Abitab, Abitab / Albérico Tajamares [Lento #13, abril 2013]

La firma de Albérico Tajamares aparece en la antología Sobrenatural, editada hace dos años por Estuario, y en algunos prólogos dispersos. Poco más se sabe sobre él, pero qué importa: en cuanto nos llegó este relato fue claro que había que publicarlo. Tajamares dice que admira a William Faulkner, pero que no lo reconoce como una de sus influencias. Queda entonces por cuenta de cada cual encontrar los puentes entre este relato y la novela Absalom, Absalom!, esa gran historia de ascenso y caída en escala de pueblo chico.

Mapa: Federico Murro

Al barrer los pedazos de revoque y vidrio desperdigados por doquier, los operarios se encontraron con dos cedulones que llevaban la firma de la juez de Paz, intimando bajo apercibimiento el cumplimiento del Contrato. Hallaron también una sandalia con el taco roto, lo que despertó algunas sonrisas cómplices y mudas entre aquellos hombres acostumbrados al trato íntimo con restos y desperdicios. Dos monitores astillados yacían uno junto al otro como si fueran cónyuges milenarios ocupando tumbas gemelas. Ingresando a la kitchenette, se toparon con una botella de whisky vacía que, coincidieron en suponer, debía de ser costosa. Cuando entraron al baño, advirtieron que sobre la bacha había varias cajas de discos compactos de diferentes artistas nacionales, junto con un par de libros que, no siendo ellos habitués de la lectura, reconocieron de promociones televisivas.

Discutieron unos minutos sobre el quantum de horas extra que aquel trabajo supondría, pasando luego a comentar, mientras apuraban una ronda de cigarrillos, los recientes sucesos por todos conocidos. Luego, comenzó la reconstrucción.

***

Siempre hemos estado más atentos al pasado que al porvenir. Nunca nos ha importado tener nuestros tesoros bien enterrados para apreciarlos sólo en las contadas ocasiones en que los cuerpos se ponen encima ropajes de gala y a las almas les viene una cierta frescura, como si estuvieran vivas.

Caranchos ya no es lo que una vez fue. Algún distraído dirá que Eladio lo cambió todo, pero nosotros sabemos que fue un largo proceso cuyo despuntar se ha perdido en un anonimato trasnochado y cuyas consecuencias no nos importaron demasiado hasta que, de golpe, nos despertamos en otro lugar.

“Un pequeño paso para la Primera Cadena de Cobranzas y un gran paso para Caranchos”, decía el pasacalle que atravesaba Teniente Ardao, frente a la plaza. Detrás de esa frase se escondía algo que ninguno de nosotros llegó a imaginar, acaso porque era incomprensible, al menos a cierta altura de las circunstancias.

Esto es cosa de Eladio, dijo el Vasco mientras intentaba arrancarle una gota más a la mustia botella de grappa. Y sabíamos que tenía razón.

Eladio era el empresario de Caranchos. Un buscavidas nato, iniciado en los negocios siendo aún adolescente. Un carro de tortas fritas a la salida del quilombo fue su primer emprendimiento; con la provisión Maxitodo tuvo su despegue (ropa de marca, novia universitaria y auto de frontera), y su último negocio, el que lo había hecho jugar en la gran liga comercial del departamento, era el hotel —en general, motel— La Hospitalidad. Ya no quedaban rastros de aquel esmirriado joven que suplicaba fiada la grasa y esperaba, aterido, a la vuelta del prostíbulo, que los vecinos que emergían furtivos del minúsculo local iluminado por una luz aguachenta se detuvieran frente al puesto y le compraran su silencio junto con alguna torta. Ahora era secretario del Centro Comercial del departamento y una figura en ascenso del Club de Leones.

Tras las palabras del Vasco, nos precipitamos a la calle para ver de qué se trataba. Pegado al Maxitodo dos empleadas de uniforme bordó acababan de dar apertura al local recién pintado. En el interior las pantallas propagaban el mismo logotipo multicolor que ostentaba el enorme letrero sobre la fachada.

El empecinado letargo de la media mañana se hizo añicos como una copa de cristal tras un golpe seco. Nadie en el pueblo podía estar ajeno al acontecimiento, ni el más humilde ni el más prominente. Negro, el manicero, y Marisa, la peluquera, habían sido los primeros en llegar, y contemplaban, absortos, la vidriera que exhibía botellas, cedés y bombillas. Pronto se les unieron Dámaso, el anciano párroco, acompañado de Rocco, el perro sin dueño, que de día recorría las calles siguiendo a algún transeúnte y de noche se abrigaba al costado del salón parroquial; las muchachas de la boutique Lunas & Lunas, Jessica y Dalma; Fabricio, el disc jockey local; Roger, el guarda de la Cooperativa de Ómnibus, y el escribano Fattone, portando, como siempre, el vetusto carterón de cuero marrón que había pertenecido a su padre, también notario. En menos de diez minutos la cuadra se llenó de personas.

Eladio, junto a Barrutti, el gerente del banco local, y dos hombres trajeados, a los que nadie en el pueblo conocía, estrechaban manos y sonreían para los flashes que disparaba una mujer de vaqueros.

Cuando Hidalgo Martínez, el enviado del periódico local, estacionó el ciclomotor junto a una columna y avanzó entre la multitud mientras colocaba el casete en su grabadora de mano, Eladio dio dos breves golpes al micrófono, carraspeó con sonoridad y comenzó a hablar.

En su discurso el empresario habló de tradición e innovación, de confianza y de riesgo, de dedicación artesanal y de eficiencia profesional. Todos aplaudimos hasta que nos dolieron las manos, pretendiéndonos convencer de que habíamos entendido cada una de sus palabras y el mensaje que transmitían. Mientras acabábamos con los sándwiches y refrescos que dos preciosas mozas nos ofrecían, reflexionábamos sobre las ventajas de bajar la guardia y hacer acopio de fe. ¿Para qué servía conservar intacto el empecinado orgullo por nuestros tesoros, cada vez más enterrados, si no éramos capaces de garantizar la continuidad de su fulgor y hacerlos estandartes de esperanza para las generaciones por venir?

***

A la mañana siguiente, muy temprano, Fabricio volvía en su auto de pasar discos en un desfile de modas a beneficio del liceo de Espuelitas, cuando divisó el cadáver en la puerta del flamante local de cobranzas.

Se bajó con la esperanza de que no estuviera muerto, pero, al acercarse, constató que el deceso se había producido varias horas atrás. El cuerpo estaba hinchado y frío, repleto de moretones.

Fabricio se recostó sobre el auto, y mientras encendía un cigarrillo, intentó recordar de dónde lo conocía. De golpe le vino a la memoria aquella figura que, cada día, recorría varias veces el pueblo. El cigarrillo a medio fumar quedó aplastado en la vereda y el auto se dirigió veloz hacia la parroquia. Al rato regresó. Esta vez lo acompañaba el padre Dámaso, que ni bien descendió, se arrodilló llorando y tomó entre sus brazos al animal.

Con el salvaje crimen de Rocco comenzaron nuestras dudas, acaso prematuras. ¿Qué designio oscuro nos comunicaba la muerte de aquel inocente que, ante el progreso que significaba la omnipresencia de los códigos de barra, nos enrostraba su ancestral rigidez como prueba muriente del Palenque del Mal?

Por más que lo intentó, Fabricio no logró que el padre Dámaso se pusiera de pie y lo acompañara. El viejo no paraba de rezar al oído del perro mientras se aferraba a él como a un crucifijo. A medida que los minutos transcurrían, algunas personas comenzaron a acercarse al local, contemplando atónitos la triste escena.

A las diez menos cinco Eladio estacionó su Amarok frente al local, sorprendiéndose ante aquella multitud que rodeaba al cura. Una de las empleadas se acercó y le contó lo que había sucedido. Asintiendo, Eladio desvió la vista de la imagen del viejo que abrazaba a un perro muerto hacia su reloj de pulsera. La apertura no podía esperar. La puntualidad era una cláusula esencial del Contrato. Fue así que se acercó al cura y, por lo bajo, le pidió que se retirara unos metros para permitirle abrir.

El padre Dámaso no dio muestras de escucharlo y elevó el tono de sus plegarias. Eladio extrajo un kleenex del saco que mantenía plegado sobre su brazo izquierdo, se secó el sudor de la frente y contempló a los presentes con un encogimiento de hombros. Luego se inclinó y volvió a hablarle al párroco. Esta vez, le prometió que él mismo se encargaría de que el animal fuese enterrado en el lugar que el cura designara, proponiendo, de paso, los fondos de la Iglesia como un sitio más que digno para un descanso eterno.

Como el doliente no acusaba recibo y el reloj, inexorable, ya marcaba las diez y cinco, Eladio lo tomó por los hombros e intentó ponerlo de pie. Al principio el esfuerzo fue en vano, pero luego de varios intentos, el cura depositó con extremo cuidado el cadáver sobre las baldosas, respiró hondo y se levantó con lentitud.

Ni en sus momentos más vehementes desde el púlpito se había escuchado una salida de tono por parte de aquel hombre bueno. Su cortesía al dirigirse a los fieles era tan proverbial como su consejo. Por eso todos, los presentes y los ausentes que conocieron la historia de segunda mano, quedamos tiesos ante las palabras que aquella mañana le escuchamos proferir al padre Dámaso. Con una voz gélida y monocorde, más de bestia que de poseso, acusó a Eladio de cometer todos los pecados capitales, describiendo con detalles el lugar que le tocaría en el Infierno y augurándole la compañía en los tormentos de su joven esposa, a la que llamó prostituta de Babilonia. Luego, señalando con el dedo hacia el local de cobranzas, dijo que aquello no era más que una nueva Cueva de Impiedad, destinada a imponer un Reinado de Codicia, donde no tendrían lugar las almas puras y atormentadas por la injusticia como la del pobre Rocco.

Pronunciadas aquellas palabras, el padre Dámaso se sumergió en un hondo mutismo mientras buscaba con su mirada los ojos de Eladio, quien, a su vez, no quitaba la vista del reloj. Cuando el empresario intentó empujar una vez más al cura, ante el silencio inquisidor de la muchedumbre, se topó con el puño de Fabricio, que, estrellándose contra su maxilar, lo tumbó frente a la puerta de vidrio aún enrejada.

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Esa noche, en el bar del Vasco, no se habló del reciente pase estrella de la liga local, ni del precandidato a intendente que visitaría Caranchos el viernes próximo. La mesa de casín no registró actividad, y Larisa, decana de las prostitutas del pueblo, no terminó la milanesa en dos panes que, noche a noche, el Vasco le preparaba. Todos los allí reunidos nos dedicamos con fervor y sin falsas neutralidades a un solo tema: la terrible muerte de Rocco. O, mejor dicho, a dos: la inconcebible muerte de Rocco y el incendiario sermón del padre Dámaso en la misa vespertina. Ninguno de nosotros, por supuesto, había concurrido a la Iglesia, pero sí lo habían hecho nuestras esposas, madres y hermanas, por lo que contábamos con numerosas versiones a las que la convergencia volvían única y confiable.

No había pistas del asesino de Rocco ni explicación alguna del motivo por el que su sufrido cuerpo fue abandonado en la puerta del local de Eladio. Esa muerte era sólo el comienzo o, al menos, eso era lo que había dicho la firme voz del padre Dámaso tronando desde el púlpito. Le pidió a su parroquia que no redujera el incidente entre él y Eladio a un asunto personal ni al inmisericorde expediente de un perro muerto. Aquello era otra encarnación de la eterna lucha que se venía produciendo desde el inicio de los tiempos, cuando el Señor destinó al perpetuo exilio al mismísimo Demonio, pero también era una marca de estos tiempos, los de la insensibilidad y el abuso del Adorador del Dinero frente al dolor por la vida inocente truncada. La comunidad como tal estaba amenazada y aquellos valores cultivados con tanta fe y constancia por generaciones se perderían en un futuro de impersonalidad y apasionamiento por lo mundano. Ahí estaba el compromiso: la libertad cristiana nos permitía elegir entre la comodidad y la integridad, entre la miserable satisfacción de caminar unas cuadras menos, consolidando nuestras facturas en un solo pago ante la truculenta sonrisa de una cajera, o mantenernos fieles a nuestro estilo de vida tradicional, con sus costos y cargas.

En pocas horas el sermón del padre Dámaso se propagó por Caranchos y alrededores, llegando a reverberar en Espuelitas y Santa Manuela.

Unos días después, cuando promediaba la tarde, Eladio retornó a Caranchos luego de una breve estadía en Montevideo, dirigiéndose al local de cobranzas. Allí, una de las empleadas le informó sobre la progresiva merma que se venía registrando en la concurrencia y que alcanzó su pico ese día, cuando sólo habían sido abonadas tres facturas, realizado un giro y apostado un 5 de Oro sin revancha.

Tan consternado como incrédulo, Eladio miraba en forma alternativa los rostros de sus empleadas en procura de una explicación. Tras un incómodo silencio, una de las mujeres consideró oportuno hablarle de un hecho que podría explicar lo que estaba pasando, mientras su compañera asentía con aparatosidad.

Eladio escuchó en silencio, les agradeció con inusitada amabilidad y les dio el resto de la tarde libre. Luego, cerró el local y telefoneó a su amigo Barruti, pidiéndole que lo fuera a ver de inmediato. Desconocemos los términos exactos que se utilizaron en la reunión pero podemos imaginarlos a la luz de los acontecimientos posteriores. Suponemos que Barruti abandonó el Banco con prisa y se dirigió caminando hacia el local de Eladio, que lo esperaba —ya sin corbata, la camisa celeste de cuello blanco arremangada y desprendida hasta el tercer botón— con las dos medidas de Chivas sobre la mesada de la pequeña cocina. Allí, Barruti confirmó, como si ello fuese necesario, el testimonio de las empleadas, porque coincidía con lo que, días atrás, le contara su esposa mientras aprontaba a Federico para llevarlo a la Escuela de las Hermanas.

Podemos estar seguros de que allí, en la penumbra creciente de la cocina, apenas matizada por los monitores sin apagar y por el luminoso de la entrada, se trazó el Plan, un programa destinado a restaurar la normalidad prevista en el Contrato, un programa destinado a que el sonido de los scanners acallara el eco de los sermones, un programa destinado a recuperarnos.

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El lunes siguiente la publicidad rodante anunciaba el comienzo de fabulosos sorteos diarios, semanales y mensuales para todos los clientes del local de cobranzas. Una tarjeta permitiría sumar puntos para premios directos entre los que se contaban cajas de alfajores, sets de cocina y celulares. El gran premio final consistía en un viaje para cuatro personas a Buenos Aires con alojamiento y excursiones varias.

No intentaremos negar que algunos de nosotros sucumbimos ante aquellas ofertas y nos encontramos, de pronto, brindando nuestras señas de identidad en pequeños cupones que depositábamos en las urnas ubicadas junto a las cajas para recibir el invariable “muchas gracias” de las empleadas. ¿Puede, acaso, culpársenos de dejarnos tentar por el tintineo de las joyas de bijouterie, sonámbulos encantados por un hechizo del más barato telemarketing? Ya sabemos de nuestras debilidades; a veces debiéramos hacer como Ulises y encadenarnos ante las endemoniadas sirenas que vienen siempre desde el sur a extraviarnos con sus cantos.

Poco antes del mediodía del siguiente sábado, desde el amplio ventanal de lo del Vasco, observamos cómo una cuadrilla de musculosos levantaba en cuestión de minutos el pequeño escenario para el Festival del Pago y la Cobranza. El evento había sido anunciado con profusión desde las páginas de El Ideal, en las que Hidalgo Martínez, en su triple rol de columnista de espectáculos, entrevistador y editor de empresariales, se había encargado de brindar todos los detalles para que nadie se perdiera número alguno. La publicidad rodante reforzó el mensaje hasta el paroxismo, con un sonido más estridente que nunca, fatigando Teniente Ardao de este a oeste y de oeste a este, durante seis horas diarias. Acompañaba al anuncio el hit del número central del festival, del dúo Aldo & Leonel,“¿Por qué no habría de quererte (tanto)?”.

A las seis en punto de la tarde, luego de unas breves pruebas de sonido realizadas mientras el público se acercaba al lugar, Hidalgo Martínez, vestido de traje gris y peinado con gel, llevando varios papeles en una mano y un cigarrillo con boquilla en la otra, subió al escenario, se acercó al micrófono, y tras unas palabras de agradecimiento a la Primera Cadena de Cobranzas y a ese bendito fruto del vientre local que había llevado el emprendimiento a Caranchos, y que a la inmerecida adversidad la trasmutaba en cultura popular para nuestro disfrute, presentó el primer número del festival.

Poco a poco, hasta los más reticentes se fueron arrimando, atraídos por la infrecuente presencia de tantos artistas sobre un escenario caranchense. Así, en una vertiginosa sucesión, recibimos los rústicos acordes del viejo Servando Ruz que desgranó los únicos tres tangos de su autoría y una versión muy personal de “Nieve”, cuya intensidad devino en final abrupto cuando saltaron dos cuerdas de la raída guitarra. Luego fue el turno del Coro de Abuelos de Santa Manuela, que nos emocionó con “Manuelita”y nos encandiló con “Sueño con serpientes”, para luego hacernos llorar con “Himno a la alegría”. Por cierto que no faltó el rock, representado por la ascendente banda local Capisce?, con su bella y pálida vocalista Muriel, cantando en tonos muy altos un par de canciones en inglés. Admitimos que ante aquel continuo cambio de acordes y despliegue de vibratos que propagaban un mensaje oscuro que no sabíamos interpretar, fuimos algo distantes, quizás hasta descorteses. Un pequeño grupo de intransigentes, amparados en el anonimato, profirió algún cántico hostil de inequívoca connotación sexual contra la demacrada líder, lo que precipitó la prematura salida de escena de la banda en medio de un extenso solo de guitarra de Henry Penalva (¡esas pentatónicas!), el compositor y director musical del grupo.

Exhibiendo claros signos de contrariedad en su arrugado rostro, Hidalgo Martínez habló desde el escenario pidiéndonos respeto y consideración a los artistas y, sobre todo, al demiurgo de aquel encuentro, para quien, recalcó, correspondía un nuevo y fuerte aplauso. Mientras lo obedecíamos, comenzamos a escuchar un contagioso sonido de teclado y pairas, que, sin más preámbulos, dio inicio al set de Sonido Tropical Revisitado, conjunto que también lideraba Henry Penalva, ahora desde las cuatro cuerdas de un bajo Hofner, acompañado de veteranos instrumentistas del circuito de bailes de la Década de Oro, en su mayoría oriundos de Espuelitas. El comienzo fue demoledor: una versión a todo bronce de “Que no quede huella” transformó al pueblo entero en un gran salón de baile. Hasta el propio Vasco, a quien nunca imaginamos siquiera acompasando una música con el pie, tomó de la mano a Larisa y se sumergió en la marea de parejas que danzaban alrededor del escenario. Como el fuego del baile se negaba a apagarse, la orquesta terminó tocando tres temas más de los previstos, hasta que, de golpe, dejándonos con “Una lágrima en la garganta”, abandonaron el escenario.

Mientras aprovechábamos la pausa para recuperarnos de tanta emoción, servirnos un mate o correr hasta lo del Vasco para procurarnos una bebida o descargar aguas menores, descubrimos de pronto que las luces del escenario habían vuelto, esta vez con mayor intensidad, y que, junto a Hidalgo Martínez, frente al micrófono, se hallaba Eladio. La razón de su presencia era la de dar la bienvenida, para cerrar el Festival del Pago y la Cobranza, a los icónicos Aldo & Leonel y, de paso, exhortar a que viéramos en su local a un amigo de todos, disfrutando de sus promociones. Recordó que el Progreso y los designios de Dios van siempre de la mano, aludiendo así, sin nombrarlo, a sus diferencias con el padre Dámaso, y exhortó a todos los presentes a concurrir a la misa vespertina del día siguiente. Amigos de mi pueblo, dijo para finalizar, con el espíritu, el domingo a rezar y, con las facturas, el lunes a pagar.

El aplauso, más bien tibio, que dedicamos a las palabras del empresario, se confundió con la cerrada ovación con la que recibimos a Aldo & Leonel. El dúo, recién regresado de Cosquín, volvía a presentarse en la ciudad que lo había visto nacer, luego de dos largos años de ausencia. Desde Caranchos, con orgullo, habíamos visto crecer a estos muchachos, siguiendo su trayectoria desde aquel concurso en el que se coronaron como las Voces del Folclore Joven del departamento, hasta su pasaje por certámenes, festivales, actuaciones televisivas y discos compactos: el nombre cada vez más destacado, el set cada vez más largo y el cachet cada vez más elevado. Su presencia en este festival indicaba que Eladio no había reparado en gastos en su afán por recuperarnos.

El contraste entre los dos artistas era extremo y resultaba agudizado por la idéntica vestimenta, una de sus señas estéticas (remera blanca, traje y zapatos negros). Mientras que Aldo apenas superaba el metro sesenta de estatura y lucía gordo, mal afeitado y con el pelo raleado, Leonel parecía el sueño viviente de un asesor de imagen: era alto, con el cabello rubio y lacio formando un delicado jopo que enloquecía a las muchachas y con un bronceado esplendoroso, el marco perfecto para sus dientes níveos, presagio de su voz dorada de agudos celestiales.

Abrieron el show con “Los ceibos de Teniente Ardao”, una de las primeras gemas escritas por Aldo para el disco debut del dúo y que, según anunció Leonel con visible emoción, hacía mucho tiempo que no interpretaban. Lo que venía del escenario era mucho más que una caricia para los corazones. Estos veinteañeros habían captado el espíritu del pueblo como si cargaran en sus mochilas la suma de nuestras tradiciones. Hacía por lo menos cincuenta años que el último ceibo de la avenida Teniente Ardao había sido arrancado de raíz, por lo que nos mimetizamos, tanto con el llanto desbocado de los veteranos como con el descubrimiento que los más jóvenes hacían de las fuentes de su historia.

Aquella emotiva balada dio paso a dos mid-tempo de la prolífica cosecha reciente de Aldo, “No llores aunque llores” y “Campos de soja”, y una versión cuasi rockera de “Nuestro camino”. A este punto ya no dábamos más de tanto aplaudir, vivar y gritar hasta enronquecer. ¿No era ésta la catarsis colectiva que tantas veces habíamos imaginado en las tardes abrumadoras de calor y en las quietas noches de los largos inviernos? Lo más intenso, sin embargo, estaba por venir. Para la última canción, Leonel, con un gesto, convocó al escenario a los artistas que los habían precedido. Así, vimos subir en procesión a Muriel llevando del brazo a las dos abuelas del Coro que aún permanecían junto al escenario, al cantor Servando Ruz, cuyo equilibro a esa altura de la noche afectaba la caña, y a la formación completa de Sonido Tropical Revisitado, encabezada por Henry Penalva, calzando ahora una guitarra de doce cuerdas. Cuando Aldo ejecutó los inconfundibles acordes iniciales de “¿Por qué no habría de quererte (tanto)?”, Leonel, con un nuevo gesto, invitó a Eladio y a Hidalgo Martínez a sumarse al coro.

***

Fueron nuestras esposas, madres y hermanas quienes nos contaron lo que sucedió al día siguiente durante la misa de las siete de la tarde. La Iglesia, como era costumbre los domingos, estaba rebosante de fieles. Dos presencias inusuales ocupaban destacados lugares en la primera fila de bancos: Eladio, luciendo vaqueros y campera de cuero, y, a su lado, Hidalgo Martínez, con el mismo traje de la víspera pero sin corbata.

Ante la contemplación de los intrusos, el peso de los murmullos que se acrecentaba a medida que los feligreses llenaban la nave amenazaba con tirar abajo la sagrada construcción. El padre Dámaso permanecía junto al aljibe del patio interior, dando largas pitadas a un cigarro mientras el monaguillo le lustraba los zapatos. Cuando terminó de fumar, miró el reloj, se dio cuenta de que la misa debía haber comenzado cinco minutos atrás, detuvo la labor del niño con una palmada en la nuca e ingresó al altar.

Estamos seguros de que nada en su rostro evidenció la presencia de los blasfemos; podemos imaginar, en cambio, el estupor del chiquilín que hacía sus primeras armas como ayudante de misa, al ver a Eladio susurrando por el celular mientras Hidalgo Martínez probaba la cámara y los murmullos de la grey, como por indiscutible designio divino, se acallaban por completo.

La misa transcurrió con una normalidad anormal. En su sermón el padre Dámaso conjugó varios pasajes bíblicos, narrando una historia de peregrinos, que, desencantados de los tesoros que habían ido a buscar a lejanas tierras, regresan a su comunidad para darse cuenta, con horror, de que ella ya no existe, aunque en su lugar se haya edificado otra cosa, en apariencia muy similar. Para terminar, como era su costumbre, saludó los nacimientos y recordó a los presentes que el próximo domingo habría confirmaciones. Luego se persignó, se alisó unas arrugas que había descubierto en la sotana y llamó a doña Alcira para que iniciara la recolección de las limosnas.

Aunque nunca la habíamos visto, pues sólo abandonaba su caserón de viuda los domingos a la hora de la misa, conocíamos muy bien a doña Alcira. Frisaba los noventa años, su visión era más que limitada y caminaba ayudándose con un bastón de cuatro puntas que también le resultaba muy útil a la hora de recoger las monedas que se caían debajo de los bancos. Su lentitud en la colecta era proverbial y muy bien vista por el padre Dámaso, pues daba a los feligreses tiempo para sentirse culpables y, en silencio, interpelarse unos a otros sobre la medida exacta de la generosidad.

El recorrido completo, desde el extremo derecho de la primera fila al izquierdo de la segunda, le llevó a doña Alcira unos veinte minutos. La canasta estaba rebosante de monedas y billetes de baja denominación cuando la anciana la extendió hacia Hidalgo Martínez, quien se la arrancó de las manos para dársela a Eladio.

Sonriendo, el empresario depositó la canasta sobre su falda, comenzando a extraer de la campera varios fajos de billetes flamantes, que fue colocando, con extrema lentitud, hasta conformar una montañita de color verde claro. Mientras lo hacía, a su lado, Hidalgo Martínez no paraba de tomarle fotografías, cambiándose de lugar e incluso arrodillándose para que no se le escapara ningún ángulo. Completada la tarea, el periodista tomó la canasta y se la devolvió a doña Alcira, que, aunque no podía verlo bien, no dejó de notar el peso desmesurado que había adquirido el humilde recipiente. Para su contrariedad, constató que le era imposible cargarlo sin perder el equilibrio así que llamó al monaguillo para que la ayudara. Cuando éste se aprontaba a auxiliarla, con un gesto, el padre Dámaso lo detuvo.

Cada vez que nuestras madres, esposas y hermanas contaban lo que ocurrió a continuación, se estremecían con una mezcla de gozo y temor. En silencio habían visto cómo el padre Dámaso extraía un cigarrillo del bolsillo trasero del pantalón y se lo colocaba en la boca sin encenderlo para, luego, levantándose apenas la sotana, descender del altar y avanzar hacia donde se encontraba el dinero, atravesando la vacua sonrisa de Eladio y los flashes ininterrumpidos de la cámara de Hidalgo Martínez.

La canasta, que estaba en el suelo porque doña Alcira no había podido soportar su peso, fue tomada por el cura con un gesto brusco, que llegó a derramar algunas monedas, y puesta en el centro del altar, junto al cáliz. Lo que ocurrió entonces era muy difícil de creer, aunque, por fortuna para nuestras mujeres, su testimonio sería respaldado por la enorme foto de tapa que publicaría El Ideal al día siguiente. Apiñados alrededor del ejemplar desplegado encima del mostrador del Vasco, pudimos ver la canasta de las limosnas ardiendo sobre el altar, a su lado, al padre Dámaso contemplando la escena con el cigarrillo apagado en los labios y, detrás de él, al monaguillo, junto al Cristo agonizante, con los ojos desorbitados y la boca tapada con las dos manos.

***

Aquella agobiante tarde de domingo la temperatura alcanzó picos de treinta y ocho grados, obligando a muchos a refrescarse en las amarronadas aguas quietas del Arroyo Lasmanos, a pocas cuadras de la salida del pueblo. Nosotros, que optamos por agotar las existencias de cerveza del Vasco, supimos, recién caída la tarde, que el verdadero calor estaba en la hoguera trepidante y redentora, divisora de aguas, encendida por el padre Dámaso.

El lunes siguiente nuestros ojos estaban bien abiertos, apuntando hacia el local de cobranzas. Sabíamos que habría herejes que insistirían en procurar sus tarjetitas y puntuar para futuros beneficios o ilusionarse con la posibilidad (remota) de un premio instantáneo que obligaría al ganador a dedicarles una sonrisa de cumplido a las cajeras y, quizás, a recibir un apretón de la mano blanda de Eladio. Esa mañana aparecieron unos cuantos. Nuestras miradas les debieron dejar muy claro que sólo podían merecer reprobación. Los que ingresaban lo hacían con la cabeza gacha, simulando atender detalles de las facturas como si a esa altura aún no tuvieran claros los importes a abonar.

El martes nuestras madres, esposas y hermanas, congregadas desde muy temprano en el centro de la plaza, cada una con un ojo en el cielo y el otro, esquinado, hacia el local de cobranzas, iniciaron la primera Cadena de Oración, que se fue incrementando a partir del miércoles con damas llegadas de Espuelitas, Santa Manuela y Villa Urtiaga.

Dos aliados se sumaron a la causa de nuestras mujeres, dando publicidad desinteresada a las diarias demostraciones de fervor religioso. Para sorpresa de muchos, Hidalgo Martínez, desde la página editorial de El Ideal, llamó a cumplir con la voluntad divina, utilizando expresiones como “Decapitar al Dragón”, “Llenar el Arca sólo con los Buenos” y “Que Dios reconozca a los suyos”. Fabricio, por su parte, desde sus programas en la FM de Espuelitas, saludó “a las señoras que dejan el nombre de Caranchos inscripto en los Altares de la Gloria Eterna” y convocó a los más jóvenes a unirse a esa Cadena de Oración, que, en una pequeña blasfemia que supimos pasar por alto, denominó “Rosario en Loop”.

El miércoles el descenso de clientes en el local de cobranzas fue evidente y los pocos que se atrevieron a entrar ni siquiera presentaron a las cajeras sus tarjetas de puntos, apurándose a pagar las facturas, con las que cubrieron sus rostros al salir. El jueves no entró nadie.

A las diez de la mañana del viernes vimos cómo un enorme auto negro, con vidrios polarizados y matrícula de Montevideo, se estacionaba frente al local de cobranzas. Del asiento del conductor descendió un individuo cincuentón, vistiendo un costoso traje azul con corbata roja, lentes Ray-Ban, peinado a la gomina y con un maletín italiano de piel de serpiente. Del asiento del acompañante emergió con lentitud la obesa figura del escribano Fattone, vistiendo vaqueros, camisa de manga corta por fuera del pantalón y llevando en una mano el carterón y en la otra una máquina de escribir portátil. Luego nos enteraríamos que el forastero era un prominente abogado, experto en Derecho Comercial y socio de uno de los estudios más reputados del país. De Fattone ya lo sabíamos todo: la sombra implacable de su padre, un gran notario muerto muchos años atrás, empezó a opacarlo ni bien dio el último examen, que aprobó con los tres regulares de siempre, para, de inmediato, regresar a Caranchos jurando no volver a pisar Montevideo, refugiándose en la escribanía del progenitor, que, durante toda su vida, le asignó los trabajos más simples (obtención de certificados registrales, compraventa de automotores, gestorías varias) y que, una vez muerto aquél, cada vez que en el pueblo se hacía referencia al apellido Fattone, precedido por la designación “escribano”, disparaba la rutinaria pregunta “¿Padre o hijo?” y que, ante la respuesta por la segunda opción provocaba, de modo alternativo, gestos de desprecio o palabras de lástima. Sus dos desdichados matrimonios lo habían dejado muy cerca de la ruina, obligándolo a hipotecar la escribanía de su padre, la que sabíamos que estaba cerca del remate. Por último, aunque no mostraba gestos de amaneramiento, era conocida su naturaleza invertida, a la que daba rienda en sus escapadas semanales a Villa Urtiaga, para alquilar el amor, o más bien el roce de rústicos muchachones que lo sometían de modo brutal, arrancándole las únicas muecas de felicidad que transitarían por ese rostro que los años habían transformado en una caricatura del venerado semblante de Fattone padre.

Los dos hombres se detuvieron junto a la puerta de entrada del local y otearon hacia el interior, donde una de las cajeras se limaba las uñas mientras su compañera hablaba por celular. De pronto, observamos cómo aquel hombre venido desde Montevideo le dijo algo a Fattone señalando hacia lo del Vasco. Entonces, vimos que el escribano cruzaba la calle a buen paso en dirección hacia nosotros, entraba al bar y le pedía al Vasco que le prestara una mesa y dos sillas por el día. Luego de explicarnos para qué la quería, accedimos con gusto a ayudarlo a transportar la carga hacia un costado del local, donde, minutos después, Fattone desenfundó la máquina y extrajo del carterón varias fojas de papel notarial sobre el que comenzó a escribir: “Caranchos, 15 de febrero de 2008. Acta de comprobación”.

Las horas fueron pasando sin que nadie ingresara al local de cobranzas. A la una de la tarde la Amarok estacionó bruscamente junto al vehículo capitalino y Eladio saltó del asiento dando un sonoro portazo. La conversación fue breve. Fattone no pronunció palabra, Eladio profirió amargas quejas y de la boca del abogado escuchamos expresiones como “ausencia total de clientes”, “incumplimiento del contrato”, “organización de un evento artístico no autorizado por los socios”, “superposición y adulteración de sistema de puntos” y “cláusula de rescisión con daños y perjuicios”. La última frase dejó en claro que aquel local, que ya no merecía portar el nombre de la Primera Cadena de Cobranzas, debía cerrarse de inmediato. Eladio no llegó a escucharla porque ya había encendido su camioneta para alejarse Teniente Ardao abajo, celular en mano, para intentar hablar de forma directa con los socios que, sabíamos, no iban atenderlo.

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Cuando, disfrutando del rocío aliviador de la madrugada del lunes, Larisa abandonó el hotel y echó a andar por la principal avenida, desierta a aquella hora, escuchó, casi llegando a la plaza, una sucesión de fuertes ruidos provenientes del local de Eladio. Temerosa, no quiso acercarse, optando por dirigirse hacia la cercana comisaría donde estuvo un buen rato intentando despertar al agente de segunda que hacía la guardia y que era uno de sus clientes habituales. Cuando el policía despertó, Larisa le contó acerca de lo que había escuchado. Luego de que ambos se entretuvieran un buen rato conversando, el agente se dirigió hacia los fondos, llamó a un compañero y lo envió a la escena del crimen. Sabríamos luego que al llegar al lugar el agente se encontró “con el local destrozado y sin rastro de los autores materiales de semejante vandalismo, tan ajeno a nuestra forma se ser”, tal como sería escrito por Hidalgo Martínez desde la página policial y judicial de El Ideal.

Después, con el correr de los días, supimos que unos jóvenes, pasados de alcohol y falopa, dieron rienda suelta a sus arraigados sentimientos antisociales y a la frustración que les significaba vivir en un lugar al que tanto ellos como nosotros teníamos la certeza de que no pertenecían. O, quizás, signifique una mayor amistad con la verdad afirmar que fue el propio Eladio, con la complicidad de Barruti, quien ingresó aquella noche al local para terminar por mano propia el mayor de sus proyectos, para dejarlo irreconocible antes de que otros lo profanaran dándole distinto fin.


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