Al maestro con cariño ILUSTRACIÓN Federico Murro

Al maestro con cariño / Jorge Alfonso [Lento #14, mayo 2014]

Habíamos publicado una historia en la que Jorge Alfonso —el de Cacareos poéticos, el de Porrovideo, el de Cuentos llenos de abrojos— contaba un poco sobre sus inicios como escritor. Acá, una posible continuación en clave Nuevo Testamento.

Ilustración: Federico Murro

Todo empezó por esa época en la que yo andaba zumbando en diversos concursos literarios, agregando latitas y diplomitas a mi colección, mientras esperaba algo que —más tarde lo entendí— era imposible encontrar allí. Época triste, de peleas con mis cuentos y con mis padres, de buscar trabajo inútilmente, de sentirme el único escritor melancólico del planeta encerrado en un cuarto húmedo en Paso Carrasco.

Lo peor de todo era que me había quedado sin un taller literario al que ir y la falta de disciplina creativa sumada a una especie de desgano vital habían provocado una considerable disminución en mi escritura.

Pero yo seguía porfiadamente buscando una salida a través de pequeños concursos, que como mucho me proporcionaban otro inútil libro colectivo. Y fue en medio de una de esas premiaciones cuando me encontré con una pareja de veteranos new age que había conocido en otro taller y que hacía mucho tiempo no veía. Les conté en qué andaba (en casi nada, realmente) y ellos me comentaron que existía un taller literario dirigido por un tal Isabelino, que cobraba un litro de vino (verso sin esfuerzo) por reunión. “¿Te das cuenta?”, señalaron con cierto asco. Yo sonreí y pensé: “Esto es justo lo que andaba buscando”. Inmediatamente les pedí el número del hombre y apenas regresé al barrio lo llamé. Unos días después agarré la bici y en 20 minutos de pedaleo llegué hasta su casa. Me recibió muy bien. Era un tipo bajo, un poco gordito y con una calva reluciente. Hablaba rápida y excitadamente casi todo el tiempo, y demostraba mucha experiencia y conocimientos literarios, además de una larga carrera (“tengo más de 20 libros editados”, comentó). Pero, por sobre todo, se notaba que tenía un gran corazón. Aunque en ese momento el taller estaba inactivo, amablemente me permitió dejarle algunos textos para vicharlos. Me sentí como un aspirante a monje golpeando a las puertas del templo. ¿Me recibiría el maestro zen?

Pasaron dos o tres días sin grandes novedades en mi triste vida en Paso Carrasco y entonces me llamó. Apenas lo saludé y no pude contener mi ansiedad:

—¿Leyó los textos que le dejé?

La voz del maestro zen no titubeó, no dijo “leí la primera carilla y luego la última”, no se excusó por la falta de tiempo.

—Sí, Alfonso, claro que los leí.

—¿Y qué le parecieron? Capaz que estoy muy influido por Bukowski…

Hacía unos años había descubierto a este escritor, y sus cuentos y poemas habían provocado grandes cambios en mis textos.

—No, vos a Bukowski lo decantaste bien —observó Isabelino.

—¿Le parece?

—Sí, claro que sí. ¡Pero tuteame, por favor! Sabés, recién estuve hablando con mi agente en Europa y le conté que tuve que volver a abrir el taller porque apareció un tipo con talento…

***

Así empecé a concurrir todos los jueves al templo de mi nuevo maestro, un apartamento en Punta Gorda de paredes blancas rebosantes de cuadros torresgarcianos. El instructor zen resultó un veterano pelado y hablador, carismático, descreído de casi todo. Se ganaba la vida dando clases de guitarra y su fuerte personalidad lo mostraba como un tipo temperamental, muy culto, un católico ferviente con centenares de anécdotas para contar y muchas ganas de contarlas. Pero lo más importante es que yo había tenido la suerte de encontrar no sólo a un buen instructor sino a un buen tipo. Para concurrir al taller ni siquiera era requisito indispensable llegar con un litro de vino. Si uno tenía guita lo llevaba y si no él mismo lo compraba. De hecho, el maestro zen siempre compraba vino.

Una noche tenía mi bicicleta rota y no me quedaba ni un peso para el ómnibus. Estaba otra vez enojado con mis padres y el orgullo me impedía pedirles plata, pero por nada del mundo quería perderme la reunión del taller. Así que fui caminando. Cuando llegué, cansadísimo luego de varios kilómetros cargando mi mochila llena de cuentos que no me atrevería a leer, el veterano abrió la puerta y dijo:

—¡Alfonso! ¿Trajiste vino?

Yo intenté explicarle que no tenía plata y que venía caminando desde mi barrio, pero no me dejó continuar.

—Bueno, entonces andá ya mismo hasta el autoservice a comprar vino. Tomá, acá tenés el dinero.

***

Al principio éramos sólo dos o tres los talleristas asiduos: un par de pendejos que recién empezaban a escribir y que concurrían a correctos liceos privados y el pobre escritorzuelo de Paso Carrasco que no trabajaba ni estudiaba. Pero poco a poco empezaron a aparecer algunos de los antiguos alumnos, de escritura ya limada luego de años bajo la guía teórico-práctico-esotérica del maestro.

Con ellos pasábamos buena parte de la noche metidos en un pequeño cuarto abarrotado de libros que Isabelino denominaba pomposamente “La Trinchera Estrellada”. Allí oíamos al maestro hablar y hablar durante horas con una vehemencia y una ronquera que aumentaban paralelamente a la cantidad de vino que ingería.

¡Cómo hablaba nuestro maestro zen! A veces lo oíamos durante dos horas o más departiendo sobre la dictadura o sobre su decepción con el comunismo:

—Y viajé a Rusia. Rusia, ¿entienden? En ese momento era el modelo de perfección comunista, lo que significaba casi como estar en la Meca para un jovencito militante como yo. ¿Y pueden creer que de entrada los rusos se olvidaron de recogerme en el aeropuerto? Al otro día, cuando por fin pude descansar del viaje, conocí al intérprete que me designaron y después de un rato de charlar con él, el tipo me dice: “¿Y qué es lo que quiere ver de Rusia? ¿Quiere conocer la Rusia modelo del comunismo o la Rusia verdadera?”. Por supuesto que le dije que yo quería conocer la Rusia verdadera. Entonces me señaló una esquina y me dijo: “En esa esquina Yuri Gagarin, borracho, atropelló con su auto a una niña. Pero estamos hablando del camarada Yuri Gagarin, nada menos: el primer hombre en el espacio… No le pasó nada, por supuesto. Era Yuri Gagarin, el héroe ruso”. Y a partir de ahí, junto con otras cosas que pasaron después, me fui desencantando del comunismo y finalmente me hice católico jungiano.

Otras veces nos contaba de su decepción luego de militar con los blancos, su decepción luego de militar con los colorados, la concepción artística de Torres García, la relación artística de Torres García con su padre, la relación de su padre con él, la relación de su madre con él, la mala literatura, la buena literatura… Los nombres fluían todo el tiempo en sus anécdotas interminables: Teilhard de Chardin, Dylan Thomas, TS Eliot, César Vallejo, Alfredo Zitarrosa, García Lorca, Voltaire, Rousseau, el Indio Solari y Los Redonditos de Ricota, Paco Espínola, Carlos Gardel, Obdulio Varela y la final de Maracaná, Felisberto Hernández, Eduardo Fabini, Álvaro Pierri, Víctor Cunha, Idea Vilariño, Delmira Agustini, Líber Falco, Marosa Di Giorgio, Horacio Quiroga, Mario Levrero, Lautréamont, Carlos Real de Azúa, Osiris Rodríguez Castillo, Dante, Homero, los arquetipos jungianos, Bajtin, Spinoza, Silvio Rodríguez… En ocasiones también se enroscaba detallando las traiciones de antiguos amigos y su paso por Europa cuando era un joven escritor buscando horizontes. Esto último era lo que más me gustaba: oírlo hablar de París con esa fascinación suya, arrastrándonos en sus historias por Montmartre, por el Sena, por oscuras callejuelas con escritores amigos y litros de buen tinto francés. Varias veces también nos habló sobre un loco que conoció en la Ciudad Luz y que estaba obsesionado por matarlo. Isabelino aseguraba que al ver sus ojos se había encontrado con la presencia del maligno…

Los alumnos lo oíamos en silencio. A veces algún audaz se permitía interrumpirlo, pero él inmediatamente lo detenía con un leve gesto de la palma de su mano complementado con un “sí, sí, pero dejame terminar” o “bueno, pero esperá que quiero decir algo más” y entonces uno se callaba y lo dejaba seguir. Minutos después ya ni nos acordábamos para qué lo habíamos interrumpido.

Yo me quedaba absorto observando su apasionamiento y vehemencia características mientras contaba y contaba sus anécdotas exagerando gestos y alzando la voz casi como si declamara. Por momentos me detenía a pensar: “Si serás bocón, mirá que yo también soy bocón y no me dejás demostrarlo”.

Partes de la charla las dedicaba a mostrarnos su concepción artística, que entre tantas cosas involucraba una idea de originalidad y belleza y de huida de los lugares comunes. El maestro tenía un concepto muy elevado de la belleza. Ok, entonces, ¿qué era la belleza para él?

—¡La belleza, Alfonso, la be-lle-za, la verdadera belleza! Eso es lo que tenemos que perseguir. Es lo mismo que perseguían los cavernícolas que pintaban al bisonte en las cavernas. Porque de repente pasaban hambre, ¿entendés? Seguramente muchas veces pasaban hambre cuando no lograban agarrar al bisonte, pero entonces podían por lo menos contemplar el dibujo del bisonte en la pared de piedra y decir “ahhhh, el bisonte…” y acariciarse el estómago y sentirse agradecidos… entendés, ¿verdad?

Yo tenía bastantes problemas para encontrar una forma personal de belleza que lograra complacerlo, pero además estaba el tema de la retórica. Como escribía hacía bastante tiempo, logré acumular una buena cantidad de cuentos, pero cuando se los mostraba al maestro invariablemente ninguno le gustaba. Decía que estaban llenos de retórica y que debido a ello le era insoportable leerlos. Yo le pedí que me explicara qué entendía él por retórica:

—Retórica es decir algo simple de manera rebuscada en vez de decirlo con sencillez. Pasa, por ejemplo, con los comentaristas deportivos, como cuando habla el Toto da Silveira. Él en vez de decir “pelota” dice “esférico”, en vez de golero, “goalkeeper”, ¿entendés? La retórica es también lo que uno escribe cuando no sabe bien qué poner, como para ir estirando la cosa mientras surge la idea. Vos en tus textos a veces ponés “me senté en la silla”. ¡Y claro, no te vas a sentar en la mesa! Entonces poné simplemente “me senté”. Y ¡por Cristo! ¡No escribas “acera”! Se me retuercen las tripas cada vez que veo esa palabra.

—¿”Acera”? ¿Qué tiene de malo la palabra “acera”?

El viejo empezó a hacer gestos de impaciencia como si yo hubiera propuesto restaurar la Inquisición.

—No, Alfonso, no…

—¡Pero si todo el mundo sabe qué es una acera! —insistí.

—¿Qué van a saber? ¡No digas pavadas! Mirá —y se dirigió a uno de los pendejos que escuchaba la discusión con aire abstraído—, a ver, vos, ¡sí, vos! Decime ya mismo qué es una acera.

El guacho se sobresaltó y quedó congelado, pero viendo que los dos lo mirábamos expectantes se apuró a responder “no sé”.

Los labios de Isabelino dibujaron una sonrisa triunfal.

—¿Viste, Alfonso? ¡Viste! —y nuevamente encaró al muchacho—. Ahora, por favor, decime qué es una vereda.

Titubeando un poco, el pendejo empezó a explicar que —según él creía— la vereda era el lugar donde la gente sacaba sus sillas y se sentaba a tomar mate frente a la puerta de las casas.

—¡Ja! —rió Isabelino—. Imposible una descripción más precisa. ¿Viste, Alfonso? ¡Creer o reventar, carajo! Poné “vereda” y no discutas más.

***

El maestro era un personaje sumamente interesante, porque a su vasta erudición sumaba impresiones personalísimas de un Uruguay que nosotros, pobres guachos ignorantes, desconocíamos. Algunas de sus historias me quedaron grabadas, sobre todo las que tenían que ver con Juan Carlos Onetti. Porque cuando Isabelino era apenas un adolescente como los liceales que nos acompañaban había vivido cerca de la casa de este escritor, y acostumbraba ir hasta allí a mostrarle sus primeros cuentos y poemas.

Onettiana I

Una vez hice un cuento que me pareció excelente, aunque en realidad estaba muy influido por Onetti. Y se lo llevé y él lo leyó y cuando llegó al final hizo un gesto de satisfacción, le puso su firma y me lo devolvió.

Onettiana II

Un escritor le deja a Onetti su novela y tiempo después se reúne con varios amigos para ir a recogerla. Onetti los recibe en la puerta. “Hay vino, pero sólo para mí”, gruñe mientras los hace pasar. Poco después el escritor le pregunta si leyó su obra. Onetti asiente y guarda silencio unos segundos. Luego comenta como sin darle gran importancia al asunto: “Cuando tengas un desengaño amoroso tomate un purgante, no escribas un bodrio de 400 páginas”.

Onettiana III

Juan Carlos Onetti a Julio Cortázar: “Sí, leí Rayuela de las dos maneras y me gustó. Pero después la leí en orden de la quiniela y me gustó mucho más…”.

Onettiana IV

El joven Isabelino le lleva varios cuentos a Onetti. Días después Onetti le dice: “Está muy bien eso que hacés”. El joven Isabelino se emociona. ¡Le gustaron mis últimos cuentos!, piensa. “Sí”, continúa Onetti, “está muy bien eso que hacés. Seguí con eso, con lo de la guitarrita”.

Onettiana V

El joven Isabelino está deprimido y va a ver a Onetti. Se queda apesadumbrado y en silencio mirando al suelo. Onetti lo observa unos minutos desde su cama. Finalmente saca un pie de entre las frazadas y empuja suavemente al joven Isabelino mientras susurra: “Muere, cucaracha, muere”.

Como dije antes, la conferencia que tenía como único orador a nuestro querido maestro zen se extendía por un espacio aproximado de dos horas o más. Tenía momentos brillantes, momentos crudos, momentos graciosos como el del sorete-madre:

—Yo siempre después de cagar me quedaba mirando el sorete. Sí, tenía esa compulsión, no sabía por qué. Luego me explicaron que eso venía de la problemática relación con mi madre. Sí, sí, no te rías, Alfonso, ¡el sorete en realidad la representaba a ella, a mi madre! Por eso un día dije ¡basta! y tiré de la cadena y seguí gritando: “¡Basta, madre, es hora de que te vayas! ¡Basta, basta, bastaaaaaaaa!”. Y cuando el agua hizo desaparecer completamente al sorete sentí en el alma una liberación enorme.

— “La mujer de mi padre está enamorada de mí” —concluyó el maestro citando a Vallejo.

Yo me quedé pensando en la frase y en la anécdota anterior. Ciertamente la relación con mis padres era bastante problemática (por no decir francamente triste). ¿Podría ser que en el fondo los escritores no fuéramos más que una manga de traumados? Sí, seguramente.

Luego del episodio del sorete materno hubo unos instantes de silencio y yo empecé a preguntarme qué efecto tendrían estas anécdotas en mentes como la del pendejo, que todavía no tenía claro qué era una acera.

Los meses pasaron y fue creciendo mi afecto por ese viejo parlanchín, un poco heroico, exuberante por momentos, pesado casi siempre. Sí, yo quería a ese viejo. Admiraba su generosidad, su nobleza. Ese viejo tenía huevos y eso me gustaba. Entre tanto caracagada ese viejo tenía huevos.

Me fascinaba también esa estantería de libros en perpetuo derrumbe detrás del cómodo sillón donde sólo él se sentaba. Me gustaba su forma de sostener el vaso de vino y lo rápido que se lo bebía. Me gustaba ver cómo la cara se le iba enrojeciendo mientras relataba sus interminables historias. Me gustaba su humildad cuando mentía diciendo que no me consideraba un discípulo sino un colega.

Sí, yo quería mucho a ese viejo sorete. A veces mientras lo escuchaba me gustaba divagar acerca de cómo sería yo cuando me tocara llegar a la edad de viejo sorete y sobre todo detenerme a imaginar qué tipo de viejo sorete sería. Porque el maestro era un sorete bravo… A veces se indignaba tanto con las porquerías que escribíamos que nos las arrebataba de las manos y se ponía a rayarlas furiosamente. También acostumbraba hacer unas flechitas hacia arriba o hacia abajo en distintos párrafos del texto. Las flechitas hacia arriba indicaban que habíamos despertado su interés. Las flechitas hacia abajo significaban que lo estábamos aburriendo y/o que no decíamos nada que valiera la pena. Según su opinión, todo lo señalizado por las isabelinas flechas descendentes debía eliminarse. A veces estas flechas hacia abajo abarcaban media carilla o más. Y las que apuntaban hacia arriba eran tan pocas que debería haberlas enmarcado y colgado como trofeos de guerra.

***

El maestro tocaba muy bien la guitarra. Y como además se ganaba la vida dando clases de música, siempre había una guitarra apoyada en cualquier rincón de La Trinchera Estrellada. Hacía tiempo, yo había acariciado el sueño de convertirme en guitarrista y compositor, pero luego de un año de solfeo entendí que no tenía el talento ni la voluntad suficientes, así que abandoné. Ahora —como en el tango— mi guitarra dormía guardada en el ropero, aunque algunas veces me daban ganas de tocar un poco, repetir una y otra vez las pocas canciones y partituras que todavía recordaba. Sin embargo, sólo una vez me animé a tomar la guitarra del maestro. Oyéndome tocar un adagio de Carulli, Isabelino explotó:

—¡Alfonso, por favor, pará! ¡Me da escalofríos lo mal que estás tocando!

Luego de eso ya no volví a tomar la guitarra del maestro. Me limité a seguir escribiendo con desesperación y con rabia, tratando de sacar lo mejor y lo peor de mí para ofrecerlo en el taller. Pese a ello, lograr la aprobación literaria de Isabelino era una tarea digna de titanes.

—¡Eso es horrible, Alfonso! —gritaba de repente, interrumpiendo mi lectura, poniéndome los pelos de punta.

“Puta madre”, pensaba yo. “¿Y ahora qué?”.

Ahí empezaban los palos. Podían ser muy variados y creativos, pero siempre eran palos. Palos por la cabeza. Palos en el ego muy difíciles de aguantar. Y aunque a esa altura de mi vida yo me consideraba una especie de veterano de guerra por haber pasado por muchos talleres y haber aguantado muchos años de palo, los palos del viejo eran verdaderamente duros, como los golpes de un boxeador veterano que conoce todos los trucos del oficio y puede hacerte pomada si quiere o puede enseñártelos y convertirte en un verdadero gladiador.

Por supuesto, yo a veces discutía sus tajantes indicaciones. No quería doblegarme tan fácilmente, quería cuestionarlo un poco, buscar los motivos que lo hacían sentir tan seguro para así crear en mí una seguridad semejante, una especie de armadura impenetrable. Y yo sentía que eso le gustaba, le gustaba que lo provocara un poco. Parecía incluso divertirlo. Yo ya sabía que iba a perder, pero aun así tener un duelo de vez en cuando con el maestro me resultaba muy educativo.

Pronto los jueves se convirtieron en un día de angustia y nerviosismo. Ese día debía llevarle belleza al maestro y casi siempre repetía el mismo procedimiento enfermizo: no hacer otra cosa más que fumar porro tras porro toda la semana y observar cómo mi ansiedad aumentaba a medida que se acercaba la fecha límite. Igualmente casi nunca movía un dedo hasta el jueves, unas horas antes de ir al taller y con el tiempo justo para imprimir mi belleza antes de que cerrara el ciber.

Lo bueno de esta disciplina es que me obligaba a crear y a exigirme más. Me servía. Por lo menos lo pensaba dos veces antes de presentarle al maestro algo que no me convenciera: ya conocía la ira de Isabelino. Al principio pensé que tenía mucho material desconocido para ofrecerle y que no sería tan difícil, pero la belleza vieja que tenía escrita él la aborrecía como al pecado. Y tampoco le podía pasar gato por liebre: si le decía que era un cuento fresco y en realidad agarraba un poco de belleza rancia para salir del paso, el maestro olía el fraude automáticamente y explotaba de rabia.

Tras la charla de rigor llegaba por fin el momento tan esperado, el momento de presentar nuestras bellezas. La habitual charla del maestro finalizaba sorpresivamente con un “bueno, ¿trajeron algo?”. Lo decía de improviso, cuando ya estábamos resignados a oírlo cien horas más, aunque uno sabía como perro de Pavlov al oír la campana que la conferencia había finalizado en ese mismo instante para dar paso a la hora del garrote y la guillotina.

Y yo aguantaba. Aguantaba porque sabía que ese hombre tenía mucho para enseñarme. Aguantaba como en la película Karate Kid Daniel San aguantaba mientras el señor Miyagi lo hacía lijar y pulir, pintar y encerar, lijar y pulir, pintar y encerar. Además, si uno discute las órdenes de su maestro, ¿qué le queda más que buscarse otro maestro?

Una vez —y para salir del paso— escribí rápidamente lo que sigue:

(SIN TÍTULO)
Jueves. El no haber creado belleza me pesa en la conciencia. Me siento como un aldeano que debe rendir cuentas al señor feudal por la magra cosecha.

Necesito una idea.

Mi parte de anticristo me impulsa a intentar una bufonada que logre ponerle de punta los pocos pelos que le quedan al maestro zen. Para ello tendría que darle donde más le duele, pero utilizar una temática religiosa no me convence. De repente me empiezo a acordar de un texto de Porchia que el maestro cita con frecuencia: “Triste eres menos triste. Quédate triste”.

Capaz que podría inventar algo basado en esa frase para joderlo un poco al viejo. Podría ser algo así como “Drogado estoy menos drogado. Quédome drogado”. No. Me sonrío pero no me convenzo. Una idea, necesito una idea.

Prendo un porro y escucho a Louis Armstrong. Ahora se me ocurren varias ideas, aunque la mayoría son demasiado visuales para usarlas y otras son tan raras que no sé si puedan servirme. Sí, difícilmente aprueben el severo examen del maestro. Mhm, probablemente “difícilmente” sea retórica. Sí, y también “probablemente” probablemente también sea retórica. Y ahora hay varias repeticiones. Pero las voy a dejar para que Isabelino se admire de mi habilidad de hacer jueguitos. No importa que después me salga con citas de Salinger y frases del tipo “¿qué es el ingenio, Alfonso? El ingenio es eso, justamente: el no-genio, el no-genio”.

Bueno, ¿dónde está la belleza entonces? En la tele, a esta hora y con mi padre manejando el control remoto, seguramente no. ¿En los árboles de la VEREDA, quizá? Belleza, ¿estás? No, no voy a ponerme a escribir esas pelotudeces. Necesito una idea, carajo.

Ahora pasa mi madre por la ventana, barriendo como todas las tardes. Lleva un buzo rosado y el pelo recogido en un dignísimo torniquete. Barre con furia, como queriendo levantar hasta los microbios. Prendo un tabaco y la miro sin que me vea. Yo debo ser un hombre muy poco sensible porque me niego a ver belleza en esa abnegación católica, desesperada y mundana. Se me ocurre que sería interesante si esta mujer parara un poco su barrida y de repente se preguntara: “Bueno, ¿y yo para qué estoy en el mundo? ¿Para barrer?”. Quizá luego —en una furibunda racha de iluminación— dejaría la escoba tirada y saldría aullando hacia los bosques en busca de la vida. O de repente saldría escoba en mano a matar a mi padre.

Pero no. Mi madre sigue barriendo en silencio y ese silencio es como el silencio de Dios. Uno putea y putea, hace el bien y el mal, mira al cielo pidiendo premios o castigos, pero nada ocurre. Dios debe tener esa actitud ofendida de mi madre que ella a veces manifiesta no dirigiéndome la palabra, ignorándome. Sí, Dios nos ignora a todos. Al final resulta que Dios se cree mejor que nadie…

La mujer de rosado sigue barriendo. Barrerá con toda la mugre del universo si la dejan. Ahora está de espaldas y yo veo la luz en las arrugas de su nuca, iluminándole también los lentes. Mi madre se inclina, atrapa el envoltorio de galletitas que algún mugriento dejó tirado y que descaradamente penetró en el recinto sagrado de su jardín. Mi madre lo toma entre sus dedos perfectamente enguantados, lo tira en una bolsa, suspira, barre nuevamente. Por momentos se agacha para juntar la basura y entonces distingo sólo la punta de la escoba que se mueve como una bandera pinchando el cielo. Mmm. Esto de la bandera pinchando el cielo le va a gustar al maestro, estoy seguro.

Un día ese cuerpito barredor será sólo un festín para los gusanos, un recuerdo doloroso que requerirá años de terapia. Mi madre, otra alma eterna desperdiciando el tiempo entre barridas, miedos y bolsas llenas de basura pudorosamente atadas por sus manos cansadas. Las mismas manos cansadas que ahora empuñan la escoba con más fuerza y más rabia.

Quisiera mi madre que yo también empuñara algo, algo duro e inútil que me ampolle las manos. Mi madre quiere algo que no puedo darle.

Esta noche quizá soñará con aceras barridas e inmaculadas, con un marido más cariñoso, con un hijo de manos ampolladas. Pero sólo serán sueños. Un rato antes de acostarse ella espiará por la ventana y verá que su hijo se va con sus amigotes a esos lugares terribles y peligrosos donde hay vino y tambores y gente siniestra que se atreve a vivir. Luego su hijo regresará de madrugada, borracho y destruido, y dormirá hasta la tarde, hasta oír nuevamente el ruido de su escoba barriendo lo imbarrible. Hasta que un buen día su dios la barra a ella. ¿FIN?

Increíblemente, al maestro le gustó.

***

El tiempo pasó y mi amistad con Isabelino se fue afirmando. Sin embargo, era evidente que no siendo yo católico practicante nunca podría llevarme demasiado bien con él. Como típico uruguayo, el joven de Paso Carrasco había sido criado por padres también muy católicos y estaba harto de la hipocresía y el doble discurso de esa militancia, inspirada más por el temor al infierno que por el amor a Dios. El joven de Paso Carrasco atravesaba un período de fuerte ateísmo que le hacía aborrecer toda disciplina espiritual. Por eso se burlaba de los creyentes y se orinaba en las puertas de las iglesias. En fin, cosas de guacho idiota practicando sus necesarias rebeldías.

Los alumnos del taller, en cambio, iban a la parroquia, eran amigos del sacerdote, tocaban la guitarra en la liturgia. Yo no. Cuando se ponían a hablar de temas religiosos me quedaba callado. El maestro entonces me observaba con una especie de miedo tribal en la mirada, como si esperase que de un momento a otro me pusiera a babear, a proferir blasfemias y a corretearlo por la casa como el loco ese que en París quería asesinarlo.

Entre los alumnos veteranos del taller había un muchacho rubio de rastas que el maestro consideraba su mano derecha y otro que se encontraba en plena crisis espiritual y evaluaba la posibilidad del sacerdocio. El día que este último decidió bautizarse el maestro insistió en que yo presenciara la ceremonia. Pero no, el anticristo de Paso Carrasco era un tipo porfiado. Aunque sí fui a la iglesia, decidí no entrar y quedarme conversando con una joven estúpida que se había venido desde el cantegril para cuidar autos y que decía que necesitaba el dinero extra para pagarle a la señora que le lavaba la ropa… El maestro salió un par de veces para intentar convencerme de que entrara, pero yo me mantuve firme y me quedé afuera. Yo también quería ser un poco heroico.

Poco a poco entendí que nosotros, los alumnos, no éramos alumnos. Éramos discípulos. ¿Y él? ¿Qué lugar le correspondía al maestro zen en esta cosmogonía? El lugar de Dios, obviamente. Pero a Isabelino no le gustaría nada que lo pusiera en el lugar de Dios. Lo consideraría otra imperdonable blasfemia. No, seguramente le iría mejor el rol de Moisés. Sí, Moisés bajando iracundo del monte Sinaí con las tablas conteniendo los mandamientos de Dios entre sus manos. Sí. Nada menos. ¿Cómo discutir entonces con un tipo que trae las órdenes del señor supremo bajo el brazo?

Pablo se llamaba el muchacho que atravesaba la crisis espiritual y evaluaba la posibilidad de hacer el sacerdocio. Obviamente esta tendencia era alentada por el maestro, que se mostraba muy orgulloso de él.

Pablo era un tipo muy agradable. Vivía bastante cerca de mi casa y teníamos un amigo en común. Además me gustaba mucho charlar con él acerca de temas religiosos. Por esa época en el cable transmitían unos documentales de Discovery que habían levantado gran polvareda debido al descubrimiento de ciertos evangelios apócrifos en los que Jesús era presentado de manera bastante diferente a la oficial. También la figura de Judas cambiaba radicalmente a la luz de estos hallazgos. Los nuevos evangelios mostraban a este último como un discípulo muy inteligente y perspicaz, el favorito de Jesús, quien le encomendó la dura tarea de traicionarlo. Pablo y yo estábamos muy interesados en el tema. Yo bajaba material de internet y lo compartía con él. Luego nos quedábamos charlando largo rato. Desde mi perspectiva anticlerical intentaba convencerlo de que la Iglesia era una gran estafa, un negocio redondo para los cuervos del Vaticano que la pasaban en grande mientras muchos de sus seguidores se morían de hambre. Pablo en cambio me contaba que a veces experimentaba unas especies de epifanías en las que por unos momentos la belleza del mundo se le manifestaba claramente y él se extasiaba ante ella y casi sentía deseos de llorar. Esto me intrigaba mucho y lo escuchaba con interés, aunque siempre trataba de regalarle materiales religiosos de otras culturas para que abriera su panorama y no se metiera en el seminario. Si el maestro se hubiera enterado de esto ya no le cabrían dudas de que Judas-Anticristo había renacido y vivía en Paso Carrasco.

Cierta vez organizamos un asado en la casa del “apóstol” Pablo. Su pieza quedaba detrás de la carpintería de sus hermanos. “Carpinteros. Qué adecuado”, pensé.

Esa noche comimos mucha carne y la regamos con abundante vino. Nuestro Moisés estaba exuberante, mesiánico. Los discípulos lo oíamos reverencialmente mientras en un pequeño equipo de audio sonaba Janis Joplin (“¡qué dolor esa mujer!”, comentó el maestro entre trago y trago). Pablo miraba el suelo, muy pensativo y un poco distante. Yo imaginaba algunas de las cosas que pasaban por su mente, pero aun así me sorprendió mucho lo que hizo. En determinado momento, cuando ya la voz del maestro se había puesto ronca de tanto alcohol y charla, el apóstol Pablo tomó un banco de madera y lo estrelló varias veces contra el piso hasta hacerlo pedazos. Todos quedamos silenciosos, incluso Isabelino, que permaneció unos segundos reflexionando.

—¿Por qué hiciste eso, Pablito? —preguntó finalmente.

—No sé. Simplemente quería destruir algo.

—Pablo, me preocupás…

—Ah, no es nada…

—No, Pablo, vos estás mal, yo pienso que…

—¡Bueno, ta! —corté yo—. Vamos a terminarla por acá, es un banco de mierda nomás… El hermano es carpintero, que haga otro. Dejémonos de joder y…

El maestro me dirigió una mirada furiosa y empezó un balbuceante discurso acerca de la pax lux, el hombre nuevo y la esperanza en Cristo. Una hora después —ya en terrible pedo— el apóstol Pablo y yo lo cargamos como pudimos y lo llevamos hasta una parada de taxis. En el camino el veterano se nos cayó en plena Avenida Italia, pero finalmente logramos ponerlo en un coche y darle las indicaciones al taxista para que lo llevara hasta su casa.

Tiempo después me enteré de que a este asado le siguieron otros, pero a partir de esa noche Judas de Paso Carrasco ya no formaba parte de la lista de asistentes. Me permití hacerle alguna observación al maestro preguntándole si se trataba de “asados para católicos”, pero él no me hizo el menor caso y aprovechó la oportunidad para instruirme.

Palabra del maestro, versículo 1.568.657:

Vos tenés mucha rabia adentro, Alfonso. Sí, yo sé que sí. Yo también, antes tenía unos accesos de rabia impresionantes. Muchas veces descargaba esa bronca contra las puertas, dándoles patadas y patadas. Después de un tiempo la mayoría de las puertas de casa estaban apiladas contra una pared, todas con grandes agujeros en la parte de abajo. Es que yo tenía el corazón vacío de Dios, Alfonso. Y a vos te pasa lo mismo.

***

Al tiempo ocurrieron dos cambios muy significativos para la vida del taller. El primero de ellos fue que sorpresivamente el maestro dejó de beber. Ahora en el grupo sólo se consumía agua mineral o aperitivos sin alcohol. Uno de los bordes de la biblioteca en perpetuo derrumbe empezó a poblarse de frases aleccionadoras que el veterano seleccionaba cuidadosamente y luego recortaba y pegaba para tenerlas siempre a la vista y así motivarse en su férrea cruzada contra el demonio del alcohol.

Esta inesperada situación hizo que un rato antes de entrar al taller yo me fuera a una plaza cercana para beber y fumar algo. Nunca había siquiera pensado en consumir marihuana en ese santuario sagrado que era La Trinchera Estrellada. El veterano toleraba a regañadientes que fumáramos algún tabaco, aunque siempre nos hacía abrir la ventana a pesar del frío y cada tanto ponía cara de asco. El pobre diablo de Paso Carrasco era demasiado tímido para preguntarle acerca de la marihuana. Más adelante habría tiempo para eso. Claro que sí.

El otro evento significativo fue que de un día para otro, alentado por un director de cine independiente, el maestro empezó a preparar el guion de una película basada en una novela suya que trataba el tema de la crucifixión con una historia similar pero ambientada en la época actual. Yo había leído el libro. Isabelino me lo había regalado hacía tiempo. Básicamente, era la historia de un joven Jesús que tenía visiones espirituales y charlas con Iemanyá y con un cura y cuya Magdalena era una prostituta. Luego este Jesús moderno era tentado por Judas, un inescrupuloso reportero amarillista.

Al principio el maestro no quiso ilusionarse demasiado. Ya otras veces le habían propuesto adaptar y filmar textos suyos, cosa que luego no se había concretado. Isabelino sabía bien que rodar una película necesita de un gran presupuesto y también sabía que ni él ni el director disponían de dinero. Pero el director insistió. Pensaba filmar íntegramente en formato digital —que era de muy bajo costo— y además diversos allegados suyos colaborarían honorariamente como maquilladores, iluminadores, sonidistas, etcétera.

Viendo tanta voluntad en este hombre, Isabelino se abocó rápidamente a adaptar su novela y así crear un guion digno de la historia contada. Para ayudarlo en la tarea convocó a su mano derecha: el guitarrista rasta y rubio. “Lógicamente”, pensé yo, “¿con quién vas a hacer el guion si no es con tu personal y bien adiestrado Jesucristo?”.

***

Cada jueves el maestro nos comentaba los avances y retrocesos del proyecto. Se lo veía muy entusiasmado. Estaba convencido de que el destino le brindaba una revancha de una vez que…

—Una vez, Alfonso, con un amigo nos presentamos a un premio, un fondo de apoyo a emprendimientos de cine. Habíamos adaptado juntos una novela mía y le teníamos mucha fe al guion. ¿Y sabés qué pasó? Que gana el premio una obra de mi amigo, una obra que él presentó en secreto… ¿Podés creer? Qué amigo…

Sí, yo podía creerlo perfectamente. Aunque todavía era bastante inocente, ya conocía dos o tres cosas acerca de la ambición y la traición. Y también comprendí por qué a veces percibía ese terror en la mirada del maestro, como si de repente viéndome creyera encontrarse —además de con aquel parisino loco que ansiaba asesinarlo— con el amigo que luego lo traicionaría.

Sí, el maestro observaba y valoraba mi determinación y esfuerzo, pero a la vez contemplaba mi obsesión casi adolescente por el libro propio y eso a veces lo hacía dudar de si yo no sería en realidad un “trepador literario” buscando fama y fortuna. ¡Fama y fortuna! Realmente daba para cagarse de risa.

“A veces pienso en ganar altura, pero no escalando hombres”, citaba el maestro a Porchia en el acápite de uno de sus libros. Pero el pobre escritorzuelo de Paso Carrasco, luego de haber sido proscrito sin explicación de los nuevos asados, se estaba portando bastante bien. Trabajaba con devoción sus textos, hacía caso a muchas de las indicaciones del maestro y corregía obsesivamente. También buscaba por internet diferentes materiales que el maestro quería releer y luego se los llevaba a las reuniones del taller. Y por supuesto, todas las semanas, no importando la circunstancia, venía entregando varias carillas de belleza, y así iba armando con ellas un libro de cuentos al que ya había titulado Porrovideo. Y cada jueves recibía con humildad el tiroteo habitual, las flechas descendentes y toda la artillería del maestro zen, que igual lo recompensaba cada tanto con frases como:

—Ay, Alfonso, tenemos que ir a París. Sobre todo vos, que nunca fuiste, TENÉS que estar ahí. ¡Y yo te voy a llevar a París, Alfonso! ¡Sí, yo te voy a llevar, vas a ver! Lo que, ¡eso sí!, yo en París sin vino… No sé. ¡Decime cómo hago para estar en París sin vino!

Otras veces también hablaba de una entrevista que deseaba que le hiciera:

—Pero tiene que ser una entrevista larga, una entrevista muuuuuuuy larga, Alfonso. Y tenés que confrontarme, eso sí, no quiero una entrevista complaciente, quiero todo lo contrario, quiero que me pelees, que me discutas lo que yo te diga, ¿entendés?

***

Igual de obvia que su anterior elección de ayudante para adaptar el guion fue la elección del afortunado que encarnaría a Jesús. El papel le fue concedido a la misma persona: el rastafari-católico-rubio-mano-derecha-del-maestro. No me sorprendí mucho cuando Isabelino lo confirmó.

—¿Y él tiene experiencia actuando? —pregunté maliciosamente.

—No, ninguna, pero el director lo vio una noche tocando la guitarra y me dijo que sería perfecto para el papel.

La actriz elegida para desempeñar el rol de María Magdalena resultó una muchacha negra que se presentaba como vedette en una comparsa lubola. Era la hijastra del director y tampoco tenía experiencia previa en la actuación. Según comentó Isabelino, ya le habían realizado algunas pruebas y en ellas comprobaron que la preciosa mulata tenía gran facilidad para la risa pero muy poca para el llanto. Y tratándose de María Magdalena, evidentemente tendría que mejorar esta segunda faceta.

De cualquier manera, el puzzle de la película se iba armando: Moisés Isabelino y Jesús Rasta preparando el guion (este último también ensayando actuación y canto), María Magdalena optimizando poco a poco sus lloriqueos, el apóstol Pablo tendría también un papel y el mismo Isabelino actuaría de cura. Los demás roles serían desempeñados por antiguos miembros del taller y gente conocida del director. Y claro, todos tocarían temas propios y cantarían y…

—¡Y quisiera que vos interpretes a Judas, Alfonso!

Una parte mía lo venía presintiendo. Era bastante obvio, pero igual (flor de ingenuo yo) me agarró bastante desprevenido.

—Quiero que vos hagas de Judas, pero no porque yo piense que puedas tener algo de Judas —agregó el maestro cautelosamente—. ¡No! ¡Claro que no! Al contrario, como sé que vos nunca serías un traidor como Judas, pienso que harías un gran papel.

“Qué razonamiento más contradictorio”,pensé.

—Fijate que la primera vez que estuvimos por filmar me encontré casualmente a Tabaré Rivero y le ofrecí el mismo personaje —confesó Isabelino.

—¿Y qué dijo?

—Se rió. “Ja ja ja. ¡Judas! ¡Judas!” decía y se cagaba de risa.

***

Por supuesto, terminé aceptando mi rol en la cosmogonía y en la película. De cualquier manera, mi participación en esta última estaba sujeta a la aprobación del director, pero yo ya me había empezado a encariñar con el personaje del periodista sucio y vil, cocainómano y despiadado. Y mucho más me entusiasmaba una escena del guion que mostraría a Judas chupándole la conchita a la hermosa y exuberante vedette negra que encarnaría a María Magdalena.

La noche de mi encuentro con el director fue durante la representación de una obra de Isabelino en un boliche de Ciudad Vieja. Quiso la casualidad que por ese entonces yo me hiciera amigo de un tipo que consumía cocaína en abundancia y quiso también la casualidad que esa noche yo anduviera con una bolsita de merca encima.

De lo que pasó apenas recuerdo algunos flashes, instantáneas grotescas como encontrarme bebiendo y charlando a los gritos con Isabelino y el director entre el borocotó borocotó incesante de los tamboriles, mientras María Magdalena bailaba y movía sus protuberancias y yo sólo podía pensar en dos cosas: cómo sería chupar esa concha y cuántos miles de segundos faltarían para que la obra concluyera y pudiera así escaparme nuevamente al baño y seguir tomando merca.

En algún otro de los destellos que quedaron en mi memoria me veo ya bastante borracho y endurecido charlando tras la puerta del baño con Jesús (con Jesús rasta, bah), ofreciéndole cocaína que él rechazaba. Lo último que recuerdo de esa divertida noche fue un comentario del director afirmando que yo estaba “demasiado metido en el papel”.

***

A la semana siguiente me encontré con que mi escena caliente con la bailarina negra era cambiada por otra en la que se me refregaba la cara en una muzzarella caliente. Eso motivó que presentara mi renuncia a lo que hubiera sido mi debut fílmico, por lo que el papel le fue rápidamente entregado a otro. Esto tampoco era nada extraño. Todas las semanas los papeles y las participaciones de los apóstoles variaban de acuerdo a lo que Isabelino llamaba “el compromiso” que cada uno tuviera con la película.

En el taller las dos o tres horas que correspondían al monólogo de obra y vida del maestro y de los referentes artísticos que tanto admiraba ahora se habían convertido en un racconto de la obra y vida de la filmación. Recuerdo a Isabelino contándonos que habían llevado una cruz gigante a la playa con intención de erigirla en la arena y prenderla fuego para llamar la atención de la prensa y el público. Pero entonces se percataron de que la cruz era demasiado pesada y no pudieron levantarla. Tras varios intentos por fin se dieron por vencidos y se contentaron con incendiarla acostada, cosa que tampoco lograron.

***

Una noche nos encontrábamos en La Trinchera Estrellada esperando que el maestro saliera del baño, acomodando nuestras nalgas para el discurso de rigor sobre las últimas novedades de la filmación. Esa vez yo había llevado a un amigo que escribía. Frente a nosotros se encontraba un guacho que había participado durante años del rebaño de Isabelino y que actualmente aparecía muy poco en las reuniones. El maestro aseguraba que como castigo por esa pelotudez adolescente le estaban recortando cada vez más su participación en la película.

El guacho me daba la impresión de estar bastante nervioso. Yo nunca me consideré un gran observador (por el contrario, muchas veces me sentía bastante palomo por no darme cuenta a tiempo de cosas que pasaban bajo mi nariz), pero el guacho estaba nervioso, era evidente.

Segundos después oímos la cisterna que seguramente lanzaba un nuevo sorete materno hacia la nada. En eso el guacho se levantó súbitamente y dijo:

—Yo antes de que empiece esto quiero salir un rato a fumar un cigarro, porque después…

—¿A fumarte un cigarro o a fumarte un porro? —lo corté yo.

El guacho se sonrió un poco y su sonrisa confirmó mi teoría. Claro, el guachito tiene un fasito y se lo quiere fumar solito. ¿Por qué no compartirlo entre los apóstoles? Yo hacía un tiempito que no fumaba y tenía ganas de un par de pitadas que aligeraran un poco el largo discurso habitual. Así que decidí romper mi tabú y preguntarle a Moisés si no nos permitía prender la vela en el recinto sagrado.

El maestro regresó del baño y apenas cruzó la puerta le dije:

—Isabelino, usted que es un hombre de mundo, que ha viajado y que ha visto tantas cosas, supongo que no se ofenderá si este muchacho nos convida con un porrito, ¿no?

Contrario a lo que preveía, el maestro se mostró conforme.

—Sí, en Europa mucha gente fumaba marihuana. A mí nunca me interesó. Bueno, fumen si quieren. Pero abran la ventana, por favor.

El guacho presentó el fasito y lo compartió con Judas y con el nuevo discípulo. El maestro primero se mostró despreocupado, pero luego se empezó a asustar por el intenso aroma de la marihuana.

—Che, qué fuerte está eso. Abran más la ventana.

Y al rato:

—Uf. Larguen el humo para afuera, por favor. ¡Qué olor tiene eso! Espero que no quede el tufo en los muebles…

Yo trataba de tranquilizarlo, pero parecía que el humo iba volviendo al veterano más paranoico a cada momento.

Finalmente, oímos una llave en la cerradura de la puerta de entrada.

—¡Mi mujer! —gritó el maestro—. Pensé que venía más tarde. Qué cagada.

Yo hice un gesto indiferente. “Qué tanta historia por un porrito”, pensé. Pero Isabelino se levantó rápidamente mientras susurraba: “Apaguen eso, apaguen eso”. El pendejo también se sobresaltó mucho y me rogaba que le pasara el fasito para apagarlo y tirarlo por la ventana. Yo no quería. De cualquier manera hubiera sido inútil. El fuerte aroma de la marihuana ya había invadido toda la casa, así que no ganaríamos nada con desperdiciar unas buenas caladas de rico porro.

—Hola, mi amor, hola, nena.

“Pa, encima la esposa vino con la hija”, pensé. Y la voz de Isabelino charlando con ambas me lo confirmó. Al principio ninguna de ellas pareció notar nada raro. Isabelino había salido como un rayo cerrando la puerta tras él. De cualquier manera, en el temeroso silencio de La Trinchera Estrellada los diálogos del maestro y su familia se escuchaban con tremenda claridad.

Voz de la esposa:

—Pa. Qué olor raro hay, ¿no?

Voz de la hija:

—Ay, mamá, ¿no te das cuenta de que es olor a porro?

Voz de la esposa:

—¿Porro?

Voz del maestro:

—Y sí, mi amor, FUE ALFONSO. Trajo un porro y me pidió para fumarlo. Yo le dije que sí. Tendría que haberle dicho que no, pero le dije que sí. Pero ya lo tiró, no te preocupes.

Yo quedé de boca abierta y sólo atiné a sonreír y a elevar mis brazos como un crucificado. Los demás discípulos también se sorprendieron bastante, pero indudablemente ellos estaban libres de culpa. El único culpable era el más obvio: Judas de Paso Carrasco.

Afuera se oyeron algunas discusiones en voz baja entre Isabelino y las dos mujeres. Un par de minutos después el veterano volvió con nosotros.

—Me ha crucificado, maestro —observé tímidamente.

—Y bueno, Alfonso, ¿qué querías que hiciera? No lo podía quemar a este muchacho. Vos igual, no importa, ellas dos ya te tienen conceptuado como porrero…

Mis ojos sorprendidos debían parecer enormes fuentes de loza blanca repleta de fisuras rojizas. Pensé en esto y sonreí. Seguro al maestro le gustaría la comparación, pero la olvidé casi enseguida. El pendejo se rió un poquito, mi amigo también sonrió.

—He sido crucificado —repetí alzando más arriba las manos y observando al maestro en espera de una sabia respuesta.

Pero no, Isabelino desvió la conversación y minutos después el taller volvía a su rutina habitual.

¡Judas, carajo! Eso soy para él. Judas. El Judas tarado que se pasa horas buscando material en internet para llevárselo. El Judas que lo juntó de la calle y lo llevó hasta la parada de taxis. El Judas que lo oye hablar varias horas por semana, el Judas que agacha la cabeza y se aguanta sus trompadas críticas de cada jueves.

Me sentí muy decepcionado. Evidentemente a los ojos del maestro yo no valía nada. O quizá valía apenas lo que un chivo expiatorio para salvar a un pendejo fumón del escarnio social.

***

Obviamente poco después nos peleamos. Nos peleamos a los gritos y yo lo miré a los ojos y lo mandé a cagar (no “literaria”, sino “literalmente”). Una vez más (pero con mayor intensidad que las anteriores), observé su expresión aterrada esperando que intentara cagarlo a piñazos, o mejor aún matarlo, quizá que lo correteara un rato con un cuchillo francés que extraería de entre mi toga de Judas. Pero yo no era francés ni era ningún Judas ni creía en practicar el mal. Yo era sólo un triste guacho de Paso Carrasco buscando cumplir su sueño del libro propio. No era tan Judas como él creía (quizá ahora, al escribir esto, sí lo sea un poco).

Resumiendo: volví frustrado al barrio, a mi cama hundida y a mis cuatro paredes despintadas a seguir escribiendo en soledad. Otra vez había perdido a mi maestro.

Al principio estuve un poco deprimido y para olvidarme de tanto arquetipo católico me dediqué a salir de joda con mis amigos o a recibir a amigos que venían en plan de joda a mi casa. Pero a la semana siguiente me puse a revisar la carpeta del taller y me encontré con que tenía un buen puñado de cuentos que me gustaban mucho y cuando me percaté de esto sonreí agradecido y, aunque entonces no creía en Dios, igual me permití pedirle que cuidara a ese viejo sorete lleno de bondad. Luego aproveché que mis padres no estaban y puse bien fuerte en el equipo un cd de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y saqué una silla que coloqué fuera de mi cuarto (no en la vereda) y prendí un porro y me quedé reflexionando sobre mi período en el taller. Poco a poco entendí algunas cosas y saqué en limpio algunas conclusiones.

En términos pictóricos se podría decir que —para bien o para mal— los maestros tienen su propia paleta de colores y los alumnos que pasan demasiado tiempo con un solo maestro terminan adoptando esos tonos particulares, y junto con ellos, muchos de sus gustos, algunas de sus manías, algunas de sus aficiones, segmentos de la filosofía de vida del maestro y, por supuesto, gran parte (o la totalidad) de sus dogmas personales acerca de la belleza. En términos de jardinería se podría decir que los maestros podan el árbol de acuerdo a una imagen mental y arbitraria del árbol perfecto, pero ¿cómo pueden saber si las ramas que ahora cortan con tanta seguridad no estaban destinadas a dar los mejores frutos? Por tanto, ¿qué ramas dejar y qué ramas podar?

Debido a éstos y otros motivos entendí que yo nunca estaría al frente de un taller literario. Al principio, cuando me devanaba los sesos pensando en alguna forma de ganar dinero con una actividad por lo menos “cercana” a la escritura, lo había considerado como una posibilidad, pero invariablemente decidía que debía postergarla hasta que me volviera un viejo sabio, sorete e hinchapelotas. Pero ahora entendía que debía descartar definitivamente esa posibilidad.

No es sencillo ser un buen maestro. Un maestro no sólo es maestro en lo artístico sino también en lo ético, en el arte de ser gente, en la forma de entender la vida diaria. Un buen maestro es también un buen amigo. El maestro no sólo imparte técnicas, el maestro es una viva muestra de su concepción del arte y de sus traumas y de la ideología política, religiosa y filosófica que logró conservar o inventar. Muchas veces este paquete viene empacado todo junto y muy mezclado. El maestro educa con su palabra, con sus sugerencias y directivas, claro, pero también educa con el ejemplo, con la actitud, incluso con sus fallas y limitaciones.

Al principio todavía estaba bastante enojado con Isabelino y pensaba que debería escribir un vengativo cuento sobre mi experiencia en el monasterio, un cuento duro, un poco onettiano y otro poco caótico, inmensamente bello y repleto de referencias literarias bien aprendidas. Un cuento que lo conmoviera tanto como la película La vida es bella, que a mí me parecía una reverenda cagada. Un cuento en el que él pudiera poner su firma, quizá. Pero yo sabía que no lo iba a hacer, por lo menos no por el momento, por lo menos no de esa manera. Yo sentía que por fin tenía mi propia paleta de pintor (buena, mala o regular), mezcla de diferentes y múltiples tinturas, pero enteramente mía. Yo era un árbol que había aprendido a podarse a sí mismo. Quizá algún jardinero podría opinar que me hacía falta un corte aquí, otro allá. Pero este árbol ya había conocido muchos jardineros y de ahora en adelante decidiría por sí mismo cuál sería el corte de pelo que más podría beneficiarlo. Además, por más esfuerzos bienintencionados del jardinero ningún olmo dará peras. Como reza el tango, “contra el destino nadie la talla”. Prueba de ello es que el apóstol Pablo, luego de dos años en el seminario, se convirtió finalmente en padre, pero en padre de una bella niña.

Palabra del maestro, versículo desconocido:

Una vez en París, Alfonso, yo estaba en una crisis terrible, con muy baja autoestima y un montón de poemas que no sabía si valían algo, y tuve la suerte de conocer en persona a Julio Cortázar y mostrarle lo mío. Y Julio fue muy generoso, me dijo que había un escritor en esos textos y después me regaló Octaedro y me lo dedicó. Yo perdí ese ejemplar en París, seguramente del pedo que tendría. Pero sabés una cosa, cuando me iba le pregunté a Cortázar si todavía estaba enojado con Onetti por eso que le había dicho de que le había gustado más Rayuela cuando la leyó en el sentido de la quiniela. Y Cortázar sonrió y dijo: “No, ya lo perdoné. A los maestros hay que perdonarles todo”.


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