Por suerte para nosotros, este cuento quedó afuera de Alerta Naranja, una serie de relatos cortos que Leandro delgado —el de Adiós Diomedes, el de Ur, el de Cuentos de tripas corazón— publicó con la propia cartonera.
Texto: Leandro Delgado / Ilustración: Leandro Bustamante
Desperté boca arriba en el cuarto oscuro y húmedo. La luz gris atravesaba las cortinas quietas. Podía adivinar las ramas de las acacias cercanas al porche moviéndose con el viento siempre igual.
Encima de mí, yacía La Creatura (LaC) lamiéndome el pecho, cansinamente, mientras yo le acariciaba, complaciente, su cabeza crespa. Había intentado penetrarla, pero no había podido, y no era la primera vez.
Pero a LaC no parecía importarle. Yo sólo sentía su humedad, el gesto resignado, en cámara lenta, de la lengua que iba de arriba abajo como pintando una pared a veces, otras concentrándose en remolinos sobre zonas dispersas de mi geografía.
Dejaba que LaC me poseyera de esa forma, me sodomizara así, con ese hastío de mi parte, porque no tenía otra cosa que hacer.
Afuera, el viento arreciaba. Cuando las paredes empezaron a vibrar, salí de abajo de ella, me levanté y abrí la puerta al porche, todo en un solo movimiento. Y al salir, casi me caigo desde la cubierta al agua, que recién reconocía (primer vértigo).
Por la otra puerta, LaC ya había salido a cubierta. No me estaba mirando a mí, sino hacia la proa, hacia más allá de la proa. Avanzaba y no me oía gritarle, no me oía decirle que éramos los personajes de una animación japonesa, que yo estaba soñando despierto, que no estaba durmiendo en la casa de nadie ni en un cuarto con ventanas al porche sino en su lancha-patrulla.
LaC avanzaba toda iluminada bajo el cielo blanco que le iba variando los colores y las sombras indescriptiblemente. Oteaba los barcos clandestinos, contemplaba brevemente las bolsas que flotaban al costado, confirmaba de reojo los lobos muertos y las medusas al ras de la superficie como todo lo demás.
Con el frío en el pecho humedecido, fui caminando hacia la popa manteniendo el equilibrio. Me senté para quedarme lejos de LaC y ver tranquilo la estela de la lancha abriendo el agua como un cierre metálico y, más atrás, a Villa Estúpida hundirse de a poco. Era lo que hacía siempre, pero no sospechaba que la fortuna me esperaba obcecadamente, justo allí, al otro día.
Le dije a LaC que me iba a juntar con mis amigos en el desfile de Carnaval, que iba a volver en unos días. Hoy recuerdo esos días todos juntos como una cadena, como un racimo, como un collar brillante y pesado, como un día solo. Y aunque no mentía, no iba a encontrar a mis amigos porque no iba a buscarlos.
Y trepé a Villa Estúpida escuchando el redoble lejano del Carnaval.
Cuando llegué al Centro agarré por Soriano. En la esquina con Jaguarao, me encontré con un bondi brasilero lleno de brasileros.
Los brasileros le estaban dando la bienvenida a Rosa Luna con vítores y flashes. Ella estaba subiendo al bondi porque, en ese momento, Rosa Luna se estaba muriendo o estaba pasando a la inmortalidad o era el fantasma de Rosa Luna, daba igual. En cualquier caso, ella marcaba la esquina como un mojón barrial, nacional, regional, por donde pasábamos todos como frente a una vidriera en la que ella estaba vestida de vedette con plumas celestes y plateadas y con esa bandeja debajo de las tetas ofreciéndolas a todos, ofreciéndolas a la región.
Rosa Luna se dobló un poco hacia adelante, donde había un viejo sentado en un asiento. El viejo la miraba a Rosa Luna, mientras ella lo apuñalaba. Él la miraba mientras ella lo apuñalaba una, dos, tres veces y todo el tiempo.
Al final de la calle se veía un resplandor increíble, gigante, como de las luces del estadio, como una luz de día, como de un rodaje, porque había un tablado en la Intendencia. Yo iba bajando unos terraplenes llenos de gente sentada y parada, gente riendo, todos rodeados del aire cálido del mejor verano, todo envuelto en una alegría que yo pensaba muerta. Y avancé solo entre una comparsa que llevaba pancartas blancas y trapos blancos y seguí avanzando así, sin querer juntarme definitivamente con nadie, o apenas o intermitentemente, y abrazaba a alguien y seguía, embanderado y semidesnudo. Y sin pudor, o sin necesidad de perderlo, voy levemente embriagándome por unas fantasías que venían siendo el escenario emocional de lo por venir, la zarzuela con final feliz que se avecinaba.
Porque entonces alguien me agarra del brazo, blandamente. Y me doy vuelta, de la misma forma en que me venía dando vuelta en toda esa bajada para abrazar desconocidos. Y me encuentro con tu cara, familiar y sobrenatural, dulce y tranquila, tibia aun sin tocarte, que me sonreía y me decía, sin hablar, sólo con tus ojos almendrados de argenchina, que querías estar conmigo, en ese momento y siempre, sólo porque yo era ése, el que andaba desvariando embanderado y semidesnudo entre cabezudos de dragones.
Pero cuando voy a hablarte, cuando voy a preguntarte el nombre, siento que, del otro brazo, alguien me agarra a su vez, bruscamente. Y veo de costado lo que ya temía: LaC me estaba mirando con los ojos duros. Estaba con una amiga de la infancia, ¡de la infancia mía! Y haciéndose la boluda me dice: “¿Viste lo de Rosa Luna? Salado”. Y yo le dije que sí, pero que se fuera, que me dejara solo.
Y LaC se fue con mi amiga y se perdió entre la multitud blanca que las envolvió como si la leche se tragara dos moscas.
Entonces volví sobre la argenchina y me quedé mirándola un rato, tan suave, con esas córneas, con esos iris como telas de araña superpuestas, con todos sus capilares latiendo por detrás del cristal de la piel, bellísima, y me reprimo de abrazarla (para darme dique) y le pregunto el nombre. Pero no puedo oírla, porque en ese momento está bajando una escola y empezamos a bailar sin dejar de mirarnos a los ojos y latir juntos y veo que no había llegado sola de Argenchina sino que estaba acompañada de una presencia que distingo un poco más atrás, difusa, discreta, benéfica.
La argenchina estaba extasiada de estar ahí conmigo, y yo también. Le doy la mano y siento la suya, mediana y tierna, y nos metemos entre la gente hasta llegar a una pizzería con las mesas de madera pintadas de blanco que miraban al corso y nos sentamos y pedimos una pizza a caballo para cada uno y después nos levantamos de nuevo hasta la cumbiola mientras la presencia se quedaba cuidando nuestra mesa.
En el camino, vuelvo a preguntarle el nombre y, ahora sí, la escucho: Sofía Analía Lucía Estefanía, pero le dicen SALE. Yo le quiero decir mi nombre, pero no me sale, me da vergüenza y me dan ganas de llorar.
Entonces SALE apoyó las manos contra el vidrio de la cumbiola y fue leyendo los nombres de las bandas, de las bandas que no podía escuchar en Argenchina:
Vietcong Total
Bye Bye Saigón
Tsunamitas
China madre
“De Japón, nada, che”, le digo. “Claro —me dice—, ustedes se creen re cool pero no entienden. La posta está en Indochina, sabelo”, y eligió el disco de Vietcong Total que me dejó de cara, tanto la cumbia como ella bailando. El tema se llamaba “Cuerpo y alma” y el estribillo decía:
El cuerpo es un templo sagrado
por eso hay lugares que nunca vas a tocar
que nunca vas a tocar ni vos ni nadies.
Y el alma me volvía al cuerpo, porque era un alma más grande que yo, que había crecido fuera de mí, perdida durante tanto tiempo, y de pronto se materializaba por todo el espacio de la pizzería y del Carnaval afuera y me entraba por la piel por ósmosis, porque adentro mío no había nada y afuera estaba todo.
Estuvimos bailando hasta que pasaron las pizzas para la mesa y nos fuimos a sentar con la presencia, que en ese momento estaba en otra cosa, conectándose con otras presencias a quienes encontraba por primera vez detectando saberes nuevos, estableciendo conexiones a niveles profundos.
SALE había llegado unos minutos antes de encontrarnos en el corso. Había llegado en un lanchón clandestino y posiblemente se volviera en el mismo lanchón, eso dependía de la cantidad de argenchinos que llegaran al muelle después del desfile. Yo encantado de que no se volviera nunca.
Pero ella quería ver más de acá, además de mí. Ella llegaba a Villa Estúpida para una experiencia exótica, total, compleja, indescriptible. Así que le dije de llevarla para las rocas y ver Villa Estúpida desde allí. Y nos fuimos los tres.
Fue una marcha única, porque perdíamos gravedad progresivamente y los pasos se hacían cada vez más altos y se hacían cada vez más largos y al final parecíamos impalas en celo.
Al llegar a Canelones, por poco nos damos de frente contra un camión para el Centro que venía calzado (segundo vértigo), lleno de murguistas viejos cantando contra el barrio negro.
Seguimos bajando en nuestro camino marcado por las luces mortecinas que salían de los balcones como grandes mandíbulas, empacadas, grotescas y derruidas, mientras veía atrás de nosotros el pelo dorado de SALE desgranándose como un mikado.
En la costa, la oscuridad se volvió profunda y metafísica. A lo lejos se veían las luces de los barcos quietos sobre el agua quieta y luego otras luces más bajas iban y venían. Eran las luces de las patrullas —alguna sería la de LaC, que estaría esperándome nerviosa, poseída de un terror que tenía la forma de mi silueta vacía—.
SALE quedó fascinada por el silencio súbito y hundió sus pies descalzos en la arena blanda y fría mirando desde abajo los pedazos enormes de la calle, pulidos por el mar en grandes bloques que se confundían con las rocas del basalto que nos sostiene flotando sobre esta esfera de magma.
En algún lugar percibí cierta desazón en ella o la imaginé o me anticipé ansiosamente y la abracé. Y cuando estuvo así entre mis brazos, pequeña y prolija como un pájaro, la besé en la cara, pero reprimí el deseo de tocar su boca con la mía, ya no con miedo, sino avergonzado de mi falta de valor, de mi debilidad, de mi fealdad.
Recuperándome, o para recuperarme, volví a mirarla y la invité a visitar mi lugar favorito.
El edificio está cerca del agua y es el más alto que sobrevive así, abandonado hace siglos antes de ser terminado. Hay que llegar entre unos juncales más altos que una persona y por unos caminos serpenteados que conozco de memoria y que la luna, menguada y recién salida, iluminaba haciéndoles brillar las curvas lustrosas a los tallos que se movían con la brisa y que me recordaban la cercana pleamar.
Miré brevemente hacia atrás imaginando que escapaba de algo. Y esta imaginación fue recibida por la presencia benéfica que nos acompañaba, porque el juncal se movió de pronto, todo a un tiempo, como si lo estuvieran peinando, y me apaciguó.
Recién ahora comprendo que, en aquel momento, ya no pensaba en LaC. Era sólo el reflejo, el eco de un lejano miedo, porque ya sabía que LaC iba a fracasar, que ya había fracasado en su intento por retenerme porque todo se iba constelando para protegerme desde todos los rincones del cosmos y de lo más profundo de mí.
Subíamos la escalera del edificio, buscábamos el ritmo mecánico para llegar arriba sin cansarnos. Cada tanto íbamos viendo el agujero del mar en un costado y el resplandor de Villa Estúpida del otro y al doblar en los descansos me encontraba con las matas de paja brava, los penachos cabeceando al abismo.
Es probable que el edificio mostrara señales de haber sido habitado, es probable que hubiera, aquí y allá, restos y deshechos, detritus, quizá esqueletos, pero yo no los veía y nunca busqué verlos en mis exploraciones cotidianas al edificio, que sólo tienen como objeto contemplar desde arriba a Villa Estúpida lamentarse en su agonía. Y esta vez quería verla en esa única noche de alegría, en el sueño de su cumbia cansada, en su luz excepcional. Y sabía que aquello iba a ser un recuerdo que SALE se iba a llevar como un gran error, porque se iba a ir pensando que Villa Estúpida era así todas las noches y así seguramente se lo iba a contar a sus amigas argenchinas.
Cuando llegamos a la azotea, el cielo no estaba, porque arriba de nosotros no había nada, salvo la presencia a un costado, que flotaba cerca del borde del edificio hacia el mar, en otra de sus introspecciones.
SALE, deslumbrada, hipnotizada de ver a Villa Estúpida a sus pies, se acercó demasiado rápidamente al borde que daba a la ciudad y luego se dio vuelta dejando los talones suspendidos al vacío como una clavadista (tercer vértigo). Me miró con lágrimas en los ojos y luego se acercó a mí tapando su cara imponente con sus manos traslúcidas sollozando de alegría y me abrazó.
Luego puso su cabeza en mi hombro y yo la mía en el suyo y empezamos a mirar todo alrededor, a girar lentamente como un solo faro.
Le tomé la cara por debajo y la besé, la besé largamente, y luego la hice mirar lo que yo miraba.
Al sur, el mar quieto era un charco inmenso que reflejaba la luna empañada por detrás de unas nubes cuarteadas de tajos violetas como laceraciones que, a su vez, iluminaban las crestas alboradas de las tierras polares recortadas sobre el horizonte. Y aunque SALE no lo veía, yo le contaba que, muy apenas, bajo la superficie del agua, resoplaban las ballenas respirando un momento antes de bajar a cantarles a los mardefondos las canciones de la última temporada, canciones que hablaban, en melodías interminables, sobre sus callos blancos y simétricos que coronan sus quijadas francas donde viven colonias de balanos, mejillones y algas tentaculares que recorren el mundo azarosa, obstinadamente.
Al Este no había nada.
Al Norte, Villa Estúpida guardaba con celo su noche de fiesta, toda oscura con el centro de luz como un trofeo inmerecido, como un botín, como un robo, y luego unas lucecitas iban languideciendo hacia la periferia como los residuos de una onda expansiva que terminaba demasiado pronto apagando todas las buenas intenciones, toda la alegría y la paz de espíritu. Y aunque no se veía desde ahí, le conté que, donde empezaba la oscuridad, había animales en dos pies que vivían adentro de los árboles huecos, y niños zombis y bestias macrocéfalas con ojos de insecto y ratas grandes como perros. Luego empezaba una espectral pradera, toda salpicada de rocío y de pequeñas fogatas de especies nuevas y reducidas y la pradera seguía y seguía hasta perderse debajo de los nubarrones pesados que salían de la selva brumosa y negra.
Al Oeste, la bahía estaba cerrada al mar por el resto gigante de OSMABA, que aplastaba el cerro de un lado y la península del otro, y dejando, de un lado, un lago ahogado y tapado de humedales y mosquitos gigantes tan bien fotografiados por los turistas del horror.
Fue mirando la península aplastada por OSMABA que SALE me preguntó dónde vivía yo. Le señalé justamente adonde estábamos mirando.
—Mirá —le digo—, ¿ves esa pared gigante y oscura? —era la base de OSMABA, que estaba a la sombra de la luna. No podía no verla, pero esperé a que respondiera sólo porque quería escucharle la voz.
—Msé —me dijo.
—Bueno, en línea recta hacia acá, ¿ves el templo, ves ese triángulo negro? Esas franjas son las columnas del templo.
—Msé.
—Bueno, yo vivo en ese edificio, el que está en el medio. Si ves bien, son tres pisos.
Descontaba que no iba a ver nada, pero entonces me preguntó:
—¿Aquél? ¿El trash-decó? —y señaló con su brazo transparente el edificio de mi casa.
—Msé.
—¡Qué divino!
Entonces le hice recorrer la vista más allá del cerro, donde empezaba un campo verde que seguía, todo igual, hasta llegar a la cordillera, que se levantaba como una ola blanca y paralizada esperando el próximo cataclismo.
Como seguimos girando en el lugar, llegamos de nuevo a mirar al Sur. Entonces nuestros pies se quedaron fijos en la abandonada planchada, mientras nuestros cuerpos siguieron girando y girando y se fundieron en un solo abrazo helicoidal.
Fue como habitar una ostra, toda llena de perlas.
Al bajar, ella se iba acomodando el pelo y la ropa mientras yo le describía algunos capítulos de mi vida haciendo amplias elipsis que la presencia lograba completar con su acertada imaginación y que le transmitía a SALE con bastante fidelidad a los hechos reales, es decir, si toda la información que yo tenía era 10, yo a SALE le decía sólo 1, pero la presencia lograba hacerle llegar 5, y al final SALE tuvo una idea aproximada de mi ridícula vida, de mi semicautivero, de la fragilidad absurda de LaC, de mi decisión de abandonar Villa Estúpida y desaparecer hasta verme a salvo para poder cruzar oportunamente a reencontrarla en Argenchina.
De momento, no podría tomarme el barco con SALE y sus amigos, porque seguramente iban a ser interceptados por la patrulla de LaC, que les iba a pedir una coima para dejarlos pasar, y era probable que ella misma me encontrara, con su horrible linterna.
Fuimos caminando entre las rocas oscuras hasta el muelle de hormigón.
Ya habían llegado algunos argenchinos en pedo cantando sambas y choros y algún otro vomitaba cachaza contra una antigua palmera.
Ayudé al dueño del barco a subir a los más borrachos, que fueron maniatados por SALE y el hombre, y enmudecidos luego con una cinta pato en la boca. Era por la seguridad de ellos, porque procuraban no ser interceptados por las patrullas si avanzaban con las luces apagadas y en silencio, porque generalmente los argenchinos volvían cantando a los gritos en el bote. A veces alguno quería volver a Villa Estúpida como si hubiera olvidado algo.
En ese silencio incómodo de la proximidad de la partida, SALE le despegó la cinta de la boca a un argenchino y le preguntó si quería un faso.
El tipo le dijo que sí y ella le prendió uno y le hizo dar pitadas mientras le sostenía el cigarro. Cada tanto ella también pitaba. Pitaba y lo miraba, lo miraba a él.
La escena me hizo llenar los ojos de lágrimas porque me di cuenta de que yo quería estar ahí, en el lugar del argenchino maniatado, porque él se iba a ir con ella y yo no.
Ella se dio cuenta de lo que me pasaba y también se puso a llorar. No lloraba por ella, no lloraba porque fuera a extrañarme ni porque viviera eventualmente sometida o sodomizada por nadie como me pasaba a mí, sino que estaba llorando por mi incertidumbre, por lo que me podía pasar a mí, ella lloraba por mí. Y se puso a llorar más fuerte que yo. Entonces yo no podía llorar porque ella ya lo estaba haciendo por mí y más ganas me daban de llorar.
SALE no le sacaba el cigarro de la boca al argenchino y el tipo empezó a toser.
El barco despegó del muelle y nos quedamos así, viéndonos los dos en lágrimas como la última imagen de ambos desapareciendo en la oscuridad, mientras las luces de las patrullas iban de un lado para el otro entre la costa y el horizonte.