Hace 16 años Alejandro Ferreiro logró entrevistar a Mario Levrero y consiguió que su colega hablara de varias obsesiones, desde la informática hasta la escritura, pasando por el combate a las hormigas o la intención de averiguar «qué es realmente la mente». Custodiada hasta ahora en un archivo personal, hoy esa conversación —la primera de una serie de diálogos revisitados— se vuelve un documento esencial para comprender al penúltimo gran mito de las letras uruguayas.
Texto: Alejandro Ferreiro / Ilustración: María Agustina Fernández Raggio
Y si nada se repite igual, todas las cosas son ъltimas cosas.
Antonio Porchia
De todas las entrevistas que hice para Planetario, la construida con Mario Levrero[1] fue la única que debió ser realizada fuera del estudio y, por lo tanto, no pudo ser difundida en vivo. La razón fue que él, según me dijo por teléfono, nunca había concedido una entrevista radial y no estaba dispuesto a salir de su casa.
Toqué timbre a la hora de la siesta del sábado 30 de junio de 1998. Aunque fui atendido de inmediato porque la ansiedad del entrevistado lo tenía expectante, aquel timbre nunca dejó de sonar.
Nervioso, visiblemente trastornado por mi presencia y la de algún grabador que yo tendría escondido, sudando de manera ostentosa bajo una presión involuntaria que él vivía con intensidad, Levrero me abrió por primera vez la puerta de su casa.
Desde entonces y hasta los días previos a su muerte, el 30 de agosto de 2004, toqué timbre muchas veces más, varios timbres distintos, en otras casas montevideanas en las que siguió viviendo su peripecia curiosa y entusiasta.
Pero volvamos al comienzo. La primera puerta, la primera impresión, el contacto primordial.
Vuelvo.
Y al volver avanzo, apretando de nuevo el primero de los timbres.
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A mis espaldas, la avenida 18 de Julio, y algunos pisos más arriba de la chapa que dice 2085, un señor encantador que me abre la puerta y me ofrenda inquietud pura en una primera advertencia: “Me falló esta vez el sistema de invitar a la gente de la radio a venir a mi casa. Nadie había aceptado hasta el momento. Pero vos me arruinaste el recurso”.
Luego, la cocina, los pasillos, dos o tres rincones y al final un dormitorio pequeño, el de servicio, en el que el anfitrión parece acomodarse para conversar.
Por mi parte, preocupado por la importancia del encuentro, traigo un DAT (tecnología de punta por aquellos años, rápidamente superada) que me prestó un amigo. Mario se sorprende por el artefacto y la charla se desvía por territorios futuros.
Ahora mismo, no tantos años después, me sorprendo por lo vetusto e inoportuno que resulta el formato en cuestión[2] y también por la pregunta con la que se inicia la charla, grabada para que la voz de un maestro no se desvanezca en el tiempo.
—¿Qué fue lo último que soñaste?
—Lo último que soñé pero que además recuerde, porque hoy soñé pero no lo recuerdo, fue hace cuatro días… Hay un poco de trampa en recordarlo tan bien, porque lo había recordado y se lo había contado hace un par de días a unos alumnos en el taller, para poner un ejemplo de desinhibición, para trabajar en cómo uno debe contar sus historias. Soñé que encontraba una cosa de tipo vegetal en una casa en la que estaba. Estaba con un amigo. Algo vegetal, que parecía una fruta, como alguna verdura de forma esférica. Pero viéndola de cerca notaba una ebullición… Entonces me daba cuenta de que eso estaba formado por cantidad de insectos. Insectos voladores tipo avispas, o moscas, que se movían y se movían continuamente y eran una especie de ebullición en pequeño. Entonces le decía a mi amigo: “Apurate y traeme el insecticida, porque esto hay que terminarlo enseguida, porque donde levanten el vuelo después no las podremos controlar. Son peligrosísimas”. Entonces cuando decía eso ya veía que los bichos se habían salido de ese lugar esférico en el que estaban y formaban una nube bastante espesa, revoloteando cerca del techo. Como esas nubes de mosquitos de dibujos animados que persiguen al Pato Donald o algo así. Estaban peligrosas y ya con un rumor bastante más grande, zumbidos. Urgí a mi amigo: “Traeme ese insecticida”. Pero cuando aparecía mi amigo tomaban por una puerta que daba a la calle y ya estaban perdiéndose sobre la ciudad; como que era una amenaza que no se podía controlar.
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—Jorge Varlotta y Mario Levrero. ¿Quién nació primero? ¿O nacieron juntos?
—Jorge Varlotta nació el 23 de enero de 1940 y Mario Levrero por junio, julio, julio… Sí, por fines de junio, sobre el 1º de julio de 1966. Veintiséis años más tarde. En la ciudad de Piriápolis, donde ese día ponía punto final a la primera novela: La ciudad.
—También puede haber pasado que los dos hayan nacido juntos y que uno se haya despertado más tarde…
—Podría ser… Pero eso fue medio fabricado. Fue un proceso, el de hacerlo aparecer, bastante complicado. Tipo parto, así. No sé si con algún artificio… No sabría decirte.
—¿Qué es lo malo de la notoriedad?
—Todo. Me parece que sí. Por lo menos se puede acusar una pérdida bastante importante de libertad, esa libertad que te da el anonimato. Yo, por suerte, no tengo una notoriedad del tipo que me reconozcan por la calle y me paren a saludar. Aunque a veces, si no recurro a ciertos trucos, me miran varias veces, tres o cuatro personas, como si me fueran a reconocer, como que quieren acordarse… “A esta cara yo la conozco de algún lado”… Eso ya me preocupa mucho. Eso sucedió cuando mi foto salía semanalmente y de una manera muy visible en Posdata[3]. Ahí tuve que empezar a buscar trucos, como dejarme la barba, por ejemplo. Conseguí el anonimato durante todo un año. Después pedía siempre que no publicaran la foto, que la disfrazaran, que le pusieran lentes o barba, o cosas, pero no me hacían caso.
Piensa.
—Es desagradable esa mirada. Quiero ser yo el que mira, no ser a quien miran.
—¿Ni siquiera en sueños fantaseaste con la posibilidad de que se te tiraran arriba para sacarte la ropa?
—No. Me debe de aterrar mucho esa posibilidad. Siempre me estuve escondiendo. Y lo de Posdata fue un período que instaló otros riesgos. Cierta notoriedad o éxito. Lo peor de todo es esa palabra: éxito. Lo mío en Posdata fue muy exitoso: tenía muchos lectores, me lo hacían saber. El riesgo inmediato es que uno quiere mantener ese éxito porque es gratificante. Y ya no tiene libertad de escribir. Entonces, cantidad de temas o zonas mías que no son apropiadas para una revista, querían manifestarse. Querían decir lo suyo a través de la escritura, y yo no las dejaba, no las dejo salir. Porque tenía esa mentalidad respecto de que si no tenían el tono, si no tenían los parámetros que son apropiados para la revista, yo, ta, no las dejaba entrar. No voluntariamente, sino como si tuviera continuamente la mirada vigilante de los lectores… Buscando complacerlos… Bueno, eso me parece inevitable en el caso del éxito. Es muy difícil desprenderse de esa mirada y dejar de ser lo que a uno le da resultado en cuanto a la mirada de los demás, pero no le da resultado en cuanto a lo que uno necesita realmente escribir, conocer de sí mismo, sacar para afuera.
—¿Confunde? ¿Distrae?
—En mi caso lo hace imposible. Lo imposibilita.
—¿Es la razón por la que ya no aparece más bajo tus columnas la dirección de tu correo electrónico?
—El correo electrónico me quita mucho tiempo. Me escribía cada vez más gente. Igual siguen escribiendo nuevos. Y me gusta también que me escriban. Y me gusta contestar. Y ahí pierdo mucho tiempo, se distrae mucho la atención. Son todas experiencias positivas, agradables y gratificantes. Y, sin embargo, son nefastas.
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—En tu interés por la computadora, ¿cuánto tiene que ver el aprovechamiento de un medio que te permite tener un contacto con el mundo externo, pero a una distancia suficiente como para no estar muy contaminado?
—Es claro. Para mí es fundamental esa posibilidad para que me interese o esté tanto tiempo con la computadora. Hay dos cosas que me atan a la computadora. Una es la posibilidad del correo electrónico, la comunicación —he tenido un promedio de diez mensajes que recibo y respondo por día, y a veces recibo más—. Es muchísimo, son como 300 cartas por mes. Después de años de no haber escrito cartas porque con el correo tradicional no se podía contar… Me había olvidado totalmente del recurso de comunicar por la escritura, por medio de la correspondencia. El correo electrónico me devuelve esa posibilidad, me reencuentro con amigos que están en otra parte del mundo, con los que no me comunicaba hacía 20 años. A veces en el mismo día nos intercambiamos tres o cuatro mensajes. Cuando surge alguna cosa de interés inmediato… ése es un plano para mi afición a la computadora. El otro es el lenguaje de programación tipo Basic y lo que había antes del Basic. Eso me lleva mucho tiempo, porque me consume mucha pasión, además. Hacer un programa es casi como hacer una novela.
A lo largo de los años pude observar sin que disminuyera mi asombro los distintos programas en Basic que el escritor realizaba con diferentes propósitos. Uno de ellos, por ejemplo, le permitía graficar al final de la jornada la cantidad de cigarrillos que había fumado ese día y, en función del resultado, los ajustes que debía hacerle al programa o al consumo. Por otra parte, los cigarros eran continuamente cambiados de lugar y depositados en zonas incómodas en cuanto al acceso. Era común ver a Mario agachándose a buscar la cajilla atrás de un mueble o estirándose para alcanzarla muy arriba, sobre una repisa. La primera vez que le pregunté por esa extraña práctica me contó que era un sistema que le permitía, de paso, hacer flexiones o estiramientos. Para el caso de que el programa indicara que el consumo de nicotina había aumentado, todo el sistema pasaba a ser revisado para modificar el hábito del fumador, del gimnasta y del programador de Basic.
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—Aprovecho que estamos hablando de lenguajes para recordar algo que alguna vez dijiste. Refiriéndote a la escritura de tu primera novela, La ciudad, asumiste que trataste de imitar a Franz Kafka en el entendido de que esa manera de relatar era la única para decir la verdad. Decir la verdad, ¿sigue siendo hoy en día una preocupación para vos?
—Y sí… Dudo en contestarte porque no me lo había planteado. Ahora que vos planteás la pregunta creo que es la principal preocupación. Es decir, no digo la verdad, sino mi verdad particular, la que pueda estar buscando en ese momento. Pensé un poco en la escritura como un medio de alcanzar una verdad, no de decirla. Yo no trato de comunicar una idea, una ideología, un mensaje… algo con lo que quiera convencer a los demás de algo. Lo que quiero a través de la escritura es ese proceso laborioso de ir escarbando en las percepciones que quedaron en el inconsciente, en los sueños, en reflexiones… Ir armando con todo eso un determinado relato equivale, para mí, a alcanzar una verdad, a llegar a conocer una verdad que me interesa directamente. No es escribir para comunicar algo predeterminado a los demás. Los demás no cuentan en ese momento. Yo escribo para mí. Si después se publica y llega al lector es otra etapa. Son otras determinantes que están jugando ahí y es probablemente otro aspecto de mi personalidad que puede intervenir en esa etapa. Eso cuando se trata de una novela o de un relato más o menos extenso. En las publicaciones periódicas, cuando tenés la obligación semanal de llevar algo, ya es más tramposo. Ya uno se va profesionalizando y juegan un poco otros factores: decir lo que uno piensa y —para bien o para mal— el lector ya está más presente. Pero en el caso de la novela, no. El lector no existe y no se lo tiene en cuenta, para nada, en el momento de escribir.
—їUn escritor tiene que apoyarse en la inteligencia o debe ponderar otros caminos que no se recuesten tanto en la tarea intelectual?
—Si yo apostara a la inteligencia estaría frito, porque no juego mucho con lo intelectual. En mi caso particular —porque no quiero establecer ninguna ley de que hay que escribir de una manera o de otra—, es un juego con la sensibilidad. No hay ningún proceso intelectual salvo esa especie de alerta de la conciencia cuando está saliendo el material. Cuando estoy escribiendo hay una vigilancia de que sea un poco coherente, de que no se me vaya demasiado para un lado o para el otro y de que se mantenga dentro de lo que es el contexto. Pero no hay un trabajo intelectual específico-creativo en lo que yo hago. A veces en los artículos sí, en las columnas periódicas. Pero no en una novela. O en un cuento.
—¿Sos todo lo que dicen que sos?
Se ríe a boca entera. Mucho.
—No sé lo que dicen.
—¿Cuánto hay de cierto en los adjetivos “maniático”, “obsesivo”, “extremista”?
Piensa varios segundos.
—Puede ser, sí, que estén todos esos aspectos. No en todos los órdenes. Probablemente, en relación a un texto sea muy maniático obsesivo y perfeccionista. De no querer soltarlo hasta que no esté totalmente satisfecho. A veces me pongo a trabajar dos, o tres, o cuatro horas, en distintos momentos, en un texto corto para mandar a una revista. Y en el momento de mandarlo me vuelve el pánico, lo vuelvo a revisar y cambio bastantes cosas. Y saltan cosas que yo considero que eran errores, errores graves que yo no había visto hasta ese momento. Espero no aplicar lo mismo a todos los órdenes de la vida.
—En tu libro Parнs, de 1970, le hacés decir a un personaje: “Me obsesiona la idea de estar demasiado ligado al mundo exterior”.
—Sí.
—¿Vos encontraste tu lugar en el mundo?
Reímos.
—No. La computadora, la existencia de internet y el correo electrónico me complicaron más todavía, porque me hacen mucho más borrosos los límites. En aquella época ya me preocupaba dónde termino yo y dónde empieza el mundo exterior. Esos límites, no sé por qué, en ese momento ya me perturbaban. Pero ahora me preocupan mucho más, porque con el correo electrónico te das cuenta —al recibir inmediatamente una respuesta— de que un pensamiento que tenías y que creías que era tuyo, no es tuyo. O si es tuyo, lo tomó otra persona, lo dio vuelta y te lo devuelve… A veces he contestado preguntas en el momento en que la pregunta estaba recién entrando al pie del correo. O sea, estoy respondiendo sin saberlo a una pregunta que está entrando recién en ese momento. Entonces yo siento que mi mente está siendo de alguna manera invadida. ¿Por qué contestaba yo esa pregunta? Porque ya la tenía en el inconsciente. Y eso se da muy a menudo. Enormes coincidencias como para pensar que tal vez no sean coincidencias. Eso me llevó a pensar qué es realmente la mente. Uno habla de mi mente, mi inconsciente, pero ¿dónde está? ¿Es mío realmente? Toda esa información que circula me hace pensar en una especie de internet de la mente o del espíritu, es decir, por afuera de canales regulares. Entonces esto que se me ocurrió, ¿se me ocurrió a mí o yo lo pesqué en ese internet de la mente que hay flotando?
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También en 1998, y mientras Levrero comentaba esto en su casa de Montevideo, Jean Pierre Garnier sorprendía a la comunidad científica al publicar en la Academia de Ciencias de París su teoría del desdoblamiento del tiempo. Entre 1998 y 2006 esa teoría integradora de complejos conceptos de física cuántica se convirtió en la Ley del Desdoblamiento del Tiempo. Su autor la explica con sencillez: “Permite comprender mejor el mecanismo de la vida y el funcionamiento de los pensamientos y explica cómo usar mejor nuestras intuiciones, instintos y premoniciones”. Nada que Levrero no investigara a su manera.
Le escribo a Juan Ignacio Fernández Hoppe para preguntarle si es de su conocimiento que Mario supiera algo de la existencia de la por entonces teoría del desdoblamiento del tiempo. Juan Ignacio es hijo de Alicia Hoppe, quien fuera compañera de vida del escritor durante una década y media y quien es en la actualidad y por voluntad de Levrero la albacea de toda su obra. Juan, ahora director de cine (es autor del documental Las flores de mi familia), convivió con Mario desde sus siete años y fue un hijo más. Por su parte, Mario tuvo dos hijos de sangre, Carla y Nicolás. A Nicolás lo conocí en España a fines de los 90, a instancias de Mario, que aprovechó mi viaje a Barcelona para enviarle cosas a su hijo. El parecido físico entre ellos era —ya por aquel entonces— desconcertante. En especial en el rostro y la sonrisa. Nicolás administra en la actualidad la página oficial de Facebook de Levrero (https://www.facebook.com/MarioLevrero).
Ésta es parte de la respuesta de Juan a mi pregunta: “No recuerdo que hablara especialmente de eso. Pero está clarísimo que conocía la teoría, o le era familiar la idea. En una novela como Desplazamientos el asunto del desdoblamiento del tiempo (ir al futuro, arreglar algo y volver al pasado para vivir ese presente ahora arreglado) es el recurso de la novela”.
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—En El discurso vacнo hacés una referencia a tu casa y a su funcionamiento como un elemento que conspira contra tu forma de trabajo. ¿Sigue ocurriendo lo mismo?
—Bueno, en forma un poco atenuada, pero a grandes rasgos hay algo de eso. Con todas las mudanzas sucesivas de los últimos años todavía no encontré mi lugar. Esta casa, viste, es grande, bastante amplia y, sin embargo, no está acomodada para que uno se sienta en su lugar.
—¿Cómo debería ser tu lugar?
—No sé. Pienso en un lugar más amplio. En una habitación grande que contenga todo. Ahora tengo las cosas repartidas. En ese corredorcito de ahí hay un placar que tiene una cantidad de carpetas viejas, libros, herramientas. Hay de todo. Más allá, en el fondo del corredor, hay una estantería, un mueblecito con estantes, que tiene los originales encarpetados, bastante bien ordenados. Y tiene dibujos, artículos, una cantidad enorme de cosas. Por otro lado está, enfrente de esos placares, la biblioteca con los libros que leo y releo habitualmente, en su mayoría novelas policiales. Y aparte de eso está el dormitorio. Y aparte, el lugar de la computadora con otro escritorio… Y son como pedazos, como si yo estuviese cortado en pedazos. Y me cuesta relacionar todas esas habitaciones, unas con otras. Me gustaría tener todo junto y que cuando estoy en la computadora no tenga que hacer tanto esfuerzo para buscar un material que tal vez tenga en alguno de esos placares adentro de ese corredor. No lo logré todavía.
—Uno de los motivos que parecen disparadores de El discurso vacнo es la intención de trabajar el carácter en función de perfeccionar la caligrafía. En tus palabras: «Letra linda, yo lindo».
—¡Ahí está!
—¿Hasta dónde llegaste?
—Creo que me quedé mucho antes de lo que podría ser un perfeccionamiento. Creo que lo que hice durante la escritura de esos ejercicios que terminaron formando ese libro, lo que conseguí, fue no hundirme del todo, atravesar una serie de experiencias bastante desconcertantes teniendo algo de que agarrarme. Esos ejercicios eran como agarrarse de un pastito cuando estás al borde de un precipicio, que te permita no caer. Así que he pensado también que el perfeccionamiento es bastante ambicioso cuando uno está en el borde de un abismo. Todos esos cambios de domicilio fueron terribles en mí. En Buenos Aires estuve viviendo cuatro años después de dejar Montevideo, en donde había vivido durante 38 años más o menos de forma continuada en el mismo lugar. Empecé a cambiar en Buenos Aires dos o tres veces de apartamento. Después pasé a Colonia, donde hubo también dos mudanzas importantes en poco tiempo. Eso me desajusta mucho, soy muy atado a un entorno. Necesito mucho no tener que preocuparme de ver qué pasa a mí alrededor, para poder dedicarme a pensar o a escribir. Esa movilidad, esa agresividad que puede haber en el entorno, me fastidia mucho. Me pone… Me saca mucho de mí mismo[4].
—¿Ésa es una de las razones por las que ya no viajás más? ¿Por eso no salís del país ni para concurrir a invitaciones que supongo que recibirás?
—Sí. En los últimos dos años tuve que rechazar cinco o seis invitaciones muy importantes… Pero es parte de que el yo mío está muy ligado al entorno y me siento muy incómodo cuando no está. No puedo crear un mínimo entorno. Y un viaje me desarticula mucho. Me lleva varios días acomodarme después de un viaje, aunque sea corto. Entonces cambiar a otro país, por ejemplo, si no lo pienso para varios años no lo hago. Viajar por tres días o por tres meses o por una semana es demasiado poco tiempo para reacomodarme en la nueva situación.
—¿No sentís que te podés estar perdiendo de una serie de estímulos que le podrían hacer bien a la literatura?
—No. No. Pienso que no… Todo ese mundo es más político que literario. Son esas cosas que se dan a partir de la publicación del libro. Ya sos un producto. La editorial te vende como un producto, te promociona como un producto, tratan de hacer un producto. Conmigo no, porque no les ha dado resultado. Ni colaboro con eso, ni tampoco me insisten mucho porque no es una literatura que pueda tener un éxito… así… significativo, como para interesarle económicamente a una editorial. Pero todo eso conlleva una política de encuentros de escritores, de mesas redondas, congresos y todo ese tipo de cosas que no tienen nada que ver con la literatura. Eso es política. Política de las editoriales y de los propios autores o escritores que son a la vez políticos ellos mismos. No tiene nada que ver con el hecho literario en sí, que es artístico, estético. A veces confluyen en la literatura cantidad de cosas accesorias. En un texto podés expresar determinadas ideas, pero eso más bien conspira contra lo que es la estética que te exige el texto en sí mismo. Hay gente que lo hace muy bien, que lo puede conseguir, pero en general no. De tal manera que si tiene un predominio ideológico no es un escritor estéticamente importante. Y bueno, hay escritores que se manejan con una presencia política, van a todas esas reuniones y opinan. Opinan, además, de política nacional e internacional, filosofan… Y no son cosas propias del escritor, aunque se le exige ese rol por lo general. Desde mi punto de vista el escritor es un artista y su trabajo es fundamentalmente estético.
—Un escritor, entonces, no necesitaría nada más que un papel y un lápiz.
—Nada más.
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Durante las dos o tres horas que duró el encuentro, Levrero se levantó incontables veces para tomar aire, secarse el sudor, lavarse la cara o abrazarse a cualquier otra excusa que lo liberase unos segundos del suplicio que parecía estar soportando. En cada una de esas veces se fue de la habitación en la que estábamos, cerrando la puerta tras de sí, dejándome paralizado en un espacio pequeño. Llegué a pensar muchas cosas, pero en especial dudé de que fuera mi actuación o comportamiento el causante de esos desórdenes. La puerta se abrió una y otra vez. Y el escritor siempre volvió resignado a las preguntas.
—E
n uno de tus libros aparece una frase que dice algo así como “tengo ganas de escribir literatura, o sea, algo no rentable”. ¿Está ligada la literatura de forma inevitable con lo no rentable?
Piensa.
—Bueno, eso puede ser un chiste. Pero en la práctica se da eso, por lo menos en la actualidad. Están los best sellers, que son los rentables, que para mí no tienen un contenido literario llamativo; no los podría llamar literatura. No tienen una finalidad estética ni estilo personal. Fijate que los libros de más venta los abrís y podés encontrar argumentos interesantes, mucha información interesante, pero no reconocés un estilo. Vos no abrís y te das cuenta, como te puede pasar con Kafka, que te das cuenta de que no puede ser otro que Kafka el que escribe. No sabés quién lo escribió, no tiene sello individual, no tiene un estilo. Y a los escritores de estilo cuesta más venderlos. Se trata de un mensaje que no interesa mucho a la sociedad, por sus dificultades, o por hablar de cosas que no son del interés de la mayoría. No sé por qué… No es rentable. Lo que es absolutamente artístico en sí mismo lo desligás de los mensajes que pueda tener, que puedan ser aprovechables desde el punto de vista de la información. Entonces te das cuenta de que el público no consume literatura como arte. Por lo menos en mi experiencia.
—¿Es tan distinta hoy en día la situación de un autor joven que busca editorial respecto de la que te tocó vivir a vos cuando empezaste a escribir?
—Es un poco distinto, pero no es tan distinto. Más bien es distinto mi punto de vista por la experiencia adquirida en estos años. Cuando yo empecé a escribir o a publicar —porque se publica un poco más tarde de empezar a escribir—, todavía podía tener un poco de expectativas; me podía parecer interesante que un libro se vendiera mucho o tener muchos lectores. Después, estuve como 15 o 16 años sin tener ningún punto de referencia. No sabía si tenía lectores o no. Los libros aparecían, no se vendían. Pero estaba preocupado por escribir y no me perturbaba demasiado. Fui perdiendo esa curiosidad y me fui situando en un autor que no vende. Me perdí de la pregunta…
—Si había cambiado mucho…
—Ah, sí. Cambió en el aspecto cuantitativo. Antes cualquier autor que hiciera las cosas más o menos prolijamente podía contar con llevar a la editorial su novela o libro de cuentos y que eso se publicara en plazos razonables… y unos 3.000 ejemplares. Eso fue bajando. Hace pocos años se publicaban 500 ejemplares para un autor desconocido. Y luego fue bajando más. Ya no sé cuántos se publican. Pero también en los últimos tiempos aparece un fenómeno más reciente, que es que ya directamente no se publica al autor desconocido. No se publica narrativa, novela ni cuento. Con excepciones, como por ejemplo un tipo impactante que estuvo en tu audición, [Daniel] Mella. La editorial Trilce vio enseguida la conveniencia de publicarlo, pero esto no sucede con el resto de los jóvenes o inéditos, aunque no sean jóvenes. Porque ni las editoriales nacionales ni multinacionales que se han plantado acá los publican.
—Hiciste referencia al escritor Daniel Mella y yo tengo acá, en este otro aparato, una grabación que hice antes de venir en la que él te habla.
Pone cara de mucho asombro por la producción y la coincidencia. Se agarra a la silla. Aparece la voz de Mella que dice: “¿Cuál es tu relación con la poesía, ya sea la escritura o la lectura de ella? Y un gran saludo para un gran maestro”.
—La poesía tiene poco gancho para mí. Es difícil que me atrape de la misma manera que me puede atrapar un relato. Pero a veces me llegan algunas cosas muy atractivas o muy bien construidas y puedo llegar a tener una buena relación con esa poesía. Esto encuentro en lo que hacen los demás. Yo sólo he escrito poesía de manera tangencial, cosas que no muestro en general. A veces, en caso de hacer algo, es más bien humorístico. No es un género que me sea muy accesible o que domine. Hace poco mandé una poesía a un amigo que tiene una página de internet. A él le había interesado la idea de publicar algún poema mío y le mandé uno. Al final lo publicó en internet, pero luego de pasar por grandes cuestionamientos. Estuvo dudando mucho tiempo de si era publicable o no. Es un tipo que me aprecia y me ve con mucha benevolencia. Y sufría mucho por tener que ejercer una especie de censura y decir “esto no es publicable”, “esto no es poesía”. Al final se dio cuenta o creyó darse cuenta de que era algo humorístico y como tal lo aceptó, como una parodia, como una burla.
—¿De qué trataba ese poema?
—No sé decirte de qué trata, pero empieza diciendo: “Acorralaron al rengo”. Era un rengo que es acorralado. Con unos cuantos divagues. En algún momento habla de las gaitas… No tengo la menor idea de a qué se refiere.
Ríe con estrépito.
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—En El discurso vacнo aparecen —en sueños— conejos, palomas y en el tiempo despierto de ese discurso aparece el perro Pongo y un gato al que vos no mirás con buenos ojos. ¿Esa recurrencia de animales se da también en tu vida —llamémosle— real? ¿Hay un contacto, una sensibilidad especial hacia los animales?
—Bueno, cuando tengo oportunidad de estar en un lugar donde hay alguna clase de animales, aunque sean hormigas, tiendo a fascinarme con los animales. Especialmente con las hormigas. Son algo que me atrae mucho. Puedo perder horas observando hormigas. Yo tuve una lucha, allá en Colonia, contra un hormiguero. Y fui derrotado. Pasé todo un verano tratando de evitar que las hormigas pasaran por mi casa. Atravesaban la casa para ir de un terreno al otro, pero para atravesarla pasaban a veces hasta por mi cama o las encontraba en el plato de comida curioseando. Eso me llevó a un enfrentamiento que no es habitual. En general respeto mucho a los animales y los admiro más que enfrentarlos. Pero ahí me habían tocado demasiado la intimidad y reaccioné tratando de combatirlas. Pero no conseguí nada. Nada. Nada. Al final recurrí a cosas bajas como el uso de venenos, por ejemplo, y tampoco. Se comían el veneno y pasaban por encima de los cadáveres de las otras. Es absolutamente imposible detenerlas. Y experiencias con animales mucho más grandes que las hormigas no tengo, salvo el perro Pongo que estaba en esa casa. Trato de no tener animales en propiedad porque crean mucha dependencia. Alcanza con la computadora y la familia como para tener animales que crean más dependencia que las plantas. Pero nada es mío de lo que hay acá en materia de plantas. A veces participo en cuidarlas, pero no quiero hacerme responsable.
Levrero terminó de escribir El discurso vacнo en la segunda de sus casas colonienses, la que está ubicada sobre la calle 18 de Julio y que no debe ser confundida con la casa montevideana en la que se realizó esta nota, aunque las calles tengan la misma patriótica denominación. En la casa coloniense en cuestión funciona actualmente una posada dirigida por Santiago Cedrés, un argentino que por 2010 buscaba abrir junto con su madre un negocio familiar en una vivienda cuya arquitectura coincidiera con los parámetros de belleza histórica del lugar.
Cuando dieron con la casa en donde había vivido Levrero, se enamoraron de “sus pisos calcáreos, su tamaño medio, el hermoso jardín y su escalera de cedro colorado, construida a partir de maderas de bosque nativo”.
Mientras reformaban el lugar para convertirlo en posada, buscaban reconstruir la historia de los habitantes anteriores, y en el camino conocieron a muchos, pero el dato de que esos cuartos habían sido el lugar de trabajo creativo de un escritor les llamó la atención.
Cuenta Cedrés: “Fuimos hasta una librería que quedaba a 100 metros de la vivienda y que estuvo abierta hasta hace muy pocos días y preguntamos por él. Recuerdo que la vendedora nos dijo que lo buscáramos al lado de Benedetti. Lo leímos, hablamos con los vecinos, encontramos fotos y percibimos cómo la casa se había metido en parte de la obra. Ahora cada uno de sus cuartos tiene el nombre de una de sus novelas, y si bien la lógica de la distribución de cuartos indicaría lo contrario, decidimos que la habitación en donde Levrero escribía fuera la número 1”.
La reforma duró muchos meses y se basó en respetar la historia de la casa. Casi al final, y con otro nombre ya elegido para la posada, fue la arquitecta quien propuso que se llamara Le Vrero. “Así, con el apellido separado para generar un artículo, una manera de plasmar un homenaje y eludir un abuso”. Luego vino el contacto con la familia y, finalmente, en agosto de 2012, quedó inaugurada.
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—¿En qué cosas creés?
—Cada vez en menos.
—Son fáciles de enumerar entonces.
Se ríe.
—Sí… Probablemente en ninguna. Creo que lo más fácil es decir: en nada.
Piensa.
—No es exactamente así. Siempre hay fondos de credulidad que sobreviven a pesar de todo, pero desde ya que me parece que creer no es una cosa buena.
—¿Has tenido o retomado lo que definías como “contactos con la eternidad”?
—Explicame un poco más de eso que no me dice nada en este momento…
—Es una referencia a palabras tuyas. A esos pequeños momentos en los cuales uno deja de observar las cosas a nivel superficial y se introduce en otro nivel, o es introducido —quizá— en otro nivel…
—Ah, sí, esos momentos mágicos. Hace tiempo que no se me dan. Concretamente desde que estoy muy afín a la computadora. Hace dos años y pico que no aparecen ese tipo de cosas…
Lo dice lamentándolo.
—¿Sos un ser místico, religioso?
—En cierta forma sí, pero de esa manera casera o aficionada, como todas las cosas. Creo que a la literatura misma la encaro un poco así, un tanto místico. Pero no trates de darle alguna forma definida, porque ahí ya me escapo. Donde hay un dogma no me vas a ver a mí. Ni muy cerca de ese lugar.
—Tomada de esa manera mística, ¿tu literatura te lleva a entregarte totalmente a eso, como si fueras una especie de monje de la escritura?
—Bueno, en el período en que uno está escribiendo sí. Escribir una novela es como trasladarse a un lugar donde perdés contacto con lo inmediato que te rodea. Tenés escapadas porque tenés que comer, que cruzar la calle para comprar cigarrillos, pero en general estás como secuestrado en otra dimensión de las cosas. Hasta no terminar la novela no podés retomar un contacto más o menos normal con el mundo.
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—Los juegos parecen tener un lugar importante en tu vida. Los crucigramas, las maquinitas electrónicas… también has querido retomar la práctica del ping-pong. ¿Qué tan importantes son?
—“Qué tan” es una expresión reducida del inglés, un poco a la mexicana… Yo creo que juego es todo. En mi vida todo lo tomo como un juego. La literatura es un juego también. Me gustan más los juegos abiertos que los cerrados. Los crucigramas terminan por aburrirte: son juegos cerrados, como los juegos de cartas. Pero los juegos abiertos, como los creativos o los artísticos, son infinitos. La literatura, el collage, el dibujo… En general juego bastante, continuamente, con el humor en las conversaciones. A veces la gente no me entiende o se asustan. Hago algún chiste en el supermercado y no se entiende y me miran con desconfianza…
Nos reímos.
—Es parte del juego eso…
—Claro.
Piensa.
—El otro día estaba en una fiesta. Es algo que lo tengo escrito, así que es una primicia para tu audición, porque no fue publicado, es un inédito. Estaba en la fiesta de cumpleaños de una amiga, en una gran reunión. Y estábamos con mi esposa en una mesa, en medio de un gran bochinche; apenas se podía hablar. Estábamos con tres señoras que yo no conocía; mi esposa las conocía pero yo no. Entonces en determinado momento se empezó a hablar de la dificultad que había para comprarles regalos a las personas que tienen muchas cosas, que lo tienen todo; uno siempre termina cayendo en lo repetitivo. Por ejemplo, a esta señora le habían regalado tres o cuatro carteras… Se comentaba eso. Y yo dije que me parecía que no era tan así, que con un poco de imaginación… Entonces dije: “Por ejemplo, están esas cajas”, e hice con las manos el gesto de mostrar el tamaño de una caja de 30 por 40 centímetros, “llenas de tierra y en las que se cultivan lombrices, y las lombrices asoman las cabecitas”. Y agregué: “Eso puede ser un buen regalo”. Entonces estas señoras desconocidas se miraron y miraron inmediatamente a mi mujer como esperando la señal: “¿Nos reímos o no nos reímos? ¿Está loco? ¿Está haciendo un chiste o será realmente de buen tono regalar lombrices en este momento?”. Miraron con pánico a mi mujer y no sé por qué ella no entró en el juego y cambió de tema inmediatamente, como tratando de protegerme. Esta gente nunca supo realmente… Yo después me tuve que ir rápido y no pude dar ninguna explicación. Bueno, frecuentemente hago ese tipo de cosas y quedo pagando.
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—¿Hay algún tipo de literatura uruguaya que te interese en la actualidad?
—Mirá, hay mucha literatura uruguaya que me interesa en la actualidad, pero que no está publicada. Están los alumnos de los talleres que hacen cosas sorprendentes, sobre todo las mujeres. Mujeres jóvenes están escribiendo maravillosamente. Aparecen, a veces, como ejercicios en un taller, cosas que son obras de arte notables. ¿Qué va a pasar con todo eso? ¿Cómo darlo a conocer, incluso dentro del reducido grupo de gente que los pueda disfrutar, entender, necesitar? Hay cosas increíbles que se están haciendo y que no se conocen, que no se sabe si se van a llegar a conocer. También recibo por mail relatos, poemas, fragmentos de novelas… Y es espectacular cómo se está escribiendo.
Esta preocupación de Levrero encontraría su cauce un par de años después de realizada esta entrevista, cuando patrocinó y llevó adelante una colección literaria que estuvo integrada por 13 títulos inéditos y dos volúmenes de Irrupciones, dedicados a la columna periodística escrita por Levrero entre 1996 y 1998 en Posdata.
La edición fue conjunta: por un lado, el grupo liderado por Mario, que se llamó De Los Flexes Terpines, entre los que se encontraban, además de escritores ya destacados, varios alumnos de su taller; por el otro, Cauce Editorial, una empresa pequeña que editaba por aquel entonces la revista Latitud 30/35.
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—Cuando estaba llegando a tu casa en la esquina se estaba formando una comparsa. Ahora escuchamos el sonido a lo lejos y se ve que están volviendo. Entonces se cierra el ciclo y te voy a hacer sólo una pregunta más…
—Así que de candombe en candombe…
—Que esta entrevista haya coincidido con un día sábado, ¿cómo engancha con tu cita de que “el sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado”?
—Me estás metiendo en un juego de palabras, porque al hacer esa cita no estaba poniéndome en un dogma religioso, sino tratando de poner de manifiesto justamente que lo importante es el hecho vital, es el hombre, frente a lo que podrían ser los dogmas. No tengo una religión que me obligue a respetar ni el sábado ni el domingo. El sábado es el día sagrado de los judíos; el de los católicos es el domingo, día del Señor. Yo creo que todos los días deberían ser un poco sagrados. Deberíamos darnos el tiempo para conectar con ese ser interior que tiene algo de divino. El ser en su manifestación más verdadera. Algo que no es del interés inmediato, algo que no es un trabajo que estás haciendo porque te pagan, que no es la rutina, si no ese ensimismamiento, ese mirar hacia adentro. Bueno, eso es lo que yo entiendo por lo que sería el sábado, la observancia de la parte divina a la cual uno puede acceder, que es un poco el sentido del mandato de la religión: un día que no podés tener ninguna actividad para que lo dediques a esa parte íntima. Entonces yo no lo citaba como un dogma… ese sábado puede ser un sábado, un domingo, un martes… Todos los días…
—Gracias.
—Gracias a vos.
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Ignoro la razón por la que Mario Levrero me dedicó tanto tiempo aquella tarde. Aunque es cierto que hubo un antecedente que quisiera recobrar como justificativo. Unos meses antes, mientras investigaba temas de gobierno para un medio de comunicación local, observé cómo durante un desfile militar uno de los uniformados aplastó a un cascarudo (o bicho torito) que hasta el momento había marchado intacto entre innumerables botas. De haber escapado, hubiera realizado una proeza. Y —¡vaya suerte!— fue la última bota a sortear, tras 13 largos metros de pórtland y a menos de 30 centímetros del ansiado pastizal, la que terminó con la ruda fragilidad del escarabajo.
Escribí un relato sobre el tema y sin meditarlo se lo mandé a un escritor que no conocía, pero con el que simpatizaba sólo por el hecho de haber leído algunos de sus trabajos. La distancia entre obra y autor suele ser un misterio.
Tenía fama de reservado y no era común encontrárselo en público.
La memoria y la invención. El recuerdo, esa ilusión. Puedo errar en horas, fechas, pero en emociones tengo puntería. O eso creo. Hay una deuda pendiente y voluntad de pago. La radio tiene, como los libros, sus horas. Lo conversado en la radio flota y es nube, lo escrito pesa y es huella, pero en ambos casos aparecen urgencias distintas que aplazan con frecuencia lo más interesante, lo menos obvio, lo distinto por aventurero, lo distante por puntual, por apremiante.
La charla es interpretación. Se la nombra y se la graba. Se la vuelve a escuchar y se la interpreta otra vez.
REC
Irrepetible por repetido
De lunes a viernes, de 21.30 a la medianoche, entre 1998 y 2006 (por favor, que nadie haga cuentas para saber la cantidad de programas), hablé sin parar y pregunté con entusiasmo. Había decidido dejar el periodismo político y volver a la radio para hacer un programa nocturno. Se llamó Planetario y fue caprichoso por íntimo, propio por antojadizo y egoísta en su principal intención: ganarme la vida entreteniéndome a mí mismo.
Algunas de las entrevistas que realicé estaban planificadas de antemano para integrarse a un proyecto que pensaba desarrollar mucho más adelante, incluso después de mi pasaje por la radio. Dieciséis años después de bosquejar e insistir, las cosas se acomodaron de tal manera que parece posible concretar aquel pálpito, aquella intención. Torpe, lento, desviado, el plan siguió a su manera y nunca fue abandonado. Y por suerte, y por Lento, aquí estamos.
Ahora sí puedo husmear en algunas de aquellas voces que ya no suenan en vivo pero que están agazapadas en varias cajas que tengo repartidas por mi casa. Cajas que tienen finalmente su revancha.
¿Para qué archivar cosas? Pues para que sirvan de archivo.
Después viene la voluntad. No evaluemos siquiera la puntería, digamos la voluntad. De escarbar, de revolver, de confesar. Las ganas de conversar con los que no están pero conversan todavía. Eso.
Recordar es volver. Y volver es un viaje de ida. Allá voy. Me entrego a la duda, a la curiosidad. Para ello, tengo una herramienta favorita: la pregunta. Ganas irrepetibles de preguntarle al preguntón. Esto es casi todo. El resto emerge al mirar hacia atrás, al escuchar desde acá.
NOTA 2
Varias aclaraciones y un enigma
A lo largo de esta nota el escritor revisitado aparece indistintamente, en referencias o a pie de fotos, como Jorge o como Mario. Dado que ambos nombres le pertenecen han sido usados aquí sin reparos: según quién lo nombre, según el momento de la vida (sucede en especial en los pies de foto) y también en relación a planos emocionales puntuales. Yo usaba ambas posibilidades todo el tiempo, incluso en presencia de él.
El archivo personal de Levrero fue entregado a préstamo en setiembre de 2011 a la Facultad de Humanidades (Universidad de la República) para ser ordenado, escaneado y clasificado. El contrato es por dos años y el trabajo lo lleva adelante Pablo Rocca. Luego, todo ese material volverá a la familia.
Las fotos que se publican aquí y que pertenecen al archivo familiar llevan los títulos con los que están digitalmente guardadas por sus herederos.
La que sacó Eduardo Abel Gimenez (músico y escritor argentino nacido en 1954) fue realizada, junto con otras, a principios de 1991 en Colonia del Sacramento durante una estadía compartida entre amigos en la casa de la calle 18 de Julio. Recién en 2011 el autor las dio a conocer en su página web. Vale la pena visitarla: http://ximenez2.blogspot.com/2011/04/fotos—de—jorge.html.
Existe un enigma que puede ser un juego. De hecho, para mí lo ha sido y lo seguirá siendo. He aquí una invitación a jugar.
Levrero amaba la música y eso facilitó el intercambio de materiales. Unos días después de conocerlo empezó el trasiego de cintas y discos. En una primera tanda le presté materiales de Tom Waits y de Miles Davis.
Días después fueron devueltos con una aclaración intrigante: “Es un peligro ese Miles Davis”.
Mario me dijo apesadumbrado que, mientras lo estaba escuchando, una nota específica emitida por el músico estadounidense lo había desequilibrado. El resultado emocional de ese sonido lo había obligado a detener la música. No había más que admiración en su comentario y una sensibilidad extrema en sus oídos. Esto me lo contó por mail (ver facsímil), pero luego, al devolverme los discos, hablamos mucho del tema. Estaba impresionado por “esa nota”, por ese soplido magistral que lo había desestabilizado. Era 1998 y comenzó el juego.
Como nunca me pudo decir cuál fue esa nota porque no quiso volver a escucharla, siempre guardé la ilusión de descubrirla por mí mismo.
Mientras preparaba este artículo molesté varias veces a Juan Ignacio Fernández Hoppe. Al comentarle de este juego musical personal me acercó —no sin asombro para ambos— una entrevista realizada a su padre por él mismo y un amigo suyo, Matías Paparamborda, en el marco de sus estudios académicos.
En ella, fechada en 2002, Mario vuelve a mencionar el episodio aquel frente a la música de Miles Davis y, en especial, su afectación frente a uno de sus sonidos que lo llevó a devolver el disco prestado.
El juego está servido. Basta conseguir la banda de sonido del film Siesta (1987, dirigido por Mary Lambert, con música de Miles Davis & Marcus Miller) y escucharlo tratando de adivinar cuál es la nota que pueda resolver el enigma. El juego tiene una variante superior: no resolverlo nunca.
NOTAS
1. Jorge Mario Varlotta Levrero nació en Montevideo el 23 de enero de 1940 y falleció en la misma ciudad, a los 64 años, el 30 de agosto de 2004. Fue escritor, humorista, librero, fotógrafo, maestro literario en sus propios talleres de creación. La causa de su deceso fue un aneurisma de aorta; el escritor ya había tenido problemas cardiovasculares y había manifestado por escrito su voluntad de no someterse a ningún tratamiento.
2. Cinta de Audio Digital, en inglés Digital Audio Tape, y abreviado DAT. Aunque más pequeño, su aspecto era similar al de un casete, y permitía una grabación digital.
3. La revista Posdata, ya inexistente, fue dirigida, desde sus comienzos en 1994 hasta su final en los primeros años de este siglo, por el periodista y político colorado Manuel Flores Silva.
4. Levrero ocupó dos viviendas en la ciudad de Colonia. Junto con Alicia y Juan Ignacio habitaron primero una casa de la calle Daymán y luego otra de la calle 18 de Julio. En la primera transcurre la acción de El discurso vacнo y allí vivía también la mascota familiar, el perro Pongo, uno de los protagonistas de esa novela. En su segunda casa coloniense funciona actualmente la posada Le Vrero.
IMAGENES
01. Alejandro Ferreiro
02, En la escalera de cedro fumando (sin fecha). Eduardo ABEL GimEnez
03. Foto de Mario Levrero en la que se basó Pablo Casacuberta para diseñar la tapa de la primera edición de La novela luminosa (sin fecha).
04. Foto del archivo familiar (sin datos de autor ni fecha).
05. Jorge Beatnik (sin fecha). Foto del archivo familiar.
06. Reproducción de El Llanero Solitario (sin fecha).
07. Correspondencia electrónica entre Mario Levrero y Alejandro Ferreiro.