Aprender con los refugiados [Lento #25, abril 2015]

Texto: Guillermo Garat

Fotos: Javier Calvelo

Al mismo tiempo que las cámaras apuntaban a los niños sirios recién llegados corriendo tras la pelota —mejor símbolo de la unión entre los uruguayos que cualquier escarapela—, 72 de sus compatriotas, recluidos en campos de refugiados, aún esperaban

El 10 octubre de 2014 cinco de esas familias encontraron un salvoconducto para escapar de la humillación, la lluvia de sangre y los entierros forzosos de barrios enteros. Desde Beirut llegaron a Frankfurt, de ahí a Ezeiza y, por último, a Montevideo. Cuarenta y dos sirios desembarcaron en el Aeropuerto Internacional de Carrasco acompañados de intérpretes y funcionarios gubernamentales. El entonces presidente José Mujica los recibió y escoltó al ómnibus azul que los llevó al hogar San José de los Hermanos Maristas.

Rajá, esposa de Jamil, junto a sus hijas, Roshin y Rita. Cuando llegamos, ellas estaban en la cocina preparando pan árabe para nosotros.
Rajá, esposa de Jamil, junto a sus hijas, Roshin y Rita. Cuando llegamos, ellas estaban en la cocina preparando pan árabe para nosotros.

El cambio de gobierno afectó la llegada de la segunda tanda de refugiados: se la esperaba en febrero, pero sería pospuesta hasta fin de año. “Vamos a analizar el tema en profundidad y luego tomaremos una resolución. No tenemos ningún compromiso establecido”, había dicho Tabaré Vázquez en su primer discurso como presidente. “Está un poco en el aire todo”, dijo a la agencia Efe Michelle Alfaro, la oficial regional senior de ACNUR.

En febrero de 2015 Líbano cerró las fronteras a los ciudadanos sirios. Por primera vez precisaron visa para entrar al país hermano. El gobierno libanés impuso una lista de 70 profesiones que los sirios, aun si ingresaran legalmente, no podrían ejercer. Líbano está desbordado y había perdido la paciencia. Se reportan golpizas de libaneses a trabajadores sirios atrapados, que boquean en las putrefactas redes de la economía informal en un país que, además, les resulta carísimo.

Siguen siendo siete las familias que aguardan venir a Uruguay, pero ya no son 72 personas: después de la última visita del gobierno uruguayo, nació un niño. Algunas familias ya no tienen ahorros y viven en carpas. Otros se revuelven por ahí, entre los recuerdos de los escombros, de lo que quedó atrás y nunca va a ser como antes.

Cuando quien llamaremos Bassam llegó a la playa de El Pinar, a 33 kilómetros de Montevideo, se dejó llevar por los médanos atrapados entre el arroyo Pando y una pobrísima rambla mitad tosca, mitad arena. Corrió y corrió, pero no para meterse en el partidito de fútbol que se estaba por jugar: usó sus piernas, como la primera vez, como si fuera la última, por el placer de hacerlo. Había estado recluido desde los 20 años hasta los 33 que carga hoy. Después de correr, se dejó caer en la arena. Probablemente haya sido la reafirmación, la confirmación de que era libre tras 13 años en la prisión estadounidense de Guantánamo, paradójicamente enquistada en suelo cubano, donde pusieron su carne a disposición del sadismo más refinado, el más tecnificado, el que se inauguró poco después de que las Torres Gemelas se hicieron trizas.

Su oído todavía le hacía escuchar un zumbido que trastorna. Las tres lamparillas blancas que iluminaban su celda noche y día habían desaparecido. Se encegueció con el resplandor platense de diciembre.

Todos fueron al agua. Talib (otro nombre ficticio) llegó a la orilla y en el apuro del zambullón no se sacó la camisa: se empapó. Había ido de Afganistán a Guantánamo y de ahí, engrillado, esposado y encapuchado, como sus compañeros, bajó de un avión militar estadounidense en Carrasco. El entonces vicecanciller Luis Porto ordenó que les sacaran las ataduras y que, por favor, les explicaran que eran hombres libres. Los condujeron al Hospital Militar, todavía vistiendo los mamelucos naranjas que algunos de ellos siguieron usando durante unos días. Allí permanecieron tres noches.

En diciembre, poco después de su llegada a Montevideo, estreché la mano de Hasab. Tenía la cara más desconfiada que haya visto. Cuando levantaba la cabeza, miraba a cada peatón. No podía fijar la vista más que en el piso. Manipulaba su Tashib (el rosario musulmán) con devota ansiedad. Vestía bermudas largas y chanclas de faja ancha. Cuando habló, se limitó a agradecer al entonces presidente y al pueblo uruguayo. De su detención y de lo que vivió en Guantánamo, ni palabra.

Ya tendrán tiempo de procesar el horror. De ponerles voz a las cicatrices de sus cuerpos atrapados en la historia del conflicto geopolítico más relevante de los últimos tiempos, el que empezamos a ver por las pantallas en 2001, cuando cayeron las Torres Gemelas en Nueva York. Entonces, el periodista Marcelo Jelen dijo que había sido un ataque de 
Al-Qaeda, cuando en el Río de la Plata nadie sabía lo que era Al-Qaeda. Ahora tenemos las esquirlas humanas del espeluznante espectáculo caminando en Montevideo, aprendiendo castellano, haciendo lo mejor que pueden, como pueden.

Jamil Ahmed no se esconde más. Llegó a Uruguay en enero y ya está haciendo changas en el lavadero que gestiona el Centro Islámico del Uruguay, frente a la Intendencia de Montevideo, y donde, además de autos para enjuagar y estacionar, hay una sala, salat o zalá para rezar. Quiere encontrar más y mejor trabajo. Trabaja duro.

Hace casi cinco años que empezó la guerra civil en Siria. Pero Ali Ahmed había llegado a Salto mucho antes, en 1993, con 23 años. Quería libertad. Venía de dos años y medio de servicio militar obligatorio. Había sido un escolar vestido de verde oliva, educado en los valores del partido árabe socialista Baaz, la camarilla única que administra el poder desde 1963 tras un golpe de Estado. Hasta 2010, cuando estalló la primavera árabe —que hoy parece un chiste occidental de mal gusto—, Siria era un país en relativo desarrollo: buenos niveles de educación, una economía estable y altos niveles de seguridad, que, según la población, se debían a la mano dura de las autoridades, la misma que reprimía cualquier disidencia política. Si no robás ni te metés en política estarás seguro, dice la voz popular.

Hoy, Ali gestiona el estacionamiento y lavadero. Es un hombre de negocios, un nexo entre árabes y locales. Se considera un sirio-uruguayo y su acento lo confirma. Fue él quien hizo las gestiones para que Jamil aterrizara en Uruguay con su esposa Rajá y sus ocho niños. Les consiguió un apartamento en el centro donde no pagan alquiler.

El poco dinero que cobra Jamil lo invierte entero para alimentar el hogar. Para sí mismo apenas compra tabaco Cerrito, hojillas Atala amarillas y, de vez en cuando, algún cigarrillo Nevada. Rajá cuida a los niños y cocina pitas en el fogón, hierve trigo bulgur, pica perejil, tomate y cebolla para el tabulé. Un ramo de niños y niñas la solicitan arremolinados en su extensa pollera. Cuando Jamil pidió su mano en las afueras de Damasco, no pensaban en llegar a un país así ni emigrar, escapar, caer con lo puesto en un paracaídas de emergencia.

Jamil fue chofer de camiones en las épocas en que trabajaba bien. También lavó cerámicas en una fábrica. Se recuerda dichoso con aquella vida tranquila en el campo de su país. Evoca grandes terruños repletos de árboles de damascos, manzanas, duraznos, las montañas dándoles la espalda al río y sus manantiales. Habla de la naturaleza y una agricultura tan pujante como milenaria, la del Levante Mediterráneo, corazón de la Media Luna de las Tierras Fértiles, zona conocida en los manuales de historia antigua como cuna de la civilización. Allí se domesticaron por primera vez caballos, vacas, ovejas, cerdos y se cultivó intensamente el trigo, la cebada, el lino, las habas y la lenteja. Entre Siria, Israel y Líbano se desarrolló el primer alfabeto, el fenicio, que luego se difundió por el Mediterráneo. Hoy, la situación es muy otra.

Cuando el conflicto se volvió insoportable en las afueras de Damasco, la familia consiguió una casa en Der Khabeyh, un pueblo más pequeño. Pensaron que allí iban a encontrar la calma que habían perdido.

Ramín y Abdul en su cuarto del apartamento en el centro de Montevideo. Hablan muy poco español, aunque el trabajo en la escuela Grecia a la que asisten desde comienzos de 2015 y con María Eugenia, la maestra voluntaria que los ayuda, ha hecho que entiendan bastante lo que hablamos.
Ramín y Abdul en su cuarto del apartamento en el centro de Montevideo. Hablan muy poco español, aunque el trabajo en la escuela Grecia a la que asisten desde comienzos de 2015 y con María Eugenia, la maestra voluntaria que los ayuda, ha hecho que entiendan bastante lo que hablamos.

El susto paralizó al niño de Rajá y Jamil un día que jugaba en el techo de la casa. Un misil le pasó cerca y estalló no muy lejos. A los minutos de bajar temblequeando, estalló contra el techo “un fierro caliente, como un rayo”, recuerda Jamil. El segundo episodio fue el peor, el definitivo. La miseria de la guerra los cercó. El misil hizo un estruendo para recordar por siempre. Reventó la casa contigua. De los escombros sacaron a una mujer y sus niños, rememora Jamil con cara seria.

—No me gusta recordar esas cosas. Pasamos momentos duros, difíciles, emotivos, peligrosos. La violencia trae violencia. Los niños mueren delante de ti, las mujeres mueren al lado tuyo. Yo me siento muy mal.

No tenía más fuerza ni ganas de preguntarle más nada sobre Siria. Pero era tarde para Jamil. La evocación del horror persistió. Siguió contando, más preciso.

—Lo que pasó fue que todo estaba tranquilo. Pero surgió el conflicto. Mucha gente no está de acuerdo con el conflicto. Nadie sabe muy bien qué pasó ni qué está pasando. Entró gente que no era de la región. Vivíamos tranquilos y de un día para el otro hubo guerra. La guerra es muy fea: la familia está en peligro.

Hoy la mitad de la población siria fue desplazada de sus casas. La guerra destruyó 1.200.000 hogares y 50% de la urbanización en las principales ciudades. El 39% de los hospitales no funciona más y son pocos los doctores que se quedaron en el país.

Tres semanas después del segundo misil, Jamil y los suyos estaban en Montevideo. Ahora los niños van a la escuela, donde reciben clases de español que reafirman por las tardecitas con una maestra buena onda que va a su apartamento. La familia valora la paz, la parsimonia uruguaya, “dormir tranquilos”.

—Los niños no lloran más. Antes escuchaban los bombardeos y lloraban. Antes era un caos.

Ahora los problemas son otros. Aunque Jamil ha presentado cartas por cuanto ministerio y oficina de la ONU hay en Uruguay, no consigue el estatus de refugiado que le reportaría unos pesos más para hacer frente a la carestía uruguaya y proyectarse de otra manera.

En vez de preguntarle por las coincidencias de la cultura siria y uruguaya, le pregunté por las diferencias. Será una deformación profesional: meterse en las contradicciones ajenas y explotarlas.

—La gran diferencia es que acá es más caro. Darles de comer a ocho niños es caro. El pan es caro. El problema que tenemos es que comemos mucho pan.

Jamil tiene claro que está empezando de cero a sus 39 años. Ya habla un español que para sus cinco meses de residencia está más que bien. Los niños más grandes le llevan ventaja: tienen acento uruguayo. Además, se hicieron amigos que los invitan a los cumpleaños.

—Conocen amigos e idioma nuevo. Están contentos con Uruguay. Realmente la gente es solidaria.

Trece es el número de la mala suerte en el imaginario de la lotería. Trece fueron los años que estuvieron detenidos en Guantánamo las seis personas que consiguieron llegar a Montevideo en diciembre. Trece los años que Mujica se la pasó de pozo en pozo, de calabozo en calabozo.

El 12 de mayo de 2014, a las 11.06 de Washington, el presidente Barack Obama elogió a José Mujica en una breve aparición protocolar. El uruguayo, hablando con la prensa, pidió a los estadounidenses que se apuraran con el trámite para que llegaran los todavía detenidos en Guantánamo. “Sólo me quedan unos meses en el gobierno”, alertó.

No era la primera vez que los gobiernos conversaban el tema. Mujica había aceptado traer a los refugiados de Guantánamo tiempo atrás. En diciembre de 2013, Fernando Pereira, coordinador del PIT CNT, y su compañero Marcelo Abdala, se reunieron brevemente con el entonces presidente en la Torre Ejecutiva. El líder del Movimiento de Participación Popular (MPP) les informó que había aceptado que llegaran a Uruguay hasta siete presos políticos de Guantánamo. Ni los organismos de seguridad ni la Justicia en Estados Unidos —a la que los prisioneros nunca tuvieron acceso— habían encontrado motivos para acusarlos. En 2009 les comunicaron que Estados Unidos no tenía cargos contra ellos y esperaban una liberación que no llegaba. Algunos protestaron. Uno se cosió la boca y luego hizo huelga de hambre. Su caso llegó a un juez, pero sólo para que autorizara que lo alimentaran a la fuerza. Los videos de esa tortura están en internet. Los estadounidenses arguyeron no poder enviarlos a sus países de origen porque sus vidas o su integridad estarían en peligro.

Mujica solicitó a la central de trabajadores que colaborara en la inserción de los prisioneros en la sociedad uruguaya. Que además de ayuda económica, los pudieran acompañar, contenerlos y sobre todo brindarles afecto. Además, les pidió reserva. Abdala y Pereira citaron inmediatamente al Secretariado Ejecutivo, que avaló la posibilidad de recibir a los todavía presos. También acordaron mantener el secreto, que se rompió el 8 de diciembre, un día después de que llegaran los detenidos. El Secretariado citó urgente a la Mesa Representativa. Ese mismo día se había conocido que el PIT-CNT debía dar también alojamiento a los seis hombres. Se necesitaban recursos económicos. La Mesa Representativa resolvió, por unanimidad, solidaridad, unidad y lucha; que vengan.

Entonces se desató un remolino.

Jamil Ahmed con Jalil, Abdul y Rita, tres de sus ocho hijos. La familia llegó desde Der Khabeyh, una villa a 27 kilómetros de Damasco, a Uruguay el 7 de octubre de 2014, pasando por Beirut, Qatar y San Pablo.
Jamil Ahmed con Jalil, Abdul y Rita, tres de sus ocho hijos. La familia llegó desde Der Khabeyh, una villa a 27 kilómetros de Damasco, a Uruguay el 7 de octubre de 2014, pasando por Beirut, Qatar y San Pablo.

Julio Chino Geréz es uno de los hombres recios del PIT-CNT. Dice que no es el más simpático de sus compañeros. Tiene hombros anchos. Es macizo, resistente. Esconde sus afectos detrás de las cejas. Sabe esconder: estuvo preso nueve años en los calabozos de la dictadura cívico-militar.

El último verano lo pasó sin dormir, sudando la gota, sin fines de semana ni descanso. Tampoco tuvo vacaciones, ni fiestas con la familia, ni mate con la patrona. Nada, excepto problemas nuevos. Hasta finales de febrero estuvo encargado de la seguridad en la casa que comparten los cuatros sirios, un palestino y un tunecino que llegaron de Guantánamo. A fines de enero tuvo que ir al sanatorio, porque cuando se levantaba de la cama con pie izquierdo, rengueaba. No entendía qué le pasaba. Estaba acelerado. Le dieron pase al psiquiatra. Lo llamaron por su nombre, lo escucharon y le recetaron un ansiolítico. Era la primera vez que tomaba algo para bajar. Tragó una sola pastilla y volvió a ser el duro de siempre. Pero el estrés persistía.

—Hace 20 días que los dejé y estoy durmiendo como antes, es imponente. Ahora ese estrés lo estoy notando en otros compañeros.

Doce sindicalistas acompañaron a los de Guantánamo las 24 horas del día en el primer mes. Cuando sus huéspedes tuvieron mayores herramientas para desenvolverse en Montevideo, fueron 16 horas. Hoy hacen ocho.

El período de preparación para el recibimiento “fue de un día para el otro”, contó uno de los sindicalistas involucrados. Conversaron con una veintena de presos políticos sobre la prisión, sobre las secuelas. También charlaron con terapeutas de presos políticos, hicieron contactos con la salud pública, con el Ministerio de Desarrollo Social y con cuanta institución gubernamental y no gubernamental pensaron que podía ayudarles. Elaboraron un manual para quienes estarían todo el día con los seis. Leyeron todo lo que estuvo a su alcance, entrevistaron a referentes de la minúscula comunidad árabe uruguaya y viajaron al Chuy, donde reside uno de los grupos más numerosos. Pusieron toda su voluntad y disposición.

Apostaron a personas que hablaran árabe para traducir, pero no podían estar todos ni todos los días ahí. Así que Geréz le dijo a su hijo —que sabe inglés— que se pusiera las botas. Fue traductor, intérprete: el pobre que se las fumó en pipa. Sólo dos de los seis refugiados hablan inglés. Ibrahim es el que lo practica un poco mejor. La casa del PIT-CNT se convirtió en una Torre de Babel.

Cuando fueron a la playa por primera vez, les obsequiaron shorts de baño, pero no los podían usar porque no usan vestimenta por encima de las rodillas. Uno de ellos pidió pinturas, hojas, pinceles, y allá marcharon a la papelería. Gastaron casi 4.000 pesos en materiales. Les dolió en el alma. Cuidan cada peso como si fuera el último. Les compraron ropa y alguno de sus huéspedes la regaló en el barrio porque entendía que le quedaba chica.

Al principio, el PIT-CNT le daba 1.500 pesos por semana a cada uno. Lo primero que hicieron fue ahorrar ese dinero para comprar sus propios teléfonos móviles. Ahora reciben 15.000 pesos por mes. “Plata que viene de afuera”, dijo Mujica. Pidieron un despertador. Pero no lo usaban para levantarse e ir a la academia a aprender español: se despertaban para alguno de los cinco rezos diarios. Para que fueran a estudiar muchas veces los anfitriones tenían que golpearles la puerta del cuarto.

Varias de sus actitudes no les cerraban a los sindicalistas que rodeaban a los ex presos. En una central obrera como la uruguaya, el valor del trabajo es supremo, y cumplir con él, el rito sagrado. En una semana el PIT-CNT les consiguió una treintena de ofertas laborales pero por ahora los ex prisioneros no quieren trabajar. Es una herida abierta para los sindicalistas: no lo entienden, aunque comprenden las secuelas de la prolongada reclusión y las torturas, como falta de concentración y enfermedades severas.

El 12 de febrero Mujica llegó a la casa de los refugiados en Palermo acompañado del dirigente bancario Fernando Gambera y de Fernando Pereira. Hablaron dos horas. Mujica insistió con el tema del trabajo. Les dijo que no hay que ser complaciente, explicaron participantes del encuentro. Que él había sufrido lo mismo, que al salir alquilaron una casa humilde con su compañera Lucía, que se inventaron el rebusque de las flores y que se la pasaban laburando. También les comentó el caso del hoy diputado del MPP Daniel Placeres, quien al cerrar Cristalerías del Uruguay quedó en banda, sin lugar ni para vivir. Mujica y su esposa lo recibieron y trabajó de lo que pudo hasta que años después se logró abrir Envidrio, la fábrica recuperada por los ex trabajadores de Cristalerías, que ahora se da el lujo de exportar su producción. Placeres no sabía criar gallinas, pero aprendió hasta que llegó a reconstruir su camino.

Cuando los seis ex prisioneros se quejaban de la casa, los sindicalistas les decían que vivían en una mejor que la del presidente. A la vivienda se entra por una escalera que da a un recibidor —con un tenue vitral por techo— y a un estar que conecta los cuatro cuartos y la cocina. Algunos dormían en cuchetas. La casa les resultó pequeña y consiguieron que dos pernocten en un hotel, pero vuelven todos los días.

Uno de los traductores les avisó a los sindicalistas: “Voy a decir exactamente lo que expresan”. No entendían por qué la advertencia, hasta que uno de los seis espetó que estaban mejor en Guantánamo que en Uruguay. Era lo mismo que escuchaba el Chino Geréz cuando les decía que había que limpiar o tirar la basura.

Hoy ya no depende todo de la buena voluntad de la central de trabajadores. El Servicio Ecuménico para la Dignidad Humana está gestionando gran parte de las necesidades y requerimientos de los refugiados. El PIT-CNT sigue presente, pero un poco más al costado. Igual que los otros, Fernando Pereira no se arrepiente de nada. Volverían a decir que sí.

—No somos especialistas. Nunca recibimos refugiados de este tipo. Somos sindicalistas. Hicimos el mejor trabajo posible para la falta de conocimiento que teníamos. No estábamos ni cerca de tener experiencia. Ni siquiera Uruguay la tiene. Pero por no tener experiencia no lo íbamos a dejar de hacer. Anotamos los errores para aprender.

Uno que pasó los últimos 4.745 días encerrado en esa bahía que Estados Unidos controla desde 1903 memorizó el número de teléfono de su casa para llamar a los suyos. Cada día, no importaba nada, lo repetía. Lo primero que hizo en Palermo fue pedir esa llamada. Al momento de discar le faltó un número. Había olvidado un solo digito, pero, a prueba y error, el auricular sonó libre y lo atendieron.

Cuando les llegó la computadora portátil que les consiguió la central de trabajadores, lo primero que buscaron fue “Guantánamo”. Habían llegado hacía poco y seguían repitiendo que Guantánamo era preferible a Uruguay.

Crecía en Geréz la indignación.

—Pero la cara de uno de ellos me decía otra cosa. Tenía una mueca que con los días le fue aflojando.

Al principio, los árabes no entendían qué era una central de trabajadores como la uruguaya, ni qué era la izquierda, el Frente Amplio, la dictadura o el exilio en Suecia, México, Venezuela, España. No entendían nada. Eran desconfiados. Antes de comunicar algo hablaban largo entre ellos. Después Ibrahim balbuceaba en inglés para los sindicalistas.

Llegaron con problemas de espalda, de vista, de oído, de próstata, las manos torcidas, el estómago dado vuelta. Viven un caos todavía que es interno y singularmente individual.

Resume un sindicalista:

—Hay tres de ellos que son prácticamente desechos de guerra.

Una de las personas que los acompaña duda que puedan adaptarse con facilidad al mundo laboral:

—Recién salieron. ¿Pueden ir a trabajar? Veamos esto desde el punto de vista humano. No ven bien. Les dijeron que tienen que estudiar español. ¿Cómo van a estudiar español si hace 13 años que no tienen otro libro que El Corán?

Un miércoles le habían dado hora a Bassam en el otorrino. Cuando llegó con su intérprete al hospital, le dijeron que se habían equivocado al darle fecha y hora. Tuvo que volver un lunes, como buen uruguayo que no es.

Bassam me pidió un minuto. Conversá- bamos en la puerta de la casa en Palermo. Una persona en situación de calle, que meaba un árbol cercano, se acercó con una botella de agua vacía. Bassam la tomó, subió las escaleras, la llenó y la devolvió sin que mediara palabra. Sigue diciendo que ésa no es su vida. Que estuvo 13 años encerrado, que no sabe qué hacer con su nueva vida, que tampoco es la que quisiera. Que antes tenía 25 balcones y que ahora tiene uno solo. Extiende los brazos en te, se mira de arriba abajo para que lo mire. Dice que todavía ni siquiera decide la ropa que usa, que la eligen otros. Le gusta más escuchar español que ir a las clases. Que aunque hay guerra en su país natal, estaría mejor que acá. Ya fue a las Llamadas de la calle Isla de Flores. Alguien le regaló unos CD con música uruguaya que no puede escuchar porque no tiene dónde. Quiere vivir solo, quiere ser uruguayo, enamorarse de una uruguaya, quedarse. Está confundido. Le cuesta concentrarse. No es para menos.

Cuando llegaron a la casa, lo primero que trataron de dejar en claro fue que son buenas personas, que estaban en el lugar y en el momento equivocados. Los escuché repetírselo a varias personas. Entre ellos, al periodista marroquí de Al Jazeera, Mohammed Alami, el primero en entrevistar a uno de los refugiados en Montevideo, que visitó una decena de veces Guantánamo para reportear y escribir un libro al respecto. Mujica dijo lo mismo en una conferencia de prensa, cuando exhibió un documento firmado por Clifford Sloan, enviado especial del gobierno estadounidense en Uruguay para la clausura de Guantánamo, en el que se afirma que “no existe información que demuestre que estas personas estuvieran involucradas o hubieran facilitado actividades en contra de los Estados Unidos, sus socios o aliados”.

Susana Mangana es docente titular de la Cátedra de Islam y Mundo Árabe en la Universidad Católica del Uruguay. Además, dirige el Departamento de Negocios Internacionales e Integración de la Facultad de Ciencias Empresariales de esa universidad. También es traductora de árabe. Muchos la conocimos por sus decodificaciones de lo árabe y lo musulmán en los medios de comunicación montevideanos. Española de nacimiento, hace diez años que reside en Uruguay por opción.

En octubre de 2013 enamoró e indignó a sus estudiantes hasta que formaron el grupo Todos por Siria, que enviaba donaciones a la nación quebrada por la guerra. Seis meses después, caminaba en el campo de refugiados Zaatari, en Jordania, con el entonces canciller Luis Almagro. También visitaron Ramala, en Palestina. Almagro volvió con la idea de dar refugio a algunas de aquellas familias. Comenzaron las negociaciones con ACNUR y con la Organización Internacional de las Migraciones. Mangana volvió a Medio Oriente para hacer de intérprete del canciller y la delegación uruguaya en dos oportunidades más: cuando se hizo la selección en Líbano y cuando las cinco numerosas familias vinieron a Montevideo.

Habla sin pausa y con prisa sobre madurar. Comenta el choque entre las expectativas de la sociedad uruguaya y las de las familias sirias. “Refugiado” es un término legal, una etiqueta que permite a los países tener mínimas deferencias con quienes escapan del horror.

—Pero son hombres y mujeres de carne y hueso. Comen, beben y padecen igual que tú y yo. Abajo del velo de las mujeres hay pelo. Se necesita shampoo para lavarlo. Tienen ojos. Necesitan maquillaje para pintarlos. Una cuchara para llevarse a la boca. Precisan ir al baño y hacen las mismas necesidades que nosotros. En España también dicen que no pueden pagar el pasaje, pero lo primero que hacen es comprarse un celular. Se olvidan de las teorías de Abraham Maslow: la persona quiere comer, vestirse y un techo, y cuando lo tienen empiezan a subir peldaños con otro tipo de cosas. Es humano mejorar y progresar.

Mangana recuerda que en aquellos países el Estado es el benefactor. Son naciones patriarcales también desde el punto de vista de la provisión. Además, muchos sirios han padecido el exilio en los países escandinavos o en Alemania, donde existen unos muy cronometrados planes para la inserción social de los refugiados. Pero la sociedad alemana empieza a mirar con desconfianza al Islam, mientras manda tropas por todo Medio Oriente. En Noruega el principal problema que consignan las encuestas de opinión pública es la inmigración musulmana. La sociedad —a grandes rasgos— no tiene más voluntad de recibir inmigrantes.

—En cambio en Uruguay sí hay voluntad. Y eso vale mucho más que un protocolo de atención.

El gobierno uruguayo fue el tercer país de América Latina (después de Brasil y Chile) en elaborar un plan de traslado de familias de Medio Oriente y solventar los costos. Hasta entonces nuestro país había sido receptor de la cooperación internacional; ahora es donante. El gesto sorprendió y agradó a la ONU, aunque preocupó a otros países latinoamericanos, según fuentes de distintas oficinas de cooperación.

La realidad llenó de problemas a la Secretaría de Derechos Humanos de Presidencia, que declinó conceder una entrevista. Ahora, es el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo el que maneja los fondos y brinda una asesoría técnica permanente, enquistada en la propia secretaría.

En Uruguay tenemos la idea romántica de la inmigración espontánea de finales del siglo XIX y principios del XX, la de los vascos, italianos, franceses, gallegos, aquélla que iba a convertir a la Villa del Cerro montevideano en Villa Cosmópolis. Luego vino la dictadura y el exilio de cientos de miles, y se creó otra idea del refugio, del terruño perdido, de la tierra vuelta a encontrar.

—Todo estaba bien mientras los niños pateaban la pelota. Pero si vienen las personas de Guantánamo, se preguntan si habrán estado involucrados en actividades terroristas. Los uruguayos se sienten descolocados, desinformados y prevalece la idea romántica de que si corre la pelota, va a la playa, le gusta el mate, está todo bien, lo aceptamos. Pero en el momento en que salen del canon del buen refugiado no se los quiere aquí. Eso habla de las falencias que tenemos como sociedad, de lo que tenemos que madurar como país. Tenemos la idea de que el refugiado tiene que estar alabando al Estado uruguayo y a Mujica per saecula saeculorum. Y eso no va a pasar. La lista de reivindicaciones va a ser larguísima —retrucó Mangana, que dice calzarse la celeste.

El refugio es un gesto. La inserción en la sociedad es otro gesto. La experiencia de otros países indica que ese relacionamiento cambia con el tiempo. La inserción más exitosa fue la más espontánea: la de los niños uruguayos y sirios, desinteresada, basada en el juego. Sin políticas de Estado, sin agencias de refugiados, sin intérpretes; basta una pelota, jugar a la mancha, dibujar.

Mangana se entusiasma hablando de las coincidencias mediterráneas.

—¿Cómo te saludas con un amigo? Con un beso, un abrazo. ¿Y los árabes? También. En cambio a un coreano, a una alemana, no los abraces. Se sentirán invadidos. Los tiempos del latino no son los anglosajones ni los de la cultura germánica. La flexibilidad y la elasticidad que le damos al tiempo, la famosa impuntualidad, es real, es compartida. ¿No es más fácil invertir ríos de tinta en esto en vez de mirar las diferencias con el dedo acusatorio diciendo que llevan velo? Debajo del velo hay una niña que quiere ir al shopping y comprar ropa en Forever 21.

Juguemos, entonces. El lobo está al acecho. Por lo pronto, el 23 de marzo se supo, por medio del canciller Rodolfo Nin Novoa, que Uruguay no recibirá más ex prisioneros de Guantánamo.


Más: musulmanes uruguayos, por Patricia Pujol.


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