El extremo centro [Lento #9, Diciembre 2013]

Comienza como una indagatoria de inspiración familiar, sigue como la historia de la diáspora de la Lista 99 en los años 80 y 90 y termina como la denuncia de un sistema político en el que nada tiene el nombre que le corresponde. En el medio, el politólogo Gabriel Delacoste desliza una hipótesis estremecedora: el centro fue un invento de Julio María Sanguinetti en el que el Frente Amplio terminó creyendo.

Texto: Gabriel Delacoste  / Ilustraciones: Federico Murro  / Infografía: Ramiro Alonso

Cuando pintamos la casa hubo que mover bolsas, cajas, papeles. Ver qué se podía tirar y ganar algo de espacio una vez que todo volviera a su lugar. Aparecieron unas carpetas con papeles de Julio Delacoste, mi abuelo. Revisando, me enteré de su pasado militante en la lista 99 (el sector de Zelmar Michelini), a principios de los 60, en Tacuarembó.

Había, entre los papeles, una lista en la que figuraba como candidato a diputado y una serie de manuscritos, que no estaban fechados, pero que se puede asumir que por estar archivados con la lista serían discursos o documentos de discusión interna del sector de cara a las elecciones de 1962, en las que Julio terminaría siendo candidato, sin éxito.

Un documento en particular discute la cuestión ideológica. Se hace (y responde) cinco preguntas:

—¿Qué somos primero, izquierdistas, batllistas o colorados?

—¿Sirve aún el programa batllista?

—¿Hasta qué punto somos marxistas? 

—¿Precisamos caudillos? 

—¿Cuál es nuestra posición frente al imperialismo?

Si bien las respuestas son llamativamente radicales, ya el hecho de que estas preguntas necesitaran respuesta, nada menos que en la 99, que en los años 90 y hasta hoy sería en sus varias encarnaciones sinónimo del centro y la moderación, habla mucho del ambiente político de la época en la que fue escrito, y del de la nuestra.

¿Cómo fue que el centro se transformó en una posición política y, de hecho, en la clave del éxito político en Uruguay?

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En el clima de creciente polarización política de los años 60 no existía lugar para el centro. La idea de que la mayoría de los votantes se encuentran en posiciones moderadas que los partidos políticos deben adoptar para conquistar el poder, que la política era una “lucha por el centro”, simplemente no existía por esos tiempos.

Las estrategias electorales pasaban por otro lado. Mi abuelo, en su manuscrito, dice que “si Michelini se corta la melena, perdemos votos”, entendiendo que el público tiene que ser seducido. Sin embargo, nunca podría haber pensado que había que buscar al “votante medio”, ni que había que definirse eufemísticamente como de “centro-izquierda”.

Ya en 1971 la Declaración Constitutiva del Frente Amplio (FA) no deja dudas.  El uso del prefijo “anti” para calificar las posturas políticas de la coalición (antiimperialista y antioligárquica) impide pensar en una postura moderada. No hay nada intermedio entre el pueblo y la oligarquía, ni entre la nación y el imperialismo. Ésta es la “polarización inevitable” de la que habla el documento.

Del otro lado, el gobierno de Jorge Pacheco Areco proponía otra oposición: entre la nación y la sedición, los “malos uruguayos”. Esta oposición marcó la manera en que pensarían el escenario político Juan María Bordaberry y sus sucesores militares.

Esto, obviamente, no significa que Pacheco y el FA vieran la misma realidad. Funcionaban como narraciones mutuamente inconmensurables, que se disputaban ser la interpretación correcta de la realidad. Por eso funcionaban “en espejo”: ver un pueblo enfrentado a una oligarquía es exactamente lo contrario que ver a una nación asolada por la sedición, pero ambos escenarios tienen en común descartar la posibilidad de un centro.

El wilsonismo parecía plantear una posición distinta pero su apuesta no era a la moderación. Profundamente influenciado por el pensamiento de la Comisión Económica para América Latina y El Caribe (CEPAL) y por los planes de la Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico (según Adolfo Garcé en  Ideas y competencia política en Uruguay, 2002), si Wilson no pensaba al mundo dividido entre pueblo y oligarquía, es porque su mundo estaba divido entre el progreso y el atraso. Su proyecto era el cambio estructural, y sus famosas promesas de reforma agraria y nacionalización de la banca demuestran que no se lo puede pensar como un “centrista”. Independientemente de si decidimos leerlo como un conservadurismo que cambia para que todo siga igual o como un reformismo comprometido, pensar al tercerismo dependentista como una posición “intermedia” es un anacronismo.

Quizá el ejemplo más claro de estos discursos es la “teoría de los dos demonios”, cuya versión uruguaya fue articulada de manera sistemática por Julio María Sanguinetti en su libro La agonía de una democracia (2008). Allí, el ex presidente busca explicar el golpe de Estado de 1973 como resultado de la insurrección tupamara y la respuesta militar a ella, que en sus interacciones crecientemente violentas terminaron por —según Sanguinetti— destruir a la democracia.

En algún sentido esta narración continúa la de Pacheco, Bordaberry y los militares, en tanto piensa un escenario político en el que la cuestión principal es cómo responder ante la subversión. Pero también es distinta en puntos importantes. Es que la lección moral y política a la que llega el libro es que “Uruguay, antes de perder la democracia, perdió la tolerancia” (página 28). Es decir, la dictadura llegó porque no existía lugar para la mutua comprensión, para la moderación, para un centro razonable. En este punto la teoría de los dos demonios se revela como distinta de las narraciones de polarización revisadas más atrás. En ella no hay dos personajes, sino tres: los dos demonios, y entre ellos la moderación, que está donde está el pueblo, que teme caer rehén de los extremismos.

Está claro que la explicación de Sanguinetti es completamente ideológica en el sentido marxista de la palabra. Entender al golpe de Estado como consecuencia de un problema moral, por sobre las condiciones económicas, políticas y geopolíticas de la época puede ser perfectamente calificado como un ocultamiento de éstas. Pero justamente el punto es que no se trata de hechos objetivos. El punto no es si el centro existía o no. En rigor, en tanto el centro es una postura puramente relativa, de acuerdo a la que, dados (o, mejor dicho, postulados) dos extremos se busca el punto medio, su existencia es siempre ficcional, ideológica, subjetiva. Sólo puede existir si es enunciado.

Esto fue precisamente lo que hizo Sanguinetti. Está claro que la operación retórica de designar dos extremos y ubicarse en un punto medio virtuoso entre ellos no fue inventada por Sanguinetti; de hecho, se encuentra ya en Aristóteles. Sin embargo, su encarnación actual en la política uruguaya sí se remonta al ex presidente.

Explicar la caída de la democracia por la inexistencia de un centro permite al centro no sólo ser una postura sabia por sus méritos intelectuales y prácticos (como diría Aristóteles), sino llegar a ser la llave de la continuidad de la democracia. Al identificarse a sí mismo con esta postura, Sanguinetti puede narrarse como padre de la restaurada democracia, historia que cuenta en su segundo libro, titulado La reconquista (2012).

En éste se da la transición de la teoría de los dos demonios a su continuación histórica: la teoría de la lucha por el centro. En esta nueva versión, los demonios son sustituidos por otros, quizá menos demoníacos: a la derecha los conservadores blancos1, a la izquierda los radicales filocomunistas2. Al centro, emergía el presidente Sanguinetti, buscando el balance justo entre los estertores del poder militar, la protesta social y los números macroeconómicos.

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 ¿Que pasó, mientras tanto, con la 99 de mi abuelo? Se puede decir que su radicalismo jacobino de los 60 no existe más y que, al mismo tiempo, tiene un lugar fundamental en la política contemporánea. Hasta tal punto que existen tres listas 99 reivindicándose como sucesoras de la de Zelmar Michelini: la 99 mil, de Rafael Michelini en el Frente Liber Seregni, dentro del Frente Amplio, la lista 909, de Pablo Mieres, en el Partido Independiente (PI), y la lista 99, propiedad de Yamandú Fau y reivindicada por Fernando Amado, de Vamos Uruguay, dentro del Partido Colorado.

Estos sectores, que según Iván Posada (diputado del PI), forman una “diáspora”3, tienen una historia convulsionada de quiebres, alianzas y cambios de estrategia. Sin embargo, mantienen en común el uso de una serie de significantes que describen su posición política. La defensa de la democracia y de las instituciones tiene siempre un lugar destacado en sus discursos. Las apelaciones a la socialdemocracia y al batllismo (y su uso como categorías equivalentes) también son moneda corriente. Y, sobre todo, el uso de la palabra “izquierda”, pero siempre con algún calificativo: el Nuevo Espacio prefiere “izquierda democrática”, Amado “centro-izquierda” y el Partido Independiente directamente se identifica como “la otra izquierda”, asumiendo que son “la otra” con respecto a quienes usan la palabra “izquierda” a secas.

Se trata de apuestas a la moderación de la izquierda, que en sus propuestas políticas suelen parecerse más a un liberalismo progresista que a un socialismo de cualquier tipo. Si aplicáramos anacrónicamente la noción de “centro” a la lista 99 de los años 60 y 70, podríamos ver en su desplazamiento al desplazamiento del centro de la política uruguaya. Si en los 60 el centro era socialista, y para ser cool y parecerse al futuro había que usar lenguaje marxista (o, por lo menos, dependentista), desde los 90 el centro es liberal, y lo que se debe reivindicar es la democracia, los derechos y las instituciones.

El recorrido de la 99 en sus diferentes encarnaciones nos permite, por lo tanto, ver el movimiento del sentido común uruguayo desde posiciones socialistas a posiciones liberales.

El punto culminante en el que esta transición se hizo evidente fue el quiebre del FA en 1989, cuando se fue la lista 99, junto con el Partido Demócrata Cristiano (PDC), para fundar el Nuevo Espacio (NE). La importancia de esta ruptura es difícil de sobreestimar, especialmente teniendo en cuenta que el que se retiraba era el sector más votado en las elecciones anteriores, junto al partido que aportó el lema con el que el FA había competido hasta entonces.

El contexto en el que se dio el quiebre fue uno de profunda crisis para la izquierda, que se veía cuestionada por todos los frentes. El fin de la Unión Soviética y del socialismo real ponía en entredicho las posturas radicales que buscaban la construcción de una sociedad no capitalista. La derrota de la papeleta verde en el referéndum que ratificó la Ley de Caducidad destrozó anímicamente a la militancia. La discusión sobre la posibilidad de las candidaturas múltiples (y en particular la de Hugo Batalla, líder de la 99, a la presidencia) erosionaba el liderazgo histórico de Liber Seregni y la decisión estratégica de presentar un candidato único. El debate sobre la entrada al FA del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN), no casualmente uno de los dos demonios de Sanguinetti, generaba desconfianza en aquellos que pensaban a los ex guerrilleros como un grupo antisistémico y peligroso para la democracia.

El nombre de esta escisión “por el centro” es elocuente. “Nuevo”, en oposición a una izquierda tradicional que era vista como desactualizada y anquilosada, y “Espacio”, como oposición a “Frente”, desmarcándose del origen militar de esta palabra, de la memoria de los “frentes populares” y de la narración de la construcción de la unidad del pueblo y de la clase trabajadora, que animaba a la izquierda en los años 60.

El hecho de que “sesentista” fuera utilizado como insulto por los escindidos demuestra hasta qué punto se rechazaban la estrategia y la disposición política de esa década. La creación de una “izquierda democrática”, como calificación que hasta hoy reivindica el NE, era una manera de usar el fantasma del estalinismo contra una izquierda que, retiradas la 99 y el PDC, era dominada por dos partidos (el Comunista y el Socialista) que se autoidentificaban como marxista-leninistas.

Por si esta oposición no estuviera suficientemente clara, la lista más votada en las elecciones de 1989 entre los que se quedaron en el FA fue la 1001 del Partido Comunista, en unas elecciones en las que la ausencia de un desplome electoral del FA y la victoria de Tabaré Vázquez en Montevideo maquillaron la gravedad de la ruptura de la coalición de izquierda.

En esa misma elección, la fórmula Batalla-José Manuel Quijano, del NE, logró 9% de los votos y dos bancas en la Cámara de Senadores. Aunque el resultado fue evaluado en su momento, según Posada, como un fracaso, afirmó la posibilidad de un cuarto espacio viable en la política uruguaya, por fuera de los partidos tradicionales y de la izquierda frenteamplista. A la lista 99 y el PDC se sumó la Unión Cívica, escindida en 1971 de la Democracia Cristiana, cuando ésta decidió unirse al FA.

Éste es el momento en el que el centro pasó a ser, más que un recurso retórico, una serie de partidos y sectores concretos que buscaron llenarlo de contenido político y práctico, y que a pesar de que se veían como más cercanos a la izquierda que a la derecha, se consideraban más allá de esta oposición.

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El NE, sin embargo, no duraría mucho en su conformación original. De hecho, de cara a su segunda elección había perdido a sus tres sectores fundadores. Para octubre de 1994 la democracia cristiana se había incorporado al naciente Encuentro Progresista, formando el sector Alianza Progresista junto con Rodolfo Nin Novoa, mientras que la Unión Cívica había resuelto volver a competir en soledad,  y la lista 99, en un reñido Congreso en el Platense Patín Club, siguió a Hugo Batalla hacia el Partido Colorado, en el que cerraría una alianza con Sanguinetti.

Batalla había sido uno de los protagonistas de la fundación de la lista 99 a principios de los 60. Por esa lista fue electo diputado en 1966 (en el Partido Colorado) y en 1971 (en el FA). Luego del golpe de Estado se desempeñó como abogado de presos políticos, entre ellos Liber Seregni y Raúl Sendic. Una vez vuelta la democracia, Batalla fue propuesto como candidato a intendente de Montevideo, pero la negativa del Partido Comunista impidió que esa posibilidad se materializara. Terminó por ser candidato a senador en sus últimas elecciones en el FA, logrando casi el 40% del total de los votos de la coalición.

Luego del experimento nuevoespacista, Batalla terminó lo que Botinelli llamó el “giro de 360 grados” de la lista 99, con su vuelta luego de un largo rodeo al Partido Colorado. Julio María Sanguinetti, el padre del centro político, lograba conformar una fórmula con Batalla, máximo exponente de esta postura. Esta alianza fue forjada al calor de la lucha contra la privatización de las empresas públicas, en la que Sanguinetti logró pulir sus credenciales de centrista, especialmente en oposición a Jorge Batlle, con quien se disputaba el legado del batllismo.

La alianza dio excelentes resultados para Sanguinetti, que ganó su segundo mandato cosechando los frutos del sentido común centrista que había ayudado a sembrar. Sin embargo, la 99 de Batalla sufrió una pésima elección, con la conquista de una única banca en la Cámara de Diputados, que le correspondió a Yamandú Fau, quien tomó el liderazgo del sector al morir Batalla en 1998 y aún controla la grifa “99”, que nunca más logró ganar un escaño en el Parlamento y hoy apoya a Pedro Bordaberry.

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 Las elecciones de 1994 fueron el comienzo de la diáspora. El NE, que había perdido todos sus sectores, fue refundado por Rafael Michelini, quien encabezó la nueva lista 99 mil, que buscó ganar ante el electorado lo que había perdido en el Congreso del Platense Patín Club: el legado de la 99 y el de su padre. Se puede decir que tuvo éxito. Mientras la 99 fracasaba, el NE lograba una decorosa votación, con casi 5% del total.

A partir de entonces, se asentó la idea
—tanto en el sentido común como en la ciencia política— de que existían en Uruguay dos familias ideológicas: por un lado, el FA y el NE y, por el otro, los partidos tradicionales. Esta hipótesis tiene algo de anacrónica si se la aplica al período anterior a la refundación del NE, ya que entonces no se podría ubicar al NE de Batalla claramente en la izquierda, especialmente teniendo en cuenta la presencia de la 99, que terminaría con Sanguinetti, y de la Unión Cívica, hoy reducida a su mínima expresión, aliada al Partido Nacional y con su líder Aldo Lamorte dedicado principalmente a la lucha contra la despenalización del aborto y a la política italiana.

El tiempo, sin embargo, terminó por confirmar la hipótesis de las familias ideológicas, propuesta por el politólogo Juan Pablo Luna (en el artículo “De familias y parentescos políticos: ideología y competencia electoral en el Uruguay contemporáneo”, en La izquierda uruguaya entre la oposición y gobierno, de 2004): primero, cuando el grueso de los dirigentes y votantes del NE votaron a Vázquez en el ballotage de 1999 y luego cuando el NE se integró en 2002 a la Nueva Mayoría, segunda edición de la estrategia que había creado al Encuentro Progresista diez años antes.

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Liderados por Pablo Mieres, quienes en el NE no aceptaron la alianza con el FA formaron el PI, acusando a Michelini y a sus seguidores de traidores. Ahora, ¿traidores a qué? ¿Cuál es el proyecto del PI, los centristas ortodoxos?

La declaración de principios del PI es elocuente. Comienza por definir al partido como la confluencia de “ciudadanos socialdemócratas, socialcristianos, liberales igualitaristas, ambientalistas y ciudadanos independientes”, para luego decir que “es imprescindible un esfuerzo imaginativo que supere ideologías y modelos, más propios del siglo XIX que del nuevo milenio” (y aquí la coma es muy importante). Es decir, el partido no tiene una definición política y está de hecho en contra de la posibilidad de diferenciar a la izquierda de la derecha. Sin embargo, y curiosamente, se reivindica a sí mismo como “la otra izquierda”, quizá intentando invertir la famosa sentencia de Carlos Quijano de que el que niega ser de derecha o de izquierda es de derecha.

Ejemplo del extremo centrismo (si tal cosa es posible) del PI fue la votación en la que la Cámara de Diputados decidió la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo. Mientras uno de sus legisladores (Iván Posada) fue redactor del proyecto que se terminó aprobando, el otro (Daniel Radío) votó en contra. El partido simplemente no pudo llegar a una posición y se dividió, de manera ecuánime, en mitades exactamente iguales.

El PI es el último resabio del NE de 1989. En sus sucesivos desprendimientos hacia la izquierda y la derecha, en los intentos de éstas de conquistar el centro, se fue haciendo más pequeño y más puro.

A pesar de que las mediciones politológicas y el saber común indican que la mayoría de los votantes se encuentran en el centro, la propuesta que mejor representa esta posición nunca logró convocar a grandes cantidades de votantes: el PI fracasó dos veces en sus intentos de ganar una banca en la Cámara de Senadores para Mieres y las encuestas parecen indicar que lo más probable es que eso vuelva a ocurrir en 2014.

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La diáspora de la 99, de todos modos, vive en aquellos políticos que no terminan de sentirse cómodos en ningún partido. Fernando Amado, en Vamos Uruguay, es quizá el mayor ejemplo de ello. Sus posturas contrarias a su partido en temas como el aborto y la legalización de la marihuana y el hecho de que no se tradujeran en votos en favor de estos proyectos ilustra las dificultades que tiene ubicarse en posiciones de centro. Por un lado, estos políticos causan problemas para la disciplina de las bancadas, pero, por otro, son un capital para partidos que buscan capturar electorados heterogéneos y no quieren ser percibidos como excesivamente ideológicos.

La volatilidad y la alta cotización de los políticos centristas terminó por generar una serie de contrasentidos curiosos en el mapa político uruguayo. El NE, que surgió por no aceptar la candidatura única de Liber Seregni en el FA, se encuentra hoy en el Frente Liber Seregni del FA. Mientras, la lista 99 está hoy en Vamos Uruguay, sector fundado por el hijo de Juan María Bordaberry, quien murió preso por su rol en la muerte de Zelmar Michelini.

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En las últimas elecciones en las que participó, mi abuelo votó a Jorge Batlle. Cuenta su esposa que la noche del ballotage festejó desde el balcón de su apartamento al grito de “¡Viva Batlle!”, sin que quedara claro si lo gritaba por Jorge o por José.

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La historia del centro en la política uruguaya no es la historia de una ideología ni la de una serie de sectores políticos concretos. Es la historia de la transformación de la política uruguaya, desde un escenario pensable como un antagonismo, en el que la estrategia lógica para la izquierda es la construcción de contrahegemonía, a un escenario pensable como un espectro, en el que la estrategia lógica es lo que la ciencia política llama “competencia espacial”.

Esta transformación tuvo a Sanguinetti y su retórica de los dos demonios como uno de sus principales protagonistas, pero no alcanza con la labia de un político poderoso para cambiar el principio organizador de un sistema político. En particular, el cambio notorio en la estrategia, la ideología y la retórica de la izquierda a lo largo de las últimas cuatro décadas, su renuncia a la posibilidad de un cambio radical y a la construcción de hegemonía obedecen a una serie de eventos que hicieron impensable una estrategia basada en el antagonismo y orientada a transformaciones profundas. Se trató de una tormenta perfecta, en la que la “moderación” y el “centrismo” se fueron configurando como modos de enfrentar una realidad llena de hostilidades para modelos radicales y de premios para proyectos modestos y camuflados con el sentido común y con el resto del sistema político.

La dictadura fue parte fundamental de esta transformación. Si bien la izquierda sobrevivió al autoritarismo, el exilio, la persecución y la tortura, y logró conservar tanto su caudal electoral como su identidad política, no salió del autoritarismo igual que como entró. Es que la condición fundamental de la continuidad de lo que Yamandú Acosta (en Filosofía latinoamericana y democracia en clave de derechos humanos, Nordan-Comunidad, 2008) llama “democracia posautoritaria” es el no cuestionamiento de las bases institucionales del capitalismo, en particular el derecho a la propiedad.

En los primeros años de transición, en los que el poder militar todavía era tangible, los límites a lo ambicioso que podía ser un proyecto de izquierda eran claros. A esto se sumaba que entre finales de los 80 y principios de los 90 las izquierdas del mundo sufrieron enormes transformaciones y crisis. El socialismo soviético intentó primero la pereistroika y sufrió luego su desaparición. Los nacionalismos populares de América Latina padecieron la hiperinflación y coquetearon con el neoliberalismo, mientras la fuga de capitales amenazaba a los gobiernos que no hicieran bien los deberes. Cuba entró en el “período especial”. La socialdemocracia europea abandonó sus aspiraciones de socialismo y dio a luz al proyecto de la “Tercera Vía” de Tony Blair.

En Al centro y adentro (2005) Jaime Yaffé narra el proceso por el cual el FA, en este contexto, “se corrió al centro”. La tesis de Yaffé es que la moderación del FA fue parte de una estrategia deliberada con el objetivo de obtener el gobierno nacional. Esta estrategia necesitaba, según Yaffé, cumplir dos objetivos paralelos: seducir a los votantes de centro y retener a los de izquierda mientras lo hacía.

Lo primero se logró por medio de la moderación programática, que fue posible a pesar de la institucionalización de la estructura de la coalición y gracias a un ejercicio del liderazgo lejano a la orgánica partidaria por parte de Tabaré Váquez, así como a una política de alianzas que incluyera a sectores políticos (no necesariamente de izquierda) que trajeran consigo a sus votantes no frentistas. El Encuentro Progresista y Nueva Mayoría fueron las dos instancias principales de este proyecto.

Lo segundo —retener a los votantes de izquierda— se consiguió mediante la reafirmación de las dimensiones identitarias y afectivas del frenteamplismo y del mantenimiento de una relación con los sindicatos que fuera suficientemente informal para que éstos no pudieran vetar la moderación, pero suficientemente fuerte para que pudieran disciplinar a la base social de la coalición detrás de las decisiones de la elite.

La estrategia que describe Yaffé se vio además reforzada y retroalimentada por el devenir de la historia electoral. El gran crecimiento electoral (de 21% a 30%) entre 1989 y 1994 fue percibido como un éxito de la estrategia de moderación, que volvió a reforzarse con la instauración del ballotage en 1997.

Además de hacer más difícil la victoria del FA y de permitir a los partidos tradicionales aliarse sin tener que unificarse, el ballotage imponía que la competencia electoral fuera entre dos bloques que, para competir por los votantes indecisos, tendrían que buscar parecerse entre sí. Esto permitía que un sistema de tres partidos como el uruguayo, en el que uno ocupaba el centro, no terminara en una competencia centrífuga por la izquierda y la derecha del partido centrista, que según el politólogo italiano Geovanni Sartori, desembocaría en una peligrosa inestabilidad. Un sistema con segunda vuelta, en cambio, eliminaría la posibilidad de que un partido ocupe el centro (terminando el ciclo sanguinettista), pero forzaría a los dos bloques en pugna a competir por él (recreándolo).

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El supuesto de estas afirmaciones es lo que en ciencia política se llama un “modelo de competencia espacial”. Estos modelos imaginan un eje que va desde la extrema izquierda, pasando por el centro, hasta la extrema derecha, y que todos los partidos y votantes se ubican en algún punto del espectro. Los votantes, que se supone racionales, elegirán al partido que se encuentre más cerca de su posición, y los partidos, igual de racionales, se buscarán afincar allí donde puedan maximizar la probabilidad de obtener la cantidad de votantes necesaria para lograr una victoria.

Estos modelos tienen varias virtudes para el trabajo científico, sobre todo en la facilidad de su operacionalización y medición (se puede, por ejemplo, pedir a votantes y dirigentes que digan para una encuesta dónde se ubican en una escala en la que 1 es la extrema izquierda y 10 es la extrema derecha), y en la posibilidad de usar esos datos para modelizaciones y operaciones matemáticas con softwares de análisis de datos.

Éste es el marco teórico que utiliza Yaffé para su explicación. Importa meterse en estos asuntos técnicos, porque el centro es, al mismo tiempo, una categoría de la ciencia política y una posición política con la que se identifican actores concretos, y estas dos encarnaciones del concepto se influencian mutuamente. La ciencia política y sus explicaciones tienen, por lo tanto, supuestos ideológicos y consecuencias políticas.

Estos supuestos son: primero, el individualismo metodológico, es decir, intentar explicar los fenómenos sociales por medio de la sumatoria de las acciones y las explicaciones de las acciones de individuos y no de clases u otras estructuras o construcciones sociales; segundo, la presunción de racionalidad (instrumental) de los actores, así como la transparencia de sus razones y su conducta; y tercero, la autonomía de la política (entendida en el sentido estricto del Estado y los partidos políticos) con respecto a la sociedad y la economía. Es imposible no notar que los principios de este tipo de ciencia política están íntimamente relacionados con los de la ideología liberal, relación que Paulo Ravecca describe en su artículo “La política de la ciencia política” (en el número 9 de la Revista América Latina, de 2010).

De esta manera, a los factores históricos, económicos e institucionales que parecían forzar un corrimiento al centro, se sumó la construcción de un ambiente ideológico en el que se creía en la inevitabilidad del “corrimiento al centro”, construcción en la que la ciencia política y el discurso sanguinettista jugaron un papel importante, a pesar de tener historias y obedecer a lógicas e intenciones completamente diferentes.

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Cuando la hoy senadora Constanza Moreira se dedicaba principalmente a la ciencia política desafió la idea de que el FA había crecido gracias a su corrimiento al centro. Propuso en su libro Final de juego (Trilce, 2004) que el hecho de que el FA se hubiera corrido al centro no significaba que hubiera ganado gracias a ello, y buscó una explicación al crecimiento del FA en dimensiones como la cultura política y la resistencia de la población a las políticas neoliberales.

Moreira planteó, además, que no sólo la izquierda se movió al centro, sino que todo el sistema político se corrió a la derecha, y que de hecho el centro no existe como postura política en el electorado, sino que los votantes que se declaran como “de centro” son en realidad los menos informados y los menos politizados.

En rigor, Yaffé tiene estricta razón y no hay motivos para pensar que su narración no sea cierta. De hecho, el FA se moderó, de hecho lo hizo como parte de una estrategia que tenía como objetivo obtener el gobierno nacional y de hecho terminó por ganar. Y, extrañamente, Moreira también tiene razón en las objeciones que levanta contra la teoría del corrimiento al centro. Es que se trata de razones distintas. Si la razón de Yaffé es una razón científica que aplica una teoría y un método a un problema y busca explicar la realidad a través de ese procedimiento, la de Moreira es —además de científica— una razón propiamente política, que cuestiona el vínculo entre la correlación y la causa, que tiene en cuenta los efectos de las narraciones científicas en su objeto y que incorpora al análisis político causas económicas y culturales.

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Si la posición de Constanza Moreira en este debate es la de la política, no sorprende (aunque sí sorprenda) que se encuentre hoy dando la misma discusión (o, mejor dicho, que haya pasado de discutir la hipótesis de la moderación a discutir a la moderación en sí), ahora en el terreno de la política partidaria, desafiando a Tabaré Vázquez por la candidatura por el FA a la presidencia. Un Tabaré Vázquez que triunfó en la política uruguaya con el proyecto de ganar el centro, para quitárselo de las manos a Sanguinetti. De esta manera, el FA, en lugar de disputar la narración de Sanguinetti, la dio por cierta y salió a disputar un centro, que, en última instancia, ganó, pero pagando el precio de consagrar a (y tomar la antorcha de) la hegemonía sanguinettista.

Está claro que esto no fue simplemente una invención de Vázquez. Como bien señala Yaffé, se trató de un proyecto de la elite del FA en su conjunto. Danilo Astori y Liber Seregni, a pesar de resistir el liderazgo de Vázquez, compartían el proyecto de la moderación y en varias oportunidades buscaron llevarlo aún más lejos que el ex presidente, hasta el punto de que en 1999 Vázquez derrotó a Astori en la interna “corriéndolo por izquierda”. La política indiscriminada de alianzas del MPP en la previa a la victoria electoral de 2005 y el nulo radicalismo de la administración de Mujica señalan que ni siquiera el demonio tupamaro es ajeno a este proyecto.

El eufemismo con el que Vázquez se refiere al corrimiento al centro es “renovación ideológica”, cuyo contenido planteó en el documento “Apuntes preliminares referidos a la eventual actualización ideológica del Frente Amplio” (2011). En él, se delinea la visión del centrismo frenteamplista, que termina por ser un híbrido entre liberalismo político y neodesarrollismo económico.

Si el contenido del centrismo de Sanguinetti se basaba en las políticas de ajuste, reforma y control de la inflación que recomendaban el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, el centrismo de Vázquez se basa en la mezcla entre el reformismo nacionalista del neoestructuralismo de la Cepal y la doctrina de los derechos humanos de Naciones Unidas, que forman la ideología dominante hoy en esta parte del mundo. Si bien es notorio que el segundo centrismo es más progresista y menos cruel que el primero, también lo es que comparten no tener la menor aspiración a la crítica o al radicalismo.

Sin embargo, como la estrategia descrita por Yaffé requiere agregar votantes de centro manteniendo a los de izquierda, el movimiento retórico no puede ser simplemente el de desplazarse en el espectro. La fórmula para lograr esto puede apreciarse en una sentencia pronunciada por el (muy vazquista) ex presidente Rodolfo Nin Novoa en un discurso pronunciado el 6 de octubre, nada menos que en un congreso del NE: “Marchamos hacia un tercer gobierno. No con giro a la izquierda; éste es un gobierno de izquierda”.

La operación, entonces, es correrse al centro (es decir, por lo menos relativamente, a la derecha), pero llamando “izquierda” a la nueva posición. La alquimia de mantener a la izquierda conquistando al centro funciona, por lo tanto, cuando se logra que las posiciones liberales y neoestructuralistas se llamen “izquierda”.

El hecho de que la izquierda no reivindique el nombre pero sí el contenido del “centro” liberal tiene consecuencias para todo el espectro político, permitiendo que la derecha se llame a sí misma “centro”, por estar “a la derecha” de “la izquierda”, operación que repiten cotidianamente los dirigentes de los partidos tradicionales, que a pesar de sus posturas conservadoras, neoliberales y punitivistas, insisten en definirse como moderados.

Tenemos, entonces, un centro (liberal y neoestructuralista) que se llama “izquierda” y una derecha (conservadora y neoliberal) que se llama “centro”. El vacío dejado en la izquierda por la imposibilidad de formular demandas de cambio radical y de representación de lo subalterno en el sistema político establecido genera todo tipo de emergentes cuyo futuro es difícil de predecir. Desde la propia candidatura de Moreira hasta la abstención electoral y la desmovilización de la militancia, pasando por la preferencia por parte de las generaciones más jóvenes de participar en movimientos y organizaciones sociales en lugar de en partidos de izquierda y desde la escisión “por izquierda” de Asamblea Popular hasta la aparición del ultraderechista Partido Uruguayo, que busca representar a las ansiedades causadas por el capitalismo global con promesas de una nación unida y una fuerte intervención estatal.

La estrategia del FA, de cara a su segunda elección como oficialismo, da señales de agotamiento, y por más que no las diera, existen motivos para la preocupación. Aceptar al centro como algo dado es aceptar como verdad al sentido común, admitiendo de antemano que nada va a cambiar o, peor aún, es la construcción de una política del engaño, el cinismo y la condescendencia.

En esta coyuntura, quizá sea el momento de que la izquierda se haga algunas preguntas, que bien podrían ser: qué somos primero, ¿izquierdistas o frenteamplistas?, ¿sirve aún el programa desarrollista?, ¿hasta qué punto somos marxistas?, ¿precisamos caudillos? y ¿cuál es nuestra posición frente al imperialismo?

 

 

Notas

1. La muerte de Wilson en 1989 y el giro conservador y neoliberal del Partido Nacional con Lacalle hizo retroactivamente creíble esta parte de la narración.

2. Luego de la caída del Muro de Berlín, este “demonio” pasaría a ser, además, atrasado y anquilosado.

3. En una conmemoración de los 50 años de la 99 realizado en el Parlamento en mayo de 2012.


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