Planes propios [Lento #28, julio 2015]

 Por esta cobertura, que tuvo un complemento en la diaria, Amanda Muñoz y Sandro Pereyra obtuvieron en mayo de 2016 el Premio Nacional de Urbanismo (en el rubro Comunicación Social) que organizaó el Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente.  Dos años antes se habían puesto a trabajar sobre el Plan Juntos, una iniciativa con la que el ex presidente José Mujica buscaba revertir la “emergencia sociohabitacional”. Lo que más les llamó la atención durante sus visitas a diferentes barrios fue el rol de las mujeres: eran mayoría en las jornadas de obra —el plan se financió mayormente con apoyo estatal, pero también con donaciones más trabajo solidario y de los beneficiarios— y eran el motor de las comisiones barriales. “Muchos hogares están a cargo de mujeres solas; en otros casos sus compañeros trabajan fuera del hogar y se dedican a las tareas de obra en sus tiempos libres”, dice Amanda, tras haber recolectado siete testimonios “atravesados por el amor —o el desamor— desde y hacia sus padres, sus madres, sus abuelos, y la vitalidad que reciben de sus hijos y la lucha para que vivan en mejores circunstancias que ellas”.

Texto: Amanda Muñoz, Fotos: Sandro Pereyra

 

Deycer
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Nació en Sequeira, Artigas. Con sus padres y sus 13 hermanos tenían una chacra en la que criaban animales y plantaban desde boniatos hasta sandías. Cursó hasta quinto de escuela y a los 12 empezó a trabajar en el campo. Cuando tenía 15, su madre se enfermó y se mudaron a Salto. Se casó y a los 19 años tuvo su primer hijo. Ahora tiene siete, incluyendo uno que adoptó con cuatro meses. Ella y su esposo trabajaban arrancando naranjas; los patrones “pagaban lo que querían”, pero con mucho esfuerzo lograron tener una casa.

En 2001 los agarró “la malaria”: a la precariedad del sector se le sumó la crisis económica. Algunos de sus hijos llegaron a Montevideo en 2001 y en febrero de 2002 se mudó el resto. Vendieron la casa de Salto “a menos que nada”, regalaron lo de adentro y armaron el bolso. Poco después compraron una pieza en la Cachimba del Piojo, adonde se mudaron todos. Desde entonces, Deycer hace limpiezas.

Mi vida no fue muy buena dice ahora, a los 55 años. De adolescente viví bien porque teníamos todo. Después de que me casé estuve ahí, mal, bien, y cuando nos vinimos para acá fue algo que me superó, porque de tener todo pasé a vivir con mis hijos y mis nietos en un ranchito que se estaba cayendo. Ahora esto del plan es maravilloso. Tener mi casa, que va a ser para mis hijos, para que tengan una casa digna y que vivan bien.

Cada tanto vuelve a Salto. Su madre tiene 89 años pero nunca aceptó mudarse a Montevideo; su padre murió hace tres años y cada ida a Salto le devuelve la tristeza de no tenerlo.

El barrio la eligió presidenta de la comisión vecinal. El Plan Juntos, cree, les abrió puertas afuera del barrio: “Muchos vecinos vimos que estábamos metidos en la Cachimba, en ese ranchito, y no teníamos posibilidades de salir a expresarnos, reclamar, ir a un diario, a una radio”. Hoy Deycer ya ha enfrentado unos cuantos micrófonos. El plan, además, abrió puertas entre vecinos: “Ahora para nosotros es un gusto: en vez de tomar mate en mi casa vengo a tomar mate al salón con mis vecinos. El plan nos hizo conocernos, empezar a charlar, contarnos nuestras vidas”.

En ese mismo salón comunal terminó de aprobar sexto año. Ahora le gustaría ir a la UTU que se instaló en la Cachimba, a estudiar peluquería o cocina, dos de sus deleites.

Neris
Neris Cabrera, barrio 1 de Mayo/ Foto: Sandro Pereyra

Neris María Cabrera Romero, oriental, soltera.

Se presenta y alienta la esperanza de conseguir novio: ¿alguno que lea la revista? Nacida y criada en Piedras Blancas, llegó al barrio Primero de Mayo hace diez años. Tiene 11 hijos, 47 nietos, tres bisnietos y otro en camino: “Cumplí con la patria”. Se crió con su abuela; cursó hasta sexto de escuela, a los 14 empezó a trabajar de niñera y después de peluquera. Cuando tenía 18 años conoció al padre de sus hijos, un marinero que tenía 12 años más que ella. Sus hijos se llevan entre 13 y 14 meses: las pastillas anticonceptivas le daban taquicardia y no podía ponerse un dispositivo intrauterino. Dice que a su marido le convenía que ella estuviera siempre embarazada porque era “un sabandija” y así ella no podía saber si él la engañaba o no. Lo supo años después.

Cuando tenía 36 años empezó a trabajar en Fripur y eso le abrió las puertas de un mundo desconocido:

Empecé a conocer cosas que no sabía, ignoraba todo. Mi vida era mi casa, mis hijos, lavar, cocinar y limpiar, pero la vida de afuera no la conocía. Me casé ignorante de todas las cosas de la vida. Mi abuela era muy celosa y no me dejaba tener amigas. Nunca había ido a un baile.

Sus compañeras no podían creer que nunca hubiera ido a un baile. Un día se decidió: “Fue como abrirle la jaula a un pajarito, quería volar y volar”. Reconoce que cometió errores pero no se arrepiente. Un día que el marino estaba arrestado agarró todas sus cacharpas y las de sus hijos y se fue a vivir con otra pareja con la que estuvo nueve años. Ni bien se enteró, el marino se llevó con él a todos los niños. Ella iba a visitarlos.

Trabajó vendiendo en ferias y como doméstica. Se fue dos veces a Buenos Aires, una de ellas con la ilusión de tener “un sueldón” para darles a sus hijos lo que nunca había podido, pero volvió un mes y medio después, con suerte, dice, de haber zafado de una red de trata de blanca de domésticas. También vivió en Las Piedras y tuvo otra pareja, por 13 años, hasta que prefirió separarse porque él “ya no tenía ganas de lucharla”.

Vivía en un ranchito de costanero. Hoy tiene 62 años y pese a los problemas de columna construyó hasta la séptima hilera de bloques de su nueva casa; otros vecinos y obreros contratados por el plan completaron la obra. Está orgullosa de su vivienda, pero aclara que ahora que la terminó no se le “marea la mente” y que sigue siendo la misma de siempre. Uno de sus hijos vive con ella y varios en el barrio; cuida a algunos de sus nietos.

Su abuela murió hace 33 años y su madre hace un año y medio. Antes pudo decirle “todo lo que tenía atragantado”: la enorme ausencia de no haberla tenido en su infancia, de no haberle importado. Tampoco a su padre, que cuando tenía un año y medio le pidió a su abuela para llevársela a dar un paseo y la regaló a un matrimonio (en cuanto su abuela supo, se la llevó consigo de vuelta). También a él pudo decírselo.

Sus hijos y sus nietos son su mayor orgullo. Hace tiempo que no va a bailes, pero dice que en cualquier momento le da el arranque y sale. Le gusta bailar cumbia, reggaeton, candombe (“hago las agachaditas y todo”). Sabe que la soledad es dura y cree que “para el amor nunca hay edad” y que “no porque sea grande no tengo derecho a tener un compañero, para compartir un mate, para charlar”.

Alicia
Alicia Miraballes, referente en Plan Juntos / Foto: Sandro Pereyra

Nació en 1964, en La Tablada, donde su abuelo tenía un tambo. Es la menor de tres hermanos. Su madre se fue cuando ella tenía 12 años; su padre, panadero, los siguió criando, pero ella pasó a encargarse de las tareas de la casa. Cursó hasta sexto de escuela. Cuando tenía 20 años conoció al padre de sus dos primeros hijos. Se casaron y junto con su padre se mudaron a una pensión al centro de Montevideo, donde tenían mejores oportunidades laborales. Se divorció, se fue a vivir cerca del barrio Conciliación con su padre y sus hijos. Conoció al padre de su tercera hija. Le pegaba y siguió maltratándola durante el embarazo. Por eso, dice, tuvo un parto prematuro. Por meses no se supo si la niña sobreviviría. Siguieron los golpes. Separarse de un hombre violento en aquellos años no era fácil: estaba acorralada. Se fue con lo puesto y sus tres hijos a Buenos Aires. En el trayecto pensaba todo el tiempo que el hombre la alcanzaría y frenaría el ómnibus. Se instaló en la otra orilla y allí también fue su padre. Consiguió trabajo, hizo amigos. Vivió nueve años, los últimos cinco en pareja. Un día le dieron ganas de volver a Uruguay. Sin más despedida que una carta dejó a su compañero y emprendió el retorno. Después de estar en Complejo América y en el Cerro, se instaló definitivamente en Verdisol.

Entró al Plan Juntos tras la propuesta de referentes del Movimiento de Participación Popular (Frente Amplio), que lidera Mujica. Trabajaba de doméstica y vivía en una casa pequeñísima, con su actual esposo y su nieta, hija de su hija. Junto con dos vecinas, se puso el plan al hombro. Cree que ya no podrá trabajar de doméstica por los dolores de espalda que le dejó el trabajo de obra. Desde 2010 hasta hace pocos meses fue guardia de seguridad en la escuela del barrio. Hace poco obtuvo la tenencia de su nieto, hijo de su hija, que está en rehabilitación por consumo de drogas. Pese a que no se siente capaz de dar consejos, sigue diciéndole a su hija que tiene que salir adelante para hacerse cargo de sus hijos. A su madre la ve a veces y su padre falleció hace más de un año. Sus dos hijos formaron sus propias familias y mantienen un vínculo cotidiano.

Su tiempo libre lo dedica a las tareas del hogar pero también se da sus gustos: sentarse un rato a tomar mate, pasear con su esposo y sus nietos, ir a las criollas, a playas de río y a los tablados algunas noches de verano.

Marisel
Marisel Ramos, Plan Juntos/ Foto: Sandro Pereyra

Tiene 38 años y diez hijos. Llegó a la Cachimba del Piojo con sus padres, porque su madre se había enfermado y no quería morir en La Cantera del Zorro, donde había vivido siempre. Se mudó con sus padres, sus niños y Fabián, su marido, padre de los más chicos y, en los hechos, de los más grandes. Él era hurgador; clasificaba en la casa y ella lo ayudaba. Había estudiado corte y confección pero prefirió dedicarse a la casa y a sus hijos.

En 2013 aterrizó la propuesta del Plan Juntos en la Cachimba. Con otros vecinos formó la comisión vecinal de la que ella es la secretaria. Ese trabajo le enseñó que tanto en el barrio como en su casa cuando hay un problema hay que reunir a las partes y hablar, buscarle la vuelta, “achicar”. Pero la armonía no fue completa. El novio de su vecina se mudó al barrio. Marisel dice que buscaba líos. La acusaba de “trabajar con los botones”; ella lo reconoce pero justifica que la comisión tiene que comunicarse con la Policía porque es la forma de cuidar los materiales. Su marido y el nuevo vecino tuvieron enfrentamientos. El 21 de noviembre de 2013 Fabián murió baleado por el vecino.

Casi un año después Marisel pudo contar lo que pasó. Lloraba mientras lo hacía; quién no. Su esposo tenía antecedentes por robo de autos, leves, pero cuenta que desde que estaba en el plan no hacía otra cosa que trabajar para tener la casa. En ese tiempo, además, había terminado la escuela y se había sacado el carné de salud porque a la semana siguiente empezaría a trabajar.

Ella no usó el mes de duelo que le dieron en el Plan Juntos:

No hay más duelo y más homenaje que continuar con el proyecto.

Vamos a cumplir con Fabián cuando se terminen las 86 viviendas, la cancha y el proyecto que hay para el Castro”, dijo, en referencia a las construcciones que se realizan en el terreno ex frigorífico. Además de continuar en la comisión, empezó las tareas de obra. Así la conocimos, cargando baldes para hacer mezcla.

Gabriela
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Nació en Artigas hace 33 años, donde su abuela la crió a ella y a sus dos hermanos. Cuando tenía cinco su madre se mudó a Montevideo para trabajar como doméstica y cinco años después pudo llevarse a sus hijos. La madre trabajaba todo el día; entre ella y los hermanos hacían las tareas de la casa. Se ennovió con el padre de sus hijos cuando tenía 11 años y a los 14 quedó embarazada. Cursaba tercero de liceo y no pudo terminar el año. A los 15 se fue con su pareja y su hijo a vivir a La Teja. Dos años después se mudaron a una pensión en el Centro. Nació su segundo hijo. Ahorraron y se compraron una casa en La Isla, un asentamiento próximo al Cerro. Nació su tercer hijo, que hoy tiene seis años (sus hermanos, 12 y 18).

Gabriela trabajaba vendiendo en ferias y haciendo limpiezas. Terminó la relación con el padre de sus hijos poco después de que naciera el más chico, pero siguió viviendo con él cuatro años más, hasta que se mudó a La Cachimba del Piojo, al fondo de la casa de su hermano. Un ranchito “de dos por dos” fue la solución para salir de La Isla, pero la casa se llovía. Ella no pegaba un ojo en cada noche de tormenta; ponía nailon y camperas en la cama de los más chicos pero no podía evitar broncoespasmos y mañanas de inundaciones. Además, sus hijos más chicos dormían en una sola cama y el más grande en otra con su nuera y su nieta recién nacida, que ahora tiene dos años.

Cuando el Plan Juntos se presentó en el barrio, desconfió. Se arrimó más de un año después, tras ver las primeras construcciones. El asistente social del plan y otros vecinos visitaron su casa y le ofrecieron ayuda. En otro terreno edificaron una construcción más amplia que no se llueve: “es un palacio” al lado de la otra, dicen sus hijos. Ya llegará la vivienda de material del Plan Juntos.

Integra la comisión vecinal y es parte de un proyecto de cooperativa social que trabajará en el rubro de la construcción. El plan la acercó a ella y a sus hijos al barrio y le dio pie para que conociera a su pareja actual, con quien se casó el año pasado.

Con 33 años, tres hijos y una nieta, asegura que si volviera atrás haría lo mismo:

Mis hijos y ahora mi nieta son mi motor día a día. Cuando quería bajar los brazos eran ellos los que me decían “dale, mamá”.

Fue a Artigas cuando falleció su abuela, que era madre y abuela. No ha podido volver: la herida sigue abierta. Su madre está cerca, siempre pendiente de ella y se visitan seguido.

María
Barrio 1 de Mayo, Plan Juntos / Foto: Sandro Pereyra

A diferencia de su esposo, no tuvo que trabajar cuando era chica; hasta podía salir con sus amigas, cuenta. Después de la escuela, en Cerrito de la Victoria, estudió peluquería. Alquilaban una casa en un barrio próximo al Primero de Mayo pero pensando en sus hijos optaron por comprar: “si faltábamos, qué les dejábamos”, razonaron. Juntaron plata y por internet vieron que se vendía una casa en el barrio Primero de Mayo. Se mudaron allí hace cuatro años. La vivienda era de material pero tenía un solo dormitorio y vivían apretados. Se sumaron al Plan Juntos y de esa forma hicieron otro cuarto, un living comedor y mejoraron el baño.

María había trabajado en una fábrica de arbolitos de navidad. No conocía el trabajo pesado:

Nunca había levantado una bolsa de portland, nunca había ido a una planchada, menos a una platea, bajar material, bolsear, doblar y cortar fierros. Todo me costó.

Se distribuyeron las tareas. Su marido trabajaba afuera y en el tiempo libre avanzaba con la casa; ella empezó a trabajar todos los días para contabilizar las horas que debían cumplir y junto con los vecinos de la cuadra integró una de las cuadrillas que hizo decenas de techos y pisos.

Por suerte no todo era trabajo pesado. Hacer de serena durante horas en el salón comunal le devolvió un espacio propio: el tiempo de pintarse las uñas, maquillarse, arreglarse el pelo, escuchar música y conversar largo y tendido con las compañeras de turno.

Poco antes de terminar la casa nos contó que quería trabajar. Pero tenía y no tenía ganas. Podía retomar la peluquería o hacer tareas de limpieza, pero en verdad lo que más quería era estar con sus hijos, que hoy tienen 14, 9, 6 y 5 años; la primera nació cuando ella tenía 20.

Quiero recuperar el tiempo que perdí con ellos, ir a la placita, sentarme con ellos a hacer los deberes, a jugar o a mirar dibujitos. Quiero disfrutarlos. La grande ya está creciendo. Me duele no tener tiempo como antes. Me da bronca pero estoy contenta porque sé que van a tener algo.

Lourdes
María Leites y Lourdes Ramírez, Plan Juntos / Foto: Sandro Pereyra

Tiene 29 años y tres varones, de 10, 8 y 3 años. Nació en el barrio Borro. Sus abuelos la criaron a ella y a sus tres hermanos. “Primero se fue mi padre. Cuando tenía cinco años, mi madre nos dijo un día que iba a cobrar la asignación y no vino más. Enfrente vivía la madre de mi madre, que nos puso en la escuela. Le agradezco a ella que sepamos leer y escribir. Ella para mí es mi madre, todo”.

Tuvo que cuidar de sus dos hermanos más chicos y con el más grande iban en bicicleta desde el Borro a Las Acacias a buscar la plata que su padre le mandaba a su abuela, pero él se escondía y no se las quería dar.

Cursó hasta tercero de liceo, cuando murió su abuelo. Conoció al padre de sus hijos y a los 19 tuvo su primer hijo. Se fueron a Nuevo París. Hace siete años se mudaron al Primero de Mayo. Ya instalado el Plan Juntos, decidió sumarse.

Un día dije “no puedo seguir viviendo así”. No era digno para mí ni para mis hijos.

Sacaron el techo del cuarto y del baño y reformaron la casa. En lugar de un cuarto ahora tienen dos.

Lourdes había hecho un curso de peluquería. Llegó a aprender el brushing pero en aquel tiempo no había brushing progresivo, cuenta, para dar una idea de la actualización que necesita. Le gustaría hacer un nuevo curso y trabajar de peluquera.

Ya de grande volvió a encontrarse con su madre, que tuvo otras parejas y otros hijos. La ve cada tanto pero no es fácil:

Voy a tener un rencor toda la vida y se lo echo en cara a mi padre y a mi madre. Me duele que no hayan estado, desde en una reunión de padres hasta ser abanderada. Yo les dije: “Ninguno de los dos me puede dar un ejemplo como padre, la única que me puede dar un ejemplo como madre es mi abuela”. Me duele hasta el día de hoy. No fueron capaces de reparar eso ahora que somos grandes, no con nosotros, sino con los nietos.

Ella y dos de sus hermanos formaron sus propias familias: “Lo que vos pasaste no querés que pase con tus hijos”. En cuanto al día a día, también recibió lecciones: “No salimos tan inútiles porque la abuela nos hacía abrir zanjas, clavar palos, había lavarropas pero nos hacía lavar las medias y los calzones en la pileta”.

Su abuela vive. El sábado anterior a que conversáramos había ido a visitarla mientras cumplía con su turno como serena en el salón comunal. Le había llevado buñuelos.


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