Los nuevos gallegos
[Lento #5, agosto 2013]

Se ven más españoles por las calles, pero, ¿ha incidido la crisis de España en la inmigración a nuestro país? A muchos nos cuesta entender que la corriente migratoria se haya invertido, así como desconfiamos cuando nos hablan de bonanza económica. A la española Rosa Sulleiro, que prueba suerte en Montevideo desde hace un año, son varias las cosas que le resultan difíciles de creer; entre ellas, la forma en que su país expulsa a miles de jóvenes. También opinan dos especialistas uruguayos en el tema: el demógrafo Juan José Calvo y el sociólogo Felipe Arocena.

Texto: Rosa Sulleiro // Ilustraciones: Alejandro Vázquez
Nota originalmente publicada en Lento 4 (julio de 2013)

Una de las primeras cosas que aprendí al llegar a Uruguay fue la conveniencia de tener un abuelo con historia, un ancestro aguerrido que justificara tu existencia, y de paso, tu arraigo a un pequeño país donde hay habitantes que tienen casi tantos pasaportes como dedos de la mano.

Primero fue el taxista que me recogió en el aeropuerto de Carrasco en la fría noche del 22 de setiembre de 2011. Al ver mis maletas, mis delatadoras “gracias” (haciendo sonar una zeta en la c, por supuesto) y mi aire de no haber pisado una ducha en las últimas 48 horas, decidió que la manera más adecuada de darme la bienvenida a este país, del que sólo conocía a Forlán y al presidente que vivía en una granja, era contarme, mate en mano, que, como yo, él también era español pero del Río de la Plata. Entonces, cómo no, llegó la primera historia de un abuelito gallego de las decenas que escucharía en este país, mientras yo pensaba que Montevideo era Hollywood, Miami Beach o La Habana, a medida que su apresurado taxi me adentraba por la rambla hacia las tripas de una ciudad, que, se suponía, estaba destinada a ser mi casa por los próximos seis meses. Ésa era la duración del contrato que me había convencido de cruzar el Atlántico e instalarme en América del Sur cuando hasta hacía unos días el territorio más austral que había pisado en mis 26 años de vida era Marruecos.

Mi país me había vomitado junto a otros cinco millones de españoles (ahora son seis), dejándome envuelta en la bilis de una crisis a la que, por entonces, en los últimos suspiros del gobierno del socialista José Luis Rodríguez Zapatero, todavía no se le veía fondo. Hoy, con más de seis millones de desocupados y con otro gobierno, el del derechista Mariano Rajoy, sigue sin verse luz al final de un túnel que sólo parece conducirnos a varios cientos de miles de españoles hacia el exilio económico.

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Volvamos a las historias de abuelitos, que son mucho más evocadoras. El segundo caso ocurrió en la plaza Cagancha. Guiada por el desconocimiento de quien apenas ha salido de Europa, cuando planeé mi llegada a Uruguay me lancé a internet a buscar un alojamiento lo más barato y decente posible para sacarle el mayor rendimiento al puñado de euros con el que tenía que sobrevivir hasta cobrar mi primer sueldo. Mi idea era clara: ¿qué mejor lugar para aterrizar en una ciudad que una pensión en el Centro, desde donde poder ubicarme un poco? Ahora, un año y medio después, sé que si lo que pretendes tras casi 48 horas de viaje y dos escalas es minimizar el impacto psicológico de tu llegada a Montevideo en una gélida y desangelada noche de setiembre, lo último que tienes que hacer es optar por un albergue en la ruidosa y lúgubre 18 de Julio.

En la habitación de aquella pequeña pensión donde pasé mis primeros cinco días llegué al éxtasis de la autocompasión, y mientras los escapes de las motos y los ómnibus se empeñaban en boicotear mis noches, pensaba que si el abuelito del taxista había podido, yo, que tenía Skype y había venido en avión, también lo tenía que conseguir.

Al día siguiente, mientras esperaba el ómnibus en la plaza Cagancha, una mujer decididamente poco observadora pero muy simpática no reparó en mi cara de abatimiento y me preguntó si por allí pasaba no sé qué ómnibus. Le respondí de la forma más amable y neutra posible, pero ella me descubrió a la primera. “¿Vos sos española?”, me preguntó. Le contesté que sí y automáticamente dedujo que estaba de viaje. “¿De paseo?”. “No, vine a trabajar”, le respondí. Creo que si le hubiera contestado que era la mismísima princesa Letizia no se hubiera quedado más sorprendida. “¿Acá?”, me preguntó ya casi divertida. “Sí, es que España está muy mal”, respondí con tono dramático. “Acá siempre estamos mal”, me espetó antes de lanzarse a contarme que su bisabuelo era de una pedanía cercana a Ferrol. Nos pusimos a hablar de la familia, de Galicia y de las ganas que teníamos ambas de ir.

Luego vendrían los bisabuelos de otros taxistas, un gremio al que por mi trabajo frecuento mucho. Tras intentar contraatacar con una burda imitación del acento uruguayo con peor suerte que Mariano Rajoy en sus entrevistas con Angela Merkel, comprendí que yo también tenía que construir una historia, algo que responder a esas personas que me contaban épicas rememoraciones de viajes en barco, trabajos de sol a sol y destinos inciertos en un país que lleva grabado en su ADN la dificultad y la emigración. Yo no era la única que sufría.

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Tendencia a la diversificación

El economista y demógrafo Juan José Calvo, director del Programa de Población de la Facultad de Ciencias Sociales (Universidad de la República), contestó algunas de nuestras interrogantes sobre el presente y el futuro de los flujos migrantes.

—¿Hay un cambio de dirección en la corriente migratoria entre Uruguay y España? ¿Cuánto pesa la situación económica en ambos países en ese cambio?

—Uruguay fue un país con saldos migratorios positivos (es decir, que recibía más inmigrantes en relación a los emigrantes) hasta mediados del siglo XX, con un fuerte componente de inmigración de origen español, cuya última oleada coincide con el desplazamiento de los republicanos por causa del fascismo franquista. Con la crisis del modelo económico, en los 60, el saldo migratorio comienza a ser negativo; esta tendencia duró aproximadamente medio siglo. Durante esas décadas, con persistente pérdida de población —mayormente en edades jóvenes— por efecto de la emigración, se observaron dos períodos de especial intensidad emigratoria: el primero correspondiente a los años iniciales de la dictadura militar y el segundo coincidente con la crisis económica entre 1998 y 2003. En este segundo período, la emigración a España —al igual que en otros países de la región— cobró especial importancia. La recuperación económica posterior no fue suficiente en lo inmediato para frenar la oleada emigratoria y, a pesar de la muy buena performance de la economía uruguaya, muchos compatriotas continuaban sus vidas en el exterior. Fue necesario que la crisis económica golpeara fuertemente a los países receptores de migrantes uruguayos para que el flujo disminuyera e incluso comenzara a revertirse, lo cual ha venido ocurriendo en los pasados años. Muchos uruguayos han retornado a causa de las serias dificultades en que se encuentra el mercado de trabajo español, con muy altas tasas de desempleo. A su vez, los jóvenes españoles están siendo protagonistas de una fuerte oleada emigratoria hacia distintas partes del mundo, Latinoamérica incluida.

—¿Qué flujos son esperables en los próximos años? ¿Algunos de los importantes incluirán migrantes europeos? ¿De qué dependerá la composición y la intensidad de esos flujos?

—La dinámica migratoria de los próximos años dependerá en gran medida de la evolución de la economía mundial y de las diferencias que presenten las distintas regiones, lo cual es extremadamente difícil de predecir. Sin embargo, la tendencia es a que los movimientos migratorios se incrementen y diversifiquen, lo que incluye a Uruguay. Las corrientes de inmigrantes actuales tienen distintas características a las que se observaron en el pasado, siendo mayor el peso de los inmigrantes provenientes de países de la región y menor el peso de los europeos. No debe descartarse la posibilidad de que ante un escenario posible de enlentecimiento en la recuperación de las economías industrializadas y deterioro de sus mercados de trabajo también recibamos inmigrantes de esos países. Tampoco debe descartarse, ya pensando en el mediano y largo plazo, que comencemos a observar corrientes migratorias de origen asiático, que son importantes en el resto del planeta, incluyendo nuestra región.

—¿Qué debates están detrás de las ideas normativas sobre la migración? Es decir, ¿hay perfiles inmigratorios “deseables”? ¿Debemos detener la emigración de los jóvenes? ¿Hay que promover la llegada de personas con tal formación?

—Si bien es posible responder a esta pregunta desde diferentes enfoques y clasificaciones, una frecuente contradicción operativa en la implementación de las políticas migratorias es la del enfoque de derechos humanos, que suele chocar con las visiones “securitistas” y proteccionistas de manera discriminatoria. En el primer enfoque, el guiado por una visión de derechos, lo fundamental es garantizar a las personas el derecho a migrar y trasladarse. En este enfoque no debería establecerse discriminación alguna ni cuotificación de ningún tipo a la hora de recibir migrantes. Sin embargo, muchas veces los criterios operativos que buscan garantizar la seguridad nacional pueden establecer mecanismos que son de facto, xenófobos, racistas y/o discriminatorios (por ejemplo, con especial atención y trabas a los inmigrantes provenientes de algunas nacionalidades consideradas “sospechosas”). Establecer una política que permita que las migraciones sean ordenadas y respetuosas de los derechos de los inmigrantes es un objetivo central.

 

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De un plumazo se había acabado el exotismo del que había disfrutado durante mi infancia y adolescencia. Cuando iba al colegio el 100% de los alumnos de la escuela pública a la que acudía en Burjassot (un pueblo muy cercano a Valencia) éramos no sólo españoles sino todos nacidos y enraizados en la región, muchos desde hace varias generaciones. En ese panorama, mi apellido gallego me volvía lo más exótico del entorno y mis veranos al otro lado de la península eran una fuente inagotable de historias que agrandaba a mi conveniencia.

Diez años después, cuando el boom inmobiliario español, ese mismo centro escolar contaba con 20% de alumnos nacidos fuera de España. Muchos cambios en poco tiempo: el país se había convertido en nueva rica y ponía sobre la mesa de las reuniones internacionales los coches de alta gama que poblaban sus calles y los bloques de viviendas que se reproducían como hongos en espacios que milagrosamente se habían convertido en edificables.

Por 2005, mi vecina Julia, que no acabó la secundaria, tenía coche y una casa nueva, y se había lanzado a abrir su propio bar con el sueldo de su marido, un peón obrero. La mitad de lo que ganaba lo cobraba en negro y se había comprometido con el banco a darle sus hígados si era necesario, pero a quién le importaba eso entonces. Yo tenía 20 años y llovían las ayudas para estudiar, públicas y privadas. Me esperaba un año de beca con gastos semipagos en Francia por obra y gracia de la por entonces espléndida Unión Europea y me pareció la mejor idea cruzar unos kilómetros de Mediterráneo junto a una amiga para trabajar como camarera en el idílico puerto de Mahón, en la isla balear de Menorca.

Sin experiencia en hostelería y con un inglés macerado en las fiestas universitarias, nos habían contratado como camareras en dos buenos restaurantes con casa, comida y algo más de 2.000 euros (unos 42.080 pesos uruguayos en ese entonces) por un mes y medio de trabajo. El plan perfecto. Por entonces no se me podía pasar por la cabeza que ése era el mejor sueldo que iba a tener nunca en España. Entre fogones, vinos, el sol del Mediterráneo y la vitalidad que le da a uno saber que esa etapa de trabajo
desagradecido es sólo temporal, conocí a muchos argentinos y uruguayos huidos de un Río de la Plata todavía contaminado por la crisis de 2002.

Recuerdo la mirada triste de una de las chicas que trabajaba con nosotras. Era de Buenos Aires y tenía nuestra edad. Al contrario del estereotipo que tenemos los españoles de cualquiera que vosea y dice cosas como “boludo” o “sho” y bebe mate, ella era tímida, no gesticulaba como si no hubiera un mañana y apenas se relacionaba con las que, a priori, compartíamos generación y quizá gustos. Sus ojos hablaban de un pasado mejor. Su trabajo era impecable y siempre estaba correcta. Una vez, después de una cargada noche de agosto llena de turistas, limpiando cubiertos a la una de la mañana con la ginebra local (que, por cierto, los deja impolutos), me contó lo mucho que echaba de menos Buenos Aires y a sus compañeros de facultad. La crisis le dio duro a su familia: tuvieron que viajar a España cuando a ella le quedaban apenas unos cursos para egresar como profesora de Educación Física. Se me cortó la cena en el estómago, pero fue como oír de primera mano las desgracias de los jóvenes afganos: duele, pero no es tu realidad, así que a otra cosa.

Quién me iba a decir entonces que seis años más tarde me iba a tocar a mí marcharme por la puerta de atrás de mi país con una cartilla de la Seguridad Social en la que sólo he cotizado aquellos meses que trabajé de camarera. El resto fueron pasantías abusivas, trabajos cobrados bajo mano (“en negro” para los uruguayos) y ni siquiera un mes de cobertura social.

No es la mejor idea recibirse en Comunicación en el año que cayó Lehman Brothers —la compañía estadounidense de servicios financieros que quebró en 2008—, pero todos queríamos pensar que aquello era temporal. Quien era entonces la ministra de Economía española, la socialista Elena Salgado, trataba de calmar a una población que empezaba a desangrarse en las oficinas de empleo diciendo que veía “brotes verdes” en la economía española en mayo de 2009. De momento, el huerto sigue podrido. El desempleo en España superó el techo histórico de los 6,2 millones de parados, lo que supone una tasa de desocupación de 27%, y en el primer trimestre de 2013 no disminuyó el ritmo de la destrucción de empleo, ya que se perdieron 322.200 puestos de trabajo que deben sumarse a los 3,5 millones ya desaparecidos desde el principio de la crisis, según la Encuesta de Población Activa.

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Pasan unos minutos del mediodía y en la Tienda Inglesa del Montevideo Shopping hay más bullicio del habitual. Se acerca el Día de la Madre y hay prisas por adquirir regalos de última hora. Precisamente de eso habla la cajera del puesto 22 con la clienta que está delante de mí: de lo que le va a comprar a su suegra y el dolor de cabeza que supone encontrar cada año el regalo ideal. Su conversación está plagada de palabras con el sufijo “re” y regadas de “capaz que” para expresar posibilidad, así como de varios “ta” de empatía con su clienta, que, por cierto, comparte el mismo problema. Llego a dudar si es ella, pero me armo de valor y me adentro en su intimidad con un directo: “Perdona, ¿eres española?”. Me mira extrañada mientras pasa por la caja las galletas que he comprado —se supone que de esas cosas la gente se da cuenta escuchándola— y me responde sonriente que sí, que es de Barcelona, que su marido es uruguayo y que hace tres años que viven en Montevideo: de ahí su acento confuso para mí.

Lo de los brotes verdes que convertirían parados en billetes de euro no debió de convencer a Marysol, que a principios de 2009 ya había perdido su trabajo en una empresa de mensajería que echó el cierre en Hospitalet de Llobregat (Barcelona). “Fui a entrevistas y no me tomaban, obvio”, recuerda con un español mestizo, a mitad de camino entre el ibérico y el oriental. En un mercado laboral que se autodestruía a una velocidad pasmosa no había sitio para ella. Además, por aquel entonces Marysol había quedado embarazada de su marido, un uruguayo que estaba desde 1999 en España y trabajaba en la planta de fabricación de coches Ford en Viladecans. Sin casa de su propiedad, sin trabajo y con un bebé, ella y su pareja decidieron que era mejor dar el salto y probar suerte en Uruguay. “Metí mis muebles y mi auto en un contenedor y me los traje”, recuerda resuelta.

Más tarde, por teléfono, Marysol me explica con la misma energía en la voz con la que atiende su caja que se fue de España un 25 de abril de 2010 con su hijo de siete meses en brazos, sus 30 años recién cumplidos y sus cuñados, también uruguayos. Su marido, que renunció a su trabajo (una empresa que acabaría cerrando también), se acogió al plan de retorno de inmigrantes armado por el gobierno español cuando la crisis le explotaba a España entre las manos. Él, por cuestiones burocráticas, se reunió con ellos un mes más tarde. “La despedida en el aeropuerto fue como una película, todos llorando y abrazándonos como si no fuéramos a volver a vernos nunca”, recuerda horas antes de empezar su turno de trabajo.

De momento, Marysol, que lleva dos años trabajando en la tienda tras un breve paso por un estudio administrativo en el que el sueldo no le resultaba rentable, todavía no ha podido volver a España. “Capaz que vamos a final de año. Ojalá. Yo soy muy familiera y si no hubiera estado tan arropada por la familia de mi esposo quizá no hubiera aguantado”, confiesa. Dice con pesar que en estos tres años se ha perdido el nacimiento de su primer sobrino y del hijo de su mejor amiga.

Y los clientes, ¿no se quedan sorprendidos al escuchar su acento cuando está cobrándoles? “Al principio, sobre todo, sí; escuchaba a la gente decirse en la fila ‘mirá, mirá, es española’. ‘¿Por qué viniste acá?’, me preguntaban durante las ocho horas que duraba mi turno; pero ahora soy una más en la empresa y mis compañeros siempre me han tratado con mucho respeto”. Alguna vez ha tenido que escuchar las quejas de algún cliente con malas experiencias en España o con conocidos luchando por un trabajo al otro lado del Atlántico que le recriminaban las pocas trabas que tuvo ella para encontrar laburo en Uruguay. “Al estar casada con un uruguayo, en dos meses ya tenía mi cédula”, recuerda, sabiéndose afortunada.

Pero los abrazos de los tuyos y la presencia en los momentos especiales no es algo que te den con ningún certificado, y España todavía queda muy lejos. “Lo de que Navidad sea en verano, ta, me lo banco, pero un 5 de enero me puse a llorar en la tienda porque no había cabalgata de Reyes y no podía ir con mi hijo a verla”.

De momento no se plantea volver a España a establecerse: en Uruguay ha encontrado su sitio y las cuentas del taller mecánico que su marido y su cuñado instalaron a su llegada parece que comienzan a cuadrar. Igual, algún día quizá puedan comprarse una casa y ahorrar para que ese hijo que “habla totalmente uruguayo”, según su mamá, pueda pasar una temporada en el país donde nació.

***

 Cansada de una situación que sigue cuesta abajo sin frenos, del desempleo brutal que parece no tocar fondo, de la precariedad laboral de los afortunados y de la depresión colectiva en la que se sumergió España desde el verano de 2008, Sandra siguió el mismo camino de Marysol hace seis meses. Nos conocimos en el bonito hotel de Punta Colorada, en una de esas noches de febrero en las que Uruguay muestra su cara más encantadora. Ella andaba ocupada regentando la terraza del hotel y atendiendo con una sonrisa inagotable a los clientes, que, con las mejillas tirantes tras un día de sol y playa, buscábamos una cerveza y una pizza para cenar. Tomaba nota, animaba la velada con su música española y ayudaba a cocinar nuestra cena. Enseguida nos reconocimos. Ambas éramos de España y habíamos encontrado en Uruguay un sitio donde permitirnos el lujo de ser autosuficientes. Aquella noche de verano, al fuego de la parrilla y con la otra cara del Atlántico mirándome a los ojos, no pude evitar acordarme de aquella camarera argentina con la que un día limpié cubiertos.

Pasada la parte más congestionada de la temporada de verano, Sandra me cuenta desde Punta Colorada que en Barcelona, la ciudad donde vivía, estudió diseño gráfico, aunque trabajaba en una agencia inmobiliaria en la que desempeñaba varias actividades. Ahora tiene 31 años y hace más o menos uno y medio que, junto a su pareja, un uruguayo, le rondaba por la cabeza la idea de venirse a probar suerte y dejar atrás las complicaciones de esa España que está perdiendo el conocimiento a nivel económico y social. Por ahora está contenta con su decisión y le gusta Uruguay, país que ya había visitado hacía cuatro años, aunque ve diferencias con su tierra natal.

—El problema en España es no tener trabajo. El que lo tiene más o menos puede vivir bien. Aquí la alimentación es carísima: salir a tomar copas, cenar por ahí, y todo eso que en Barcelona podía hacer más a menudo, en Uruguay hay que borrarlo del pensamiento, por lo menos con la frecuencia con la que uno solía hacerlo allá. En cuanto a la calidad de vida, creo que vivía con más lujos allá, pero con menos relaciones interpersonales —afirma Marysol, y dice no ponerse fecha de vuelta a España pese a los inevitables momentos de nostalgia.

 ***

Al otro lado del Atlántico responde Lucía, una menuda montevideana que llegó a Menorca en 2005 y se quedó sorprendida a su arribo por la cantidad de compatriotas que se encontró en esa pequeña isla (de unos 85.000 habitantes), buscando, como ella, trabajo de temporada. Tenía 25 años y no pensaba establecerse allí, pero ahora tiene un hijo y una pareja menorquina, y ya le ha tocado decir adiós a muchos amigos. “La crisis claramente ha hecho que muchos uruguayos y de otros países regresen a sus tierras, porque la verdad… ‘pa pasar hambre mejor pasarla con los tuyos’ y tengo varios amigos que se han vuelto al país por no tener trabajo”, cuenta desde una Menorca que también ha visto reducida drásticamente su principal fuente de ingresos —el turismo— y con ello se han pulverizado muchos puestos de trabajo tanto para españoles como para los extranjeros que acudían atraídos por los buenos sueldos de hace apenas cinco o seis años.

—Es obvio que se ha visto en la isla un descenso del turismo y que quien viene gasta menos. Además, ahora la temporada es mucho más corta: trabajamos a full sólo agosto y, con suerte, julio. Cuando vine en 2005 te contrataban para la temporada unos cuatro o cinco meses; hoy día apenas dos.

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No regresan

Felipe Arocena

Se ha hablado mucho en los últimos dos años de los uruguayos retornados de España. Que como la situación allí es crítica y en Uruguay es muy positiva están regresando miles por año. Los datos objetivos muestran una situación muy diferente a la que algunas versiones insisten en comunicar.

La realidad es que los uruguayos en España eran 87.345 en 2008, antes de la crisis española, y eran 83.552 a fines de 2012 en plena debacle, unos 4.000 menos. Esto representa que en cuatro años volvieron apenas unos 1.000 por año. Pero cuando se fueron en masa, por ejemplo, entre 1998 y 2005, se iban cerca de 15.000 por año. Todavía quedan más de 80.000 uruguayos en España, no hay signos de que piensen volver en el período inmediato y en plena crisis lo han hecho en cuentagotas.

Hace bien el gobierno uruguayo en intentar por un lado mandar el mensaje de que es un momento propicio para el retorno de los uruguayos en el exterior, pero que la vuelta no es garantía de nada  y la readaptación y la reinserción son costosas.

No nos engañemos. No es fácil el regreso para quien se fue. No lo es por diversas razones: porque el emigrante puede haber creado una familia nueva con hijos y cónyuges españoles, porque a pesar de la crisis española logran sobrevivir mejor de lo que lo hacían antes de irse y porque el miedo es muy alto cuando no hay mínimas certezas de que en Uruguay prosperarán.  felipe arocena

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Son las ocho y media de un jueves de mayo y hace horas que es de noche en Montevideo, pero desde las puertas de café la diaria ya se escucha el bullicio. Dentro 12 jóvenes debaten alrededor de un par de cervezas que ya no son Mahou sino Zillertal. Sólo con pegar un poco la oreja uno se da cuenta de que son españoles. Además, no están ahí por casualidad: algo tienen entre manos. Hablan por turnos, exponen ideas y están enfrascados en la organización de un evento para dar a conocer la situación de los nuevos emigrantes españoles: los hijos de la crisis o “la generación perdida”, como muchos tertulianos y sesudos analistas de barrigas directamente proporcionales a sus sueldos nos llaman desde las televisiones y radios españolas.

Esta noche le toca llevar la moderación a Jorge. Como muchos jóvenes, participó en las famosas protestas del 15-M —conocidas internacionalmente como “de los indignados”— que surgieron cuando un sector de la población española se hartó de que, tras padecer las consecuencias de una crisis económica feroz y de unos recortes sociales sin precedentes, encima se les echara a ellos la culpa. Pronto se van a cumplir dos años de aquella acampada en la Puerta del Sol en Madrid que tan buenas imágenes dio a los fotógrafos de las agencias mundiales y, desde Montevideo, un grupo de españoles que se han visto obligados, como tantos, a salir del país en busca de trabajo, idean estrategias para dar a conocer su situación a los uruguayos.

Muchos de ellos se conocieron el 7 de abril ante la Embajada de España en Montevideo en la protesta mundial convocada por la plataforma Juventud Sin Futuro bajo el lema “No nos vamos, nos echan”. Ahora tienen un grupo en Facebook, un blog en construcción y se reúnen semanalmente para organizar actividades, como un cinefórum sobre la situación de España en la Facultad de Humanidades de la Universidad de la República para conmemorar el aniversario de las protestas del 15 de mayo.

Pero no es fácil. Esto es Uruguay: no somos ni los primeros ni los últimos que se han ido o han venido empujados por los ceros a la izquierda de nuestras cuentas de ahorro. Pedro, que lleva seis meses aquí y ya ha encontrado trabajo, advierte: “O damos una explicación coherente o nos van a tratar de quejicas en comparación a casos como el de Venezuela”. Una bofetada de realidad que no disuade al grupo de seguir pensando estrategias para hacerse visible en una sociedad uruguaya que mira con una mezcla de curiosidad y cautela lo que se está cociendo al otro lado del Atlántico.

Es la primera vez de María en América Latina. Tiene 29 años y tras varios sufriendo la precariedad y la inestabilidad de la economía española decidió acogerse al plan de 80 despidos de la televisión local donde trabajaba para probar suerte en otro sitio. Junto a Jorge, su pareja, llegó a Montevideo hace pocas semanas. Todavía buscan su sitio, y lo más importante, un trabajo en la ciudad. Pero las sensaciones son positivas: “Por lo menos aquí veo ofertas de trabajo”, sonríe esperanzada, y explica que ya ha tenido una entrevista, algo impensable en estos momentos en España.

María y Jorge eligieron Uruguay —donde no conocían a nadie— atraídos por las políticas de un gobierno y un presidente que gozaron de un momento de gloria en España, cuando una serie de corresponsales pensó que el modo de vida espartano de José Mujica, su imagen bonachona, la donación de gran parte de su sueldo y sus medidas sociales eran un buen golpe en el estómago a los gobernantes españoles. Todo esto en meses en los que el Rey cazaba elefantes en Botswana, su yerno tenía que responder ante la Justicia por corrupción y el propio presidente del gobierno, Mariano Rajoy, se veía salpicado por un escándalo de pago de sobresueldos a políticos.

Mientras, en España, a mi vecina Julia (la que se lío la manta a la cabeza y se compró una casa, un coche y un negocio al que nunca pudo hacer frente) le llegaban las primeras cartas que le avisaban de lo inevitable: a ella y a su marido, ambos desempleados, los iban a desalojar junto a sus cuatro hijos. Ahora sobreviven con los 400 euros al mes de la ayuda a los desempleados de larga duración (no está muy enterada de dónde proceden, sólo de que los necesita para vivir) y gracias a los favores de la gente del pueblo y de ONG como Caritas, que reparte diariamente comida en varios puntos de Valencia y otras ciudades.

Huyendo de esa España, Willy y Bea se plantaron hace tres meses en Barajas con sus vidas apretadas en sus maletas, su gato y un billete de ida con destino a Montevideo. Ahora Willy tiene trabajo de ingeniero informático y ella, que en España trabajaba para el departamento de marketing del potente Corte Inglés, colabora desinteresadamente en un proyecto para una agencia de publicidad. Si sale, la contratarán. Si no, a seguir buscando.

Su decisión, como la de Jorge y María, no fue fruto de un impulso ni del “espíritu aventurero de la juventud”, por usar las palabras que utilizó la secretaria general de Inmigración y de Emigración del gobierno español, Marina del Corral, para referirse al mayor éxodo de ciudadanos españoles de las últimas décadas. “Es cierto que la situación interna se suma a dicha capacidad de mirar al exterior, pero considero desvirtuados los discursos que sostienen que la salida de trabajadores cualificados españoles está estricta y únicamente vinculada a la situación de crisis”, afirmó Del Corral el 30 de noviembre de 2012 en declaraciones que fueron recogidas por el diario español El Paнs y que incendiaron las redes sociales desde las cuatro esquinas del mundo.

Uno no decide poner 14.000 kilómetros de distancia con su vida, su gente y su identidad como quien se va de safari. Quizá la señora Del Corral nunca ha hecho las maletas por obligación. Quizá sí, y entonces conocerá esa punzada en el estómago que se siente al cruzar, con los besos de los tuyos todavía pegados en la mejilla, las puertas de un aeropuerto en el que no hay nadie esperándote.

Para buscar adrenalina, mejor me tiro en paracaídas.

***

 —Llevábamos algo más de un año debatiendo sobre la idea de marcharnos. Primero pensamos en el voluntariado, pero con los recortes de cooperación en España era imposible. Al final hicimos una lista con pros y contras de los tres destinos que nos parecieron más convenientes: Australia, Nueva Zelanda y Sudamérica —recuerda ahora Bea desde un bar de Ciudad Vieja. Y ganó Uruguay—. Nos informamos sobre el país y reunía todo lo que buscábamos. Ya que salíamos de un país como España, queríamos ir a un lugar que apoyara las políticas sociales.

En la reunión de café la diaria también está Diana. Con 37 años, esta asturiana, trabajadora social de profesión y con tres maestrías en Derecho de la Infancia, decidió irse de Gijón tras varios meses de trabajar media jornada por un sueldo de 500 euros. En su caso, padecía de un mal que asusta a los empleadores españoles y al que le han puesto el sugerente nombre de “sobrecualificación”. Un problema con la homologación de sus estudios la bajó de un avanzado proceso de selección para el puesto de sus sueños en Uruguay. Tras el golpe, se levantó y ahora trabaja en un centro para niños en Canelones. “Si me hubiera quedado en España, seis o siete años fuera de mi sector, con mi edad, no habría encontrado nada después”.

Diana es menuda y habladora, y reparte consejos entre el resto de recién llegados que le preguntan sobre la homologación de estudios en Uruguay y los trámites migratorios. Muchos de nosotros, los bebés mecidos por el calor de la Unión Europea, tuvimos que sacar el pasaporte por primera vez para venir a Uruguay y nuestra peor pesadilla son las interminables mañanas echadas en las filas de la poco festiva Dirección Nacional de Migraciones, tras haber viajado, estudiado y trabajado libremente por Europa sin tener que tramitar un solo papel.

Entre intercambios de anécdotas, recuerdos de fechas de arribo que todos repetimos como letanías y pitillos fumados desafiando a los primeros vientos del invierno que nos llegan desde la rambla, Diana habla de la montaña rusa de emociones de la llegada, de los momentos bajos en los que piensas que te has equivocado y de los días dulces en los que los uruguayos te dan la mano y te guían por un país que de tan parecido al tuyo no podría ser más distinto. “Alguna vez, miro la situación en España y tengo miedo de no volver nunca”, dice de forma desenfadada. Supongo que es broma, que no hay que ponerse así, pero me voy a casa con esa frase grabada en la cabeza. No me hace falta apuntarla. A mí también me da pánico.

Me dio miedo subirme en el aeropuerto de Carrasco a un avión Iberia con destino a Madrid —cuando todavía existían— y hacer el viaje de ida durmiendo como una marquesa en cuatro asientos libres para mí, en un aparato que cruzó el
Atlántico cargado con un tercio de su capacidad a finales de noviembre. ¿No querrán los uruguayos ir a España? No, somos los españoles los que ahora colapsamos las oficinas migratorias y las filas para sacarnos nuestro carnet de salud.

—¿Pero qué está pasando? ¡Una gallega más! —le dijeron con sorna a una amiga cuando tramitaba su seguro de salud en Montevideo hace unos días.

A la vuelta de aquel viaje a España me tuve que conformar con un asiento al que no podía inclinarle el respaldo, como eficazmente me hicieron saber los gruñidos de mi simpático vecino de atrás. El avión iba lleno.

La ministra española de Trabajo, Fátima Báñez, calificó el éxodo masivo de jóvenes españoles el 17 de abril como “movilidad exterior” y prometió que hará lo posible para que “el talento huido por la crisis” pueda volver y encontrar oportunidades laborales en su país. De momento, las cifras no acompañan: el desempleo juvenil ya alcanza 57% según la última Encuesta de Población Activa. Junto a los mayores de 55 años, los jóvenes son el sector más roído por la crisis.

María, Jorge, Willy, Bea, Diana y Paula son parte de los 114.413 españoles que abandonaron su país el año pasado. Según los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) español, los residentes en el extranjero al 1º de enero de 2013 eran 1.931.248, 6,3% más que el año anterior. La mayoría de los que salieron en 2012 viajó con destino a América (69,2%), donde se incrementó la colonia española en 7,21%. Muchos de ellos son los antiguos inmigrantes de la época de bonanza, que regresan a países como Ecuador o Perú, pero 34,9% de las salidas del año pasado fue de ciudadanos nacidos en suelo español.

El INE también subraya que si se comparan los datos entre enero de 2012 y enero de 2013 en los países con más de 10.000 residentes de nacionalidad española, destacan los incrementos de Argentina (17.449 inscritos más), Brasil (9.800 más), Cuba (8.657 más) y Francia (8.407 más). Sin embargo, estos datos son relativos, ya que sólo tienen en cuenta a los ciudadanos que se han dado de alta en los registros consulares de sus nuevos países de residencia, pero como el trámite no es obligatorio, no todo el mundo lo realiza inmediatamente.

Algo similar ocurre en Uruguay: la comunidad española registrada en el consulado de Montevideo era de 49.443 personas en 2009, mientras que en 2010 pasó a estar integrada por 54.544 ciudadanos y, a principios de 2013, según los datos del Padrón de Españoles Residentes en el Extranjero, por 62.491 personas. El año pasado, 2.445 ciudadanos se registraron como españoles residentes en Uruguay, lo que sitúa al país como el 14º mayor receptor de españoles en 2012.

Jorge Friend, consejero de la Embajada de España en Uruguay, resalta la representatividad relativa de los datos sobre los españoles migrados, ya que es muy difícil discernir cuántos de esos nuevos españoles inscritos en el consulado de Montevideo son uruguayos retornados con la nacionalidad española, ciudadanos beneficiados por la Ley de Memoria Histórica del gobierno socialista de Zapatero (que, entre otras medidas favorables a quienes fueron damnificados por la Guerra Civil y la dictadura franquista, ofrece la nacionalidad española a los hijos de exiliados que nacieron fuera del país) y cuántos son nuevos emigrantes reales. “Sí que hemos notado que está llegando gente nueva, pero en ningún caso podría asimilarse a la ola migratoria masiva de los años 50 y 60”, explica Friend, al tiempo que resalta la diferencia de perfiles entre aquellos españoles humildes que salieron hacia América en el siglo XX y los fuertemente formados que están emigrando en el siglo XXI. También recuerda que hasta finales de 2010, con la crisis ya bien calada hasta los huesos de la economía nacional, España siguió siendo un país con más inmigración que emigración.

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Miguel Fernández Suárez nació en 1879 en una pequeña aldea escondida en una colina, un espectacular balcón natural al río Miño en su tránsito hacia el Atlántico. Se llama Ourantes y está en el corazón de Ourense, la única de las cuatro provincias gallegas que no se asoma al mar. A día de hoy, Ourantes sigue siendo una aldea dedicada a la agricultura y la ganadería, pero como de las vistas al Miño no se vive, cada casa es un mapamundi de historias de migraciones, hambrunas, éxitos y fracasos en las Américas, Suiza o Alemania, dependiendo de la época. No hay familia que no haya probado suerte fuera de este pequeño lugar que reparte sus días entre la niebla del invierno y el sol asfixiante de sus veranos en los que perros y vacas se pelean por un lugar a la sombra.

Como otros tantos, de allí salió Miguel en dos ocasiones con destino a Buenos Aires. De su primer viaje sólo se supo que trabajó duro y logró traer algo de dinero que le sirvió para adquirir unas cuantas tierras de cultivo minifundista y para convencer a la joven Remedios, de 16 años, que dejó pasar a Jesús (el chico que la cortejaba por entonces) por aquel Miguel que venía de las Américas con 60 pesos de la época en la mano y 30 años cumplidos.

Cuentan en la aldea que a Miguel siempre lo persiguió la fama de huraño, reservado y tacaño. Quizá por eso se aventuró dos veces a las Américas y las dos regresó a su tierra pobre y poco fértil donde ya empezaba a caldearse el fuego de una guerra civil que explotaría en 1936. Los más atrevidos dicen que a Miguel nunca se lo vio comer pan blanco: tal era su afán por guardar para el futuro.

De su segundo viaje —que realizó ya casado pero sin su mujer, que dejó en casa de sus padres— sólo queda un viejo papel firmado por el cónsul español en Argentina en el que Miguel daba poderes a su padre para comprar tierras en Ourantes. Pudo quedarse, como tantos, en una Argentina que en aquella época crecía al ritmo de una potencia y donde había miles de españoles en su situación, luchando por una vida mejor. Pero volvió con Remedios y tuvo una hija, Maximina, mi abuela. Ya no se movió de la aldea hasta 1951, cuando murió con los secretos de unos viajes transatlánticos cuyos detalles nunca nadie conoció. Ese papel que guarda con tanto cariño mi padre es de 1912, la fecha del último viaje, de cuando se hundió el Titanic, 100 años antes de que una bisnieta que nunca sabré si algún día soñó tener emprendiera el mismo camino que él, pero en avión, con un teléfono móvil y una computadora portátil bajo el brazo.

De los entresijos de esta historia me enteré hace poco y ahora la sabe gran parte del gremio de taxistas de Montevideo a los que martilleo con los viajes de mi bisabuelo cada vez que ellos me sacan al suyo. Movida por la sangre y por ese compadreo que nos une a todos los que hemos emigrado por obligación alguna vez, en mi primera visita a Buenos Aires (en la que disfruté de placeres culpables que había olvidado en Montevideo, como apretujarme contra la gente en el metro como si estuviera en Madrid) quise visitar el puerto a donde llegaban aquellos gallegos agotados, entre los que, hace un siglo, desembarcó mi bisabuelo.

Luego busqué el Museo de las Migraciones, que estaba cerrado (o eso me dijeron), y acabé metida en una oficina de trámites migratorios animada por un guardia de la zona que me dijo que en aquella oficina contigua podrían darme un certificado con la fecha de llegada a Argentina de mi bisabuelo e, incluso, el nombre y número de su barco. Me pareció un bonito tributo para tan misteriosos viajes. Entré y me senté junto a un grupo de inmigrantes principalmente andinos que esperaban pacientes su turno con papeles en la mano y me miraban con cara de curiosidad. Yo sólo llevaba mi guía de Buenos Aires entre las manos.

Cuando llegó mi turno, me hice un lío y apenas pude explicarle a la apresurada funcionaria por qué estaba allí. Ella, al escuchar mi acento y ver mi pinta completamente desubicada, intentó ayudarme: “Ah, venís a tramitar la nacionalidad”. No, no había ido a eso, porque como mi bisabuelo no se quedó en Argentina no tengo derecho (si no, lo hubiera hecho gustosa para ahorrarme un buen puñado de mañanas perdidas en la Dirección General de Migraciones de Montevideo).

En realidad, no sé a qué había ido.

Quizá a buscar una explicación en el pasado a la realidad que nos está tocando vivir, al desarraigo, a las despedidas, a los mails de amigos preguntándote si hay trabajo a este lado del mundo, a las historias de la gente que hace diez años tenía un futuro, una carrera y un puñado de sueños y ahora está en la calle. Puede que quisiera pedirle cuentas a una España que nos escupe cíclicamente cada 50 años por su mala cabeza.

O quizá sólo pretendía rendirles mi particular homenaje a los que vamos y venimos, que, a fin de cuentas, siempre somos los mismos.

 

 

 


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