¿Qué entendemos por democracia? ¿La hemos entendido siempre de la misma manera? Las respuestas que encontró Mauricio Bruno (Piriápolis, 1984) permiten entender cambios y continuidades históricas, pero también fenómenos actuales, como la aparición de grupos políticos que pretenden colocarse al margen de la política. El trabajo de Bruno deriva de su investigación para un diccionario de términos y conceptos históricos que se prepara en el entorno del Grupo de Estudios Interdisciplinarios del Pasado Reciente de la Universidad de la República.
Texto: Mauricio Bruno / Ilustraciones: Ramiro Alonso
Un día, a comienzos de los años 30 del siglo pasado, en un pequeño, campesino y montañoso pueblo, ubicado allá por el tobillo de la bota italiana, una mujer deliraba de desesperación. Su hijo, afectado de una seria infección en el oído, parecía morir. El marido había partido hacia un ignoto país sudamericano en busca de dinero para pagar deudas y no había vuelto. La señora, pobre y al cuidado de tres niños, decidió pedirle a alguien que supiera escribir que dirigiera una carta al señor Benito Mussolini. No se sabe qué escribió, ni quién leyó la carta ni cuál fue la cadena de lealtades que activó, pero el hecho es que a los pocos días un vehículo que hacía las veces de ambulancia atravesó el escarpado camino, largo como un siglo, que separaba al pueblo de la modernidad. Se llevó al niño y lo internó en un hospital. Al tiempo volvió, según la leyenda, saludable, gordito y rozagante.
Años después, ese niño, ya un adulto, seguiría a su padre hacia el ignoto país sudamericano. El hombre había ganado un dinero en el casino, con el que pudo volver brevemente a Italia y maravillar a sus tres hijos con las historias de América. Los tres fueron tras él, llevándose esposas e hijos pequeños. Y a su madre, que se resistía a abandonar el pueblo pero no tanto como para quedarse sola.
Mucho tiempo después mi madre me contaría que esa señora, su abuela, nunca olvidó el gesto que salvó la vida de su hijo. A comienzos de la década del 70 solía esperar impaciente cierta hora de la tarde, cuando la radio y la televisión reproducían en cadena los comunicados de las Fuerzas Conjuntas. Se sentaba junto a la radio y escuchaba atentamente los nombres de las personas requeridas por la Justicia militar. Así, por un instante, se transportaba hacia los días del fascismo, aquéllos en que su tierra era gobernada por un señor recto y firme, un país en que las mujeres podían caminar tranquilas por las calles porque cualquier hombre que se propasase con ellas era severamente reprimido, un país en que se escuchaba al pueblo y se garantizaba la salud de sus hijos, una democracia, al decir del propio Mussolini en su ensayo La doctrina del fascismo, organizada, centralizada y autoritaria que, a diferencia de otras, no dejaba “al pueblo al margen del Estado”.
Juguemos a trasladar esta historia a Argentina. A ningún uruguayo le haría ruido. Ah, el peronismo, diríamos. Un líder popular que se comunica directamente con las masas y que construye con ellas una relación en base a prebendas, gestos, cosas concretas, pequeñas para la mirada burguesa, pero que, para aquellos que tienen poco o nada, hacen la diferencia. Una relación mediada por actores territoriales —oscuros burócratas estatales y aun más oscuros dirigentes sindicales—, una lealtad popular menos organizada en torno a la forma en que los uruguayos nos decimos y nos repetimos que entendemos la política —elecciones, libertades, diálogo, derechos— que vinculada al carisma místico del líder.
Ahora bien, ¿cuánto de eso hay en nosotros? ¿Cómo se ha entendido la palabra democracia en nuestra historia reciente?
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En mayo de 1971, pocos meses antes del día en que mi bisabuela comenzó a pasar el rato oyendo los comunicados de las Fuerzas Conjuntas, el diputado colorado Juan Carlos Fa Robaina recibió una carta. En ella, un correligionario de la ciudad de Salto le detallaba las actividades en las que estaba involucrado para que el diputado conservara su banca tras las elecciones, que se celebrarían a fines de noviembre:
También le diré que hestamos trabajando fuerte y ya contamos con cincuenta votos que son seguros por tratarse de personas serias y que no usan del engaño; por lo tanto para las Elecciones podremos contar con quinientos.
A continuación, aplicando una sencilla lógica de intercambio, pedía lo que le correspondía:
Le dire que mi Sra … perteneció al partido … pero no podemos seguir donde existe el engaño la mentira y la mala voluntad y lo que digo lo compruebo. Yo pienso radicarme en Brasil pero si … me consigue lo que pido me quedaré en Uruguay. Cada uno busca su conveniencia; de mi Patria y mi familia no me olvidaré. Momentos muy amargos emos pasado y no se puede seguir asi. Un hombre sin ambicion es un barco sin timon. Yo no exijo el oro y el moro como dice el refran, quiero trabajar y ser util a mi Patria. No puedo vivir estancado ni tampoco engañado. Otra cosa debo aclararle no quiero interpreten que quieramos cambiar votos por empleo publico. De ninguna manera! Lo que queremos es que la Patria siga siendo democrática. [1]
La apelación final puede interpretarse de dos maneras. Por un lado, querer que la patria siguiera siendo “democrática” podía significar que el Partido Colorado ganara las elecciones y, de esa manera, evitara el ascenso del “totalitarismo”, la “subversión”, el “comunismo”, es decir, de los antónimos de la palabra democracia en la lógica de las derechas de ambos partidos tradicionales y que, en ese contexto, identificaban con el Frente Amplio (FA) y el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T). Pero también podía significar algo más sencillo: reivindicar esa patria democrática era querer que se respetaran los pactos, pretender que el caudillo fuera justo con sus seguidores y premiara sus esfuerzos, aspirar a que un acuerdo más o menos explícito entre privados, mediado por el Estado, no fuera traicionado. En la lectura de este colorado de a pie, como seguramente en la de muchos uruguayos, la democracia poco tenía que ver con valores, procedimientos, instituciones o definiciones. La democracia era una relación directa, privada, entre las dádivas del Estado y los favores del “correligionario”.
Ese ciudadano salteño actuaba de acuerdo a su experiencia. Había vivido en torno a un tipo de relación con el Estado que creía natural. Y no era un caso aislado. Esta carta aparece transcripta en un libro que el propio Fa Robaina publicó en 1972, recopilando y seleccionando una serie de cartas que había recibido a partir de 1963, cuando asumió la banca de diputado por primera vez. Y la decepción que traducen las palabras de ese anónimo escriba —Fa Robaina tuvo la delicadeza de suprimir los nombres de todos sus corresponsales— es testimonio del agotamiento de un modelo batllista que, si no fuera por que usar la palabra en el marco de nuestra religión democrática sería una herejía, calificaríamos sin vergüenza de populista.
En efecto, el libro de Fa Robaina abunda en desencantos de este tipo. En 1964 un correligionario colorado se declaraba burlado por “los compañeros dirigentes” al negársele un trabajo en el establecimiento “El Espinillar” y señalaba que la “Política lleva nombre femenino y perdone la expresión es puta”. En 1968 otro se decepcionaba de que los correligionarios, “después que nosotros luchamos por ellos se van acomodado y a nosotros no dejan aquí pasando de todo un poco” y, uno más, en 1971, afirmaba que los políticos eran todos “cuentistas, falsos, mentirosos […] cuanto más tienen más quieren, pero no se preocupan por la humanidad” y que Fa Robaina en particular no iba a llegar muy lejos si de esa manera pretendía “conquistar la simpatía de la democracia”.
¿Qué objetivo perseguía Fa Robaina al publicar estas cartas? Una mirada actual diría que buscaba desmarcarse de una serie de prácticas inmorales. Nada suena más chancho en el discurso político contemporáneo que el clientelismo. El aspirante promedio a una banca de diputado en las próximas elecciones posiblemente las calificaría de “conductas reñidas con la democracia y nuestro sistema republicano”, o algo por el estilo. Diría que es necesario reformar el Estado y aplicar herramientas de gestión que mejoren su eficiencia, entre las cuales figuraría la selección de los mejores recursos humanos para los puestos. Porque, como todos sabemos, el funcionario existe para la función y no al revés.
Sin embargo, esta idea de la inmaculada democracia no era tan común por aquel entonces. Y Fa Robaina era un hombre de su época. Ya en el prólogo del libro aclaraba que “el favor político o más genéricamente la rioplantense ‘gauchada’” era un fenómeno universal del que no había que avergonzarse. Lo aplicaban las modernas democracias de occidente y las que así se hacían llamar en el bloque socialista. Si se sentía en el deber de reivindicarlo era porque algo había cambiado en la sociedad uruguaya. Un sentido común hipercrítico de esas costumbres se estaba expandiendo como un veneno, inoculado por “la óptica empinada de algunos intelectuales desarraigados que pululan últimamente en el país”. Para ellos, “esta forma de contacto de los políticos con el pueblo carece de la asepsia y pulcritud de laboratorio con que muchos infatuados creen que han de elaborarse las revoluciones”.
Fa Robaina estaba hablando de muchos intelectuales. Seguramente el que más lo irritaba era Mario Benedetti. Su famoso ensayo El país de la cola de paja, publicado por primera vez en 1960, reeditado ocho veces hasta 1973 y que llegó a vender más de 50.000 ejemplares, barría de un plumazo toda la tradición que el batllismo había construido. Para Benedetti la democracia uruguaya era una farsa, una cáscara que ocultaba un contenido podrido, compuesto de políticos corruptos, oficinistas públicos ñoquis y ciudadanos cobardes y consumistas. Destructivo y autodestructivo, el escritor arrasaba hasta con su propio grupo de pertenencia, la generación de Marcha, ese grupo de intelectuales que veía los problemas cómodamente instalado en su balcón pero que nunca se comprometía con ellos.
Este tipo de crítica de la democracia caló muy hondo en el Uruguay de los 60. Fue particularmente influyente en la izquierda y en los jóvenes que se incorporaron masivamente a la militancia política. No en vano Mafalda, el popular personaje de Quino que ya circulaba en Uruguay hacia fines de la década, no podía parar de reír, desde la mañana hasta la noche, cuando leía en un diccionario que “democracia” significaba “gobierno en que el pueblo ejerce la soberanía”. Sus padres, angustiados, se desvelaban por la situación.
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En Uruguay una amplia literatura politológica, periodística y ensayística —entre cuyos exponentes podemos ubicar desde los tendenciosos fascículos sobre historia reciente que cada pocos años pública El País hasta los serios ensayos e investigaciones de cientistas políticos como Alfonso Lessa, Hebert Gatto y Adolfo Garcé, pasando por los polémicos alegatos históricos de Julio María Sanguinetti— ha encontrado en este desencanto de la izquierda por la democracia una de las razones principales del golpe de Estado de 1973 y de la posterior dictadura. Escribiendo desde una época que ha sacralizado la palabra democracia —y, por lo tanto, no pudiendo entender otra distinta en la que la palabra estaba en discusión— y realizando una operación que parecería ignorar la dimensión histórica y contextual de los conceptos, esta literatura ha construido imaginariamente a la democracia sesentista tal como se la definió a partir de la década del 80, luego de la salida de la dictadura. Digamos que si la democracia posdictadura —según fue construida discursivamente— era sinónimo de tolerancia, racionalidad, moderación, sensatez, orden, pragmatismo, centrismo, diálogo y concertación, la del Estado uruguayo en los 60 debía ser igual, puesto que la palabra que usaba para definir al orden político —justamente, democracia— era la misma.
Sin embargo, eso no sucedía. Y las dificultades que esta literatura tiene para entenderlo son las mismas que le impiden comprender, por ejemplo, el apoyo del Frente Amplio a los pronunciamientos militares de febrero de 1973, que desafiaron al presidente Bordaberry. La mirada anacrónica que analiza el episodio pone de un lado a los militares y del otro a un presidente constitucional. Con el diario del lunes —puesto que sabe, a diferencia de los actores, que todo terminará con la disolución de las cámaras, el 27 de junio— juzga que restar apoyo al presidente Bordaberry era cimentar la dictadura. Ahora, ¿por qué ser demócrata debería significar, en febrero de 1973, respaldar al gobierno de Bordaberry? Y, por otro lado, puesto que esta mirada identifica la democracia con el gobierno de Bordaberry y con el orden estatal de comienzos de la década de 1970, ¿qué significaba la democracia para Bordaberry y para una buena parte del orden político que ejerció el gobierno desde comienzos de la década del 60 y que puede hilvanarse en el eje Nardone-Pacheco-Bordaberry?
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Hoy nos puede parecer extraño, pero a comienzos de la década del 60 no era raro que el máximo representante del Poder Ejecutivo se definiera como demócrata y que, al mismo tiempo, se quejara amargamente de las “amplísimas garantías del derecho democrático” que había en Uruguay. Tampoco lo era que Benito Nardone, de quien estamos hablando, propusiera que los uruguayos “demócratas y patriotas” llevaran frente al paredón a los “israelitas rojos” de un centro cultural cercano al Partido Comunista o que el diario El Día recordara como un entrañable “ciudadano demócrata” a un hombre que había muerto en un enfrentamiento tras concurrir armado a una manifestación anticomunista. Para todos ellos, la democracia tenía una dimensión militante y esa militancia era el anticomunismo. De ahí que no les resultara contradictorio pensarse como demócratas y, al mismo tiempo, tolerar o promover la violencia como forma de dirimir el conflicto contra todo aquello que situaran por fuera de la democracia.
Fueron los años del auge de las patotas anticomunistas, del discurso persecutorio contra la izquierda y de los proyectos de ley y los decretos que proponían reglamentar los sindicatos y establecer penas de cárcel para quien realizara propaganda “comunista” contra el gobierno. Fueron años que ambientaron otra connotación negativa de la palabra democracia en la izquierda. El diputado socialista Germán D’Elía lo diría claramente en una agitada sesión de la Cámara de Diputados el 31 de julio de 1962, mientras que se debatían las vinculaciones políticas de una serie de secuestros y atentados individuales realizados por grupos de extrema derecha:
A la violencia vamos a responder con la violencia. […] Y que luego no se derramen lágrimas de cocodrilo hablando de la democracia.
Si el Uruguay democrático de la tradición batllista era, para la izquierda sesentista, la fachada prolija de un antro de corrupción, inmoralidad y acomodo generalizado, el que inauguraba Benito Nardone era, además, la cara maquillada de un horrendo monstruo fascista.
Está muy claro entonces qué es lo que quedaba fuera de la democracia para el Estado uruguayo que inauguraba Nardone: “quincistas, socialistas, lumumbistas, comunistas, castristas o trotskistas”, según resumiera un dirigente nardonista en 1961. Con los años, la lista 15 del Partido Colorado se integraría plenamente a esa democracia y, de ser uno de los blancos de la persecución de Nardone, pasaría a integrar el gobierno de uno de sus discípulos, Juan María Bordaberry.
Más difícil es precisar qué es lo que estaba dentro de esa idea de democracia. Nuestro sentido común tiende a pensar que podría resumirse en palabras como elecciones, garantías, derechos, libertades, independencia de los poderes. Sin embargo, más que a un andamiaje institucional preciso, las apelaciones gubernamentales a la democracia, especialmente a partir de 1968, se dirigieron a un “estilo de vida”. Lisa y llanamente, la democracia no era la batería de instituciones que la sociedad construye para organizar y resolver sus conflictos, sino la comunidad misma. Cuando Pacheco decía defender la democracia de la subversión, de lo que hablaba era del pueblo, la familia, el hogar, la tradición, esos valores eternos y naturales que para él definían a la nacionalidad y que eran previos a cualquier tipo de organización institucional. Siempre y cuando se postularan esos valores, defender la democracia podía ser perfectamente coherente con rechazar al Parlamento y a los políticos, como haría el propio Pacheco. O con suprimir el Parlamento y demonizar a los políticos, como ocurriría a partir de junio de 1973. En este sentido, la dictadura uruguaya sería profundamente democrática.
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En efecto, los militares —y los civiles que los acompañaron— nunca renegaron de la palabra democracia. Por el contrario, trataron de apropiársela y de dotarla de contenidos propios, en la línea que Nardone y Pacheco habían pregonado. En su lectura, el principal problema de la democracia eran los políticos, caracterizados como una casta de demagogos, apegados a definiciones formales de libros que nada tenían que ver con la realidad del país. Las “necesidades apremiantes de la nación” debían ser las que guiaran la obra del gobierno, y no la “demagógica armazón de democracia hueca y pluralista […] formalista y declamatoria, de pequeños círculos y gastadas figuras profesionales”. Contra una vieja democracia “anestesiada por politiquería” surgía una nueva democracia, “recia, militante, imbuida de sus propios fines y valores” [2]. No es descabellado pensar que con ellos coincidían muchos ciudadanos que, como el corresponsal salteño de Fa Robaina, consideraban a los políticos “cuentistas, falsos, mentirosos”.
Esta aproximación a la democracia renegaba de los políticos, pero no explícitamente de la política. En efecto, aunque limitado a los tradicionales y la Unión Cívica, y tutelado por los militares, el discurso preveía la reanudación del funcionamiento de los partidos, convenientemente purgados de sus elementos demagógicos.
La elaboración de un acabado concepto de democracia que, a su vez, fue coherente con el repudio de la política, vino de la mano de Juan María Bordaberry. Como los militares, Bordaberry puso en la base una serie de valores que juzgaba inmutables —“libertad, trabajo, propiedad […] orden público y justicia social”—, cuya custodia sería la tarea esencial del gobierno. Sin embargo, fue más allá y ensayó definiciones concretas acerca de cómo debería ejercerse ese gobierno. Bordaberry soñó con una institucionalidad nueva, que reflejara esos valores, en la cual la gestión cotidiana de gobierno fuera realizada por técnicos altamente calificados, preocupados por la eficiencia y no por la conducción política. La reserva última de la soberanía nacional correspondería a las Fuerzas Armadas, que serían garantes de la inmutabilidad del sistema, y las ansias de participación del pueblo serían canalizadas por la vía del “voluntariado”, que proveería de “realización personal” a aquellas personas preocupadas por los problemas sociales y, a su vez, los alejaría de la política [3]. La democracia de Bordaberry se cerraba en sí misma como un círculo perfecto. Y, pese a que el hombre terminaría sus días en el mayor ostracismo político, tal vez deberíamos preguntarnos si de alguna manera extraña y torcida el viento de la historia no está soplando en su dirección.
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La salida de la dictadura vino acompañada de otra nueva democracia. Entre 1983 y 1984 la revista Guambia entrevistó a varios de los dirigentes más importantes del Partido Colorado, el Partido Nacional y el Frente Amplio. Julio María Sanguinetti, Fernando Oliú, Carlos Julio Pereyra, Manuel Flores Silva, Jorge Batlle y Liber Seregni coincidieron en algo: si les preguntaran cómo se definirían políticamente —salvo Seregni, que no usaba la palabra pero remitía a los mismos contenidos— responderían “socialdemócratas”. La sensación iba más allá de los políticos. Fernando Morena y Ruben Rada, entrevistados por la misma revista, respondían exactamente lo mismo. El primer ministro del gobierno español, Felipe González, era el hombre a imitar, y las elecciones argentinas de 1983, que habían dado el triunfo a Raúl Alfonsín —el candidato “sensato y coherente”, a decir de Guambia—, el horizonte de expectativa de las próximas elecciones uruguayas.
En el nuevo discurso predominante la democracia, para ser tal, debía ser de centro, alejada de los extremos ideológicos, sensata, moderada, racional y tolerante. Debía ser estrictamente liberal en lo político y, en lo económico, estatista, nacionalista o socialista (según los matices), aunque alejándose siempre del marxismo. Y había que adherir a ella con fe, como a un “credo”, tal como diría Sanguinetti el 14 de abril de 1985, día en que rebautizó a la Plaza de la Bandera y la Nacionalidad Oriental —uno de los máximos símbolos de la dictadura— como Plaza de la Democracia.
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Con los dos rebenques
“Tiemblan los patricios de la historia” canta el spot del Espacio Celeste y algo hace ruido inmediatamente en la sensibilidad del escucha, acostumbrado al aburrido desfile de publicidad electoral que, mediante palabras como cambio e innovación, gira eternamente en torno al viejo pero siempre moderno fetiche del desarrollo. Lo que hace ruido no es el temblor, tantas veces prometido, ni la historia, tantas veces abusada, sino el patriciado, ese concepto que se escurre entre el orden social y el orden político buscando el hilo que, parecería que desde siempre, une a los que gobiernan con los que son dueños de todas las cosas. Y hace ruido porque, de alguna manera, hablar de patriciado es remitir a la gran ausencia de nuestro debate político: las clases o, mejor dicho, su lucha. Porque pararse en la vereda opuesta a la del patriciado es asumir el lugar de su contraparte, la plebe, lo popular, el pueblo simple y llano, y construir esa dicotomía, tosca como el mínimo común denominador de cualquier formulación populista, es plantar el germen conceptual de la más sofisticada lucha de clases. Aunque de ese germen también puedan brotar otras ramas.
Además, en un escenario próximo a ser dominado por los hijos de —resumido en las figuras con mayor proyección de los tres grandes partidos: Bordaberry, Lacalle Pou y Sendic—, gritarles a los patricios que tiemblen es gritárselo al orden político uruguayo. Es descreer de una forma de hacer política tradicional en nuestro país, la de los políticos profesionales con formación universitaria y vocación universalista. Gustavo Moneta, uno de los fundadores del Espacio Celeste, lo dijo claramente hace algunos meses (en la diaria del 24 de abril): para él, el Parlamento es un “toma y daca, vos me votás esto y yo te voto aquello, es el centro más grande de lobby de Uruguay”. Pero todo esto dicho “en el buen sentido de la palabra”, puesto que nada de malo hay en el hecho de que “cada uno hace fuerza por sus intereses, sus sectores”. La similitud con los planteos de Fa Robaina no es casual, sino que responde a una línea de larga duración en la política uruguaya, que implica la integración de la ciudadanía al Estado mediante los mecanismos clientelares propios de cualquier régimen populista. En efecto, Moneta, hoy integrado a un sector del Frente Amplio, admite sin complejos de pastelero haber votado al Partido Colorado toda la vida. Porque, diría seguramente, lo que importa no son los partidos, sino los hombres.
Uno que pensaba igual era Benito Nardone y, en alguna medida, el Espacio Celeste se inscribe en su línea de pensamiento. El desprecio de Nardone por la política tradicional y su dicotomía “botudos versus galerudos” no dista demasiado, en lo discursivo, de una “cultura popular” —fútbol, carnaval— que se planta contra el “patriciado”. Y el ejemplo debe advertirnos acerca de las ambigüedades de la dicotomía populista. Puesto que si la lucha de clases es uno de sus destinos posibles, otro lo es la movilización reaccionaria que condujo Nardone.
Y la de Nardone es la misma clave en la que Pacheco y los militares convocaron al pueblo. La apelación del Espacio Celeste a que “deporte y carnaval se den la mano”, buscando “aportar” en la cosa pública desde un lugar particular, específico, esencial y no incidiendo en ninguna cuestión que no tenga que ver con él —nada de hablar de economía o relaciones internacionales; de eso se ocupará el estamento habilitado—, es la misma tantas veces postulada por el pensamiento conservador autoritario. Francisco Franco estaría de acuerdo. O también, para no alejarnos del paisito, Alberto Demicheli, fugaz presidente de facto durante la dictadura, que en 1976 propuso una reforma constitucional según la cual los trabajadores, los empresarios “y la cultura” —vaya otra coincidencia con la iniciativa celeste, aunque su cultura seguramente era muy otra— tuvieran una representación específica y apolítica en el Parlamento.
Un día, poco después de 1950, el músico Romeo Gavioli le pidió a Obdulio Varela que le hiciera el favor de firmarle un manifiesto que andaba repartiendo, un manifiesto a favor de la paz mundial. Causa noble, habrá pensado Obdulio, que firmó sin pensarlo. Años después, Franklin Morales le preguntó al Artigas del fútbol uruguayo si aquella firma había supuesto una postura política que luego abandonó, ya que se trataba de un manifiesto del Movimiento por la Paz, que era impulsado por el Partido Comunista. Obdulio fue enfático: “¡No! Yo no sabía que Romeo ‘estaba del otro lado’. Lo fui a buscar a la casa. Casi más lo mato. Le dije un montón de cosas. ¡Pobre Romeo! Después se mató. Yo creo que estaba mal de la cabeza por pensar en esas cosas”*. Como con el Carnaval, tal vez la historia del Espacio Celeste sea la de la apropiación del fútbol por parte de la izquierda. O tal vez, como con el Carnaval, la lógica sea la misma de siempre y lo único que haya cambiado sea el apellido del Pepe.
*“La gloria tan temida”, en El fútbol (antología), de Franklin Morales (Centro Editor de América Latina, 1969).
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La construcción de esta religión democrática estuvo en gran medida ligada al propio Sanguinetti, que la puso en palabras durante toda la campaña electoral de 1984 y la desarrolló durante su primer gobierno. Tuvo un fuerte respaldo, además, en el campo académico. Tal como en los años 60 el sentido común intelectual fue parte de una nueva izquierda que construyó una mirada hipercrítica de la democracia, en los años 80 la tendencia predominante en el campo de las ciencias sociales —especialmente en la ciencia política, que por aquellos años arrojaba sus primeros profesionales— se entrelazó con el discurso estatal, elaborando discursivamente un modelo —y, en cierta forma, una lectura de la historia política de Uruguay— coherente con ese discurso.
Tal vez el mejor ejemplo de ello sea el libro del sociólogo Rolando Franco, Democracia a la uruguaya, en el que analizaba el comportamiento electoral de los uruguayos en clave histórica. El libro fue prologado por un Julio María Sanguinetti que celebraba, en el campo ascendente de la politología, la llegada de una “descripción fáctica objetiva” y de un “análisis interpretativo metodológicamente riguroso” de la democracia. La política se “cientificaba”, se transformaba en un objeto medible, comparable y desmenuzable. Y aquellos que tenían un saber específico al respecto podían desentrañarla hasta sus más mínimos detalles y mostrarla tal cual era, libres de miradas prejuiciosas.
La “democracia científica” no sólo definió sus contenidos en el mismo registro que el discurso estatal, sino que realizó las mismas interpelaciones a la izquierda. En 1984 el politólogo Juan Rial afirmaba que la confianza en el “discurso democrático” de la izquierda necesitaba que ésta hiciera una definición “acerca de la violencia y la lealtad al sistema democrático”, que todavía no había hecho y que sólo podría ser convincente “si excluye a los violentistas [4].
La izquierda hizo las definiciones necesarias. Frente a los comités de base frenteamplistas de todo el país, en abril de 1986, Liber Seregni sostuvo en el Palacio Peñarol:
Nuestro programa es democrático, hondamente democrático, insobornablemente democrático. Porque la democracia está en la esencia de la sociedad uruguaya. [5]
Los tupamaros, que por ese entonces pujaban por integrarse al Frente Amplio, se reconocieron derrotados ante este sentido común. Una semana antes de las palabras de Seregni, habían realizado un acto, también en el Palacio Peñarol, en el que José Mujica se lamentó del panorama general de desmovilización social, especialmente entre los jóvenes: “La dictadura […] ha dejado un buraco en las cabezas de nuestros muchachos […] la corriente general de mucha gente apunta una tibia esperanza hacia el centro”. Sin embargo, reconoció que “no es poca cosa la libertad política [ni es] un valor secundario”, y concluyó:
No estamos a mitad de camino entre democracia burguesa y fascismo. […] Es de revolucionarios en estas circunstancias combatir por el sostenimiento de cada una de las libertades burguesas porque nos va la vida. [6]
En medio de la tormenta, el MLN-T se apegaba a la democracia burguesa como a un precario y provisional bote salvavidas. En ello les iba la vida, decía Mujica. Pero para que lo transitorio no se hiciera permanente era imprescindible que el mar se calmara. Y esperar eso, aunque Mujica no pudiera saberlo, era negar la principal característica de la nueva democracia: su crisis endémica, su estado permanente de alerta naranja, su equilibrio siempre precario, su riesgo siempre latente de invocar los demonios del pasado.
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Entre mediados de la década del 50 y fines de la del 80 del siglo pasado en Uruguay hubo una fuerte disputa por el sentido de la palabra democracia. Como diría el ex dirigente frenteamplista Juan Pablo Terra en 1990, se trataba de una palabra “con tal capacidad de despertar resonancias en la conciencia de la gente que nadie quiere entregarla a su adversario” [7]. Esta disputa dio lugar a una pluralidad de sentidos y uno de ellos, nacido al calor de la batalla contra la dictadura y capitaneado por el discurso de Julio María Sanguinetti, que entendió e inventó la palabra como sinónimo de tolerancia, diálogo y moderación, ha logrado hegemonizar el sentido común político uruguayo hasta nuestros días. Ni Tabaré Vázquez, Luis Lacalle Pou, Pedro Bordaberry o Pablo Mieres discreparían con esa lectura, y seguramente la incluirán en algún acartonado discurso de cara a las próximas elecciones.
Si Nardone, Pacheco, Bordaberry (padre) o los militares naturalizaron “la tradición”, dejaron fuera del orden de lo pensable y lo discutible conceptos como autoridad, patria, familia y propiedad y trataron de hacer de ellos el contenido de la “democracia militante”, a partir de los años 80 la propia palabra democracia se volvió un elemento tradicional en sí mismo y dejó de discutirse. Para los primeros, la democracia era la conservación del orden social, amenazado por la fiebre revolucionaria de los 60 y los 70. Luego de que la dictadura le pasara llave al orden social, apelando a ese incuestionable argumento político que es la violencia, la dirigencia estatal de la posdictadura lo escondió dentro de una caja más grande, la del orden político, que selló mediante un doble procedimiento: la sublimación cuasi religiosa y la naturalización científica. La democracia fue entonces, a la vez, un “credo”, al decir de Sanguinetti, y un dato objetivo de la realidad, monitoreado, cuantificado y certificado por el saber de politólogos y gestores de organismos internacionales como la CEPAL y el ILPES.
Sin embargo, y junto con la hegemonía del mito republicano y la imagen autoindulgente de una ciudadanía virtuosa, moderada, racional, que ejerce religiosamente “su derecho cívico” cada vez que le dan la oportunidad, la nueva democracia posdictadura también recuperó viejas formas populistas. Si el elector o el ciudadano era la clave del mito republicano, el pueblo o la gente era el punto de apoyo de una construcción política paralela y hermanada con la anterior, dedicada a reciclar ese núcleo duro de subjetividad popular para el que los políticos seguían siendo todos “cuentistas, falsos, mentirosos”. Esa subjetividad de baja intensidad que trasciende los actos electorales pero a la que cada tanto apelan aquellas iniciativas que se presentan como apolíticas y desideologizadas, ya sea defendiendo intereses parciales a la manera corporativista —y véase sino el descarnado discurso del Espacio Celeste en ese sentido— o formas de “activismo” —no militancia, esa palabra tan ideológica— en torno a pretendidos valores puros y neutrales, tal es el caso del voluntariado de Pedro Bordaberry.
Roberto Ceruzzi, director de Agencia Corporación Publicitaria y encargado de la campaña electoral de Sanguinetti para las elecciones de 1984, entrevistado a fines de ese año por la revista Crónicas Económicas, expondría en el cortante lenguaje de la tecnocracia la vigencia de este nicho de mercado: según él, en Uruguay había “un mercado con avidez de consumir un producto que se llamaba democracia”. Para “la gente”, la democracia era un medio para obtener un salario o una jubilación más alta, una vivienda, un trabajo y un servicio de salud mejores, en fin, un “nivel de vida” más elevado. Luego de esto, y “con muy poco interés de mercado”, venían las libertades individuales, el poder judicial independiente y las desproscripciones. La gente rechazaba a los políticos “porque le hablaban al pueblo de temas que no le interesaban”. La gente, como aquella madre italiana desesperada ante la enfermedad de su hijo, o aquel anónimo escriba salteño que suplicara un trabajo a su caudillo local, quería menos viru viru y más “cosas tangibles”. [8]
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NOTAS
1. Juan Carlos Fa Robaina, Cartas a un diputado (Alfa, 1972). La transcripción, al igual que las siguientes correspondientes a este libro, es textual.
2. Junta de comandantes en jefe, El proceso político. Las Fuerzas Armadas al pueblo oriental (1978).
3. Juan María Bordaberry, Las opciones (Imprenta Rosgal, 1980).
4. Juan Rial, Partidos políticos, democracia y autoritarismo, Tomo II (Centro de Informaciones y Estudios del Uruguay / Ediciones de la Banda Oriental, 1984).
5. “Seregni instó a ‘recrear’ el proyecto del Frente Amplio”, en Búsqueda (24 de abril de 1986).
6. “Tupamaros pidieron ingreso al Frente Amplio y formularon severas críticas a la estrategia seguida por la coalición”, en Búsqueda (18 de abril de 1986).
7. Juan Pablo Terra, La conversión de un gigante. La crisis de la URSS y su impacto en la izquierda latinoamericana (Ediciones de la Banda Oriental, 1990).
8. Reportaje a Roberto Ceruzzi, Crónicas Económicas (diciembre de 1984), citado en 1980-1984: Operación Sanguinetti, de Marcelo Pereira (Centro Uruguay Independiente, 1986).
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