El banquete de los bardos [Lento #44, Noviembre 2016]

Texto: Ana Luisa Valdés / Ilustración: Kerch Bentos

quijamlet_cmykEn un restaurante en la ciudad de Cuenca, en España, comí mi primer morteruelo. Estábamos en las llamadas “casas colgadas” de Cuenca y debajo de nosotros se abría un precipicio, sierras y montañas altas. Era de esas sierras y montes de donde venían las liebres, cabras y jabalíes que estábamos comiendo y que ya se cocinaban en la época del Quijote. Comida de pastores, carne de todo tipo que se guisa lentamente con pan, grasa de cerdo, hierbas y especias. Queda con la consistencia de un paté de campo y se lo puede comer frío o caliente.

Como hacía mucho frío elegimos comerlo caliente, junto con el vino local. Seguimos luego la Ruta de La Mancha, la ruta de El Quijote, deteniéndonos en pequeños pueblitos casi sin gente, que aún conservaban los menús tradicionales de la región. Pasamos por iglesias vacías y compartimos la comida con unos monjes en un monasterio que les estaba quedando grande.

La comida en Europa en el tiempo de los grandes dramaturgos Cervantes y Shakespeare cambió de forma y estilo, y la austeridad medieval y las rigurosas reglas de los monasterios y de los ayunos dieron paso al Renacimiento y a los placeres del paladar. Llegaban los ingredientes del Nuevo Mundo: papas, tomates, especias, frutas y azúcar se incorporaban a la dieta europea y la modificaban completamente. Por esos pueblitos de La Mancha, en cambio, todavía no había calado la Modernidad y seguían comiendo como sus antepasados.

En el Renacimiento se agregó la gula a la lista de los pecados capitales y los monjes de la regla de San Benito vieron con estupor cómo los mercaderes modificaban la forma de comer y de vivir de las ciudades. Los pintores holandeses realizaban por encargo naturalezas muertas en las que frutas exóticas y animales extravagantes se introducían en el paisaje europeo. Era tiempo de urogallos y de loros multicolores. La comida cobró estatus y mostraba que ya no era sólo la nobleza la que podía organizar banquetes de muchos platos y de carnes exóticas.

La dieta medieval era muy diferente de la que se comía en Roma en el tiempo del imperio. Los romanos habían desarrollado una comida gourmet y sofisticada, eran el granero del mundo, y a Roma llegaba el vino de Grecia, el trigo de Egipto y las frutas de África. Pero la caída del Imperio Romano y la pérdida del control del Mediterráneo, que era ahora dominado por los árabes y los griegos de Constantinopla, habían dejado a Europa reducida a la comida que se cultivaba en el viejo continente.

La época de los grandes descubrimientos y el advenimiento de la Modernidad, que algunos historiadores sitúan en la caída de Constantinopla a manos de los turcos en 1453, modificarían la dieta y la vida cotidiana europea para siempre. Shakespeare y Cervantes, los grandes dramaturgos de la Edad de Oro, tenían mucho en común, eran contemporáneos, murieron en el mismo año, 1516, y sus personajes comían y gozaban de los nuevos tiempos. España e Inglaterra, las naciones más poderosas del momento, eran rivales, y las flotas del oro y de la plata que España sacaba de América eran saqueadas sistemáticamente por los piratas y corsarios ingleses. Las flotas no llevaban sólo metales preciosos. Llevaban café, tabaco, cacao, vainilla, ananás, canela.

Sin embargo, la comida de la Ruta de La Mancha no es una cocina urbana y cosmopolita. Es una comida provincial que no ha sido excesivamente modificada por los alimentos de ultramar. La excepción es la papa, que se introdujo en España a finales del siglo XVI.

La Mancha es un paisaje agreste lleno de montes, tierra de pastores y de campesinos, alejados de las grandes ciudades y viviendo de una economía de subsistencia. Carne de oveja, quesos duros hechos con leche de oveja, tocino, pan duro, liebres, venados, ciervos, conejos de campo, perdices, miel silvestre. No es zona de pescado; alguna vez se come un bacalao venido de Portugal. Mucho garbanzo, la olla podrida, parecida al puchero rioplatense. En la olla se mete todo lo que se cultiva y toda la carne y las grasas y los tocinos, se la deja horas y se le va agregando más verdura y más carne durante la cocción. Es una olla de nunca acabar, de lumbres siempre encendidas. La cocina de La Mancha es masculina preparada por hombres en largas jornadas de pastoreo. Se bebe un vino tinto áspero y rudo. Las mujeres hacen repostería: los pestiños, los turrones. Toda esa zona fue alguna vez tierra árabe y se lo reconoce en los nombres de los platos: alcuzcus, almodrote, tagarninas…

Ratas fritas y gato asado eran también parte de esa gastronomía de los humildes, que no desdeñaban ningún bocado. Las ratas se freían en abundante aceite y luego se terminaban con mucho ajo y vino tinto. De allí sale el “gato por liebre” de nuestros refranes: la carne del gato y la de la liebre parecen ser intercambiables, y una vez sacada la cabeza del felino, única parte que no se comía, el resto era engañosamente similar.

La comida en el Londres de Shakespeare era más sofisticada. De los barcos ingleses llegaban todo el tiempo especias y frutas desconocidas, como bananas, piñas, dátiles. En el puerto de Londres se intercambiaba y se comía. Inglaterra se había convertido bajo el reinado de Isabel I en tierra de refugio para protestantes perseguidos en Flandes. Traían con ellos cervezas que se conservaban más tiempo que la pálida ale británica. Mucha de la comida inglesa de ese tiempo se cocinaba en cerveza, dos días por semana se comía pescado y tanto anguilas como lampreas eran recogidas del rio Támesis cada jornada.

Los libros de cocina de la época de los Tudor describen sobre todo los banquetes de los nobles. El apetito de Enrique VIII, padre de Isabel I, era descomunal, y los festines con los que se celebraban compromisos y matrimonios eran de 300 platos. En el palacio de Hampton Court se daba de comer a cientos de sirvientes y de guardias, y pueblos enteros se vaciaban para alimentar a la corte. Isabel I adoraba el azúcar, recién llegada a Inglaterra, y comía caramelos y dulces en tanta cantidad que su dentadura terminó negra y llena de caries.

***

En las obras de Shakespeare se pueden encontrar más de 2.000 referencias culinarias y en su universo se come y se goza, se hacen duelos y se mata, y se pelean guerras cruentas. El Falstaff de Enrique IV es un tabernero y en su taberna se vende cerveza aguada y estofado de carnero. En la guerra, llorando en los campos de Francia, extraña la comida de su taberna.

Lady Macbeth droga a los guardianes del rey con hierbas, que agrega en el vino con crema —llamado possets — que tomaban, para que su esposo los pueda matar. Y el joven Hamlet se queja de que su madre sirvió en el banquete de bodas con su tío Claudio “carne de funeral”, aduciendo que es la misma comida que se comió en el entierro de su padre y que no ha pasado el tiempo de duelo reglamentario. No es otra cosa que carne que se ha cocinado adentro de una pasta en forma de ataúd. Quedaba entonces como una especie de empanada que conservaba la carne más tiempo.

Entre tanto, en Francia, Rabelais describe los banquetes de Pantagruel. Y la transición es perceptible. Del carne vale, el adiós a la carne medieval, el ayuno piadoso pidiendo perdones e indulgencias, hemos pasado, gracias a la exploración y conquista de nuevos mundos, a las comidas opíparas del Renacimiento.


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