Raúl Sendic y el lenguaje sagrado de la política
[Lento #6, setiembre 2013]

¿Sendic como un Cristo moderno? No sólo aparece así en el relato de los cañeros históricos de Bella Unión, sino también en el de intelectuales como Mario Benedetti y de antiguos compañeros de militancia. Más que de religiosidad popular o de estrategia política, se trata de una forma de dar sentido a procesos trascendentes, dice la investigadora argentina Silvina Merenson, quien entre 2004 y 2010 recogió el testimonio de decenas de trabajadores rurales de Artigas gracias al apoyo del Conicet. “Hablé con muchos peludos, estuve en muchas asambleas, cultos, misas, fiestas, funerales, actos escolares; pasé frío, calor,  como corresponde a una buena antropóloga”, recuerda la autora.

 

Texto: Silvina Merenson // Ilustraciones: Leandro Bustamante

 
“Nadie va a misa porque ha leídoa Santo Tomás […], así como nadie se hace comunista porque ha leído a Marx […]. El camino se recorre del sentido inverso:del compromiso a sus razones, de la adhesión a los motivos”

Régis Debray, Crítica de la razón política

 

Ésta es la historia de un hombre joven que un día dejó los estudios y las comodidades de la ciudad para trasladarse al campo. Allí conoció a muchas personas diferentes a él y fue poco el tiempo que le llevó aprender a vivir como ellas; es decir, a comer, dormir y hablar como ellas lo hacían. Una serie de cualidades personales (como la dulzura y la humildad en el trato y la entrega y coraje en sus actos) colaboraron en la tarea de consagrar su vida a quienes creyeron en él y lo bautizaron El Justiciero. Esto, él lo sabía, le valió grandes y poderosos enemigos, por lo que siempre advertía que su presencia en el pueblo duraría poco, o lo suficiente para que sus seguidores se organizaran, emprendieran varias marchas, transformaran su nombre en consigna y lo incluyeran en cantos, imágenes y pancartas.

Perseguido, un día el joven dejó el pueblo. Sin embargo, su presencia, especialmente en los momentos más difíciles, podía sentirse. En ese tiempo, el joven tenнa el poder de aparecer y desaparecer cada vez que se lo necesitaba, volviendo claro lo obvio: que no los había abandonado. Así fue hasta que lo capturaron y comenzó el calvario que culminó con su muerte. Desde entonces, su mensaje es guía en el presente y debe ser transmitido hacia el futuro.

Palabras más, palabras menos, esta historia reproduce la estructura básica de los diversos relatos con que los trabajadores de la caña de azúcar en Bella Unión —los peludos— evocan algunos pasajes de la vida de Raúl Sendic, el máximo referente del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T). Puntualmente, su arribo a la ciudad y su participación en la organización de la Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas (UTAA) en 1961, el paso a la clandestinidad en 1963, su captura en Montevideo en 1972, los 13 años de cautiverio que pasó como rehén de la dictadura y su muerte en 1989, tras padecer la enfermedad de Charcot.

No es necesario ser experto para advertir el parentesco entre este modo de evocarlo y ciertos aspectos de la religiosidad popular, la ética cristiana en particular o lo sagrado en general. Algunos, tal vez apurados por rotular, podrán ver en esto un “sincretismo” o, en el mejor de los casos, una “hibridación”, es decir, una serie de estructuras y prácticas que existían en forma separada y que combinadas generan otras nuevas estructuras y prácticas. Otros pueden apelar a la asociación de los binomios “campo/ciudad” y “tradición/modernidad”. Desde esta perspectiva, por oposición a la ciudad, el campo sería el reducto de la tradición, habitado por “sujetos premodernos”, parecidos a los descritos por el historiador Eric Hobsbawm en Rebeldes primitivos (1968). En esta lectura los sectores populares rurales serían algo así como el punto ciego o el talón de Aquiles del proceso de secularización que desde principios del siglo XX enorgulleció a buena parte del país. Pero tal vez no sea ni uno ni otro el camino para explicar los modos en que los peludos decodifican la trayectoria biográfica y política de Raúl Sendic y, al mismo tiempo, su propio derrotero.

Digámoslo con todas las letras: no creo que entre los peludos se pueda hablar de un “culto a Sendic”. A pesar de la presencia de un monumento en su nombre emplazado en el ingreso a Bella Unión, hoy en la ciudad no hay una instancia de peregrinación, como tampoco hay una fecha ritual que sirva para aglutinar, consagrar y renovar voluntades. En este punto, y en términos de “culto popular”, si bien su vida y su muerte despiertan una mezcla de misterio, intriga y devoción que se actualiza de distintas formas en cada coyuntura histórica, no resulta equiparable a la de un “San Ernesto de la Higuera” o a una “Santa Evita”. El Justiciero no hizo ni hace “milagros”. Aunque es una imagen presente en las casas y en los termos, eso no lo transforma en estampita. Hoy, aunque se le agradezca, no se le reza ni se le pide. Sendic no fue canonizado ni entra entre los “santos populares” a los que se les prende alguna vela.

Aun así, el parentesco se impone y merece algunas reflexiones que vayan más allá del folclore romántico o de una visión deficitaria del proceso de modernización. Al menos podemos intentarlo, aunque para ello haya que dar varios rodeos entre la historia y la memoria.

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Cuando Raúl Sendic apareció en Bella Unión, encontró entre los trabajadores rurales mucho más que pobreza y miseria, que la había. El verbo “aparecer”, vale aclarar, no es antojadizo, sino que responde al modo en que los peludos que lo conocieron describen su arribo a la ciudad. Pocos años antes, en 1957, una huelga con ocupación de 21 días de uno de los establecimientos azucareros había dejado varias estelas: llegó a los oídos y medios de la capital, hizo visible en lo local la crisis del modelo neobatllista y sentó las bases de la organización que derivó en la fundación de la UTAA.

Raúl Sendic supo actuar sobre esa realidad al colocar en otros términos el proceso ya iniciado. Hasta entonces las demandas de los trabajadores se daban en una zona gris entre “lo que se espera de un buen patrón” y lo establecido en la ley, es decir, entre el “lenguaje de los sentimientos” y el “lenguaje de los derechos”. Por si hace falta abundar, no es lo mismo pensar que un productor cañero es “bueno” porque paga el salario de sus trabajadores en tiempo y forma, que pensar que ese productor, sencillamente, está cumpliendo con la ley. En ese sentido, la apariciуn de Sendic significa la irrupción del marco jurídico en un mundo dominado por valoraciones morales y forma parte de un relato que no anida en el pasado ni en sus experiencias previas en materia política y sindical, sino en la proyección del futuro.

El énfasis que Sendic puso en el marco normativo, en la aplicación efectiva de la legislación vigente en el país, explica que en los relatos de los cañeros sea presentado en su condición citadina y profesional, como “un abogado que vino de Montevideo porque se interesó por lo que pasaba acá y vino a dar ayuda”. Si algo lo transforma en El Justiciero es el hecho de haber traнdo la Justicia. Paradójicamente, fue algo tan laico como la aplicación de las disposiciones de la Caja de Trabajadores Rurales y del Estatuto del Trabajador Rural (leyes sancionadas más de diez años antes) lo que aproximó a Sendic al orden de lo sobrenatural.

Evocar a Sendic desde la ayuda otorgada sienta las bases de un vínculo particular basado en la jerarquía y la creencia. Ya lo han señalado otros antes: las relaciones sociales nunca son entre iguales abstractos, como piensa el derecho, sino entre personas singulares que establecen tipos de trato específicos, por lo que las diferencias entre ellas (entre “ayudados” y “ayudadores”) marcan distintas pertenencias, grados de confianza, fidelidad. Por eso los peludos se refieren a la ley de ocho horas de jornada laboral o la indemnización por despido como “la ley Sendic”; no las escribió, pero las hizo cumplir. Esto, que es tan válido para entender el lazo político como el religioso, se concreta en un dicho repetido una y otra vez: en un caso como en el otro, dicen, si no hay padrino, no hay bautismo.

Los modos en que los peludos de la UTAA coprodujeron (y subrayo el “co”, que retomaremos) a Sendic como líder no se apartaron de esta lógica que encontró sentido en una serie de repertorios culturales previos, como los provistos por la religiosidad popular o la violencia vinculada al honor y el prestigio. Vayamos por partes.

 

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Para los peludos, asociar o, como se dice ahora, “linkear” el mensaje —la propuesta— de Sendic, centrado en la transformación de la realidad, en la organización, la unidad y la lucha, también entraba entre “las cosas del creer”. A comienzos de los 60, para quienes fundaron la UTAA, la lucha reunía los atributos que podían ingresarla en esa dimensión: estuvo hecha de dolor y alegría, de sacrificio y expectativa, de miedo y victoria, de espera y acción. Como la fe, la lucha cristalizó valores (como la solidaridad, el compromiso y la disciplina), creó comunidad e igualó a quienes se consideraban entre sí hermanos (de clase) y compaсeros (de militancia). Para estas personas, la lucha, como la fe, siempre “enseña” y debe ser transmitida a quienes quieran sumarse a ella. También, y por lo general, tiene un carácter revelador: la lucha se descubre, se conoce y se siente; en la lucha se cree, se vive y se muere. Al menos parte del enorme poder de enunciación concentrado en la lucha radica en el encuentro del plano político y secular —la conquista de tierra que les habían prometido y nunca les dieron— con un precepto religioso: “Dios creó el mundo y sus cosas para todos los hombres, ‘poseed la tierra y llena la tierra de tu riqueza’ (Salmo 103)”, escribió el obispo Carlos Partelli cuando la tercera marcha de la UTAA arribó a la ciudad de Salto.

Por su temporalidad, estructura, repetición y uso de símbolos las cinco marchas hacia Montevideo protagonizadas por la UTAA entre 1962 y 1971, que hoy forman parte de la historia política y sindical del país, pueden considerarse un “ritual” de larga duración; si fueron posibles y alcanzaron la repercusión que alcanzaron fue porque, entre otras cuestiones, accionaron creencias y actualizaron formas culturales presentes en diferentes tradiciones, como son las peregrinaciones y procesiones.

En este terreno los puntos de contacto también son múltiples: si las peregrinaciones se realizan siempre hacia un centro religioso, las marchas se dirigieron a un centro político; si las peregrinaciones son procesos de renovación de la fe, las marchas propiciaron la afirmación de las convicciones; si las peregrinaciones se realizan en torno a una imagen presente de múltiples formas, las marchas fueron realizadas bajo la consigna “por la tierra y con Sendic”, quien estuvo presente en pancartas, retratos, discursos y cantos. Como las peregrinaciones, las marchas también consagraron espacios y lugares.

Curas, monjas, obispos y pastores participaron en las marchas de diversos modos: oficiaron misas, bautismos y casamientos, hicieron oraciones, dieron discursos, organizaron mesas redondas, juntaron donaciones y ofrecieron las instalaciones de sus templos para que sus integrantes acamparan en el transcurso de las paradas. Como todos los días en Bella Unión, en las marchas convivieron distintas confesiones religiosas y los manifestantes hicieron de sus creencias, identificaciones religiosas e ideologías una práctica política. Una podía justificarse o explicarse por la otra: si la lucha era una bendición de Dios, cuando la marcha atravesaba por problemas se trataba de los seres malignos que no querían lo mejor para los peludos.

Las marchas intensificaron lo que para los peludos es usual: una cosmología que integra política y religión para dar una explicación del mundo, promoviendo un lenguaje en el que lo sagrado dimensionó la política. Al mismo tiempo, constituyeron el momento y el espacio apropiado para probar los valores de sus integrantes, especialmente la adhesión al líder.

Las marchas coincidieron en el tiempo con el paso de Sendic a la clandestinidad en 1963. A partir de ese momento, se transformó en una suerte de ser-fuerza omnipresente. Sólo un círculo más íntimo tuvo acceso a él y se dedicó a actuar como mediador entre el líder y los peludos. Las exigencias de la clandestinidad —el hermetismo sobre su cotidianidad, el cambio permanente de nombre, apariencia física y lugar de residencia— contribuyeron a decodificar su existencia en clave de misterio.

El Justiciero, dicen, seguía las marchas de cerca y llegaba con ellos a Montevideo: uno no lo veнa, pero su presencia se sentнa. Es difícil entonces establecer si las marchas hicieron que la frontera entre lo religioso y lo político perdiera su nitidez o si fueron parte de un largo proceso por el que la vida comunal vinculada a la religión se desplazó hacia la política, al mismo tiempo que tendieron los puentes entre el honor, la violencia y la represión ilegal que antecedió al terrorismo de Estado.

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El “lenguaje de los sentimientos” que se mencionaba más arriba, aquél que permite organizar el mundo entre “buenos y malos”, dominó buena parte del proceso de radicalización política durante los 60, y lo asoció a la búsqueda de respeto y la defensa del honor, dos cualidades cruciales entre los trabajadores rurales en particular y los sectores populares en general. Si la lucha armada necesitaba un marco interpretativo que pudiese ayudar a decodificar su sentido, aquí había uno.

Mucho antes del arribo de Sendic, el manejo de armas, las detenciones, el calabozo y el ejercicio de la fuerza física formaban parte conocida del universo de Bella Unión. De lo que se trataba, entonces, era de desplazar estas experiencias al terreno de la política. Raúl Sendic entendió cómo hacerlo, al menos en parte y hasta su detención, que marcó el comienzo de otra etapa.

El coraje y la valentía como cualidades eminentemente masculinas forman parte de los relatos sobre los enfrentamientos con las fuerzas de seguridad en aquellos años. Entre la búsqueda de respeto y la conquista de derechos, los peludos incorporados a la UTAA y más tarde al MLN-T se enfrentaron a quienes describen antes como “cobardes” que como represores. De ahí que la cárcel, las golpizas y demás tormentos, lejos de ser presentados como acciones ilegales perfectamente inscriptas en las violaciones a los derechos humanos, fueran presentados ejemplos de la resistencia física y moral de unos, y de la timidez y arbitrariedad de otros.

Sin embargo, entre fines de los 60 y comienzos de los 70, el recrudecimiento de las acciones represivas, que derivaron en el terrorismo de Estado, introdujo cambios en el marco interpretativo. La detención de Sendic y las condiciones de su cautiverio señalaron el pulso de una lectura que incorporó nociones e imágenes de sufrimiento, tormento y martirio como contraparte inaceptable de la entrega a los otros.

Sacrificio no es lo mismo que calvario. Esta transformación, que también llegó desde afuera, a cargo de “verdes que no se conocían en el pueblo”, es la que posibilita afirmar que Sendic sufrió como Cristo sufrió, al mismo tiempo que permite grados de elaboración y de revisiones críticas sobre el proceso político protagonizado, ajustadas ahora a los procesos de conversión al neopentecostalismo que experimentaron algunos peludos en los 90. Parte de ese proceso implica afirmar que las armas son diabólicas y, como dice la Palabra (la Biblia), no deben entrar en las casas. Desde entonces, crisis, muerte y conversión —tres etapas rituales— resultan pasajes de un complejo proceso económico, político y cultural que excede a los peludos y a sus formas de entablar aproximaciones y lecturas del pasado reciente.

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Antes mencioné dos cuestiones que ahora me gustaría retomar. Dije que sería un error pensar que el parentesco que venimos señalando no es otra cosa que un ejemplo, entre muchos otros posibles, del modo incompleto o inacabado que encontró el proceso de secularización en el ámbito rural. También dije que esta forma de decodificar la trayectoria de Sendic, las propias y el proceso social y político que protagonizaron fue parte de una coproducción. Con todos los riesgos que supone, pongamos ambas cuestiones en blanco sobre negro: lo sagrado como clave interpretativa de la política no es cosa de gente “pobre” y mucho menos “ignorante”. Es, en cambio, parte de una arena cultural compartida y consensuada con otros actores sociales.

Aclaro, entonces: si hasta aquí el lector creyó reencontrarse con una nueva versión sobre el “norte atrasado”, que lleva décadas despertando indignación, o con una descripción pintoresca y esperable de quienes creen en simpatнas y recurren a curanderos para deshacerse de bloqueos de caminos y empachos, puede esperar un poco más. Se trata de asuntos distintos, aunque en ambos lo trascendente pueda ayudar a habitar y explicar positivamente el mundo terrenal. En este punto habrá que ver quién está en condiciones de lanzar la primera piedra.

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Al inicio de los 60, El Sol y El Popular —la prensa del Partido Socialista y el Partido Comunista, respectivamente—  comenzaron a informar sobre los conflictos de los trabajadores rurales en Bella Unión. El Sol saludaba la fundación de la UTAA como un camino abierto en el infierno; como el resultado de aсos de una silenciosa indignaciуn que ha explotado en sagrada rebeldнa obrera. Justamente porque los peludos sabían conjugar el verbo sagrado de la solidaridad, el triunfo sindical no podía ser otra cosa que la conquista de un futuro en el que sea mбs rico el mбs noble, el que sienta mбs amor por sus hermanos: todo esto podía leerse en las páginas de El Popular. En El Sol las acciones de Raúl Sendic, que llenan el corazуn generoso de los pobres, encontraban su espejo en Mahatma Gandhi y en un precepto hindú: Йl es el amparo de los desamparados, la fuerza de los dйbiles.

Cuando en la prensa de circulación nacional el proceso de organización sindical y radicalización política en Bella Unión aún era presentado como el enfrentamiento con patrones crueles y legisladores insensibles y las crónicas incluían informes sobre atropellos policiales, malos tratos y castigos corporales a cargo de policнas cobardes, prepotentes y sucios, Raúl Sendic encarnaba el compromiso y el honor. Cada detención, como podía leerse en El Sol, era un nuevo galardуn arrojado sobre los hombros del compaсero, ya ricos por una vida puesta al servicio de los humildes y, en sus propias palabras, una conquista en la lucha contra el aquelarre diabуlico de monstruos, que incluía a la prensa grande de la capital y sus calumnias hacia los trabadores rurales.

Hacia mediados de la década, tras la renuncia de Sendic al Partido Socialista y luego de la creación del MLN-T, cuando ya era considerado el máximo líder de esta organización, otras voces tomaron la posta y, aunque el empalme fuese con Artigas, los valores y las cualidades atribuidas a Sendic no eran muy distantes a las que evocaban los peludos a partir de la ética cristiana. En 1970, desde La Habana, Mario Benedetti reconocía en la austeridad, la modestia de su personalidad y la seguridad que transmite sobre la justicia a la que honesta y corajudamente ha consagrado su vida las claves del éxito que Sendic encontró entre los peludos, quienes descubrieron en él la esperanza.

Años después de la detención de Sendic, en 1972, el “lenguaje de los derechos humanos” ya le había ganado terreno a los anteriores. Sin embargo, a la hora de su muerte, las denuncias y campañas respecto de las condiciones de su cautiverio, que recorrieron el mundo hasta su libertad en 1985, quedaron en suspenso: lo demanda todo proceso de conversión. Fue entonces que Raúl Sendic pudo ser presentado, como escribía Fernández Huidobro en el número especial de Mate Amargo —periódico editado por el MLN-T en los 70 y reformulado el año pasado en forma de sitio web—, como un apуstol y un profeta del socialismo. Poco antes, los peludos de la UTAA habían ingresado en Historia de los tupamaros (1986-1987), también escrita por el actual ministro de Defensa Nacional, para consagrarse como la piedra fundamental de su obra en materia política y sindical.

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Hace ya algunos años, Emilio de Ipola, un reconocido intelectual que experimentó la prisión política durante la dictadura argentina, intentaba explicar la creencia. Escribía, entonces: “Situada no exactamente a medio camino entre la certeza y la duda, sino más bien en una región ambigua donde una y otra se confunden, la creencia encarna y a la vez exhibe una de las aporías fundantes de nuestra cultura: aquella que postula un ‘más allá’ como complemento silencioso del ‘más acá’ palpable y familiar que configura nuestro mundo”.

Creer, por ende, no es otra cosa que definir en dónde o en quién establecer esa delgada línea. Unos de un modo y otros de otro, combinando en grados distintos el “más acá” y el “más allá”, emparentando politicidad y religiosidad, coprodujeron a El Justiciero. Desde entonces, nos muestran algo nada menor: dónde queda y cómo habitar lo trascendente.


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