Tapiadas y desvaloradas, las propiedades en desuso degradan su entorno además de sumarse al déficit habitacional que afecta a varias zonas.
Texto: Alfredo Ghierra // Fotos: Ignacio Iturrioz
Cuando era niño, uno de mis juegos preferidos era tratar de entrar en las casas abandonadas del barrio con mis amigos de la cuadra. Corrían los 70 y por entonces en Punta Carretas y Pocitos había un sinnúmero de estas casas, muchas de ellas vacías de manera reciente, esperando la piqueta fatal, pero otras tantas parecían abandonadas desde siempre. Con el tiempo descubrimos que muchas pertenecían a exiliados políticos que, habiendo salido a toda prisa del país, las habían dejado cerradas a cal y canto a la espera de tiempos mejores. Otras eran víctimas de sucesiones eternas o de especulación inmobiliaria en la época previa al boom de la construcción de los 80. Pero está lejos esa sensación romántica de entrar a sitios abandonados, donde el rastro del tiempo mostraba lo doméstico en suspenso, recintos privados detenidos como en un naufragio, quietos y ominosos, ideales para imaginar otros mundos.
Pasados los años, hoy la sensación que me provocan es muy otra: una mezcla de rabia, pena e impotencia ante tantas posibilidades desperdiciadas. Se sabe que vivimos una emergencia habitacional, que hay un déficit entre lo construido y lo que se necesita. Pero también, que la ciudad crece, materialmente hablando, básicamente en dos zonas: la periferia y la franja costera, que se dan la espalda como dos ciudades enemigas. En el medio también hay ciudad, para la cual se están implementando leyes, como la 18.795 o ley de vivienda social, por la que entre otras medidas se subvenciona la refacción, construcción, ampliación o reciclaje de viviendas en un área donde actualmente el mercado inmobiliario es poco dinámico.
Esto puede ayudar a resolver el destino de miles de viviendas abandonadas en Montevideo si se cuida de no “bombardear” estas zonas que se han mantenido intactas durante décadas en especial por la falta de dinero de sus habitantes. Se habla de 60.000 viviendas abandonadas en Uruguay, aunque los datos sobre Montevideo son contradictorios y van desde 500 (demasiado bajo) hasta 50.000 (demasiado alto). De todos modos, su puesta en valor ayudaría de forma sustancial a contrarrestar el déficit habitacional del país, que ronda las 200.000 unidades.
Pero sobre todo lo que va a ayudar es que el Parlamento está trabajando en un proyecto para que el abandono de viviendas sea un delito; se trata de una legislación similar a la de varios países que intiman a los propietarios a no tener viviendas vacías mediante el fomento del alquiler forzoso (como en la provincia de Cataluña) o la multa abultada e incluso la expropiación (Holanda).
En cualquier caso, las casas abandonadas son una realidad que vemos todos los días, basta andar por la ciudad. Hay zonas y barrios donde parecen más la regla que la excepción. Ciudad Vieja, La Aguada y el Centro presentan los índices más altos. A veces la casa en cuestión no está abandonada por completo, porque alberga una actividad comercial en una parte durante los días y horarios hábiles, pero no se cumple su motivo inicial de tener actividad comercial en sus plantas bajas y ser morada en las altas. Otras veces, el abandono ataca edificios enteros, como en la avenida Uruguay, donde propiedades relevantes lucen en ruinas sus estructuras ornadas de fantásticas terminaciones en hierro o cemento.
El abandono es además contagioso, ya que degrada irremediablemente la cuadra y las edificaciones linderas. En la esquina de Andes y Colonia durante la dictadura fue demolido el Teatro Artigas, una acción infame, que además de robarle a la ciudad un escenario prestigioso para poner en su lugar un estacionamiento, extiende su cáncer tanto por Andes como por Colonia, donde el edificio lindero está vacío desde hace años y la fachada contigua de un palacete del 900 luce detrás un terreno baldío. O las últimas cuadras de la calle Colón, en Ciudad Vieja, hacia el puerto, donde una sucesión de caserones historicistas e incluso varios edificios de apartamentos de principios del siglo XX permanecen también en abandono esperando tal vez que el desastre de un derrumbe por falta de mantenimiento alerte a los montevideanos de una situación por lo menos vergonzosa.
En La Aguada el abandono tiene que ver en gran medida con la desafectación de la Estación Central de trenes y la decadencia de los edificios relacionados. Decenas de galpones, oficinas y, por supuesto, la propia estación están vacíos y en cada vez peor estado. Ni siquiera la dimensión de la catástrofe parece enternecer a la burocracia de la desidia que hace a esta zona de Montevideo rehén de juicios y dilaciones imposibles de entender si se mira la calidad de lo construido y el potencial que guardan. Y podríamos seguir por La Unión, Paso Molino, Prado, Cerro, Cordón Norte y un largo etcétera de zonas que conviven con esta situación. Sin contar con que una casa abandonada puede transformarse en refugio de personas que lejos de recuperarlas las degradan aún más transformándolas en refugios para actividades delictivas.
Para empezar habría que poner el tema en el lugar de la agenda que se merece; esto es, bien arriba. Luego, fomentar la ocupación de estas propiedades por parte de todos quienes, con dinero o con trabajo cooperativo, sean capaces de hacerse cargo de la restauración y mantenimiento de estos bienes, incluso de los contenedores industriales abandonados, muchos de ellos de gran valor arquitectónico y plausibles de transformarse en viviendas, a la manera de la antigua fábrica de Alpargatas en Goes.
Hay mucho para hacer, sobre todo coordinar al mastodóntico aparato estatal, propietario de cientos de estos padrones. La Intendencia de Montevideo, Primaria, los ministerios, entre otros, tienen la obligación de catalogar y poner en el mercado estas viviendas que no se usan. Luego, gracias a las leyes en vigencia o en trámite, fomentar su restauración. Sería interesante también otorgar estas casas a personas capaces de vivir y restaurarlas sin tener necesariamente dinero para pagar la obra: préstamos blandos, asesoramiento técnico y férrea fiscalización son herramientas a utilizar para el seguimiento de estas experiencias.
No menos importante es la educación en patrimonio, que enseñe la importancia de su cuidado y puesta en valor a las nuevas generaciones y a las viejas también. Patrimoniales no son solamente las sedes de los museos, las iglesias antiguas o el Palacio Legislativo. Es un rico entramado de elementos singulares y anónimos que conforman la atmósfera y el estilo de Montevideo. Son las hileras de plátanos, las casas con claraboya y los vecinos charlando mientras los niños juegan en la vereda. Tampoco se trata de defender una foto fija. Patrimonio implica dinamismo y criterios que superen lo meramente económico a la hora de determinar una sustitución y aún más: que la sustitución sea la última de las opciones, luego de haber descartado el aumento de niveles de la construcción inicial, la transformación en apartamentos a partir de una gran casa o cualquier otra solución integradora que use el pasado como plataforma y no lo aniquile.
En Uruguay se festeja el fin de semana del Patrimonio una vez al año, una iniciativa exitosa que ha puesto el tema sobre la mesa, por lo menos mientras transcurre. Pero tiene una contracara negativa que queda en evidencia cuando la fecha pasa y los museos y embajadas se vacían de nuevo. Porque el fin de semana del Patrimonio funciona de manera hipócrita: una vez al año todos parecen preocupados por el acervo de la ciudad, pero pasado el momento, vuelve a ser como antes, un mercado liberado al mejor postor, con organismos reguladores muchas veces faltos de recursos económicos o poder decisorio. Me recuerda mucho a Navidad, cuando durante un par de días la gente se desea lo mejor efusivamente, para luego olvidarse de los augurios mientras desenvuelve los últimos regalos.