El país de los sobrevivientes

Decidieron escribir sobre el tema cuando se enteraron de que “el país más tranquilo de América Latina era el de mayor tasa de suicidios del continente”. Alejandra S Inzunza (Ciudad de México, 1986) y José Luis Pardo (A Coruña, España, 1985), cofundadores de la productora periodística Dromómanos, recorren América Latina desde 2011, cuando convirtieron un Volkswagen Pointer de 2003 en su sala de redacción. Trabajan en una serie sobre narcotráfico a nivel continental para El Universal de México, además de escribir crónicas y reportajes sobre diversos temas para ambos lados del Atlántico. “Pocas veces hemos acabado un reportaje tan tristes”, dicen sobre la nota que presentamos aquí.

 

† Alejandra S Inzunza, José Luis Pardo ][ dromomanos.com 

ƒ leandro bustamante

 

 

Fabián Molina agarró uno de sus cuchillos de colección para pelar una naranja, regresó al sillón donde estaba discutiendo con su esposa y unos segundos después, en lugar de cortar la fruta, comenzó a pasarse el filo por las venas. La expresión de enojo se había borrado de su rostro. En realidad, cualquier expresión. Parecía un autómata. Su mujer, Sandra, lo miró aterrorizada. Le exigió el cuchillo, acomodó una maleta y salió corriendo a la calle. Fabián Molina se quedó parado en la puerta viendo cómo su esposa huía tras dos décadas de matrimonio. Ese mes de 2008 Sandra había descubierto en el celular de su marido mensajes de texto que intercambiaba con sus amantes. La rutina en la modesta casa familiar de Castillos, Rocha, se había convertido en un ciclo de trabajo, reproches e insomnio. Él se iba al amanecer a la barraca de materiales cargando un termo de café para combatir las noches en vela. Ella limpiaba la casa y se echaba una siesta. Cuando él regresaba al hogar, empezaba otra discusión interminable. Hasta que ese último día, Sandra, una mujer de voz dulce, poco propensa a los pleitos, se desmoronó. A cada metro que se alejaba por el puente de entrada al pueblo, el poco raciocinio que le quedaba a Fabián Molina se oscurecía. Llegó a la conclusión de que lo había perdido todo y un impulso irrefrenable comenzó a dominar sus actos. Agarró un balde de albañil y una cuerda. Lo único que ocupaba su mente era el suicidio.

Fabián Molina estaba a punto de convertir a su familia y amigos en sobrevivientes, pero para muchos habitantes de Castillos sería sobre todo la primera pieza que desencadenaría un efecto dominó. “Cuando uno se mata, vienen dos más”, es un dicho popular del pueblo tan macabro como real: cada vez que alguien se suicida, en su entorno hay entre tres y 15 personas en riesgo de autoeliminación. Lo habitual es que asociemos el suicidio con alguien lejano, una historia extraordinaria que además siempre tiene un velo de silencio. Sólo en la modesta casa de los Molina, sin embargo, escuchamos más de una decena de casos: el integrante de la banda de música, uno de los orgullos del pueblo, que se colgó en un balneario cercano; el chico abandonado por la novia que fue a su oficina a buscar el revólver; el hombre que se ahorcó en la carretera y así permaneció durante horas, mientras los peatones y vehículos circulaban, a la espera de los forenses. También hay un sinfín de intentos frustrados: la señora deprimida que ingirió pastillas o el anciano que se disparó en la sien, que no murió, pero se voló los ojos y quedó ciego el resto de su vida. El suicidio forma parte del tejido social, y en Castillos, un pueblo de apenas 7.500 habitantes, las historias que ocurren dentro de las casas son de dominio público.

“Todos somos sobrevivientes de alguna manera”, dice Silvia Peláez, psiquiatra y miembro de Último Recurso, una ONG que se dedica a la prevención del suicidio. Cuando llegó con su equipo a Castillos en 2008, asegura, unas 1.000 personas acudieron a las terapias y a los talleres (si trasladáramos el fenómeno a Montevideo, tendríamos que pensar en tres Estadios Centenarios repletos de hinchas que, en vez de ir a apoyar a la selección, fueran a confesar que en algún momento pensaron que todo iría mejor si no estuvieran en este mundo).

El motivo de que esos pensamientos hayan pasado tantas veces por la cabeza de los habitantes de Castillos se esconde tras una nebulosa. їPor quй?, es una pregunta cien veces repetida y casi nunca contestada cuando hablamos de suicidio. Menos cuando se trata de colectividades. En Castillos los jóvenes se van y los viejos se quedan. Las calles del pueblo alternan modestos negocios con edificios abandonados. La plaza principal permanece casi desierta los fines de semana. En la carretera de entrada, al lado de la casa de los Molina, los adolescentes matan el tiempo haciendo carreras con sus scooters. Hasta los años 60 era un pueblo relativamente próspero. Entre un frigorífico de carnes y la plantación de papas había dinero suficiente para que funcionaran cinco sucursales bancarias. El frigorífico Castillos cerró, el precio de la papa se desplomó y el turismo de los balnearios cercanos, algunos como Cabo Polonio, de los más reconocidos del país, toca de manera tangencial a este pueblo sin mar, rodeado de palmeras. Hoy sólo subsiste la sucursal del Banco República.

Falta de oportunidades, soledad y frustración, factores que los psiquiatras señalan como causantes de los suicidios, son constantes en Castillos. Pero también lo son en otras partes del interior de Uruguay y en lugares aislados del resto del mundo. Ante la falta de una explicación científica para una tradición tan arraigada, en el pueblo aluden a fenómenos casi paranormales. Hay quien cuenta que existe la maldición del Cinco de Oro: a quien le toque la lotería probablemente acabe con su vida. Otros dicen que el agua, de un sabor muy clorado, contiene partнculas suicidas. También se atribuye la elevada tasa de suicidios al subsuelo, en donde supuestamente existe una sustancia que provoca que la gente se elimine. Incluso se les echa la culpa a las fuertes ráfagas de viento. Hay quien dice que en Castillos los perros no ladran.

 

Cuando Fabián Molina colocó el balde en su pequeña cochera y ató la piola a un listón transversal del techo no reflexionó sobre el cómo ni el porqué. Lo único que sentía era una pérdida irreparable. En unos segundos se colocó la cuerda alrededor del cuello. Ni siquiera hizo un lazo: no sabía cómo hacer el nudo. Sólo recobró la conciencia un momento antes de acabar con todo. Pensó en Nicolás, su hijo menor, que estaba con un amigo y volvería pronto a casa. Sin bajarse del cubo, sacó el celular del bolsillo y le escribió un mensaje de texto a su mujer:

Dile a Nicolбs que no regrese a casa.

Fabián Molina pateó el balde.

 

Cuando el pastor Jorge leyó este año en el periódico que su ciudad, Treinta y Tres, tenía la tasa más alta de suicidios en Uruguay, salió a la plaza central a rezar. Casi medio centenar de personas lo acompañaron con globos y pancartas para pedir a Dios que ayudara a la población a no quitarse la vida. “Hice lo que sabe hacer un pastor”, dice este cincuentón de pelo cano y gafas oscuras. La fría estadística del diario —35,3 suicidios por cada 100.000 habitantes en el departamento, según el Ministerio de Salud Pública— fue la confirmación de lo que él percibía desde hacía un tiempo. En su despacho en la intendencia, donde trabaja en el área social, y en su iglesia, había escuchado cada vez más relatos de personas que le confesaban que ellos mismos o alguien cercano tenía pensamientos suicidas. El que más recuerda es el de un chico de 18 años que se había suicidado después de varios intentos y al que nadie se había tomado en serio a pesar de pedir ayuda.

Unos días después del rezo público, el pastor Jorge reunió en su iglesia al resto de los pastores evangélicos de la zona. Les conminó a tomar alguna iniciativa, pero todo lo que obtuvo por respuesta fue: “Eso es cosa del demonio”. Para ellos los suicidas estaban poseídos. Algunos especialistas afirman que la religión actuaría como manto protector contra el suicidio, porque los creyentes temen ir al Infierno y además se consideran indignos de acabar con un don que les ha regalado Dios, pero el pastor Jorge había escuchado demasiadas historias de gente a la que esto no le había importado.

—La fe no salva del suicidio —dice meses después cuando nos recibe en la ciudad un mediodía de invierno.

El día que los habitantes de Treinta y Tres vieron que su ciudad estaba en el número 1 de la trágica lista, la reacción generalizada fue de incredulidad. Mientras que en Castillos tienen un dicho para hablar del fenómeno, aquí es un tema normalizado desde el silencio. “Es un lugar muy tranquilo”, es la respuesta más repetida para definir el carácter de la capital de uno de los departamentos más pobres de Uruguay. Treinta y Tres, con 25.000 habitantes, vive en su mayoría de la ganadería y algunos cultivos, tradicionalmente arroz, y en los últimos tiempos también soja, cuyo precio de mercado se ha disparado. Todavía hoy los lugareños dejan sus coches abiertos en las calles. La vida es “tranquila” y sobria, en consonancia con la visión que se tiene de todo el país en el extranjero.

 

Los secuestros no existen, nunca hay grandes brotes de violencia y ninguna banda criminal controla las ciudades. Durante las seis semanas que estuvimos en Uruguay, la mayor noticia en cuanto a crímenes fue un asalto a una oficina de correos en Montevideo, donde murieron dos personas, un suceso que alarmó a la capital con mayor calidad de vida de América Latina, según la consultora suiza Mercer Human Resources. Sin embargo, en Uruguay la gente se mata más que en ningún otro país del continente: 16,8 suicidios por cada 100.000 habitantes. Los psiquiatras pueden explicar a grandes rasgos la alta tasa de Cuba, el segundo en la clasificación continental (por la falta de oportunidades y la ausencia de libertad de expresión), la de Japón (por los precedentes históricos en la cultura de los samuráis, su estricto código de honor y el exceso de trabajo, que está relacionado con 48% de los casos) y la de Groenlandia, la más alta del mundo (por el frío, la falta de población y el aislamiento geográfico en el que se encuentra). Pero en Uruguay, más allá de su carácter melancólico, no hay ninguna explicación plausible que ayude a entender el porqué.

A raíz de la crisis económica de 2002, se registró un récord de 683 suicidios. Desde entonces la tasa sigue siendo elevada. El año pasado diez personas se suicidaron cada semana. “En algunas zonas se podría explicar el fenómeno por la falta de oportunidades, sobre todo en el caso de los jóvenes, o la poca tolerancia a la frustración, pero en temas de suicidio nunca existe una sola razón”, afirma la profesora de la Facultad de Psicología de Montevideo, Susana Quagliata, del Plan Nacional de Prevención del Suicidio.

La película 25 watts retrata a un grupo de jóvenes que se dedican a perder el tiempo en Montevideo porque piensan que no hay más que hacer, algo con lo que se sintieron identificados miles de espectadores. Uno de sus directores, Juan Pablo Rebella, joven, exitoso, premiado en Cannes, decidió, sin razón aparente, acabar con su vida a los 31 años cuando trabajaba en su tercera película. Fue el último de los uruguayos célebres que decidieron suicidarse. El ex presidente Baltasar Brum se disparó en el corazón al grito de “¡Viva Batlle! ¡Viva la libertad!”, durante el golpe de Estado del 31 de marzo de 1933 y Horacio Quiroga bebió un vaso de cianuro en la habitación de un hospital para acabar con su vida antes de que lo hiciera un cáncer terminal. Villanueva Saravia, político e hijo de una familia de alcurnia y poder en Cerro Largo, apareció muerto en su despacho de un tiro en la sien el 12 de agosto de 1998 justo cuando estaba por adherirse a la precandidatura presidencial de Alberto Volonté. Su madre se había suicidado. Sus partidarios siempre han defendido que fue un montaje para esconder un asesinato político. Esgrimen que era zurdo cerrado y que le encontraron la pistola en la mano derecha. Quince años después, sobre la mesa de la recepción de la radio local de Treinta y Tres, hay un periódico que abre con una pieza sobre la figura y la muerte del ex intendente de Cerro Largo. Éste es uno de los pocos suicidios (ésa es la versión oficial) de los que se habla.

 

En Uruguay existe una ley no escrita para no hablar de suicidio. Los periódicos no suelen publicar información relacionada con este tema por temor a un efecto dominó y para respetar a los sobrevivientes. “Al ser un país tan pequeño, queda muy en evidencia cuando alguien se suicida”, explica Peláez. Los sobrevivientes son una de las poblaciones de mayor riesgo de cometer un “asesinato de sí mismo”, como lo llamaba el jurista británico William Blackston. Además de perder a un ser querido, tienen que enfrentarse a la sociedad. Los que quedan también son los más juzgados. “Un sobreviviente se siente juzgado, estigmatizado y chivado. Y lo son. La gente piensa: ¿qué le habrá hecho la familia que por algo se suicidó?”, dice la psiquiatra.

En lugares como Treinta y Tres es fácil encontrar sobrevivientes. Por eso, el pastor Jorge decidió llamar a Último Recurso, que a finales de año se establecerá en la ciudad para auxiliar en la prevención del suicidio. El pastor no tiene que pensarlo mucho cuando le pedimos hablar con una persona que haya perdido a alguien de esta manera. Hace un par de llamadas y decide que vayamos al negocio de Juan Zunino, un ganadero y vendedor de seguros que el 6 de agosto se reunió con su familia y amigos en el cementerio para conmemorar el aniversario de la muerte de su hijo Lucas.

Juan Zunino ha convertido su oficina en un altar. Entre todos los papeles desorganizados hay decenas de fotos de su hijo. Cuando tenía cinco años, en su primera comunión, montado a caballo, y la más reciente, sujetando su motocicleta azul. Entre los retratos, sólo hay uno de su otra hija, Lucía, que también aparece junto a Lucas. Su computadora está llena de imágenes en las que su hijo aparece sonriendo, poniéndose bizco, abrazando a su hermana, coqueteando a la cámara, riendo a carcajadas. En una de las paredes hay una leyenda: “Qué lindo es tener a alguien como tú para compartir las cosas lindas de la vida”. Zunino, un hombre amable y sonriente, acepta sin problemas hablar ese día. Deja de atender a sus clientes y cierra la puerta de la oficina para recordar aquel domingo, cuando su hijo se colgó con una piola.

 

Dile a Nicolбs que no regrese a casa. En cuanto leyó ese lapidario mensaje, Sandra deshizo sus pasos a toda velocidad. Vio a Fabián Molina colgado, inconsciente. Intentó cargarlo, pero su marido era pesado como una bolsa de más de 100 kilos. Agarró un cuchillo de la cocina y cortó la cuerda. Fabián Molina cayó al suelo a plomo, echando espuma por la boca, la mandíbula dislocada. Sandra estaba en shock. Ni siquiera recordaba el número de urgencias. Llamó a su vecina a gritos, quien después de unos segundos de aturdimiento acertó a marcar. Fabián Molina se salvó por un minuto, según le contarían los médicos. Despertó en la cama del hospital con Sandra a su lado. David, su hijo mayor, lloró y lo abrazó. Nicolás, el pequeño, no quería verlo: tenía miedo. Todavía embargado por un sentimiento de aturdimiento y soledad, Fabián Molina fue trasladado en ambulancia a Rocha. El enfermero que lo acompañaba le confesó que estaba deprimido, que alguna vez él también había pensado en colgarse. Aunque Fabián Molina había vivido siempre en un pueblo donde el suicidio ya era tema de debate en la radio local hace 15 años, aquél fue el primer momento en que se dio cuenta de que no estaba solo.

Cinco años después, la casa familiar está repleta de recordatorios sobre el valor de la vida. En la pared de la sala cuelga un póster con citas bíblicas. Sobre la pequeña mesa de madera se amontonan folletos de talleres sobre la prevención del suicidio. Fabián Molina dice que hasta los dos perros, Tigre y Kira, que juegan entre ellos en el patio de ocho metros cuadrados, sirven de apoyo cuando se encierra en sí mismo. El matrimonio nos enseña orgulloso una figura de madera de un monje franciscano con una leyenda inscrita en la base: “Quien salva una vida, salva la humanidad”. La pieza fue tallada por Rubens, un jubilado del Cerro de Montevideo, parte de una de las zonas con mayor tasa de suicidios de la capital. Este anciano bromista de mirada vulnerable nos contaba días atrás que durante meses tuvo pensamientos suicidas: “Quería perjudicar a mi mujer”. Eso era casi lo único que recordaba de aquellos tiempos en los que elucubraba planes para que ella viese cómo moría: tirarse de un puente, colgarse en la fachada de su casa. El porqué lo desconocía, el resto lo revivía como un mal sueño. Los tres se conocieron cuando Fabián Molina y Sandra viajaron a la capital para asistir a una ceremonia organizada por Último Recurso en la que fueron premiados por su contribución a la prevención del suicidio.

Fue Sandra quien entró en contacto con la ONG. Empezó a asistir a los talleres y luego convenció a Fabián de recibir terapia con los psicólogos de la organización. De paciente pasó a ser una especie de delegado. Se convenció de que hablar del tema era mucho más efectivo que guardar el silencio habitual y descubrió que las causas son muchas más complejas que el “estaba loco” con el que él, como el resto de habitantes de Castillos, se refería a los suicidas. A pesar de que durante los tres años que estuvo la ONG en el pueblo Castillos descendió de la primera a la séptima posición en la tasa de suicidios en Uruguay, Último Recurso se vio obligada a abandonar su trabajo cuando la intendencia cortó la subvención. Ahora Fabián Molina es uno de los números de emergencia al que acudir cuando alguien siente que la vida ha perdido su valor. Su deber es aconsejar y, en caso extremo, llamar a la Policía. Mientras, sigue lidiando consigo mismo.

—¿Has tenido alguna vez pensamientos suicidas desde aquel día?

Fabián Molina y Sandra, sentados en el mismo sillón en el que hace cinco años él se cortó las venas, afirman al unísono con la cabeza.

—El que se ha quemado con la leche
—dice Fabián Molina— llora al ver la vaca.

Desde el día en que estuvo a un minuto de morir, comenzó a bucear en su inconsciente —durante la terapia, en las conversaciones con otros pacientes, en las charlas con Sandra— para averiguar por qué llegó a la conclusión de que vivir no merecía la pena. Pensarse a sí mismo fue una experiencia extraña para alguien acostumbrado a guiarse por lo irracional. Fabián Molina es un hombre con el físico de un toro: hombros anchos, brazos imponentes. Una gran barriga maciza asoma por su camisa, desabrochada hasta el quinto botón. Sus labios son carnosos y sus nueve dedos —se cortó una falange con una sierra— son gruesos y están llenos de marcas. Su mirada, por el contrario, es dócil, enmarcada casi siempre por unas cejas arqueadas, bien en señal de ternura o acompañando una carcajada. Y su pelo azabache, fino y abundante, se lo peina con la raya a un lado, como un cantante melódico de los 70.

A Fabián Leonardo Molina lo bautizaron en honor a Leonardo Favio, el cantante argentino cuyas baladas fueron la banda sonora de infinidad de romances. Fue una pincelada delicada en medio de un cuadro familiar de trazo grueso. En Castillos conocían a su bisabuelo, Felisberto, como “el loco Molina”. Decían que si no llovía disparaba al cielo. También que en una ocasión intentó envenenar a su esposa y a sus 11 hijos. El episodio no llegó a tragedia porque uno de ellos avisó a su madre que había visto a Felisberto echar veneno en la comida. Se la dieron a probar al gato, que cayó fulminado.

Fabián Molina siempre quiso tener hermanos, pero nunca cumplió su anhelo. Su madre le contó un día que había abortado más de una decena de veces. Su única hermana está deprimida desde la muerte del padre y consume pastillas a diario. Fabián Molina se dio cuenta en la terapia de que todo eso no era normal. Que cuando se quitó una muela con un cuchillo en lugar de ir al dentista, tampoco era lo más adecuado. Que cuando lo hospitalizaron tras un accidente de moto y se escapó de Montevideo al día siguiente para regresar a Castillos, quizá debería haber sido más paciente. Que cuando tiró la puerta de su casa abajo con el hombro, producto de un enojo, tendría que haberse calmado antes. Fabián Molina está aprendiendo a pensar dos veces, a ser menos toro y más galán.

En esta noche de invierno mira con emoción infantil un programa de televisión que enumera los mejores gadgets tecnológicos de la historia. Dice que History Channel es uno de sus canales favoritos. El otro que sigue con asiduidad es uno en el que se relatan crímenes grotescos. Ha sacado de la despensa los mejores licores y vinos para los invitados, aunque él casi ni los prueba. El chimichurri que ha preparado tiene un toque picante para homenajear a la visita mexicana. Sandra ha horneado unas pizzas de aperitivo y ahora prepara la mesa. Se mueve por la casa haciendo muchas cosas y poco ruido. Sus ojos achinados, sus delicadas maneras y su vocecilla están acordes con su poco más de 1,50 de estatura. Su nombre, como el de su marido, homenajea a un cantante melódico: Sandro de América. David, su hijo mayor, ha llegado a cenar con su nueva novia. Estudió en Punta del Este y allí trabajó como profesor durante un tiempo, pero este año regresó a Castillos para construirse una casa a pocas cuadras de la de sus padres. Es un caso extraño de nostalgia del hogar. “O eres milico o trabajas en campaña o te vas”, resume Fabián Molina, quien en algún momento pensó en probar fortuna en Maldonado, pero dice que demasiado sudor le costó su casa para empezar de nuevo a sus 46 años.

Nicolás, un chico callado que espera la cena pegado a su laptop, tampoco quiere marcharse. Dejó los estudios y aspira a ser policía, aunque de momento trabaja en un supermercado. Fabián Molina se levanta todos los días, incluso los domingos, para llevarlo en moto al trabajo, a sólo seis cuadras. Lo único que él, acérrimo hincha de Peñarol, cambiaría de sus hijos es su pasión por Nacional. “Es que uno se cayó en el parto y al otro se le enrolló el cordón umbilical”, bromea con esa combinación de cariño y brutalidad tan típica de sus expresiones. David es el hijo modelo, el estudioso de la familia que cumple el sueño de unos padres de origen humilde de ver a su prole escalando en la jerarquía social. Pero Nicolás es el consentido. Fabián Molina y Sandra nunca olvidarán que mientras ellos discutían en la sala noche tras noche su hijo pequeño, que entonces tenía 14 años, estaba en la habitación contigua escuchando los gritos. Por eso su intento de suicidio es todavía un tema tabú cuando él está presente.

Sólo mañana, después de la comida, cuando Fabián Molina y Sandra estén solos, nos volverán a hablar de suicidio desde el sillón donde todo empezó y casi termina. Él reconocerá una vez más que a veces la cabeza se le llena de algo parecido a la oscuridad y expondrá las conclusiones de los cinco años posteriores a estar a un minuto de morir:

—No sé por qué hice eso en aquel momento —dirá mirando a Sandra —, lo que sé es que no podría haber salido solo.

—¿Han sufrido algún otro caso cercano?

Los dos piensan durante casi un minuto.

—¡Tu sobrino, Sandra!

El chico se tiró de un puente en Rocha cuando lo dejó la novia. Sandra reirá con sorpresa, casi suspirando “cómo me he podido olvidar”.

 

Un 6 de agosto Lucas Zunino regresó a Treinta y Tres después de visitar durante tres días a su madre en Salinas. Su padre lo había sentido nervioso cuando habló con él por teléfono. Sabía que algo andaba mal, pero Lucas insistía en que todo estaba bien. Habían quedado en verse por la noche. A sus 17 años era muy popular. Sus ojos verdes y su mirada de niño travieso hacían que todas las chicas se fijaran en él. Había dejado los estudios, pero su padre lo apoyaba en todo. Le gustaba correr carreras de moto y pintar grafitis. Se lo veía contento. Tenía una hija de tres meses y recientemente se había separado de su novia. Trabajó en una barraca de pinturas, en la oficina donde su padre vendía seguros, en talleres mecánicos, pero cada cierto tiempo los dejaba. Aunque tenía buena relación con su familia, Lucas era introvertido. Su padre tenía que interrogarlo para enterarse de su vida personal.

Aquel domingo Lucas llegó temprano. Estuvo en el cibercafé, luego se fue a dar una vuelta y vio a sus mejores amigos. Normalmente el que decide quitarse la vida se despide a su manera. Lucas le dejó a uno de sus amigos su motocicleta con las llaves. A otro le regaló los pantalones y chaquetas que supuestamente ya no quería. Escribió dos cartas. Una para su madre y otra para su padre. Después fue a dar de comer a los animales de su padre que él cuidaba. Al ver que no llegaba a su oficina en el centro de Treinta y Tres, Juan Zunino empezó a llamarlo. Su hijo no respondía el teléfono. Después de varios intentos, finalmente contestó: “Papá, quédate tranquilo, está todo bien”, desde casa de su abuela. Su padre tuvo un mal presentimiento. Colgó el teléfono, tomó las llaves de su camioneta y tardó 13 minutos en llegar a lo de su madre.

—¡Lucas! —gritó en cuanto abrió la puerta.

Su madre, sorprendida, le preguntó qué pasaba.

—¿Has visto a Lucas?

—No, por aquí no ha venido —respondió ella.

Zunino tomó una linterna y bajó corriendo al garaje. Le dijo a su madre que esperara allí. Entró precavido, silencioso. Al abrir la puerta, sus temores se hicieron realidad: Lucas estaba colgado del techo. Tomó un cuchillo y cortó la cuerda. Su hijo cayó al suelo. Zunino lo cargó y le dio respiración boca a boca. Lo subió a la camioneta, pisó el acelerador y se dirigió al hospital. Entró corriendo y gritando: “¡Mi hijo se colgó!”. Los enfermeros se llevaron a Lucas. Juan Zunino recuerda ese momento como una escena de película. No sabe cuánto tiempo transcurrió. “Creí que lo salvaba”, dice ahora con una voz infinitamente triste. Tenía la esperanza de que podrían resucitarlo con los electroshocks, pero después de un rato el médico volvió con la peor noticia que se le puede dar a un padre: Lucas estaba muerto.

Hace un año que Juan Zunino vive en un universo de preguntas sin respuesta. Su hijo lo tenía todo. Se llevaba bien con su familia, tenía amigos, las chicas lo buscaban y tenía una niña preciosa. Su vida apenas comenzaba. No tenía un solo motivo para querer dejar de vivir. “Sólo había un antecedente en la familia. Un tío de parte de su madre se pegó un tiro porque creía que tenía cáncer”, apunta Zunino sobre una pregunta que se ha hecho más de mil veces. “Pero es un caso muy lejano, no pudo haber influido en él”. Unos meses antes, un conocido de Lucas se había colgado de un árbol, pero el chico no le había dado importancia. Lo vio como algo lejano. Cada cierto tiempo llegaban a sus oídos historias similares: la del chico que un año antes también se había matado, la del otro joven en campaña que se suicidó y unos días después, también su padre y la mujer al lado del cuartel que se disparó al saber que tenía una enfermedad terminal en el útero. Pero todas esas historias no tenían que ver con ellos. Zunino todavía no encuentra explicación. En la carta que le dejó a su padre antes de buscar la cuerda y llegar a casa de su abuela Lucas le pide que no se culpe de nada y que, por favor, cuide a su nieta: “Yo fracasé como persona humana. Perdóname por no poder lograrlo”. Su padre leyó la carta más de diez veces, buscando en ella alguna pista, algún detalle que lo ayudara a entender el motivo, pero terminó guardándola en un armario porque le hacía mal releerla. La última vez que lo hizo fue antes de Navidad. Zunino se define a sí mismo como un hombre fuerte, de campo, pero todos los días llora, “aunque sea un minuto”, al recordar a su hijo.

Después de la muerte, Lucía le decía que se quería matar. “Yo quiero estar con Lucas”, le repetía constantemente. La llevó al psicólogo. No iba a permitir que el suicidio se contagiara. Él mismo tenía pensamientos parecidos. “No puedo pensar como él, tengo que vivir por mi familia”, dice Zunino con las manos sobre la mesa de su despacho, en las que destaca un anillo dorado con sus iniciales.

Dos semanas después de la muerte de Lucas, una chica embarazada apareció en la puerta  de Juan Zunino diciéndole que esperaba un bebé de su hijo. Él no sabía siquiera que Lucas tenía otra novia. No tenía ni idea de lo que pasaba, pero decidió hacerse cargo del niño. “Pienso que como tenía a otra chica embarazada se encerró en sí mismo. No supo cómo lidiar con ello”. Dice que si tan sólo se lo hubiera dicho, lo habría apoyado hasta el final. “Cuando cierras un signo de interrogación, se abren cuarenta”, apunta Zunino. Siente un vacío que no puede llenar. Dice que es imposible sanar. Que va a estar así toda la vida. “No es sólo el hecho de perder a mi hijo, es que se suicidó”. Sus amigos y la gente de Treinta y Tres lo apoyaron, pero nadie le mencionaba el suicidio. Lo animaban diciendo que pronto lo superaría, que al menos le quedaba otra hija. Zunino había sido creyente católico toda la vida, pero después de la muerte de Lucas empezó a dudar. No podía creer en un Dios que permitiera que su hijo se suicidara. Inconscientemente, empezaba a pensar en todo lo malo que pasaba en el mundo, pero después, poco a poco, fue recuperando la fe. “Sé que Lucas está en el Cielo, no puede estar en otro lugar”.

Después de unos meses, decidió enfrentar sus miedos. Regaló toda la ropa de Lucas, aunque guardó algunas prendas para sus nietos. Sabía que era un aficionado de las motos —en total había tenido 14, que armaba y desarmaba—, pero desconocía que participaba en carreras hasta que encontró un par de trofeos escondidos entre su ropa. Zunino todavía se pregunta qué más escondía su hijo. Tras su muerte, nadie se atrevió a entrar al garaje durante unos meses. La madre de Juan Zunino se mudó con él. Tenía miedo de quedarse en esa casa. El propio Zunino sentía escalofríos al acercarse a la cochera. “Te queda una sensación entre miedo y terror indescriptible”. Hasta la muerte de Lucas nunca había tenido miedo de nada. Estaba acostumbrado a la oscuridad, a pasear de noche por el campo, pero dice que ahora siente un ligero temor. Si escucha un ruido raro piensa en Lucas. A veces sueña con él. Lo ve en un tractor en el campo o tal vez en su moto. Juan Zunino no se acuerda bien. Sabe que Lucas se le aparece pero nunca recuerda qué pasó. Lucas siempre está en su cabeza. No hay día que se despierte sin ganas de tocar a su hijo.


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