La nueva novela de Gustavo Espinosa, Todo termina aquí, como road-novel extrema.
Texto: JG Lagos
Como Treinta y Tres es el centro del mundo, los cinco pisos de Prisma, el edificio más alto de la ciudad, alcanzan para convertirlo en el Empire State. Y basta que se apague la luz de Ana, su mujer más atractiva, para que el vacío se trague todo el universo, como un agujero negro afectivo, sexual, existencial.
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Todo termina aquí, la más reciente novela de Gustavo Espinosa, es la historia del primer círculo de damnificados por la desaparición de Ana: Fernando, su viudo, Héber, su mejor amigo (“Ana y sus dos maridos”, bromea ella), y, por qué no, Gustavo, el ubicuo narrador. A los tres los une otro amor: el blues, ese género que nombra “tristeza” a la vez que la conjura, que es tan fácil de acompañar como rico en posibilidades expresivas, y que siempre ronda los relatos de Espinosa.
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Leer “Malla sombra”, un cuento de Espinosa sobre una banda de blues que busca nombre.
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De hecho, Fernando (profesor de física) y Héber Espel (desocupado que, cual hippie viejo inventado por Thomas Pynchon, debe renovar anualmente una prima trucha por discapacidad) forman un dúo de blues rústico rebautizados como Electrón y Mondongo. El blues, más que banda de sonido, es la espina poética de la novela. En un pasaje titulado “Aceguá trip: una canción de carretera”, Electrón y Gustavo manejan hacia la frontera con Brasil en medio del calor del verano para consultar a un curandero que pueda alargar la vida de Ana, que apenas soporta el traslado gracias a periódicas inyecciones de morfina. El capítulo es de los que quedan, porque, insertadas en el relato del viaje, aparecen varias estrofas del blues con el que Electrón, ya dedicado a cantar la pérdida de su mujer, sublimará esos momentos penosos y desesperantes:
Mi nena se está quemando,
sale humo de su piel.
Mi nena se está incendiando,
huelo el humo de su piel.
Voy a ponerle la aguja
en las venas de los pies.
Además del fisgoneo a los espejos deformantes que permiten surja el arte, “Aceguá trip” nos hace preguntarnos de nuevo quién es ese Gustavo que, desde el asiento de atrás del Ford viejo, dialoga con los protagonistas para luego rememorarlo todo. Tramposa, como toda gran ficción en la vena de El Quijote, Todo termina aquí se propone como una serie de crónicas que un tal Gustavo Espinosa entrega a una revista treintaitresina. El juego de autorreferencia es completo: como el Espinosa real, este narrador y personaje es profesor, es autor de China es un frasco de fetos, Carlota podrida y Las arañas de Marte y apasionado del blues. “Como en una de tus novelas, Gustavo”, dice Electrón, y a su vez, Gustavo —que escribe como Electrón— reflexiona largo sobre las itálicas que debe colocar cuando intenta reconstruir la prosa de su amigo perdido.
Viaje hasta Finisterre incluido, Todo termina aquí es una road-novel extrema. Sus personajes cambian intensamente: Electrón se convierte en un glotón pantagruélico, Mondongo se sume en rituales secretos cada vez más complejos, Ana se marchita. Hay, además, fuga de capitales en este mapa de ruta, porque ciudades como Buenos Aires, Santiago y Montevideo son apenas sitios de paso, en tanto la acción ocurre en Aceguá, Puerto Montt, Punta Arenas y Treinta y Tres. En ese sur descentrado la ansiedad por lo que ocurre en el norte —cardinal en Carlota podrida— parece mitigada por la épica regional, con espacio para que una banda como Los Iracundos irradie más tentáculos que los Beatles y para que, como de pasada, se homenajee (por fin) a Los Olimareños con la mención a Todos detrás de Momo.
El espíritu del Carnaval, entendido el vale todo donde cohabitan lo grotesco y lo refinado, da respiración a esta novela que tiene como heroína a una mujer apodada Culo de Buje (Ana Culo, para los íntimos), como extras a una barra de detonados lectores de Bukowski, que se da el lujo de comenzar en la década del 70 sin hacer mención a la dictadura militar (ambiente emocional de Las Arañas de Marte) y que desperdiga frases como
… una de las funciones de la escritura es tomar al mundo tal y como lo conocemos para devolverlo mucho menos inteligible de lo que parecía.
Las vueltas del viaje podrán marearnos, pero la dirección general de la novela es Sur, Sur, Sur, igual que en la Narración de Arthur Gordon Pym, ésa que Edgar Allan Poe remata justo antes de que nos congelemos en la blancura polar. La imagen de dos, creador y criatura, que se persiguen en el hielo, también nos puede llegar por Frankenstein; en Todo termina aquí Fernando busca desesperadamente algo que ya no sabe si es criatura —la de sus canciones— o recuerdo —el sabor de una mujer, la más atractiva del universo para él, para su mejor amigo, para el narrador y para los que desde hace rato decidimos creerle que su aldea contiene al mundo—.