La receta perfecta [Lento #47, Febrero de 2017]

“La foto del plato es, en cierta medida, otro tipo de selfie”. Lo dice el trío de sociólogos que intentó delinear el avance de la alimentación saludable. ¿Moda, necesidad, herramienta identitaria, posible patología? ¿Quiénes son sus adeptos? ¿Qué ideas la sostienen?

 

Texto: Sofía Cardozo, Ignacio de Boni, Inés Martínez / Ilustración: Leandro Bustamante


Además de ser imprescindible en términos biológicos, por hacer posible la nutrición y conservación del organismo, la comida ocupa un lugar central en nuestra vida cotidiana. Aparece constantemente como pensamiento o deseo personal, como tema de conversación con otros o como realidad material al llegar a la boca. Si comiendo vivimos, también vivimos girando alrededor de lo que comemos. Aunque no nos demos cuenta, lo cierto es que nos pasamos hablando de comida. Intercambiamos recetas de tartas, halagamos la salsa de la suegra, acordamos el menú para la juntada entre amigos; hablar de comida y sus derivados es una manera efectiva (y afectiva) de relacionarnos con otros, de la misma forma en que los comentarios sobre el clima son salvavidas en silencios de ascensor.

Por otra parte, el propio acto de comer es un momento sumamente importante del día, en el que desplegamos ciertos rituales individuales (y colectivos) que, más allá de sus fines nutritivos, tienen raíces culturales profundas, que a su vez varían según el tiempo y el lugar. En los últimos años ha ido surgiendo y ganando terreno una nueva tendencia de alimentación que, si bien toma formas diversas, se sintetiza en el paradigma de la alimentación saludable. Lo vemos en las vidrieras callejeras, donde abundan las ofertas de productos integrales, orgánicos, vegetarianos, veganos, raw o gluten free (todos son cada vez más fáciles de conseguir). También nos seducen en las redes sociales, donde, por ejemplo, nos enteramos de que aquella amiga de la infancia desayunó licuado verde y granola.

¿Por qué cada vez más gente se preocupa por comer de forma saludable? Aun los más reacios a este paradigma son llamados a tomar opinión, y cada cual debe justificar su elección. Si efectivamente nos llenamos la boca hablando de comida es porque cuando nos referimos a ella estamos haciendo alusión a algo que va más allá de una hamburguesa o una ensalada. ¿Qué dicen de nosotros nuestras elecciones alimenticias? «Consumimos no tanto una comida, sino los valores que le están asociados», dice David Le Breton en El sabor del mundo. Una antropología de los sentidos.

Cuando preguntamos, lo primero en destacarse es la percepción de los efectos positivos de la comida saludable en uno mismo: “Me hace bien”. De esto se desprenden los “me hace sentir bien con mi cuerpo”, “me siento ligera, liviana y con más energía”, “regula mi metabolismo”, entre otros. Todas son maneras de inscribir en el cuerpo la idea abstracta de la salud. La salud como aspiración, como perspectiva a largo plazo, se encarna en el bienestar aquí y ahora, como dicta el carpe diem. Sentirse bien, y creer que se estará bien a futuro, confirma lo acertado de la elección.

El énfasis está puesto en los efectos posteriores: lo positivo está más en lo que siento luego de haber comido algo saludable que en el disfrute de esa comida per se. Así, el placer se vive en los resultados más que en el proceso. No obstante, todo esto se extiende a la experiencia del comer, y la transforma por completo. El fin —que sea saludable— termina haciendo que los medios sean disfrutables en sí mismos: “¡Qué delicia esta galleta de alga!”.

Estar en la movida de lo saludable implica prestar atención a las “señales” del cuerpo, dando lugar a un autoexamen permanente orientado a la búsqueda del deseado bienestar. De esta forma, la salud se cuela en nuestra cotidianidad y genera consciencia sobre procesos internos que usualmente pasan inadvertidos. Por ejemplo, aprender a diferenciar los alimentos que producen acidez o estreñimiento de aquellos que satisfacen el hambre sin generar malestar. La frase “que tu alimentación sea tu principal medicina” se ha transformado en guía de muchos.

Debido a la vigilancia de sus efectos en nuestros cuerpos, la comida toma cada vez más importancia en la planificación de la vida diaria. Un estudio reciente realizado por la consultora global The Boston Consulting Group, llamado “Millennial Passions: Food, Fashions and Friends” (Pasiones de los milenial: comida, modas y amigos), constató que, a diferencia de generaciones anteriores, hoy los más jóvenes priorizan los gastos en comida sobre otros como ropa, cosméticos y electrónica. Producto también del refinamiento del autoexamen, las ingestas se vuelven cada vez más restrictivas: primero dejo las papas fritas, luego el puré y por último elimino la papa.

Consumir los alimentos considerados saludables es colocar la salud como principio rector. Algo que en un inicio pudo haber sido una recomendación médica se interioriza y se convierte en un conjunto de hábitos que ordena la vida cotidiana. Así, la incorporación de estas pautas alimenticias funciona como un dispositivo de control sobre los cuerpos que excede el espacio de la consulta médica. Es la biopolítica misma operando a través de los alimentos. Si antes el poder del Estado consistía en la capacidad de hacer morir —la Reina de Corazones, en Alicia en el país de las maravillas, no para de ordenar decapitamientos—, ahora se encarga de producir modos legítimos de vivir, como la preo-cupación por comer bien. Según este paradigma, la vida saludable es una vida digna y se alcanza cuando la persona se hace responsable del cuidado y el control sobre su cuerpo.

Ahora bien, la alimentación saludable no habría conseguido tantos adeptos si no se tradujera en una determinada mejora en la imagen corporal: lo que importa es que se note. Si estas nuevas pautas alimenticias nos vuelven más “saludables” por dentro, también deben hacernos más atractivos por fuera. Aunque lo estético no aparezca como la principal razón de quienes eligen este tipo de alimentación, es innegable que sentirse bien va de la mano de verse bien. Pero ¿qué significa verse bien? Hoy en día el modelo de belleza dominante está íntimamente relacionado con la ligereza, la línea y, sobre todo, la delgadez. Como es sabido, hace no tanto lo saludable no estaba estrictamente relacionado con lo delgado, como ocurre ahora. Esto se manifiesta sobre todo en los cuerpos de las mujeres, ya que casi ninguna escapa a la presión social por estar flaca y estilizada.

Si bien no son solamente mujeres las que se alimentan de manera saludable, son innegables los factores externos que presionan mayormente a estas para que establezcan controles sobre sus cuerpos —las formas de crianza, los medios de comunicación, los modelos a seguir—, y las convierten en las principales seguidoras de esta forma de alimentación. Esta exigencia por estar siempre lindas y en forma, de la cabeza a los pies, se manifiesta como una forma de control transversal a todas y cada una de ellas. Cada vez hay más mujeres en espacios de poder, pero a la vez hay más desórdenes alimenticios que nunca.

Alimentarse saludablemente también sirve para alcanzar un peso deseable: no en vano los alimentos saludables tienden a “no engordar”. Prácticamente todos son procesados por el cuerpo de forma que satisfacen sus requerimientos nutricionales y su hambre a la vez. Hasta los considerados más grasosos o calóricos, como la palta y los frutos secos —de los que quienes desean adelgazar se cuidan—, ocupan un lugar clave en el paradigma sin que esto boicotee el cuidado de la figura.

Esta segunda motivación para alimentarse de manera saludable se evidencia prestando atención a la gente que lo hace: casi todas han tenido la necesidad de cuidar su peso en algún momento de su vida. Dicho a la inversa, es menos probable que se preocupen por comer sano quienes son o han sido flacos o flacas toda la vida.

Tal vez el principal vínculo entre la estética y la salud sea el ejercicio físico, que completa el fenómeno del que hablamos. Ya se trate del gimnasio o de caminatas por la rambla, la consciencia y la percepción corporal que se dan en el autoexamen de las ingestas se trasladan a un espacio de movimiento, e incluso de trabajo. Ejercitarse regularmente es el complemento de una dieta balanceada. Ambas actividades se conjugan de forma circular, se fomentan una a la otra. Se trata de capitalizar los buenos hábitos alimenticios mediante la actividad física, de forma que se traduzcan en un cuerpo más bello. Reiteradas recomendaciones en cuentas de Instagram ponen en imágenes la estrecha relación entre alimentos saludables y cuerpos mejorados.

Ahora bien, este conjunto de prácticas no tiene un alcance total, sino que se combina con pequeños pecados permitidos que ofician como vías de escape o “afloje”, siempre y cuando sean solamente dosis de placer calculadas, excepciones que confirmen la regla.
¿Quiénes —y cómo— son las personas que deciden incorporar estas pautas alimenticias? Si nos paramos en uno de los locales de venta de estos productos, podremos rápidamente identificar algunos rasgos característicos. Una de las principales condicionantes es el género —amplia mayoría de mujeres—, pero no la única, ya que también se puede observar un claro recorte por clase social. Existen diversas investigaciones (La distinción: criterio y bases sociales del gusto, de Pierre Bourdieu, aparecido originalmente en 1979, o Ricos flacos y gordos pobres: la alimentación en crisis, de Patricia Aguirre, 2004) que testifican cómo las clases más bajas deben optar por alimentos contundentes y “llenadores” para satisfacer sus necesidades alimenticias de manera efectiva en términos calóricos y económicos, mientras que las clases altas acceden a dietas más refinadas, alimentos más caros y exóticos, y tienen mayores opciones al momento de elegir y cocinar los ingredientes. Esto significa que la alimentación saludable, que parecería ser una elección de vida, un simple cambio de actitud, es en realidad un lujo que sólo algunas personas pueden darse.

—La alimentación saludable tiene mucho de moda, sobre todo en sectores socioeconómicos medios y altos —dice una nutricionista.
Este fenómeno no sólo se explica en términos económicos sino por la “educación del gusto” de la que habla Bourdieu: la interiorización de ciertas pautas sobre lo que es rico o feo, bueno o malo, que en definitiva moldean nuestras elecciones y nuestro disfrute de los alimentos. El entrenamiento del paladar no sólo se limita a los sabores en sí mismos sino que más bien refiere a una predisposición a elegir ciertos tipos de alimentos. Así, en los menúes de los restaurantes se destacan cada vez más detalles que distinguen y vuelven más valiosos y sabrosos los platos: de dónde provienen, cómo son conservados y cocinados, y el resto del recorrido del ingrediente desde que inicia la cadena productiva hasta que llega a la mesa.

Son entonces cada vez más los factores que se deben considerar —y evaluar— al momento de llevarse algo a la boca. Se trata de un mecanismo de distinción en el que se manifiestan las diferencias sociales mediante la elección y la caracterización de la comida: no es lo mismo un refuerzo de jamón, queso y tomate, que una bocata de cebolla caramelizada al vino tinto, rúcula orgánica y queso de búfala en pan francés.

La alimentación saludable, entonces, sería una cuestión principalmente de mujeres, de clases medias y altas, y también de jóvenes —o al menos ellos aparecen como sus referentes en los medios y en las redes—, no sólo porque la juventud es la representación social de la salud y los parámetros de belleza sino porque su familiaridad con las nuevas tecnologías los lleva a compartir y promocionar constantemente esta tendencia. Aunque por razones económicas es probable que a los jóvenes les cueste más acceder a este tipo de productos —debido a los altos costos de los ingredientes—, son quienes parecen hacer un esfuerzo extra en este sentido, según la investigación de The Boston Consulting Group, que se justifica como una inversión en el cuerpo para mejorar su salud y su apariencia.

Ortorexia es el término que se emplea para denominar aquel comportamiento que lleva la alimentación saludable a su extremo. Desde el punto de vista médico, las personas ortoréxicas serían aquellas que sostienen estas pautas saludables hasta el punto de la obsesión. Aparecen aquí dos elementos que forman parte de la misma lógica: por un lado, se llevan las conductas saludables al límite del trastorno alimenticio y, por otro, se catalogan como enfermizas, puesto que una dieta exclusivamente restringida a alimentos considerados saludables también es perjudicial para la salud.

El horizonte de la salud se hace igual de presente en ambos discursos: en el seguimiento estricto de este paradigma y en la condena a tanta adhesión. Una sociedad obsesionada con la salud no sólo produce personas extremadamente obedientes a sus ideales sino también las categorías que las patologizan y que trazan una delgada línea entre lo muy saludable y lo enfermizo: la salud es constantemente promovida a través de la alimentación, pero si esta se incorpora en exceso, entonces deja de ser saludable y automáticamente aparece la patología: la ortorexia.

Se vislumbra así un panorama de cómo y quiénes construyen este nuevo paradigma de alimentación, que se sostiene sobre principios de salud y estética, que se relacionan entre sí y tienen límites difusos y, en casos extremos, patologizables.
Todos estos elementos hacen referencia a características que definen a los individuos y que ocupan un lugar cada vez más relevante en la construcción de su identidad. Es por ello que, además de optar por estos hábitos, eligen comunicarlos, ya sea contándolo a sus amigos o subiendo la foto del almuerzo a las redes sociales. Esa foto del plato es, en cierta medida, otro tipo de selfie, una imagen que habla de y por nosotros a través de lo que comemos.

Entre los factores que condicionan nuestras formas de ser y nuestros márgenes de acción, la alimentación, sobre todo si es saludable, aparece como un espacio de responsabilidad de cada uno, una decisión personal, lo que la vuelve fácilmente apropiable y motivo de orgullo:yo elijo qué comer y qué no.

—Le dedicas más tiempo a ver qué compras, dónde comprás, qué cocinás. También a informarte, a comentar con otros. Ni te digo si empezás a tratar de producir tus propios alimentos. Lleva mucho tiempo y trabajo. Es un cambio grande de paradigma. Es un proceso —dice una consumidora de comida saludable.

Entre las decisiones que componen nuestras trayectorias vitales, la elección de la comida, lejos de limitarse a una cuestión de supervivencia, hace referencia a nuestra forma de definirnos y mostrarnos frente a otros. De ahí su importancia, y hasta su omnipresencia. No es ella en sí misma la que importa; somos nosotros, en tanto sujetos individuales, los que nos narramos a través de ella.

Si cada época produce formas legítimas y deseables de vivir, la nuestra está claramente organizada bajo el mandato de la salud y el bienestar, siendo este el comprobante diario de la primera. Al erigirse como principio rector de la vida de las personas, la búsqueda constante por estar saludable se materializa en la elección de una alimentación sana que beneficie al cuerpo por dentro y por fuera. En este marco, la salud —y su correlato estético— se promociona no sólo como un estado a alcanzar sino también como la guía de actitudes y acciones que se deben tomar para alcanzarlo, y cuya puesta en práctica depende de la voluntad de cada uno. Quienes eligen —y pueden— apropiarse de esta guía, hacen de ella un principio de vida que contribuye a construir su identidad personal.

La alimentación saludable es el cuidado de la salud hecho hábito, una norma de conducta que sirve para llevar una vida más sana, y por lo tanto, mejor. Pero no alcanza con cuidarse; hay que cuidarse cada vez más. Porque para la sociedad de consumo nunca es suficiente: siempre se puede comer mejor, tener más energía, estar más en forma. Ante la inevitable finitud de la vida —de la que la alimentación saludable pretende alejarnos—, el control sobre ella se ejerce mediante una lógica de mercado en la que el cuerpo es un capital que hay que administrar racionalmente. Hoy ese cuerpo-capital adquiere mayor valor cuando adopta estas pautas de alimentación, en la medida en que lo convierte en un capital sano, ligero, en actividad constante. Los hábitos saludables legitiman socialmente, dan estatus y reconocimiento social. ¿Quién podrá creer que cuidar la salud está mal? Esta lógica de mercado que capitaliza los cuerpos se esconde tras velos de belleza, bienestar, salud y beneficio individual. Pero mientras tanto, controlar la alimentación es una forma de maximizar el rendimiento funcional y estético del cuerpo. Porque producir cuerpos saludables es, sobre todo, producir cuerpos que produzcan.


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