† Federico de los Santos
El casete hace un ruidito de plástico cuando Abdul lo pone en la casetera, que hace otro ruidito cuando la cierra. El botón de play más que un clic hace un clac anacrónico que suena a años 80, a resortes, a una época cuando los aparatos no se preocupaban por aniquilar los ruidos colaterales. El golpecito de la púa, el crujido de fondo del vinilo, el susurro de la cinta magnética, las imperfecciones en la superficie de la cinta de 16 milímetros: ésos son los detalles que atraen a los músicos, performers y coleccionistas que, como Abdul, no entienden la tecnología analógica como un paso atrás o como un gesto vintage sino como un conjunto de reglas diferentes que las del terreno digital a la hora de crear, en solitario o en colectivo.
Abdul es su nombre de escenario. Se llama Diego Galcerán. Estudió Diseño de Sonido en la ORT y es, como todos los que aparecerán en estas páginas, un colgado. En su casa tiene un montón de teclados (un Casio que parece de juguete y uno muy viejo que, según dice, “suena como si se estuviera muriendo todo el tiempo”) y cajas y cajas de casetes ordenados y rotulados; en algunos de ellos están guardadas cada una de las pistas de Naoplia, el disco que grabó el año pasado con su portaestudio (que permite grabar en cinta cuatro pistas de sonido sucesivas).
Descubrió el mundo de la cinta por necesidad: estaba viviendo en Curitiba y tenía ganas de grabar pero no tenía computadora. “Pasé por una tienda y vi este portaestudio, con el que grabé los últimos cuatro o cinco discos que hice”, cuenta. A partir de ahí no pudo volver al digital. “Me alucinó el sonido del casete, la simplicidad, los límites. Lo digital ofrece muchas posibilidades y a veces te abruman. Todo termina sonando igual. El año pasado tenía una plata y empecé a comprar una interfaz como para grabar un disco. Tenía mi macbook, una consola re grande, un montón de cables… estuve seis meses diagramando y enchufando todo. Era un caos. Cuando me senté, no se me ocurría nada, así que puse el portaestudio y a partir de ahí empecé a construir el estudio”. Compara la grabación en cinta con el trabajo de los fotógrafos con cámara de rollo: “Hay producciones que cuestan un montón de plata y el fotógrafo tiene sólo 12 fotos. Eso hace que toda tu concentración y tu estrés se condensen ahí”.
Hiram Miranda (guitarrista de Uoh! y cocreador del sello Esquizodelia) llegó a lo analógico estudiando Diseño en Bellas Artes —donde le inculcaron entrar en contacto con el lápiz y el papel antes de tomar el mouse—. “Hacía pila de cosas en la PC con manchas de tinta o errores de impresora que me bajaba y después me colgué a hacerlo con la tinta de verdad. Justo se me rompió la computadora y empecé a hacer todo a mano. Hace poco abrí photoshop y estaba en cero. También me di cuenta de que las bandas que más me gustan, como los Tindersticks, graban en su propio estudio y en cinta, editan en vinilo con las tapas de los discos en serigrafía, hacen documentales en 8 milímetros y sacan fotos a rollo. Empecé a sentir cosas en lo digital que me sonaban mal. Lo digital abarata el costo, pero el diálogo que tenés con lo analógico es diferente, más material”.
A partir de este año, Hiram y Abdul se reunieron para hacer música bajo el nombre de Cabezales Electromagnéticos. La cinta los crió y ellos se juntaron.
Es viernes, así que hay ensayo. Esta vez tocó la casa de Hiram, en Barrio Sur. Con los cables, los aparatitos y ellos mismos tirados en el piso, mueven perillas, juegan con walkmans, tocan teclados, loopean (o sea, hacen loops, sonidos que duran unos pocos segundos y se repiten en secuencia una y otra vez), graban y deforman las pistas hasta lo irreconocible.
Abdul está pasando un loop del canto de unas ballenas. La cinta, circular, entra en el walkman y sale una y otra vez y él la sostiene con los dedos para variar la velocidad y hacer el sonido más grave o más agudo. La cinta negra y brillante se mueve como si fuera una lombriz. “Parece que estuviera viva”, dice, casi citando al Doctor Frankenstein.
Otro sonido que llama la atención en el ensayo es el traqueteo del proyector de 16 milímetros de Antar Kuri. Nació en México y vive en Uruguay hace varios años, pero el acento no lo abandonó. Cuenta que una vez, a finales de los 90, pasó por una tienda de fotografía que estaba liquidando por cierre y no pudo evitar comprar 20 proyectores rusos de diapositivas. A partir de ahí fue revolviendo ferias y tiendas, y hoy tiene una extensa y bizarra colección de diapos y cintas, que incluyen, por ejemplo, todos los viajes de una familia de los 80 (a Disney y a Bariloche, grabados por el padre, a quien apodaron El Gordo), cientos de fotos de algas y plantas (presumiblemente de un botánico o alguien con gustos muy raros) y varias filmaciones en blanco y negro. Antar trabaja directamente sobre esos materiales: los corta y pega, los raya, los decolora con hipoclorito de sodio, los pinta de colores, agujerea las caras de las personas con una perforadora de papel, fabrica loops con videos de bailarinas intercalados con ejércitos.
“Es súper arriesgado trabajar con analógico”, cuenta, y muestra los defectos de su proyector. Para esta gente, claro, los defectos pueden ser reconvertidos en algo de valor: en el ensayo se rompe un loop de casete y, a pesar de que Antar lo arregla en el acto con cinta y tijera, el sonido es completamente diferente, más opaco y apagado. “Igual tiene su magia”, dice Hiram.
“La gente trabaja muy sola”, afirma José Ramón García Inchorbe, alias Garin, con su acento español y su laptop sobre la mesa. Licenciado en Física, especialista en museología, uruguayo radicado en España hace años, es director del Laboratorio de Lenguajes Transversales (LabLT). Garin visitó Montevideo el año pasado y se sorprendió por la “vitalidad” que había en los artistas locales, así que consiguió la casa en San Salvador 1471 donde se inauguró el espacio en abril. Financiado con fondos de Mestizaje —la productora que tiene en Madrid— y coordinado por Jarbu Jawad, el LabLT pierde dinero en poner al servicio de creadores y artistas gestión, espacio y recursos técnicos (pantallas táctiles, plasmas, proyectores, computadoras).
Hiram, Antar y Abdul formaron junto a Florencia Brandino un conjunto medio improvisado el viernes 17 de mayo, cuando los Cabezales se presentaron en el LabLT. No habían ensayado y ninguno conocía qué hacía el otro, pero la amalgama fue interesante. “Fue una unión perfecta en cuanto a estéticas. Pila de gente nos dijo que se había percibido como una unidad”, recuerda Hiram, que había sido compañero de facultad de Florencia. Unidos por los nombres de aire árabe, la afición por las matemáticas y el concepto del ciclo, el colectivo recién formado se bautizó como Al-jebr —la raíz árabe de la palabra álgebra— y sigue ensayando para su primer espectáculo en conjunto.
Carla Giachello tiene 20 años y estudia Bellas Artes y Museología. Empezó a trabajar con cintas de 35 milímetros en 2009, en un taller de la Fundación de Arte Contemporáneo. Las pintaba con esmaltes, las alteraba con químicos, les copiaba texturas de hojas de árbol que iba encontrando y que estudiaba en un microscopio. Prefiere los soportes analógicos por los riesgos que conllevan: “En digital es todo calculable. Acá no hay vuelta”. Trabaja en el retroproyector con fotos que ella misma saca y con cintas de 16 milímetros que consigue de una forma particular: las copia a formato digital por encargo y suele pedirles a sus clientes que le regalen los originales. Experimenta también con otras tecnologías; actualmente está filmando un cortometraje con Gimena Ríos y Diego Moreira en el que se proyectan imágenes sobre una actriz.
Si bien Mauro Recchi trabaja con diapositivas —le entusiasma la simplicidad de la luz pasando a través de la materia y generando imágenes—, su interés es el trabajo con reproductores de VHS que conecta a proyectores digitales. Consigue algunos en la feria, pero sobre todo los encuentra por ahí. También estudiante de Bellas Artes, vio que la gente de la biblioteca de la Escuela Universitaria de Música estaba tirando una bolsa gigante de videocasetes y los pidió. “Lo que me gusta del VHS es lo grotesco, las rayas que aparecen cuando ponés FF [para los más jóvenes: adelantar], los ‘ruidos’ en la lectura magnética y la posibilidad de intervenir la cinta con magnetos para generar esos ruidos”. Mauro y Carla también unieron sus trabajos para presentarse en el LabLT junto al proyecto Paisajes Sonoros.
Dentro del LabLT funciona el ciclo ESTO (Experiencias Sonovisuales con Tecnologías Obsoletas), que cruza experiencias analógicas y de vanguardia. “Las tecnologías como el mapping”, explica Garin, “son cosas que necesitás probar; de ahí la idea de laboratorio: no jugar necesariamente con ideas acabadas sino que se experimente o se muestren works in progress”. La entrada al ciclo es gratuita pero la capacidad es limitada. Los encuentros se anuncian por correo electrónico o en su cuenta www.facebook.com/lablt.montevideo.