la placidez de Las Canteras como foto de un pasado mejor. Una comadrona avisa que no quedó nada, y les aconseja a los de Conchillas que no se hagan ilusiones porque Fray Bentos sigue siendo el pueblo fantasma de antes. Aunque puede que tal vez algún día alguien lo redescubra, como hicieron los ingleses con el Anglo y los finlandeses con Botnia. Que los extranjeros otra vez se maravillen con su geografía y la bondad de sus gentes.
Entonces Katy, una chica de 23 años, madre soltera de dos, uno de ellos bien rubio, volverá a ser agasajada por sus hermanos varones, que le compraban de todo en las épocas de bonanza. Caminando hacia la ruta, Katy evoca aquellas semanas con sus amigas cuando decidía a qué bar acudir a observar a los gringos tomarse hasta el agua de los floreros de lunes a lunes. Hasta ahora no tiene un trabajo fijo, pero ese día una van pasaba a buscarla: la necesitaban para recoger niños. Mientras construían andamios en Botnia atendió una tienda de insumos informáticos, pero desde entonces, maternidad de por medio, no había conseguido trabajo. Ese día, después de mucho tiempo, su quehacer sería remunerado. Estaba contenta y linda.
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Durante el boom de Botnia los embarazos aumentaron, como aumentan cuando la gente se siente con el coraje para mantener niños. Una doctora que atiende una policlínica de Las Canteras dice que antes de las obras unas 20 chicas embarazadas se controlaban mensualmente. Desde la llegada de los europeos pasaron a ser 30 y hoy son 40. El aumento no significa que la natalidad se haya duplicado en diez años, sino que las mujeres se controlan más, aclara una partera del barrio. Ahora las mujeres piden anticonceptivos, piden exámenes luego de una relación de riesgo, preguntan y van con sus compañeros. Cosas que antes de Botnia no pasaban.
Las mujeres sabían que los gringos se les iban y tomaron las precauciones del caso. En estos años aprendieron a utilizar preservativos y anticonceptivos orales en una zona donde antes de las obras era difícil que usaran un condón. Hablar de sexo —no practicarlo— era tabú, o más tabú que ahora, afirma sin dudar la partera.
—¿Hubo un boom de la sexualidad además de lo económico?
—Pienso que sí. La situación económica lo planteó. Había que hacer dinero. Pero además la gente se educó y tomó conciencia de que cada uno es responsable de su salud. Pienso que hubo un clic. Al tomar contacto con gente de otros lugares siempre hay un enriquecimiento personal. El intercambio que existió entre la gente fue lindo. Ésta era una zona donde no se hablaba mucho. El tema estaba quietito, no sé si por vergüenza o qué. Pero ahora las pacientes están informadas, preguntan, cuestionan, aceptan, y se trabaja muy bien.
Exceptuando los precios de la vivienda y los comestibles, todo volvió a su cauce. Fray Bentos parece esperar otro milagro global que la despierte del sopor, del letargo. Que la desplace como capital de departamento con una de las mayores tasas de desempleo y con la mayor tasa de desempleo juvenil de Uruguay. Es comprensible la nostalgia.
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Para el pueblo es prácticamente imperceptible el beneficio de lo que se produce a unas pocas cuadras: UPM es una empresa que ronda anualmente 10.000 millones de euros en ventas. No quedaron monedas y tampoco nacieron muchos niños. El mayor premio que tuvo Fray Bentos fue la efímera posibilidad de conocer gente nueva y quedarse con sus memorias en algún lugar entre el deseo y la razón, otros dos hijos de Botnia.