Parques y recreación [Lento #15, junio 2014]

En el IAVA, el Viaducto, la plaza Seregni o El Mercadito los apodos y las rutinas viven 
en la competencia de los aficionados, para quienes el mejor día puede ser un sábado de tarde entre pases, amagues y dobles.

Texto: Federico Medina / Foto: Javier Calvelo

El Ribuk compró barata la bicicleta sin frenos, confiado en sus habilidades como conductor. Viene en bajada veloz por el sector más concurrido de la avenida Agraciada, con un zigzagueo milimétrico que esquiva autos y ómnibus completos hasta la manija, mirando su reloj y al mismo tiempo el canasto delantero donde lleva su pelota de básquetbol como norte. Salió a las tres de la tarde de Colón. Y cuarto, las sombras de los árboles y las vías del ferrocarril del Paso Molino lo harán esperar un poco más mientras llega el tren. Sin paciencia, contempla en miniatura a sus rivales de la tarde a través de la mitad superior que define la barrera. Borbotones de personas en apuro angustioso se perderán otra tarde de básquetbol que podría ser histórica.

Este fin de semana Gary todavía está tirado en su cama; no ha visto la luz del día desde el jueves. Los ritmos de cumbia de El Gucci, disparados desde el televisor, lo motivan a subir de un tirón la persiana, buscar sus championes y salir a jugar. Vive a la vuelta de la Plaza de Deportes Nº 7 del Paso Molino. Puede llegar cuando la tarde está a punto caramelo y volver a casa por una botella de agua cuantas veces quiera. Un privilegio envidiado entre sus colegas, que caen desde el Cerro, Parque Rodó, Capurro, Salinas, La Cruz, porque alguna vez escucharon que el mejor básquetbol callejero se juega en ese lugar, ubicado justo debajo del enorme puente de cemento conocido como el Viaducto.

Cancha de deportes del Iava. Foto: Javier Calvelo

En sus años dorados —los primeros de la década del 80—, su actividad baloncística superaba la de cualquier otro barrio de Montevideo. En el gimnasio cerrado jugaban los más veteranos. Las leyendas, tal como sigue sucediendo, se forjaban en cualquiera de las dos canchas soleadas. Una sola sobrevivió a una directora inescrupulosa. Primero le arrancó los aros a la más cercana a la piscina y la convirtió en cancha de fútbol con acceso restringido; luego fue por los veteranos hasta su desaparición. No pudo con el amor de los aficionados al básquetbol del Paso, que conservan hasta el día de hoy el rectángulo deportivo más cercano a la zona comercial. Los propios jugadores se encargaron de arreglar los aros una y mil veces. Fabricio, más conocido como el Chino, es una de las leyendas vivientes de la Plaza 7. Un petiso flaco con rasgos claramente orientales y de profesión soldador. Hasta el día de hoy, cuando un tablero dice basta, vuelve con su valija de herramientas y una escalera, y el partido continúa. Comenzó practicando hundidas en la cancha de la piscina. Un relato similar al de Woody Harrelson en la muy representativa película White Men can’t Jump, de 1992. A medida que su capacidad saltarina mejoró, también ganó en fundamentos. En el camino adquirió la increíble capacidad de encestar la última pelota del partido, sin excepción. El misterio de su invencibilidad se desvanece con los días y noches consecutivas de plaza, olvidando comer y dormir. El Chino es de pocas palabras y salidas ocurrentes. Algunos amateurs y profesionales llegan expresamente hasta el Paso para encontrarlo e intentar vencerlo. Su característica vestimenta negra sin marcas ni señales inspira respeto.

Una tarde cualquiera de sábado se puede apreciar el show como simple espectador. El lugar está plagado de árboles siempre verdes y tupidos, y un corredor de asientos de ladrillos para picnic con mantel a cuadros. Los niños que llegan inocentes con la intención de jugar un rato al básquetbol tal vez no lo tengan tan fácil; por lo menos no a la ahora de la verdad. Tendrán que venir muchas veces y practicar hasta ganarse la aprobación de los locales. Podrían intentar hablando con el Cangrejo, el Palito, el Pollo (y su hermano menor, el Huevo), el Copado (por sus festejos exagerados), el Nebraska (por su camiseta preferida), el Ribuk, el Chino y su antítesis absoluta, el Lorenzo. Fue figura del equipo profesional de básquetbol de Liverpool durante los años 70 y 80. Siempre acusado de egoísta y protestón, conserva las mañas de antaño y un tiro de media distancia demoledor. Ya pasados largos los 50, peina muy prolijas unas pocas canas que lleva con orgullo. Quizá por cábala, quizá por comodidad, su uniforme de plaza es un jogging azul de tela afelpada más parecido a un pijama que a un equipo deportivo. Provocador y muy charlatán, suele repetir a sus rivales de todas las edades: “A ver quién le gana a este viejito”, desafío que acompaña con una risa burlona cuya transcripción exacta sería “jejejeee”.

Gary ya encontró sus championes y se los puso, mira por la ventana el transcurrir de la acción mientras pica su pelota en el piso de baldosas amarillas de su cuarto. El Chino elude a tres rivales con pocos movimientos y lanza el balón muy alto para que el Ribuk lo alcance justo encima del aro. Partido.

Daniel Giacoya (39 años), también conocido como el Mágico, fue la máxima figura de la Plaza número 7 en los tardíos 80. Desde hace más de diez años trabaja como entrenador de inferiores de diferentes clubes de baloncesto y actualmente se desempeña como jefe de técnicos de Larre Borges. Cuando lo consultamos sobre las particularidades del básquetbol callejero que se practica en las plazas de todo el país nos envió un gráfico con conceptos definitivos: el juego lo regula el jugador (su inicio, tanteador, competencia), la improvisación reina sobre lo reglado, el jugador es el máximo exponente en la escala de jerarquía.

Iván Remy (23) es una de las figuras jóvenes del básquetbol callejero, aunque prefiere escaparle a esa categorización que a veces puede confundirse con el estilo más alocado y fantástico propio de los Globetrotters o del equipo And1, de Estados Unidos. Dos estilos, por lo menos, conviven en el asfalto de cada barrio. Iván es de los que respetan los fundamentos a rajatabla y utiliza un movimiento vistoso solamente si el juego así lo requiere. Hay también —y en cantidad— de aquellos que disfrutan especialmente de un caño o un amague al rival que despierte el asombro y las risas del público de ocasión.

El Negro Iván comenzó su experiencia en plazas acompañando a su hermano mayor a las canchas del Instituto Alfredo Vásquez Acevedo, más conocido como el IAVA. El recinto, crudo y sin la menor pizca de sombra, hoy luce mucho más amigable que en sus años de fervor y crisis económica. La experiencia federada de Iván indica un paso por el extinto club Domingo Savio y por las formativas en Atenas. Destaca el tipo de juego instintivo que puede desarrollarse en una plaza y el modo de improvisación constante, necesario, que debe utilizarse para disfrutar y entender el juego cada tarde. Iván recuerda a dos Juanes del IAVA. Un regordete de movimientos lentos que podía ganarte tanto en las tablas como desde la línea de triple: Juan Silva, siempre vestido con camisetas de fútbol argentino y dueño de amagues interminables. El otro es Juan Saura, rebotero empedernido y fanático de Alice In Chains.

Saura evoca a Seba, alias el Camby (por su parecido físico con el interno de los New York Knicks de 1999, Marcus Camby): “Jugó en todos lados. Jugaba con talento, fuerte, buen compañero. Sobrevivió al consumo de sustancias para volver a las canchas. Es del Cerro y a veces se tomaba dos buses para jugar”.

A eso de las cinco, Gary vuelve a acostarse y baja la persiana. Juan llama a Camby para ir hasta el Paso, pero Camby sugiere El Mercadito. Hace semanas que quiere ganarle al Pimienta (le dicen así por su carácter). Escondido entre el parque Batlle y la avenida Rivera, entre Capitán Videla y Lamas, se encuentra el mercado Castelar, una esquina que no dice nada, alguna vez centro de subsistencias, hoy carnicería con jardín de infantes a la vuelta. En el cruce de calles, un piso de baldosas color arena, dos aros, un árbol, un grafiti muy grande con la cabeza de un tigre y la bandera de Peñarol. Rodeado de casas comunes y corrientes, El Mercadito es catalogado por los especialistas como uno de los centros más importantes de básquetbol callejero de la actualidad. Allí hacen pagar derecho de piso Iván Remy, el veterano Gerardo y el Kobe.

Su ubicación geográfica provoca el encuentro de jugadores de varios clubes capitalinos (Tabaré, Bohemios, Trouville) que llegan en busca de una gloria distinta, la de ser capaz de ganar en cualquier cancha, sin jueces, sin miedo. Desde Dr J hasta Ron Artest, todos los aficionados a este deporte saben que un jugador puede ganar muchas copas y campeonatos, pero si no puede irse con títulos de una plaza, algo no funciona. Marcos Cabot, base de Defensor Sporting y la selección uruguaya de básquetbol, se mezcló entre los grandes con pocos años hasta convertirse en un imbatible del Mercado. Camilo Castro, figura de Biguá y de las selecciones juveniles de Uruguay, se convirtió en un habitué de triple todavía inmarcable luego de terminar su carrera profesional.

Los protagonistas y los lugares pueden cambiar o ser idénticos. Los domingos de noche una gran cantidad de aficionados al básquetbol callejero confluyen en la Plaza Seregni; los sábados se llena la plaza de la Coca-Cola, cerca del supermercado de la avenida San Martín. Lo mismo sucede en el Cerro, en 8 de Octubre, en el final de la calle Ciudadela, casi sobre el agua. Se juega por el simple placer de la competencia deportiva, mientras los días pasan un poco más rápido o mejor. Cada sobrenombre se construye a partir de un vínculo de confianza que genera pertenencia: un lugar a donde ir a jugar o charlar de música.

Gary Payton, el base de los Seattle Supersonics que perdió la final contra los Chicago Bulls en 1996, fue inspiración para el Gary. La persiana de su cuarto quedó baja y se consumió la tarde completa. Salió ya entrada la noche y cruzó hasta la plaza del Paso picando la pelota que respira en medio de la noche. A esta hora no hay nadie; el portero dejó las luces prendidas de la cancha. Además del balón lleva una pequeña radio portátil y una botella de refresco con granadina. Su lujo de madrugada de sábado es quedarse tirando hasta que salga el sol y se convierta en domingo.


Publicado

en

por

Etiquetas: