¿Es ficción o no? “Juguemos con esa ambigüedad”, contestó el autor. Gustavo Espinosa (Treinta y Tres, 1961) se ha ganado en la última década un lugar destacado en la narrativa uruguaya gracias a las novelas Carlota podrida (2009) y Las arañas de Marte (2011), que pintan historias y personajes de su ciudad natal con bandas sonoras de cumbia y de folclore. En este relato inédito hasta ahora, el autor documenta (y/o inventa) la historia de la “primera banda de blues de Treinta y Tres” en un tour que pasa por un boliche, una iglesia mormona y un festival mal organizado hasta lo tragicómico.
Ilustraciones: ca_teter
A la memoria de ABC, que anticipó esta historia.
Que la banda cambiase de nombre en su etapa fetal fue también culpa de Evelyn. El día que El Relámpago, camarógrafo o editor del canal de cable y pionero del slide por estas tierras, llegó al nicho —así llamábamos mi mujer y yo al apartamentito insufrible de la calle Pantaleón Artigas-– para proponerme la idea de formar, por fin, una banda de blues, lo convencí muy rápido de que el nombre debía ser La Poronga Fluorescente. Lo acompañaba Lino, colega mío del liceo y armonicista, quien tampoco ofreció resistencia. Por algún prejuicio insensato que nunca pude explicarme ellos pensaban que sería difícil entusiasmarme con el proyecto. Se esforzaban como vendedores. Nunca —decían— una banda de Treinta y Tres había empezado con tantas ventajas: el Yaro’s (un caserón enorme reciclado en restopub, que estaba donde después construyeron las Grandes Tiendas Montevideo) nos prestaba equipos, el entrepiso para ensayar y el sonidista. Y nos contrataba para tocar todos los viernes. Para reforzar su retórica, Lino había traído un par de armónicas Honner relucientes, y El Relámpago un porro nevado y un litro de vino marca Barlovento que él creía muy fino porque había sido envasado en una botella azul para conmemorar el milenio en una edición limitada. Es verdad que se manejaron otros nombres aquella tarde de abril: Guiso Frío, Lápiz Japonés, Tripa Gorda, La Unión Soviética.
El Relámpago, siempre más encapsulado que nosotros en la ortodoxia blusera y descubridor reciente del swing revival (todos habíamos visto a Brian Setzer en Woodstock II; él había descubierto el primer disco de Eddy Márquez y La Pentatónica), insistió un rato con La Olimareña Blues Band y con la idea de usar saco, corbata y atriles. Pero tuvo que rendirse a las objeciones de Lino: en Treinta y Tres sólo había dos saxofonistas y un trompetista que no fueran milicos del cuartel. Pero, porque eran demasiado jóvenes, les gustaba el ska y el reggae, y por eso mismo en cualquier momento se iban a ir a Montevideo a estudiar Ciencias de la Comunicación y probablemente a olvidarse para siempre de la música. A pesar de que yo ya había empezado a fingir que si no me obedecían en todo no aceptaba nada, a pesar de que ya nos habíamos tomado casi todo el vino milenarista y coloidal, se resistieron a mi primera propuesta: La Artrosis de la Jirafa.
—Es la metáfora de buena parte del arte occidental y especialmente del blues —argumentaba yo, esforzándome por embutir la punta del nevado en una tuca de papel de cigarrillos—. Da a entender que el dolor insoportable es el esqueleto invisible de la belleza.
Yo sabía que no iban a entender nada. A esa altura de la tarde (cuya luz final entraba en rayas horizontales en el aire gris del nicho), de la botella azul y del porro, mi alegoría de la jirafa era una especie de chupachupa tornasol y abstracto que yo lamía solo.
—No seas malo. Es demasiado psicodélico. Además lo importante es empezar a ensayar. El nombre, por ahora, es lo de menos —arriesgó Lino, creyendo que estaba siendo temerario.
El Relámpago intentó entonces contagiarme las ganas de tocar mediante estrategias más elementales. Prendió el equipo, mi viejo Phillips negro enchufado a un reproductor de DVD, y colocó el disco de Eddy Márquez, La Aguada Boogie, el único por aquellos días.
La discusión se licuó. Lino probaba con una y otra armónica, tratando de meter algún firulete en el tema “Sin sutién”. El Relámpago cerraba los ojos y negaba con la cabeza, que es su manera de aprobar la excelencia de un solo.
Los tres sabíamos que cualquiera de ellos era mejor músico que yo, y que —sin embargo— no eran capaces de llevar adelante una banda sin mí. Yo había sido hasta hacía unos meses el frontman veterano y carismático de Ultimatum, una especie de refundación del rock terintaytresino que un par de veces había llenado el Teatro Municipal de adolescentes, en conciertos organizados por mí, con canciones compuestas por mí.
Cuando Lino estaba logrando injerir su armónica en Do en la brass band de Márquez, suprimí el volumen del Phillips, me paré firme en medio del nicho y con el índice en alto les enuncié el comienzo de uno de los sonetos de Ramón Paz que había estado leyendo y memorizando poco rato antes de que ellos llegaran. Los había repasado mientras oíamos los primeros temas del disco, porque sabía que debía parecer incontestable, y temía que la marihuana y el vino azul pudiesen hacerme olvidar los versos.
—Me zumba la poronga fluorescente/ como espada de Jedi con estática— declaré. — Ahí está el nombre. No se discute más.
Y subí otra vez el volumen. La traducción de “Five Long Years” ocupó el nicho como una inundación cuadrada:
Laburé cinco malditos años por una mina y tuvo el tupé de escupirme.
Creo que era la primera vez que yo escuchaba aquella versión que poco después iba a ser la insignia de una primavera corta del blues en Uruguay, y hasta iba a llegar a las FM de Treinta y Tres. La voz de Eddy seguía sin gustarme. Sonaba como Miguel Ríos o —peor— como un melódico internacional mexicano puesto a imitar a Tom Jones. Estaba demasiado lejos de la emisión amanerada de los argentinos o de la desidia del Flaco Barral, que son las formas canónicas de cantar blues en castellano. El encandilamiento de metales macizos, por el que se filtraba la velocidad de la Telecaster de Eddy, parecía construido en Chicago. Que se hubiera grabado en un estudio de Montevideo me dejó contento y asombrado.
Cuando la canción se resignó a terminar, Lino, que había logrado desarrollar un contrapunto bastante ajustado con los caños del disco, se puso a jadear y a aplaudir. El Relámpago entreabrió por fin los ojos, siguió negando con la cabeza y largó una carcajada abrupta:
—La Poronga Fosforescente…
—Fluorescente —corregí.
Una semana después, ya estábamos instalados en el entrepiso del Yaro’s, con sus ventanales velados con malla sombra negra, entre el lambriz intermitente y oscuro, y las torres de casilleros de plástico amarillo. El batero sólo podía ser el Morrocoyo Dávila, porque tenía una Ludwig blanca de muchos cuerpos. El primer bajista fue el Toño Pereyra, pero duró poco porque ya era un fundamentalista del slap y de la ecualización perfecta. Se fue antes del debut y de la epifanía de La Sirena Mormona. Le pedimos a Enrico Sienra, mi viejo compañero de Ultimatum, que nos diera una mano con el bajo. El Toño nunca se enteró de que la Poronga Fluorescente nunca llegó a tocar en público.
Hasta el día en que la terminaron de demoler velozmente para poner en su lugar un búnker mucho más tremendo, la vieja iglesia de los mormones seguía pareciendo uno de los edificios más nuevos del pueblo. Vista de afuera, aquella cosa de los sesenta era una serie sistemática y decidida de poliedros en la que se sospechaba una racionalidad medio inconcebible. Cuando pasaba por allí, si no iba muy apurado o distraído, terminaba pensando en las tapas de la revista Life, en las primeras películas de James Bond, o en cierto artefacto de mi niñez al que llamaban cama-repisa. Por dentro —a pesar de que uno nunca terminaba de saber cuáles eran las puertas y cuáles las ventanas— la contundencia recta de algunos objetos (archivadores de escritorio o púlpitos), la madera brillosa del piso, convertían el templo en un lugar confortable.
La noche en que fuimos a ver a los coros, ratifiqué aquellas impresiones de hacía veinticinco o treinta años, cuando había entrado un par de veces a curiosear o a pedir permiso para utilizar la cancha de básquetbol.
Era un encuentro regional y ecuménico. Lino, que tenía unas tías acólitas de José Smith, había sido invitado a poner una armónica en una canción gospel que cantaba el coro locatario. Tanto insistió en que no podíamos perdernos la actuación, que El Relámpago y yo sospechamos que La Poronga Fluorescente corría riesgos de perder a su armonicista a manos de los Santos de los Últimos Días. Allá estuvimos, formalmente vestidos y disimulando con mentol el par de whiskies, para intentar, al menos, un last minute rescue. Justo a la hora de comienzo entramos en un gran salón con escenario, piso de parquet e iluminación de sanatorio. Estaba ocupado hasta la mitad por un par de cientos de sillas de madera, por familias de mormones locales y por unos pocos gringos enormes y encorbatados. La otra mitad de la sala estaba repleta por los integrantes de los coros. No había mayor diferencia entre los uniformes de uno u otro grupo. Predominaban las camisas blancas, celestes o rosa claro, las polleras bordó, los pantalones grises. Algunas mujeres llevaban cintas rojas o azules en el cuello. Todos conversaban generando un ruido de gran murmullo. Había ciertos movimientos preliminares y suaves en los cuales se entremezclaban los colores ligeramente diferentes. Hace poco, en Animal Planet, vi una aglomeración nupcial de flamencos que me hizo acordar de aquella víspera.
—Miren allí —dijo Lino, señalando con el estuche de la armónica, con el gesto contento y soberbio de quien revela, por fin, una sorpresa.
Entre la muchedumbre se abría un claro que se desplazaba despacio hacia el escenario, y en el centro de ese espacio vimos por primera vez a Evelyn. Irradiaba cierta repugnancia esplendente; eso parecía ser lo que abría la burbuja de vacío que la aureolaba. En aquellos tiempos era todavía más flaca, usaba el pelo largo y claro (todavía no había empezado a probar tintas baratas y ridículas cada semana), e impulsaba su traslación estropeada sobre unas muletas siniestras, con almohadillas de pantasote negro y remiendos de nylon. A pesar de eso, como todo el que ve a Evelyn por primera vez, estuve un momento como encandilado por el neón radioactivo de sus ojos. Unas cuantas noches después, cuando ella ya era parte de la banda, El Relámpago me dijo que, hasta que le empezaban las caderas, Evelyn se parecía a Carly Simon en la tapa de un disco del setenta y tres, propiedad de su hermana mayor. A mí, a veces la borrachera me pone pedante: dije que era una centaura, cuya parte de arriba correspondía a un diseño de mi ilustre tocayo Klimt, mientras que la parte de abajo era un pescado podrido esbozado por un cubista de segunda fila. Nunca supimos qué le había pasado; cuando -–con los años— tal vez nos hubiésemos animado a preguntarle a Evelyn, ya había dejado de importarnos tanto. Muchas veces escuchamos de ella o de vagos conocidos, pedazos de historias contradictorias: una poliomielitis anacrónica, una locomotora, una brujería, una bacteria que le comió la mitad de la belleza. Lo cierto es que parecía que la hubiesen sumergido hasta el ombligo en un ácido inmoral; las piernas eran un delirio de segmentos blandos que obedecían tardíamente, según un programa incomprensible, las órdenes ofuscadas del cerebro de Evelyn. No sé si fue El Relámpago que, después de escucharla cantar aquella noche, antes de saber su nombre (y ya decididos a tratar de sumarla a La Poronga Fluorescente) le colocó el nombrete obvio: La Sirena Mormona. Fue también por aquellos primeros días (cuando hablábamos mucho de ella después de que se iba de los ensayos) que Enrico, con cierta candidez que suelen tener los bajistas, se animó a decir algo parecido al enigma que todos mascábamos como un chicle negro.
—¿Cómo tendrá la concha?
En verdad la mormona era su madre, nos repitió más de una vez Evelyn, cuando el apodo dejó de ser clandestino. La noche en que la conocimos, había cantado como invitada del coro, igual que la armónica de Lino, en la versión de “Music Above My Head”, original de Sister Rosetta Tharpe, según averiguamos más tarde.
Muchas veces he tenido que escuchar que cuando Evelyn cantaba el público olvidaba lo que ocurría a uno y otro lado de su cintura. Falso: si bien era una cantante brutal (el adjetivo, más preciso que meramente elogioso, es de Enrico), verla estirar el cuello y sacudirse en el melodrama del blues, como tratando de desprenderse de la parte inerte que la lastraba, era algo tan poderoso como su canto. Hacía que la voz apenas raspada de los primeros tiempos entrase y saliese de los falsetes como si toda su vida hubiese bebido de las aguas más barrosas del Mississippi. Cuando se puso a gritar como una loba con dolor de ovarios, apoyada en la respuesta del coro, en las palmas del público y en los gritos del Relámpago, aquella noche primordial en la iglesia, erizó hasta a los más frígidos ciudadanos de Utah.
***
Un rato antes de que La Sirena llegara a su primer ensayo, nos dimos cuenta de que ninguno de nosotros se iba a animar a comunicarle el nombre de la banda. El Relámpago volvió a insistir con La Olimareña Blues Band; volvieron a circular Guiso Frío o la Unión Soviética. Yo no quise insistir con La Artrosis, porque podría llegar a ser de peor gusto aun.
La noche de la iglesia, después de felicitar asustados a Evelyn, le habíamos preguntado con alguna timidez si no le gustaría cantar con nosotros. La primera respuesta, enunciada sin ningún entusiasmo ni sonrisa por su voz de contralto sórdida, fue alarmante.
—Tienen que hablar con mi madre —había informado mientras se secaba el sudor de la frente con el dorso de la mano sobrecargada de anillos baratos.
A la tarde siguiente, guiados por Lino, El Relámpago nos llevó en la camioneta del canal hasta Provitodo Evelyn de Alejandra Mieres de Larrosa, en el corazón del Barrio Flor del Alba, según las tandas de Radio Patria. Alejandra, la dueña del almacén y de la cantante y cuya nariz era idéntica a la de la hija, parecía desproporcionada en la cara de viuda marrón y encanecida. Nos hizo esperar algunos minutos mientras terminaba de vender boniatos y pañales descartables. Le dio un beso a Lino, la mano floja y seca a nosotros y nos hizo seguirla por una puerta lateral. Atravesamos un terreno lindero invadido por zapalleras de grandes hojas ásperas y abóboras ovoides. En el living de una casa inconclusa, rígidamente sentados en unos sofás afelpados, oímos que si Eve quería no había ningún problema.
La Sirena no estaba o no apareció. Yo miraba un florero violeta de vidrio retorcido con claveles de papel o de tela. Busqué en vano íconos de mojigatería protestante en las paredes o sobre el aparador rústico, pensando que esa señora debía de tener mi edad, cuanto mucho. Tampoco encontré la esperable foto del padre y marido muerto. Sólo había fotos de Evelyn, una especie de retrospectiva de medio cuerpo en portarretratos o marcos de diversos materiales y formas, que orbitaban en torno a un reloj a pilas con forma de violín
—Yo le tengo confianza. Soy la madre y el padre. Que pruebe, total.
Después peguntó horarios y días de ensayo, y nos aseguró que no había encontrado la manera que de que Evelyn consintiera en terminar el liceo. Sólo le interesaban la música y el inglés; era muy caprichosa. Alejandra sabía que Lino y yo éramos profesores: tal vez por eso, supusimos después, no había puesto obstáculos, no había hablado de los peligros del alcohol y las drogas ni de los Santos de los Últimos Días.
De nuevo en la camioneta, entusiasmados y perplejos, conjeturamos sobre el finado Larrosa, probable causa eficiente de la parte de abajo de Evelyn, o de toda ella, por lo que habíamos visto.
—Excepto la nariz —puntualizó Lino.
El Relámpago, que había colocado otra vez a Aguada Blues en el equipo de la camioneta, sostuvo que era evidente que nuestra cantante no había nacido del útero de una almacenera sino de uno de aquellos zapallos verrugosos que sitiaban la casa. Tal vez ya estaba sospechando el problema del nombre de la banda.
—Deberíamos llamarnos Evelyn Larrosa y los Zapallos Salvajes, como aquellos brasileños.
Sin embargo el asunto no volvió a aparecer en la superficie entusiasmada de nuestras conversaciones y proyectos hasta unas horas antes del primer ensayo con La Sirena. Morrocoyo inventó la solución de emergencia. Él era el único rocker más viejo que nosotros que sobrevivía en Treinta y Tres. Con los residuos de la serenidad de su hippismo crepuscular, mientras se ejercitaba con las baquetas sobre unos pedazos de cubierta de auto, predicó que los mejores nombres surgen al azar, abriendo la cabeza sin quemársela.
—Yo qué sé, loco —decía sin mirarnos, derivando los ojos por los rincones de nuestro entrepiso—. Capaz que el nombre es Los Fusibles, Tubolux, Goma Negra, Malla Sombra, yo qué sé.
Me pareció que Malla Sombra no estaba tan mal. Me recordaba a El lado de la sombra de Bioy Casares. Yo utilizaba siempre uno de los cuentos de esa colección para mostrar a los estudiantes el efecto de sorpresa final. Como ocurría con el libro de Bioy, al colocar como título una expresión coloquial y decolorada se producía un efecto de desautomatización: malla sombra ya no era sólo un pedazo de red de plástico para protegerse del agujero de ozono, sino que se contaminaba de algún misterio envolvente y ominoso.
Un taxi puntual trajo a Evelyn a la puerta del Yaro’s, aún cerrada a las tres de la tarde. Subirla al entrepiso por las escaleras enmoquetadas fue como un penoso derrumbe hacia arriba, un arrastre trancado que nos avergonzaba a todos. Enrico supo rápidamente cómo y dónde poner las manos, el modo de hacer fuerza para izar a La Sirena. Desde aquel día inaugural fue él el encargado, el plomo que subía a Evelyn a los escenarios y a los ómnibus. Lo hacía con tanta eficacia y cuidado como cuando trasladaba el enorme cubo Laney de su bajo.
Ella vino con el pelo pesado y claro recogido en una redecilla de bailarina y una polera roja que le alargaba el cuello y detallaba la perfección incontestable de su mitad . Después seguían los mismos pantalones trágicos como de leproso o de película neorrealista. Trajo también una cuadernola arrugada y ecléctica con letras de canciones (desde “Alfonsina y el mar” hasta “Nikita”, de Elton John) en la que fue difícil encontrar algo más o menos bluseable. Sin embargo, al final del ensayo, ya habíamos logrado una versión fluida de “La momia” de Eddy Márquez, plagio canallesco de “Caldonia” de Louis Jordan, que nos había impuesto El Relámpago. Al tercer repaso de la canción, los fraseos facinerosos de Evelyn nos llenaron de felicidad.
Un mes después ya estuvimos prontos para debutar. Teníamos seis standards de blues (entre ellos “Insane Asylum”, en el que ella aullaba la parte de Koko Taylor y yo hacía de un Willie Dixon pálido) y seis temas propios, más “La momia” y “Cementerio Club”, de Pescado Rabioso. El ciclo del Yaro’s duró cinco o seis viernes. La verdad es que al principio Malla Sombra sonaba muy mal. Había problemas de empaste; no teníamos un sonidista y nosotros solos no sabíamos manejar —por inexperiencia— tanto volumen y tantos monitores en un escenario promiscuo y enmarañado de cables y acoples. Sin embargo, la campaña en la FM y el boca a boca que anunciaban la primera banda de blues de Treinta y Tres llevaron bastante gente al estreno. La Sirena Mormona se encargó de llenar el boliche durante todas las fechas siguientes. Cuando Enrico la acomodaba en su silla de plástico blanco, ya terminando la prueba de sonido, curioseaban de soslayo una y otra parte de Evelyn. Después, ya medio borrachos, aplaudían y gritaban cuando ella irrumpía con melismas y gruñidos compuestos de modo cada vez más acrobático. Pronto empezamos a oír que los folcloristas y los cumbieros murmuraban algo así como que estábamos explotando a un fenómeno de circo. El escrúpulo llegó también desde gente más próxima a nosotros. Me lo hizo saber Emiliano, un buen saxofonista, que antes de irse al Conservatorio Universitario había tocado ska en Falso Contacto.
—Me extraña de vos, profe. ¿No te parece patético lo que hacen con esa pobre gurisa?
También hubo viejas y algunos informativistas que elogiaron solemnemente la magnanimidad inclusiva de la banda, y la ejemplar entereza (actitud proactiva, dijeron) de la joven artista para superar tan terrible drama. Un ejemplo para quienes se dejaban vencer al menor obstáculo.
En el penúltimo toque del Yaro’s, Evelyn llegó medio mal de la garganta. Lino le prescribió un par de copas de grapamiel.
***
Tal vez porque el rock uruguayo no cuenta con un plantel notorio de mártires, muchos conmemoran el ocho de setiembre como la efeméride más fúnebre del género. Nosotros (sobre todo Enrico) solemos recordar con una especie de remordimiento repulsivo lo que pasó dos días antes.
Lo que nos fue llevando hacia aquel domingo seis de setiembre de 2008, los siete años de Malla Sombra junto a Evelyn, fue como una versión expandida del ciclo inicial en Yaro’s Restopub. Es verdad que la banda mejoró bastante, pero siempre supimos que la fascinación por La Sirena era la causa de que difundieran los demos de confección local —y sobre todo los clips hechos por El Relámpago— en algunos programas de Montevideo. Fue ella la que nos llevó a Durazno, y fue por ella que giramos por los balnearios de Rocha en el verano de 2005. No por nada la foto que publicaron en Sábado Show, de cuando estuvimos en Paysandú, mostraba un primer plano de los bastones canadienses que habían sustituido —hacía poco— a las muletas medievales.
Para atenuar la culpa de estar explotando al monstruo, Morrocoyo solía decir que nosotros habíamos posibilitado a Evelyn.
—La loquita es la flor —alegorizaba—. Malla Sombra es la planta que la sostiene, loco.
Y no estaba errado. Morrocoyo la adornaba con artesanías (sobre todo collares que ella superponía en su cuello largo) y yo le regalé un reproductor MP3 para que escuchara a todas las blues singers de los años veinte, entre las que ella prefirió desde el principio a Victoria Spivey. Pese a mis esfuerzos didácticos, El Relámpago logró, también mediante el suministro de discos y de imágenes, que la Sirena se encantara con Eddy Márquez: tenía dos o tres camisetas de La Pentatónica, y un póster de él, con su disfraz ridículo de Vaughan o de cowboy de spaghetti western, en el living del barrio Flor del Alba. Últimamente, desde que se había cortado el pelo para cambiarle el color tres veces por semana, ella se emborrachaba con grapamiel o Amarula antes de cada toque y durante algunos ensayos. Con el que hablaba más era con Enrico (sobre películas, sobre comidas favoritas, sobre Dios), a quien ella estuvo ayudando con el inglés. Cuando Evelyn tomaba, me dijo el bajista, las traslaciones eran más difíciles y ella le decía obscenidades muy oscuras.
El Festival Blues en Treinta y Tres fue una serie de equivocaciones. Lo organizó Damián Yánez —coordinador de cultura en tiempos de la intendencia de izquierda— que era un poco blusero y un poco amigo de nosotros. Pero en 2008 ya no quedaba nadie en el pueblo que no hubiera visto u oído a Evelyn, mientras que los meramente interesados en el género no eran más de veinte.
Desde la mañana del domingo seis de setiembre se puso a funcionar sobre la ciudad un temporal de agua gruesa y viento sesgado. Además, jugaba Uruguay contra Colombia por las eliminatorias. Así y todo, Damián trajo al Conde de Saint Germain, a La Triple Nelson, a Traberza, y a Eddy Márquez, quien ya había desarmado La Pentatónica y vino con el trío de sus últimos tiempos. Todo estaba pensado para el Parque del Olimar, pero el agua nos trajo al teatro, a su art decó gris, sus butacas de cuero rojo, su retumbo nítido.
Nos tocó a nosotros empezar el show, situación de la que nadie renegó. Mucho se ha escrito, se ha hablado y se seguirá hablando de aquel concierto malhadado, pero la verdad es que —porque tocamos antes de que empezara el partido— fuimos la banda con más público: unas ochenta personas esparcidas en la platea, incluidos los técnicos, los demás músicos, los plomos y los correctos miembros de nuestras familias. En algún momento, mientras estábamos tocando, pensé en el teatro vaciado como un gigantesco hangar construido para uso de Howard Hawks. En aquella desolación, bajo el redondel de un seguidor blanco, Evelyn destelló con su fulgor de astro podrido. Cuando cantó el blues de Victoria Spivey que habíamos elegido para cerrar, se retorció en la silla y dio alaridos con la boca cerrada, como si estuviera padeciendo una electrocución mal calculada.
—The TB is killing me, baby —mugía.
Cuando terminó y quedó destartalada en la silla, apretados los párpados enormes como solía hacer, pude ver en la media luz de una de las primeras filas a Juan Faccini y a Christian Cary reclamando a los gritos un bis.
—Bueno, voy a cantar “La momia” —dijo Evelyn sin consultarnos—. Perdón, Eddy; se la dedicamos con todo cariño.
Eddy Márquez se había estado paseando, rígido, por el palco vacío de nuestra izquierda, en unas botas tejanas barrocas que lo hacían aparecer siempre en contrapicado. Yo ya lo había visto mientras afinaba mi guitarra tras el escenario; caminaba por el palco sin hablar con nadie, con aires de cazarrecompensas enlutado; entraba al camarín, salía haciendo ruidos con la nariz, sin mirarnos, y retomaba su paseo. No sé si el desdén repelente (El Relámpago no se animó a pedirle un autógrafo) era su reacción a la cocaína, si era su humor habitual o si se debía a que lo habían colocado como preliminar de La Triple Nelson, encargada de cerrar el festival.
Malla Sombra había llegado a tocar para casi dos mil personas, pero aquel domingo tormentoso y despoblado empezó siendo, sin dudas, el día más glorioso para La Sirena Mormona. Mientras El Relámpago y yo jugábamos con el riff de “La momia”, sus ojos anchos escarbaban con hambre la semioscuridad del palco, donde apenas se divisaba a Eddy Márquez detenido como la estatua de un asesino. Cuando terminamos, Evelyn nos pidió que la colocásemos detrás del escenario porque desde allí se escuchaba con más exactitud el sonido de las demás bandas. Allí la dejamos, con la botella de jarabe africano y los bastones recostados sobre su silla de plástico. Nosotros nos sentamos en la platea. Vimos toda la actuación de El Conde de Saint Germain y la mitad de la de Traberza. A la hora del partido Lino, Enrico y yo cruzamos al bar del Polo, que está al costado del teatro, frente a lo que alguna vez habrá sido la entrada de artistas y hoy es sólo una puertita medio tapiada que usa la gente de alumbrado público. El interior del bar es como una alucinación o fiebre amarilla y negra. No hay en el mundo un amontonamiento más denso de iconografía peñarolense: desde álbumes de figuritas de los años cuarenta hasta toallas con los Ositos Gummi vestidos de futbolistas, pasando por gigantografías de Víctor Diogo. El ruido de la lluvia y los bajos y los sobreagudos que el viento arrimaba a ráfagas desde el teatro obligaron a levantar el volumen del televisor. Los parroquianos, que a esa hora de la noche ya estaban en el nirvana blando de la caña blanca, mostraban sin embargo cierta incomodidad ante la invasión de bluseros (músicos, plomos, amigos), sobre todo por la bajista de Faccini, una flaca pálida que estaba viendo el partido y tomando cerveza con el guitarrista y los de La Triple Nelson. Cuando gritamos el gol de Uruguay, calculé que Eddy Márquez estaría terminando su parte sólo para Evelyn y El Relámpago.
Volvimos al teatro casi vacío, hablando de fútbol y de Evelyn con los otros músicos, para ver el cierre del festival. Christian Cary dijo que no importaba cuántos fuéramos, y su trío tocó más de una hora como si estuviera en un estadio atiborrado. Cuando supusimos que se acercaba el final (una versión fiel y desaforada de “Purple Haze”), Enrico y yo volvimos al backstage para saludar a los colegas y recoger a Evelyn. Unos pocos asistentes movían cubos y tambores. El baterista sudoroso y calvo empinaba una botella de Salus en la penumbra. La silla blanca estaba vacía. Enrico salió furioso a rebuscar en la platea y los palcos negros, mientras yo esperaba tras el escenario. Por suerte el bajista todavía no había regresado para ver la forma displicente en que Eddy Márquez tironeaba a Evelyn de los sobacos, cuando salieron del camarín hacia la vereda. Era Franco Nero arrastrando un cadáver por el que esperaba recibir dinero. No reaccioné a tiempo. Me congelaron sus ojos antiaéreos transformados en agua dura y la trabazón tiesa de su sonrisa de estrella de los cincuenta. La botella le colgaba de la punta de una mano. Enrico reapareció jadeando. Cuando le dije, me puteó y me arrastró afuera entre fierros y utilería. Bajo la espesura de la lluvia vimos cerrarse la puerta de la van blanca de la banda de Eddy, cuyos integrantes se habían esfumado. Estuvimos un rato mojándonos, desconcertados, viendo el reflejo de la luz a mercurio sobre la chapa mojada de la camioneta. Enrico continuó insultando entre dientes hasta que se decidió a cruzar la calle. Yo lo seguí. Nos pusimos a golpear la parte de atrás de la van, con cortesía ridícula al principio. Cuando empezamos a dar patadas, La Sirena nos paró desde adentro con un graznido rabioso de perra sangrienta.
—Déjenme en paz, putos.
Enrico estuvo quieto unos minutos más, escuchando crujidos, llorando, creo. Ni durante aquel lapso tenso ni mucho después pude imaginarme con alguna verosimilitud qué estuvo ocurriendo dentro de aquella especie de ambulancia.
—Y bueno, si es lo que querés, te dejo en paz —murmuró mi amigo y salió apurado, y yo tras él bajo el peso del agua.
El lunes siguiente la tormenta dio entrada a la primavera. Estuvimos llamando toda la tarde al celular muerto de Evelyn. Lino averiguó el número de Alejandra Mieres de Larrosa, quien me insultó correctamente y cortó.
Al mediodía del nueve de setiembre, cuando todo ya había terminado de saberse en todas partes, Enrico y yo nos tomamos tres whiskies y nos fuimos hasta el corazón del barrio Flor del Alba. Atravesamos los zapallos salvajes y entramos sin llamar en el living que olía a guiso. Por suerte la madre todavía estaba en el almacén. Evelyn estaba sentada en el sillón felpudo frente al póster donde Márquez sostenía la Gibson como un rifle. Ella tenía unos anteojos negros que nunca le habíamos visto. Nos dijo que disculpáramos, que estaba todo bien, que cuándo había ensayo. La mitad fallida estaba tapada por una frazada mora de la que parecía proceder el olor a comida, y sobre la frazada, rugoso y reciente, el ejemplar de El Observador en el que la noticia había aparecido con ciertas imprecisiones, como por ejemplo que en la noche pasada el guitarrista Eddy Márquez había cometido suicidio en su apartamento de Malvín y que había utilizado el cable de su guitarra, lo cual —se supo inmediatamente— no fue exactamente así.