Crear cultura universitaria

Hebert Benítez Pezzolano ha conjugado la carrera académica en la Universidad de la República con la labor en formación docente. Investigador, crítico, agitador cultural y poeta, es egresado del IPA, se doctoró en Letras en la Universidad de Valladolid y es profesor agregado de Literatura Uruguaya en la Facultad de Humanidades (Universidad de la República), al tiempo que es, desde 2009, el coordinador nacional de Literatura del CFE.

—¿Cómo interpretás los conflictos de 2015? ¿Emergieron problemas de larga data o sólo respondieron a la coyuntura presupuestal?
—Creo que respondieron a diversos factores, entre ellos el problema presupuestal. El presupuesto se ha convertido en una cuestión estructural que se activa en distintas coyunturas. Incide directamente sobre la calidad de la enseñanza pública y, por eso, sobre su sentido más profundo. La problemática general es de larga data, sí. Involucra cuestiones presupuestales, como la necesaria asignación del 6% del PIB, para, entre otras cosas, crear, mantener y mejorar los edificios de escuelas y liceos, generar nuevos cargos, desarrollar la formación en servicio, financiar nuevos programas para la inclusión y el desarrollo educativos y, muy sensiblemente, para resolver la situación salarial de los docentes. Si esta realidad había empezado a mostrar signos de mejora concretos desde 2006 en adelante, dicho impulso fue encontrando su freno, por decirlo con palabras de Real de Azúa, y hoy se está por debajo de las expectativas. El salario es uno de los elementos más delicados, no sólo por lo que significa materialmente sino porque en él se condensa simbólicamente la valoración social del trabajo. Esto es relevante, pues genera en los docentes actitudes psicológicas de resistencia a la desvalorización profesional y moral.

La lucha es también un combate cultural por la educación como valor y su proyección en la estima social del educador y de su trabajo. Esto atañe a las estructuras de la sensibilidad y se articula estrechamente con las cifras y políticas presupuestales. Ahora bien, si maestros y profesores deben recurrir al multiempleo, perdiendo profesionalidad a cambio de acercarse, sin llegar, al costo de la canasta familiar, la situación se vuelve deprimente y persiste un sentimiento de incomprensión y humillación. Todo esto se expresó en los conflictos de 2015 y en los de 2013, y antes en otros. Ello reavivó heridas importantes en el magisterio y en el profesorado uruguayos, que ya no estuvieron dispuestos a esperar más y también pusieron en clara duda a sus dirigencias sindicales.

El trabajo docente, devaluado violentamente por la dictadura y mediante otros mecanismos por los gobiernos de la derecha neoliberal que la sucedieron, no pudo alcanzar aún, pese a ciertos avances, la dignidad esperada por la que tanto se luchó. Y si a las versiones simplificadas y perversas que escuchás o leés (en los medios, en las redes sociales), les agregás palabras de alarmante desconsideración, como las que en 2013 dijo el presidente Mujica sobre el salario de maestros y profesores en relación con el poco tiempo de trabajo desempeñado, desconociendo así la racionalidad del justo reclamo histórico de la unidad docente de 20 horas, con su equivalencia en tiempo real a ocho horas de trabajo diario… Eso, viniendo de donde vino, dolió mucho. Es decir, si mandás a los docentes directamente al multiempleo, mientras te sumás a la duda sobre la importancia y el sacrificio del rol de quienes forman a la mayor parte de los hijos de los trabajadores de este país con un salario que no llega a la tercera parte del costo de la canasta familiar, hay algo que está bastante mal. Eso, más un discurso de la desconfianza, raramente extendido, y hasta de la culpabilización de los docentes como motivo de todos los males de la educación, conduce a un reduccionismo que blanquea los verdaderos problemas, que son más complejos, y nos aleja de la responsabilidad autocrítica.

Por supuesto, las posiciones más conservadoras de esta sociedad capitalizan estos equívocos y todas las falencias reales para frenar las representaciones docentes en el gobierno de la educación, así como para combatir otras formas de participación y cualquier idea de autonomía. Tales elementos, que se arrastran desde hace muchos años, condujeron a la coyuntura conflictiva de 2015, en que la cuestión de la esencialidad terminó siendo uno de los detonantes finales pero, sabemos, no su causa y mucho menos una solución.

—¿Qué lugar le asignás a la formación docente en el cambio que todos reclaman a la educación?
—Un lugar decisivo, sin duda. En la formación docente se construyen y desarrollan los perfiles de los maestros y profesores que forman a niños, adolescentes, jóvenes y también adultos de este país. Se trata del lugar destinado a que se conozcan, se debatan y se aprendan de modo crítico, teórica y prácticamente, los fundamentos filosóficos, pedagógicos y formativos de las diferentes especialidades para el ejercicio de la educación y de la enseñanza. La formación docente es la punta de la madeja con la que se tejen las bases de la educación uruguaya. Si, en cierto modo, los orígenes de un maestro o de un profesor están allí, todo su desarrollo posterior, el que se produce durante el ejercicio, luego del egreso, el que esos maestros y profesores consiguen con formaciones de posgrado, por ejemplo, remite de un modo u otro a esos fundamentos. Porque aunque muchos de sus conceptos cambien, aunque las vidas profesionales (y las vidas a secas) tomen otros derroteros, hay cimientos que suelen permanecer como referencia. Pienso, principalmente, en un horizonte de valores que, más allá de cada especialidad, concurren en una ética educativa ostensiblemente humanista.

Ahora bien, si no cambia la formación docente, toda transformación que se proyecte en los demás subsistemas de la ANEP quedará a medio camino y de algún modo fracasará. No puede escindirse la educación primaria, secundaria o de UTU de los ámbitos formativos de los que egresaron y egresarán sus maestros y profesores. Así como la formación docente inicial se reactiva como memoria constante, debe asumir mecanismos de renovación que agilicen la formación permanente. Y para ello hay que buscar todos los medios al alcance, con mentalidad abierta, aprovechando, entre otras cosas, la vinculación con el conocimiento y los recursos humanos que se desarrollan en la Universidad de la República. Por lo demás, los estudiantes que ingresan a la Universidad, tanto como sus profesores, han sido y son formados a nivel de primaria y secundaria, por los planes, programas y docentes de la ANEP, lo que pone de relieve la importancia de alcanzar compromisos conjuntos. La formación docente, entonces, ocupa un lugar determinante que irradia a todo el sistema educativo.

Sin embargo, yo sería cauteloso con la idea del “cambio que todos reclaman”, ya que en ese “todos” pueden diluirse intereses muy distintos, varios de ellos antagónicos, sobre la educación. No estoy dispuesto a aceptar una coexistencia ecléctica de posiciones, sean las que se dan en el seno de la izquierda, en pensamientos próximos pero críticos y no alineados, pero sobre todo, puntos de vista que considero regresivos, procedentes de la derecha política o de perspectivas de apariencia independiente que se solapan en ella. Como fuere, a la formación docente le hace falta llegar a un debate nacional genuino y directo.

—¿Están dadas las condiciones para impulsar la formación docente? ¿Qué pasó con la creación de una Universidad de la Educación?
—Hay condiciones para un impulso de la formación, pero debemos resolver en qué dirección se produce. Hay que definir hechos determinantes, como perfiles de formación y egreso ajustados a las necesidades actuales. Esa formación tiene que abrir en los futuros docentes un cauce consciente y crítico de los supuestos pedagógicos, académicos, culturales, sociales y políticos que la generan, porque es a partir de ello que tendrán lugar ideas y acciones transformadoras. Sólo con un cuerpo docente inteligente, dotado de libertad de pensamiento e iniciativa, se pueden cambiar verdaderamente las cosas. Pero también se precisan decisiones institucionales que las comprendan y potencien el compromiso.

Si bien hubo procesos de avance valiosos, como es el caso del plan 2008 de la unificación del sistema de formación docente, de la departamentalización académica con su incentivo a funciones de investigación y extensión para el desarrollo profesional y estudiantil, de la participación y representación docente en distintos ámbitos de asesoramiento y gobierno educativos, hay cosas que se detuvieron. Hace unos cuatro años, por ejemplo, hubo un importante impulso en el que se plantearon por parte de los coordinadores nacionales las nuevas estructuras académicas de las especialidades y su relación con el sistema de cargos y carreras.

Sin embargo, los aspectos sustantivos de su implementación no se llevaron a cabo y todo quedó casi como estaba. Al final, no obstante, se aprobaron las secciones —cuya denominación propuse—, cada departamento resolvió su composición interna y el Consejo tomó resolución favorable. Pero hasta ahora esto ha quedado en el papel. ¿Por qué? Porque esa transición respondía al horizonte de una institución universitaria que a causa de los avatares políticos y de ciertas resistencias corporativas no se produjo. No hubo condiciones para establecer una universidad o un instituto universitario de educación.

Pero además pienso que hubo sectores del cuerpo docente que no querían ni quieren que ese cambio se produzca, ya que éste surgiría de concursos de oposición y méritos en un sistema de cargos, como en la Universidad de la República, concursos en los cuales, en razón de sus méritos y otras competencias, algunos docentes actuales no calificarían. Estas razones son comprensibles pero no aceptables. Aunque en ese momento yo pensaba que debíamos instalar una institución universitaria, autónoma y cogobernada, hoy creo que las condiciones no están dadas. Porque entre otras cosas se precisa una reestructuración racional sostenida por el sistema de cargos concursados, que comprendan en forma real y articulada las tres funciones universitarias: docencia, investigación y extensión. Si se continúa proveyendo docentes mediante llamados a aspiraciones (en el mejor de los casos), llamados abreviados (válidos por un año o menos) y por abatimientos de puntaje (se otorgan horas a un docente que carece de puntaje habilitante por un período anual o menor), todos en situación interina, no tendremos los recursos humanos necesarios.

La formación docente es mucho más que cubrir los cursos. Los docentes deben ser legitimados por concursos serios y con garantías, porque es un derecho de los estudiantes y de la comunidad tener a los mejores profesores para la formación. El docente tiene que dejar de ser sólo un profesor de aula para convertirse en un referente y protagonista en las actividades de investigación y extensión con sus pares, con los estudiantes y con la comunidad. Hay que crear una cultura universitaria desde lo más profundo.

No se funda una universidad si no se trabaja para esa cultura. Y es porque eso está todavía por hacerse, con un plantel estable (la inestabilidad laboral genera inestabilidad del compromiso y también angustia), reconocido, profesionalizado y comprometido, renovado por evaluaciones periódicas, que aún no existen condiciones para crear la institución universitaria. Si aún no es el momento, sí lo es, imperiosamente, para crear esa cultura con señales claras, con un marco institucional definido para el desarrollo de las tres funciones universitarias, en el acceso concursado dentro de una estructura académica departamentalizada, bajo el horizonte de un proceso autonómico genuino ante los cambios del poder político, así como de un cogobierno representativo y pujante desde la energía de los órdenes.


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