Agonía, laberinto y futuro

Texto: Gabriel Quirici*

Los episodios negativos ocurridos en 2015 en torno a la educación pueden ser vistos no sólo como producto de una coyuntura específica —el año presupuestal— sino como la parte final de un proceso histórico más largo en el que las dificultades para desarrollar políticas educativas en un sentido integral han tendido a estancarse o fallar desde casi todos los ámbitos (político, sindical, docente, medios masivos, familias), salvo contadas excepciones (como la universalización de los cuatro años, nuevos trayectos de UTU o el bachillerato artístico).

Esta mirada, la de ver en 2015 el final de un proceso, es a la vez producto de la desazón por lo vivido y del deseo de que se abran nuevos horizontes. Pero también tiene un fundamento temporal y un horizonte de posible transformación si se encara un cambio en la educación que apunte a la construcción de liceos participativos y en clave republicana con docentes profesionalmente dignificados y labor comunitaria y moderna.

20 años de embrollo
Pasadas las turbulencias del año anterior, tengo la impresión de que, más que a un conflicto puntual por presupuesto, asistimos al desenlace de un mal barajado cuarto de siglo educativo, que acumula frustraciones, discursos de sordos, ensayos y errores mal procesados, y en el que las responsabilidades son compartidas, pero con diferente grado. Primero, por la sociedad en su conjunto (que pide, critica, minimiza la tarea educativa pero se involucra poco para transformarla). Segundo, por los diferentes elencos gobernantes y la oposición política de turno (que siguen manteniendo una visión técnica y desde afuera del hecho educativo en general, o un discurso defensivo que ve neoliberalismo en todo intento de cambio). En tercer lugar, por los docentes, que no encontramos la forma de reconstruir un planteo que deje de sonar a reivindicación salarial para la mayoría de la población (sin que esto signifique que hay muchos educadores comprometidos en su tarea cotidiana).

Marcha en defensa de la educación pública, 27 de agosto de 2015. Foto: SANTIAGO MAZZAROVICH
Marcha en defensa de la educación pública, 27 de agosto de 2015. Foto: SANTIAGO MAZZAROVICH

Desde el plebiscito de 1994, que buscaba un piso presupuestal para la educación, hasta nuestros días, la sociedad uruguaya ha invertido poco en la formación docente entendida como un proceso permanente. No sólo a nivel salarial y de profesionalización sino en cuestiones de carrera y desarrollo integral: basta con tener bachillerato terminado para postularse a docente en las materias en las que falten efectivos. El estatuto de Secundaria no prevé concursos ¡y sólo se asciende por antigüedad!

Este problema se vio agravado por la ausencia de un proyecto específico por parte del Frente Amplio y por una creciente distancia del colectivo docente respecto de la sociedad, así como de la mayoría de las voces sindicales en relación a su propio colectivo. Existe un verdadero peligro de caminar hacia un proceso de “adeomización” tecnocrática si los reclamos (justos en esencia) pasan a ser sentidos como molestias gimnásticas de paros repetitivos frente a un discurso que desde el poder político contrapone cuestiones numerológicas (notas, bancos y ladrillos) y se aleja de lo pedagógico.

Es la sociedad en general la que ha negado sistemáticamente un reconocimiento a la labor docente, desde aquella no aprobación del plebiscito de 1994 (que pedía 3,5% no más) hasta el mantenimiento de un estatuto anquilosado y cultor de la antigüedad. Habría que rastrear las explicaciones de esta poca relevancia que se le da a la carrera docente (el conflicto IPA versus Humanidades, la ilusión de que seguimos en el Uruguay excepcional, los mitos urbanos de los tres meses de vacaciones y la creencia de que cualquiera puede dar clases, ¡ratificada en el propio estatuto docente!).

La fallida intentona de reforma encabezada por Germán Rama —por demás soberbia en sus formas— tuvo algunas luces que pronto se apagaron (se reconoció la titulación y se crearon centros de formación docente en el interior), porque se confrontó con los colectivos docentes y porque fue parte de la agenda de reformas de los 90. Pero vale decir que más allá de su caracterización como “neoliberal” por parte de los sindicatos y de parte de la izquierda (en lo que fue una estrategia política alejada de la realidad, aunque efectiva como propaganda), la reforma proponía extender el marco estatal de acción educativa incorporando innovaciones curriculares que no tuvieron en cuenta la secuencia histórica del momento.

En ese contexto, al combatir la reforma de Rama por “neoliberal”, la izquierda política se quedó sin plan educativo de fondo: se le opuso pero no presentó otra (¡en 2006 comenzó un proceso de restauración del plan 86!) y su buque insignia de cambios terminó siendo el Plan Ceibal, dirigido tecnocráticamente pero sin contenido educativo ni de formación docente relevante (fue una democratización en el acceso a laptops per child pero sin teachers). Luego Mujica llevó la cuestión a la UTU, al doble voto para el presidente del Codicen (para que así el Poder Ejecutivo superara en votos a los representantes de los docentes y de la oposición), mientras la oposición bramaba el canto apocalíptico de que la Ley de Educación daba el poder a los sindicatos (¡mientras que éstos desafiliaban a parte de sus consejeros electos en 2013!). Después vino la metáfora sobre cambiar el ADN de la educación en la campaña electoral de 2014 y la fallida Universidad de la Educación que el Partido Nacional no votó.

Sigamos agregando al cóctel. Las pruebas PISA, interpretadas de forma amarillista por muchos. La cantata de la deserción estudiantil, como si se tratara de soldados y no de personas con diferentes proyectos familiares y de vida. El latiguillo de la “crisis educativa” en los medios (los veteranos siempre creemos que en nuestra época se educaba mejor). Una dirigencia sindical cada vez más alejada de la sociedad, con un discurso mezcla de años 90 y 60, que le ha llevado a perder un representante entre los consejeros electos (gracias a una ley que algunos dirigentes llamaron “fascista”) y no percibir que, para muchos uruguayos trabajadores, el salario docente (que es por lo que se reclama, no por formación ni por profesionalización) es de los mejores entre los empleados públicos (y es mejor que en la educación privada).

El 2015 llegó con una huelga esperada por muchos y con la incapacidad de prevenirla mediante el diálogo por parte del gobierno. Siguieron la torpe esencialidad, la tibia propuesta de un marco curricular común que poco cambiaría y de los perfiles de egreso (redefinir habilidades, competencias, saberes que debe tener cada alumno), el predominio de una agenda presupuestal numérica y tecnocrática (grado de cobertura, porcentaje de pasaje de año) más la minicrisis palaciega entre el MEC y el Codicen y la final aprobación estival del convenio salarial contra el que se hizo la huelga. Todo lo anterior no permite suponer un avance en el futuro, a menos que lo veamos como una película de desaciertos prolongada en el tiempo.

Otro modelo de dirección
¿Por qué vale la pena pelear o hacernos los duros? Ésa quizás es la pregunta que deberían hacerse todos —actores, comentaristas, familias— a la hora de pensar lo educativo, y deberían tratar de responderla con un grado mínimo de humildad acerca de sus convicciones definitivas para poder reencontrar un diálogo. Si por cada cosa que propongo me vas a tachar de neoliberal, no puedo seguir. Si frente a cualquier demanda me dicen que tengo tres meses de vacaciones, no puedo seguir. Hay que recuperar el respeto por la postura y el lugar del otro, dispuesto a entender su visión y negociar.

La clave está en cambiar el modelo de dirección de los centros educativos (y no “de gestión”, que no es una empresa) junto con la carrera docente, involucrando más a los profesores en las tareas de organización del centro. O sea, dirección pedagógica con más participación de los docentes y de la sociedad. Con planteles estables por varios años y horas no sólo de clase, para construir comunidades reales y no curriculares.

Esto tiene que ir acompañado de un reperfilamiento de la formación docente: no se trata de cada uno con su asignatura, sino de saber formar equipos, proyectos, de involucrarse en la relación centro educativo-comunidad. Si no, no habrá Ceibal, Impulso, Jubilar, ADN, 6%, ni nada.

¿Está dispuesta la sociedad a invertir y a empujar para llegar a eso? No sólo es cuestión de plata, es también tiempo y dedicación. Los jóvenes universitarios, ¿harían pasantías de extensión dando clases por tres o cinco años como forma de extensión y retribución por la formación pública y gratuita que han recibido? Los docentes egresados, ¿estamos dispuestos a ser evaluados, rankeados y exigidos para seguir formándonos o preferimos el “escalafón del veterano”? ¿Las autoridades van a dar horas extra aula de una vez por todas con contrapartidas claras de desempeño que no sean sólo el índice de repetición? ¿La formación docente se modernizará y tendrá un sistema de concursos e investigación a la par de los institutos universitarios? ¿O todo el ADN se arreglaba con 6% del presupuesto?

Es clave evitar las ansiedades y las soluciones mágicas e instantáneas. La sociedad tiene que estar dispuesta a invertir a mediano plazo en formación docente de cara a nuevos centros educativos y participar vigilando el compromiso republicano de los educadores.

Desbroce para arrancar
Todo lo anterior vuelve necesario pensar hacia el futuro y hay que desbrozar algunas matas que se han convertido en sentido común dominante e impiden avanzar.

1. La educación no profundiza la desigualdad social. Hoy llegan más hijos de no universitarios a la universidad que nunca antes en la historia. Hoy concurren muchos más estudiantes a diversos niveles de secundaria que nunca antes en la historia. Y hoy, los niveles de distribución de la riqueza son mucho más equitativos que hace 50 o 15 años. La cuestión central no es pedirle a la educación que reduzca las desigualdades, sino que potencie la igualdad de oportunidades. Y aquí creo que se produce un cuello de botella.

2. Se mantiene un sistema secundario oficial pensado como preámbulo a la universidad. Y si bien es cierto que hay más estudiantes universitarios, no necesariamente todos los que hacen primero de liceo tienen ese horizonte, ni debe ser el único posible. Se precisa un formato de liceo y de docentes renovado que encare la formación de ciudadanos, no sólo de preuniversitarios, en consonancia con los nuevos códigos y la nueva cultura, propia de los adolescentes del siglo XXI, y no del 60 o del 90. Es necesario cambiar el sistema liceal, pero no por cuestiones cuantitativas (repetición, rezago, salarios), sino por un sentido histórico cultural de desarrollo republicano. Liceos participativos, interconectados (es terrible ver cerrados los liceos y sus canchas deportivas durante todo enero).

3. El cuello de botella está ahí: se ha invertido más, tenemos más alumnos, pero tenemos varios folletines atrasados por lo menos 20 años. ¿No deberían tener más deportes y recreación los estudiantes en los liceos? ¿Portugués para todos o no? Y los directores, adscriptos y profesores, ¿no deberíamos ser formados en dinámicas pertinentes para atender contextos sociales complejos con parte de la pedagogía de la educación popular? Y al mismo tiempo, ¿no será hora de que los docentes tengan horas de formación en las TICs y se potencie educativamente el Plan Ceibal?

Para lo anterior, y mucho más, es necesaria una apuesta a mediano plazo que, insisto, no pasa sólo por números (aunque también es cuantificable) y tiene que ver con una tarea que nuestra sociedad viene esquivando: profesionalizar la actividad docente. Si de aquí a tres años el conjunto de los actores de la educación recibe los estímulos y las exigencias adecuadas, en dinámica de diálogo y trabajo, con una reformulación del estatuto docente que incluya otras horas que sólo las de clase y se redimensiona el rol de trabajo por asignatura al de formador de adolescentes en equipo, es seguro que los cambios podrán ver frutos verdaderamente aggiornados y positivos.

Genéticamente tenemos chance
Como en el fútbol, somos tres millones de educadores en Uruguay. No quiero concluir sin escribir cómo sueño que podemos salir del laberinto. Más que cambiar el ADN, creo que es necesaria una intervención que sepa realizar la mutación adecuada para adaptar el ADN que tenemos de cara al siglo XXI con el horizonte de liceos participativos. Y aquí creo que muchos olvidan la valiosa historia didáctica de nuestra educación. Todos los docentes pasan por etapas de formación en la práctica con una valiosa dedicación temporal y apoyo de diferentes actores (escuelas de práctica, directores, profesores adscriptores, docentes de didáctica) que trabajan en forma colectiva durante dos o tres años. Esa formación es excepcional de Uruguay (no se da en la mayoría de los países desarrollados, por ejemplo), pero queda confinada a los años de formación inicial. Luego, la experiencia laboral docente resulta ser tremendamente solitaria: los espacios de coordinación son muy pocos y de contenido administrativo.

La solución podría estar en trasladar la experiencia de formación en didáctica colectiva de los primeros años a un continuo durante la etapa laboral (cambiando ya el viejo estatuto docente) y que se empiece a trabajar en equipo, que haya coordinadores pedagógicos por área, que se visiten las clases y/o se dicten en duplas, pero no con afán fiscalista o controlador, sino para potenciar las mejores prácticas educativas, ayudar a resolver conflictos y dificultades, idear proyectos comunitarios y también evaluar los grados de compromiso y efectiva formación de los profesores.

Perfectamente se podría idear un sistema de “docentes referentes” con horas extra para guiar estas tareas, elegibles por concurso, renovables temporalmente y que trabajen en conjunto con los demás profesores que a su vez tengan también horas extra en los centros para participar en las clases de otros y hasta formular propuestas de enseñanza colectiva y evaluación entre diferentes materias, con las ceibalitas y libretas electrónicas, o programas comunitarios en vinculación con equipos multidisciplinarios estables, de forma tal que existan propuestas creativas, adaptadas al medio en donde se implementan, con tiempo para revisarlas y autonomía para modificarlas, en virtud de las fortalezas históricas que la formación docente tiene en Uruguay.

Todo esto debería estar acompañado de una dignificación salarial acorde a la dimensión del desafío: si queremos educación de calidad hay que pagar por formar y tener a los mejores ejerciéndola, con la tranquilidad de que sus esfuerzos e innovaciones son reconocidos y valorados socialmente. Mencioné en otros sitios la posibilidad de comparar una experiencia acotada pero análoga: cuando se quiso una DGI actualizada y moderna, se pidió exclusividad y se mejoraron las remuneraciones. Si se hace esto, además, se retomaría la incorporación a la carrera docente de jóvenes de clase media y con aspiraciones de desarrollo cultural y social. Eso compensaría las deficiencias que se observan respecto del capital cultural de buena parte de los estudiantes de formación docente actuales.

Será cuestión de animarse, arremangarse, dialogar, convencer y dejar espacio para las diferencias constructivas. También para todo esto hay que invertir. Pero en vez de cambiar el ADN, lo mejor sería mutarlo a partir de nuestro pasado educativo colectivo (que es muy rico) de cara a liceos participativos y republicanos del siglo XXI. Sería una base para pensar en un país de primera.

*Gabriel Quirici es profesor de Historia egresado del IPA y asistente en las cá
tedras de Historia Universal Contemporánea en las facultades de Ciencias Sociales y de Comunicación e Información de la Universidad de la República.


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