Su circuito es Ciudad Vieja: en la cuadra de boliches como La Ronda, Santa Catalina y Bluzz no hay quien no se haya cruzado con Víctor Andrade y su agresiva oferta de cuadros. Galeristas, amigos y hasta el músico Damon Albarn se cuentan entre los compradores del que algunos apodan “el Basquiat uruguayo”.
Texto: Nel San Martín / Imágenes del documental Sin capa pero con vuelo, de Emilia Moreno y Gabriel Germán.
Víctor Andrade no tiene casa ni familia. Con sus manos delgadas y grandes, un tanto callosas, sobrevive en las calles de Ciudad Vieja. De mañana duerme aunque no tiene una cama, de tarde pinta aunque no tiene un estudio y de noche sale a vender sus cuadros. Víctor Andrade es autodidacta. No sabe de corrientes ni autores, pero pinta y vende, vende y pinta; aun con el cuadro fresco vende. Produce lo que su necesidad le dicta, la misma que le dice que venda barato.
Es un afrodescendiente con la piel curtida por los años sin techo y con los pies duros por los días sin zapatos. No rebasa el metro setenta de estatura y en su hombro izquierdo tiene una cicatriz que parece el esqueleto de un pez. Cumplió 35 años el 1o de febrero.
Hace unos meses dormía en un Ford Falcon rojo de pintura resquebrajada, llantas pinchadas y motor fundido. La dueña le permitía tener descanso ahí y dejar sus pertenencias: un poco de ropa, pintura, maderas y un walkman. Pero cuando llegó el momento de arreglar el Falcon, Víctor se quedó otra vez sin casa.
“¡Es el monstruo de Frankenstein!”, se escuchó un grito rasposo como el aguardiente. Cayó como una maldición en medio de la húmeda noche que se escurría entre alcohol, humo de cigarrillo y el beat de un tema electrónico en una esquina de bares de la Ciudad Vieja. “¡Es el monstruo de Frankenstein!”, insistió la voz. Varios habitués del Bluzz y el Santa Catalina se dieron vuelta. Apareció entre las mesas un hombre que llevaba un afro recortado. Con la mano derecha sostenía un cuadro del tamaño de un disco de vinilo con la representación popular de un monstruo verde como el de los afiches de las películas. “¿Cuánto cuesta?”, le preguntó una mujer sentada con su grupo de amigos. “Llevátelo en 200 pesos”, le dijo con una sonrisa que dejó ver sus enormes dientes con caries. La mujer miró la pintura por varios segundos y no la convenció. Sin decir una palabra, el hombre se dio vuelta y siguió su camino hacia otro bar. Era Víctor anunciando su nueva creación.
En su obra predominan los superhéroes de cómics y las estrellas de la música. Pinta a la mayoría con rasgos afro. Para él, Elvis es negro. En su imaginario existe una banda tan emblemática como los Beatles, pero sus integrantes son negros: Los Andrade. Son su vivo retrato, aunque él no vista de traje ni toque instrumentos.
También hay un superhéroe que lucha contra la envidia y la avaricia: lo llamó Manguerman. Es su alter ego con traje anaranjado y el signo de pesos al revés en el pecho. Nació cuando comenzaron a llamarlo “Víctor, el que manguea”, por su proverbial insistencia.
Para algunos, Víctor Andrade es un “loco de la calle”. Pero para otros es un artista nato y en construcción, y lo ayudan para que siga desarrollando su obra. En general está muy contenido. En su cumpleaños, un músico le regaló ropa nueva y una vez que tenía los pies destrozados, un poeta y el guardia del Museo Figari juntaron la plata que traían para que se comprara una pomada.
Víctor vende sus pinturas casi siempre en cinco o diez dólares, como si le quemaran las manos. Su comprador más famoso es Damon Albarn, líder de Blur y Gorillaz. “Me gusta tu trabajo, eres un buen artista”, le dijo Albarn y le dio 50 dólares afuera de La Ronda, en la cuadra donde también conoció a otra influyente compradora, Julissa Reynoso, ex embajadora de Estados Unidos en Uruguay. Un par de galerías locales también están en la lista. Incluso hay coleccionistas que tienen varias piezas suyas.
Después de años de cambiar sus pinturas por unas cuantas monedas, es como si Víctor Andrade hubiera saturado el mercado. En los últimos tiempos, las ventas han caído porque mucha de la gente que frecuenta la zona tiene al menos un “Víctor” en casa.
Produce al margen de los circuitos institucionales, lejos de los intermediarios y los especuladores, y en consecuencia valora su obra dependiendo de la necesidad que tenga en el momento. Cuando la urgencia es muy grande, vaga cuadro en mano hasta que encuentra quién le dé al menos cinco dólares. Cuando es por encargo sube el precio; puede pedir unos 40 dólares.
Pero cuando una obra llega a una galería y obviamente su precio se eleva, supongamos a 70 dólares, y a él le toca el 10% por la reventa, no está de acuerdo, quiere todo. No entiende del negocio del arte. Para él todo es un intercambio inmediato.
“Es un artista en situación de calle. Eso implica una determinada urgencia en el tiempo presente. Tiene que resolver las cosas hoy”, dice el artista plástico Federico Arnaud. Una noche Arnaud trabajaba en una escultura del Palacio Salvo en la galería Montevideo Soñado (Moña), que puso en marcha junto a Gabriela Roselló, y Víctor Andrade llegó a venderle un cuadro. Arnaud no pensó en comprarlo, pero en cuanto vio que se trataba de una pintura del mismo edificio, sacó su billetera. A los días lo vendió en la galería. Más tarde se expusieron dos pinturas más en Moña. “Lo más interesante es que él va encontrado su voz propia solo. No tiene un colectivo, no tiene un taller y no está rodeado de su obra. Todo lo que hace lo va construyendo solo”, opina Roselló.
Pablo Thiago Rocca, director del Museo Figari y autor del libro Arte otro en Uruguay, le compró tres cuadros a Víctor Andrade, pero hasta ahora su obra le parece muy despareja. “Víctor tiene una buena soltura de trazo. Cuando dibuja hace bocetos que muchas veces están en la parte de atrás de los cuadros que vende. En esos bocetos se ve que dibuja muy rápido y que la complica cuando pinta”, observa Rocca. Lo rico de estos artistas autodidactas, según el investigador, que están al margen de las corrientes modernas, que se han formado solos y que tienen una necesidad muy grande de comunicación, son sus historias personales.
De Víctor Andrade se dicen muchas cosas. Se dice por ejemplo que tiene contacto con su madre, pero si le preguntan a él dirá que no la conoció, que fue criado en Buceo por otra mujer, doña Lila, junto a ocho hermanastros, y que hace años que no sabe de ellos.
Se dice que su abuelo estuvo en el seleccionado uruguayo y que fue jugador de Peñarol: Víctor Hugo Andrade, alias La Perla Negra, sobrino de la Maravilla Negra, José Leandro Andrade, legendario jugador de la Selección, ambos campeones del mundo. Víctor dirá que lo mismo le dijo su madrastra. No sabe si es verdad, pero le da igual.
Se dice informalmente que es “el Basquiat uruguayo”, pero él dirá que no conoce la obra de Jean-Michel Basquiat. La raíz de su imaginario es la cultura popular estadounidense, ésa que llegó a América Latina dentro de una cajita feliz.
—Yo admiro a Batman —dirá con la expresión de un niño al que se le escapa una mala palabra.
Lo único que lee son historietas y muestra una de Superman que trae doblada en una bolsa. No terminó la escuela y a los 18 años dejó la casa de doña Lila para vivir con la libertad de la calle. Desde adolescente dibuja superhéroes.
Si le preguntan a Víctor si guarda alguno de sus cuadros dirá que no, que no siente apego y que mientras tenga manos seguirá creando. No le interesa el dinero ni la fama. Casi siempre es como un adolescente rebelde. Sabe que su arte no es innovador, pero es lo que sabe hacer.
A veces se pone impaciente. Últimamente está más nervioso. La pasta base es su compañía. Dice que no fuma tanto, pero reconoce que tiene un problema.
Se dice que su obra no se puede entender sin el contexto de la droga, la calle y la noche, mezcla de colores oscuros extraídos de cartuchos de impresoras y de frascos de esmalte para uñas sobre madera para que nazcan héroes que salvan.
La propiedad de estilo colonial del alemán Friedemann Mauch en Ciudad Vieja alberga la mayor colección de obras de Víctor Andrade. Por donde se mire hay un retrato colorido y deformado. La primera pintura es de una mujer azul con el título Wendy Ciuston; la hizo cuando murió Whitney Houston. Más adelante hay un cuadro en el que resalta una cara enorme y amarillenta de John Lennon y detrás de él se alcanzan a ver los otros miembros de Los Beatles: Los grandes de Liber pul. También está San Víctor, un autorretrato santificado, y Batman, sobre la cabecera de una cama.
Con una mano, Fried, como le dicen en confianza, acaricia su barba gris con mechas negras que cae como cascada y con la otra muestra las obras como si fuera su museo privado. Tiene tantas pinturas de Víctor Andrade que una vez que las sacaron todas a la calle para fotografiarlas, llenó la cuadra. Es aquí donde hace unos meses el alemán de cincuenta y pico de años dio una entrevista para el documental Sin capa pero con vuelo, proyecto final que dos estudiantes de la Tecnicatura en Audiovisuales de la UTU hicieron sobre el pintor.
Hace tiempo que son amigos. Fue en 2002 cuando se conocieron. Fried era dueño del bar La Ronda y Andrade pasaba disfrazado, alguna vez con un sombrero como los de Gardel intentando cantar un tango, y le vendía sus dibujos a lápiz. En ese entonces dormía en la entrada del Baar Fun Fun, donde en 1933 Gardel quedó fascinado con la Uvita. Ahí se ponía a pintar a la vista de todos.
No todo lo que Víctor hace a Fried le parece bueno. Pero le encanta ese autorretrato con el labio hinchado que hizo con sólo tres colores y el resultado de sus mezclas, después de una pelea callejera. También le gustan la primera y quizá única Manguerwoman, un retrato en el que fusionó a Charles Manson con Bob Marley, y los que tienen significado para él más allá de la calidad, como el cuadro Fried y Los Andrades Blues, en el que se lo reconoce por la enorme barba.
—Ésos eran los tiempos en que todos los días tenía una nueva idea. En esa época no tenía ningún problema. Después se metió con la base, pero sólo un poco. Hoy por hoy hay muchos días que está mal —dice Fried con expresión preocupada mientras arma un tabaco.
Ha sido testigo de todo el proceso creativo de Víctor Andrade, cuando sólo pintaba a Michael Jackson, cuando se obsesionó con Bruce Lee y la etapa del cómic y Los Andrade.
—Los Andrade son la familia de Víctor
—dice con una gorra azul cielo sobre su cabello canoso con el letrero “Uruguay”—. Para mí que con su pintura está buscando a su familia.
Cuando fue invitado a participar en una muestra colectiva en la Fundación Atchugarry, Víctor Andrade no pensó en ir. Nunca había salido de Montevideo. No cabía en su cabeza la posibilidad de dejar la calle.
Gustavo Tabares, curador y docente, lo convenció de que fueran juntos. Él y otros artistas le dieron un baño, le prestaron ropa y lo llevaron a Punta del Este. Todo el camino Víctor iba asomado por la ventana.
“Yo sé que para él fue una experiencia muy fuerte”, dice Tabares, de 46 años, una tarde calurosa en su estudio, debajo del Centro Cultural Marte, del que es miembro fundador. “En la exposición estuvo muy contento. Luego estuvo mirando el resto de las obras. Estaba deslumbrado. A su vez decía: ‘Me quiero ir, me quiero ir’”. Pero tenían que esperar a que llegara la noche. En el ómnibus de vuelta en el que iba con otros artistas, ocurrió algo que a Tabares y a los demás les pareció curioso: cuando iban entrando a Montevideo, comenzó a gritar: “Al fin estoy en casa”. Todos sabían que él no tiene casa.
Como Albarn o Fried, Tabares conoció a Víctor Andrade en La Ronda y le compró un cuadro. Más tarde supo que lo llamaban “el Basquiat uruguayo” y le pareció racista. “Lo único que tienen en común es que son negros y que se drogan. Basquiat era de una familia de clase media, un tipo muy culto”, dijo Tabares, quien ha seguido por años la obra del pintor neoyorquino y recuerda que en Basquiat había una denuncia al racismo y que en Víctor la raza aparece para reafirmar su identidad.
Hoy Tabares tiene unos 40 cuadros de Andrade: un Batman, varios de Los Andrade acompañados de discos de vinilo, Los Beatles, Elvis, Hendrix, Prince y hasta una Gioconda y una Marilyn negras. “Es mucho más abierto de lo local. Para él su héroe máximo es Michael Jackson. Eso me pareció genial. Tiene una cultura pop”.
Meses después de Punta del Este, lo invitó a exponer en la Galería Marte, pero no fue porque se quedó dormido. Al día siguiente se apareció por ahí. Cuando vio sus cuadros juntos se quedó asombrado. Tabares dice que su situación no le permite ser consciente de todo lo que produce. A veces le regala pintura y papel para que pinte porque sabe que adapta su obra a lo que tiene a mano. Para Tabares, Víctor Andrade es un sobreviviente.
Quedar en verse con Víctor Andrade es igual a echar una moneda al aire. No tiene horarios. Las citas con él se las lleva el viento. No usa reloj, no tiene teléfono. Su presencia siempre es una casualidad.
—Si me buscas ya sabes dónde encontrarme, en mi casa, Ciudad Vieja —soltó, como si ignorara que ese territorio al que llama hogar es un barrio de 100 manzanas. Llevaba una remera gris con el rostro del fallecido “rey del pop” y una colorida bermuda con tantas caras del Guasón que parecía un collage. Una manta roja, como una capa, le cubría el cuerpo del cuello hasta los pies descalzos. Se veía feliz.
La charla quedó para el día siguiente. Apareció temprano con los ojos cansados y un cuadro. Lo primero que dijo fue que no había dormido en tres días y que en el único momento en que logró hacerlo soñó con la muerte.
Víctor Andrade tenía el torso descubierto y no llevaba zapatos. El aire y el suelo estaban calientes. Nos sentamos en un banco a la sombra de un árbol.
—Para mí la pintura es algo muy valioso
—soltó como una autorreflexión—. La persona que la sabe utilizar… la ayuda a sobrevivir.